Cenizas (34 page)

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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: Cenizas
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—Necesito dos sitios. Ella va conmigo. —Señalé a Darla con la cabeza.

—No puede ser. Sólo tengo uno, y porque Greeley murió anoche.

—Entonces, olvídalo. —Le di la espalda.

—Espera un segundo —intervino Darla—. Nos quedamos con ese sitio. Alex hará media noche de guardia, y yo la otra media. Si queda libre otro hueco en la tienda, nos lo quedamos nosotros, ambos haremos turnos de tres horas.

—¿Tú también sabes kung fu? —preguntó el tipo.

—Es taekwondo —le corregí.

—Sí, también sé —dijo Darla—. Pero sólo conozco un movimiento. Si sucede algo, despertaré a Alex y él le dará una paliza de cagarse a cualquiera que se meta con vuestra tienda. ¿Vale?

—Por mí de acuerdo. —El tipo nos enseñó la tienda y nos dijo que estuviéramos allí al caer la noche.

Pasamos el resto de la tarde observando el depósito de vehículos a través de la alambrada. Sabía que Darla era rara, pero aquello era el súmmum: podía pasarse una hora entera mirando fijamente un buldócer aparcado. De vez en cuando me lanzaba una pregunta sin sentido, como: «¿Crees que es un sistema hidráulico auxiliar lo que hay debajo de esos elevadores?», o «¿Qué clase de herramienta crees que usan para soltar la fijación del remolque de ese camión?» Las únicas respuestas que se me ocurrían consistían en encogerme de hombros o lanzar gruñidos.

Aunque aquello no estuvo tan mal: pude pasarme una hora entera mirando a Darla. No es que en aquel momento hubiera algo especialmente apasionante en ninguno de los dos, precisamente; estábamos cansados, hambrientos, y envueltos en múltiples capas de ropa de invierno sucia. Pero para mí nada de eso importaba; estaba enamorado. Pensaba que Darla también lo estaba, aunque en su caso tal vez del buldócer.

Llevábamos un buen rato allí de pie cuando me metí las manos en los bolsillos del anorak para calentármelas. Noté algo en el derecho; me quité el guante para investigar, y encontré un puñado de almendras.

—Mira esto. —Mantuve la mano abierta pegada al pecho para que sólo ella pudiera verlo.

—¿Las tenías en el bolsillo?

—Sí.

—Así que a eso se refería aquella señora… con lo de que Dios te llenaría el bolsillo y todo eso.

—Supongo. Qué amable al darnos a hurtadillas algo para la comida. —Las dividí y le di a Darla su parte: seis almendras.

—Vaya una comida. Es más bien un tentempié. Pero es mejor que no comer nada.

—Sí —contesté, masticando con disimulo.

Esa noche le pedí a Darla que hiciera el primer turno de guardia. Supuse que ella sabría calcular mejor cuándo deberíamos cambiarnos. Nunca he sido muy bueno calculando la hora, y si encima no hay ni Luna ni estrellas, soy un completo inútil.

Me estiré en mis veinte centímetros de suelo, junto a la puerta. Estaba apretujado contra una señora mayor; la esposa de Greeley, pensé. Usé la mochila como almohada para que nadie pudiera llevársela sin despertarme.

No se estaba tan mal estrujado en la tienda de aquella manera. Aunque era incómodo, claro, no podía darme la vuelta sin golpear a mi vecina con las rodillas y los codos. Además olía mal, ya que hacía semanas que nadie se duchaba, pero la tienda protegía del viento, y el hecho de dormir embutidos nos mantenía calientes a todos. Lo peor de todo era estar ahí tumbado sin nada más que hacer que pensar en el estómago vacío. Estaba muerto de hambre, y eso que hacía apenas dos días que no comía de verdad. Las otras personas de la tienda estaban mucho peor. Nadie hablaba demasiado del asunto, pero veía el hambre en sus mejillas hundidas, y la oía en sus gemidos y suspiros.

Por fin empezaba a quedarme dormido cuando Darla me dio un toque con el pie.

—Alex —susurró—. Levántate.

Pasé rodando por debajo de la solapa de lona y me levanté de un salto. Darla me llevó a más correr hasta el otro lado de la tienda. Allí había tres tipos, niños, en realidad; probablemente eran más jóvenes que yo. Uno de ellos levantaba un lateral de la tienda, mientras otro se arrodillaba y metía las manos por debajo de la lona. El tercero montaba guardia.

Adopté una pose para impresionarlos, doble bloqueo exterior con el canto de las manos.

—Largo de nuestra tienda. —Intenté gruñir y hablar como Clint Eastwood, pero se me quebró la voz y sonó más como la de Mike Tyson.

El que estaba de guardia le dio un puñetazo a uno de sus compañeros en un hombro.

—Pirémonos de aquí.

El otro sacó los brazos fuera de la tienda y me miró con indiferencia.

—En esta tienda no hay nada de nada.

Se levantó, y los tres recularon sin quitarme los ojos de encima.

—Gracias —dijo Darla—. Es la tercera vez esta noche. Antes eran sólo dos, así que los ahuyenté yo.

—Tal vez debería hacer yo la primera guardia; puede que más tarde la cosa esté más tranquila.

—Sí, probemos. Despiértame cuando te canses. Siempre podremos echar una siesta durante el día.

Le di a Darla un beso de buenas noches y pasó arrastrándose por debajo de la solapa de la tienda para tumbarse en nuestro hueco.

Di una vuelta lenta alrededor de la tienda, intentando llevar un paso regular y contando mientras andaba: un Misisipi, dos Misisipis… Calculé que tardaba cuarenta segundos en completar el circuito. Durante la séptima ronda vi acercarse a un hombre y una mujer. Me coloqué entre ellos y la tienda y los fulminé con la mirada hasta que se marcharon. Durante la vuelta número cincuenta y ocho hallé a un tipo que ya se había metido de cintura para arriba por debajo de una pared lateral. Alguien del interior se despertó y chilló. Agarré al hombre por los tobillos para tirar de él hasta sacarlo de ahí, y lo observé huir en busca de la oscuridad.

Después de eso las cosas se calmaron. Cuando mi cuenta llegó a 360, desperté a Darla. Las mantas estaban tibias y olían un poco a ella. Me dormí al instante.

Capítulo 45

ALGUIEN me pateó por accidente cuando pretendía salir de la tienda y me despertó. Cogí la mochila y rodé hasta la nieve de fuera. Darla me dijo que nadie había venido a incordiar después de que me fuera a dormir; resultaba evidente que el primer turno suponía más trabajo.

El desayuno transcurrió igual que el día anterior: un apiñamiento demencial y dos horas de espera para conseguir ciento sesenta gramos de arroz cada uno. Los guardias nos pintaron unas manchas amarillas en la mano izquierda que cubrieron parcialmente las azules del día anterior.

Después de desayunar fuimos a tumbarnos a la tienda y echamos una siesta juntos. Darla metió la mochila entre ambos.

Darla me despertó sacudiéndome.

—Oye, dormilón. Creo que es la hora de la cola para la comida de los bautistas.

—Vale. —Me despejé del todo y recogí nuestras mantas.

Esta vez hicimos cola por separado. Darla era dos centímetros y medio más baja, así que podía ponerse doce metros por delante de mí. Las dos mismas personas de anorak amarillo hablaban con los críos y lo organizaban todo.

Nuestra nueva estrategia no sirvió de nada. Aún había al menos cien críos por delante de Darla cuando los de amarillo se quedaron sin comida y la cola se dispersó.

Nos acercamos a la misma señora de pelo largo con la que habíamos hablado el día anterior.

—Gracias por las almendras de ayer —le dije.

Se giró para mirarme.

—Creo que te equivocas… Tal vez te dio almendras algún otro. No se nos permite compartir nuestras raciones personales. A la mayoría de nosotros nos gustaría, pero eso ha causado… problemas.

—Bueno —susurré—, en ese caso, dele las gracias de mi parte a su hermana gemela, ¿quiere?

—De acuerdo —susurró con una sonrisa—, lo haré.

—Estaba pensando, ¿por qué no cogéis el trigo de esa gabarra?

Darla me dio un codazo en un costado.

—No hables de eso, podríamos necesitarlo más adelante —murmuró.

—Aquí hay mucha gente que lo necesita más que nosotros —le respondí, también murmurando.

—Un momento, ¿de qué estáis hablando? —dijo la mujer—. ¿Una gabarra?

—Sí, hay una atascada en la esclusa número 12, no muy lejos de aquí. Está cargada de trigo. Debe de haber centenares de toneladas.

—¿La esclusa número 12?

—En el Misisipi, en Bellevue. La barca está encallada dentro. Puede que resulte difícil de descargar, pero aquí hay mano de obra abundante.

Darla dejó escapar un suspiro exagerado.

—Habrá que moler el trigo, y sé cómo fabricar un molino. O podríamos improvisar tropecientos morteros: como ha dicho Alex, aquí hay mano de obra abundante.

—¿Y está cerca?

—No sé cuánto exactamente. A veinticinco o treinta kilómetros como máximo.

—Parece la respuesta a mis plegarias. ¿Podéis mostrarnos dónde está?

—Claro, no hay problema. Está metida justo dentro de la esclusa, es fácil de encontrar.

—¿Cómo os llamáis?

—Yo soy Alex. Alex Halprin. Ésta es Darla Edmunds.

—Georgia Martin. —Nos tendió la mano. Dudé por un momento porque la mía estaba mugrienta, pero ella me la estrechó con las suyas, para luego hacer lo mismo con Darla—. Me alegro de conoceros a ambos. Dejadme hablar con el director de la misión. Mañana hacia esta hora os buscaré aquí y os haré saber si necesitamos que nos mostréis la gabarra.

No necesitó tanto tiempo. Al día siguiente, cuando hacía una hora que esperábamos en la turba del desayuno, los altavoces de los postes de la valla despertaron con una crepitación.

«Alex Halloran y Darla Edmunds, preséntense de inmediato en la puerta C. Alex Halloran y Darla Edmunds, puerta C.»

—Supongo que somos nosotros —dije.

—Supongo que sí, señor Halloran.

La miré con el ceño fruncido.

—Bueno, se parece un poco a Halprin.

—Espero que esto no nos deje sin desayuno.

Nos abrimos paso con dificultad fuera de la muchedumbre y atravesamos a paso ligero el campamento en diagonal, hasta la puerta por la que habíamos entrado el primer día. Al acercarnos, vimos a Georgia de pie al otro lado de la verja, con un hombre mayor que ella. Tenía la cara un poco descolgada, como si hubiera perdido mucho peso en los últimos tiempos, y una franja de pelo pulcramente cortado alrededor de su cabeza por lo demás calva. Georgia les dijo algo a los guardias, que nos hicieron un gesto para que saliéramos.

—Gracias por venir. Éste es el director Evans, de la misión…

—Llamadme Jim, por favor —dijo el tipo calvo—. Ayer nos disteis una noticia muy emocionante. ¿Cuánto trigo decís que hay en la embarcación?

—Sólo miré dentro de una, y estaba llena. Hay nueve gabarras unidas y estancadas dentro de la esclusa. Si todas transportaban la misma carga, no sé…

—Cientos de toneladas —dijo Darla.

—Caminos inescrutables… —musitó el director Evans. Luego, en voz alta, añadió—: Tenemos una cita para ver al oficial al mando del campamento de Black Lake, el coronel Levitov. ¿Vamos?

Nos llevó al interior de una de las tiendas grandes. En realidad era un pabellón, mucho más grande incluso que la tienda que habían montado para el banquete de bodas de mi prima Sarah, dos años antes, pero con divisiones interiores. Seguimos al director Evans a través de un laberinto de corredores y habitaciones de lona hasta llegar a una oficina pequeña. Había un tipo con traje de camuflaje sentado detrás de un escritorio metálico, tecleando en un ordenador portátil.

—Buenos días, sargento —dijo el director Evans—. Tenemos cita con el coronel.

—Va con retraso. Tomen asiento.

Eso suponía un dilema. Éramos cuatro y sólo había dos sillas libres en la habitación. Darla y yo nos quedamos a un lado y miramos al director y a Georgia.

—Sentaos —dijo el director Evans.

—Podemos quedarnos de pie —contesté.

—No, por favor. Con las poquísimas calorías que estáis consumiendo tenéis más necesidad de reposar que nosotros.

Me dejé caer en una silla, y Darla ocupó la otra. Evans tenía razón: estaba cansado y hambriento, o tal vez estaba cansado porque tenía mucha hambre. Hacía ya tres días que pasaba hambre, pero era mejor no pensar en ello. El simple comentario de Evans acerca de las calorías bastó para que mi estómago subiera al primer puesto en mis pensamientos. Tal vez porque era temprano, pensé en comida para desayunar. Donuts. Panecillos. Galletitas Wheaties, por alguna extraña razón, aunque odio con toda mi alma las galletas Wheaties. Apoyé la cabeza en las rodillas e intenté pensar en otra cosa.

Habíamos esperado unos quince minutos, más o menos, cuando se oyó un grito desde detrás de la pared de lona que había detrás del escritorio del sargento.

—¡Café!

El sargento se ausentó de la habitación durante unos minutos y volvió con una humeante taza de cerámica. El aroma reavivó mi apetito con tanta fuerza que casi sentí náuseas. Llevó el café al otro lado de una solapa que había en la pared y regresó a su mesa.

Esperamos durante otros veinte o treinta minutos.

—¡Listo! —fue el siguiente grito que oí.

—Ya pueden entrar —dijo el sargento.

Entramos en otra oficina pequeña y vimos otro escritorio metálico, otro tipo con traje de camuflaje y otro ordenador portátil. Cogió la taza y se bebió el café que le quedaba. Me di cuenta de que tenía la vista fija en la taza, y tuve que esforzarme para apartar los ojos. No había sillas salvo la que ocupaba él. Se levantó y tendió una mano ante sí.

—Director Evans, me alegro de verle.

—Gracias por recibirnos, coronel —dijo Evans, que le dio un vigoroso apretón de manos.

El coronel me miró y arrufó la nariz. A mí no me ofreció la mano.

—¿El propósito de esta reunión es…?

Evans me señaló con un gesto.

—Este joven encontró una gran reserva de trigo, tal vez toneladas.

—¿Dónde?

—Esclusa número 12, en Bellevue, Iowa —dijo Evans—. Dentro de una gabarra que está atascada dentro.

—Conozco el lugar.

—Desearía contar con su apoyo para sacarlo de allí; podríamos formar grupos de refugiados para que lo molieran e hicieran harina. Es una oportunidad para aumentar la ingesta calórica del campamento hasta algo sostenible. Es justo por lo que estábamos rezando…

—Se lo pasaré a la administración de Black Lake, en Washington. Gracias por la información. Pueden marcharse. —El coronel se sentó y centró su atención en el ordenador.

—¿Qué? —solté—. ¿Eso es todo? Suficiente comida para todo el campamento y…

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