—Bueno —dijo Darla—, el caso es que estaba mugrienta, como todo el mundo en el campamento. El capitán Jameson hizo que un machaca me llevara a las duchas. Se quedó de guardia en el exterior de la puerta de la sala de duchas, no sé si para evitar que me escapara o para impedir que alguien me molestara.
—Aún tienes las manos grasientas.
—No me duché. Cuando entré, me di cuenta de que la sala de las duchas estaba construida con paredes provisionales dentro de una gran tienda de lona; no tenía techo. Así que abrí el grifo del agua y pasé por encima de la pared del fondo hasta la habitación contigua.
—¿Cómo sabías lo que había al otro lado?
—No lo supe antes de trepar. Resultó que era un barracón vacío. Robé un uniforme y me deshice de la ropa vieja. Tenía la esperanza de pasar por un guardia, al menos desde lejos.
—¿Y funcionó?
—Sí. Salí y fui hasta el depósito de vehículos. Era tan tarde por la noche que no había nadie, así que usé un martillo para forzar la caja de las llaves y coger la de mi buldócer favorito.
—Eso fue una locura. Y muy valiente. Gracias.
—Deberían llamarnos los bandidos de los once kilómetros por hora.
—¿Y eso?
—Es la velocidad máxima de ese vehículo: once kilómetros por hora. Bueno, trece cuando va marcha atrás.
Reí.
—Es mucho mejor que la velocidad que conseguimos quedándonos aquí charlando.
Darla asintió con la cabeza.
—Vamos.
A medida que avanzaba la noche, fui caminando con mayor lentitud. Darla abría camino, pero aun así tenía que detenerse cada pocos minutos y esperar hasta que le alcanzara. Intenté acelerar el paso, seguir su ritmo sólo mediante la fuerza de voluntad, pero no pude. Da igual la presión que apliques al acelerador de un coche, si no tiene combustible en el depósito, no se moverá.
Encima de eso, la linde del bosque serpenteaba, siguiendo el contorno de la ladera. No tenía ni idea de si aún íbamos hacia el este; ni de si lo habíamos hecho al principio.
—Tenemos que encontrar una carretera —dijo Darla.
—A los de Black Lake les resultará mucho más fácil encontrarnos.
—No creo que nos estén buscando…
—Claro que sí. Nos persiguieron con esos Humvee.
—Sí, pero ésa fue una reacción automática. Chet me dijo que a Black Lake le pagan por el número de refugiados que retienen en el campamento. Vale mucho más dinero capturar a algunas de las miles de personas que escaparon que perseguirnos a nosotros dos.
—Puede que sí, pero tal vez ahora la cosa se ha convertido en un asunto personal para ellos.
—Tenemos que correr el riesgo —dijo Darla—. No creo que pueda mantener este ritmo durante toda la noche, caminando por una capa de nieve tan alta como ésta.
Lo que en realidad quería decir es que no había manera de que yo pudiera mantenerlo. Detestaba la idea de estar retrasando la marcha. Detestaba que ella tuviera que abrir camino. Incluso la detestaba un poquitín a ella por ser tan condenadamente amable y delicada al respecto.
Darla giró para apartarse del bosque y atravesó el campo. Al otro lado tropezamos con un amontonamiento de nieve. Al cruzarlo nos encontramos con un regalo: la carretera. Era rural, de dos carriles, pero habían circulado por ella hasta convertirla en una sólida capa de nieve apisonada.
—¿Y ahora? —preguntó Darla.
—No lo sé. Tenemos que encontrar la ruta Stagecoach Trail, recorre el país casi de este a oeste.
—Vale, creo que antes íbamos hacia el norte, o tal vez al este. Si nos dirigíamos al norte, ésta es una carretera que corre de este a oeste, y podría ser Stagecoach Trail, así que deberíamos ir por la derecha.
—No me parece lo bastante grande.
—Si avanzábamos hacia el este, entonces deberíamos ir a la izquierda y tropezaríamos con la Stagecoach Trail.
—¿Y si tirábamos por el sur o el oeste?
—Entonces estamos jodidos. Así que, ¿en qué dirección vamos?
—No lo sé.
—No conozco esta zona. Tú sí. Tienes que decidir tú.
—A la izquierda —dije, sólo porque estaba cansado de hablar del asunto.
AVANZAMOS con dificultad por la carretera, caminando junto al terraplén de nieve de la izquierda. Era mucho más fácil; probablemente íbamos tres o cuatro veces más rápido que cuando andábamos por la nieve. A pesar de que aumentamos el ritmo, yo casi podía seguirlo.
—Si oímos un coche o vemos faros, lánzate por encima del terraplén de nieve y escóndete —dijo Darla.
—Verán nuestras huellas.
—A lo mejor no… Está oscuro, y con un poco de suerte irán rápido.
Gruñí.
No hacía mucho que caminábamos cuando llegamos a una intersección. La carretera que habíamos seguido desembocaba en una autopista. Había un letrero que sobresalía de la nieve al otro lado del cruce, pero la oscuridad era tan absoluta que tuvimos que acercarnos a él para leerlo: «W. Heller Lane y Stagecoach Trail».
—Buena elección la de ir a la izquierda allá atrás —dijo Darla, con una sonrisa que apenas pude distinguir en la negrura.
—Tuve buena suerte, al fin.
Giramos a la derecha por la Stagecoach Trail. «Trail» significa sendero, y tal vez hace años lo fue, pero ahora era una autopista muy concurrida. Seguimos la misma estrategia, y caminamos por la izquierda a lo largo del terraplén de nieve, preparados para lanzarnos sobre él si oíamos que algo o alguien se acercaba.
La vía permaneció desierta durante toda la noche. Arrastraba los pies por ella intentando evadirme, no pensar en nada, procurando no sentir nada: pie derecho, pie izquierdo, pie derecho, pie izquierdo.
No mucho después del amanecer cruzamos un puente. En un cartel que apenas asomaba del manto blanco se leía: «Río West Fork Apple». Le anuncié a Darla que estábamos cerca, aunque no recordaba con exactitud qué distancia nos quedaba por recorrer.
Más o menos una hora después desperté; Darla me sacudía por un hombro.
—¡Levanta! ¡Levanta! —Miré alrededor, aturdido; estaba tumbado en la autopista—. ¡Maldita sea, Alex, levántate y camina!
—¿Qué ha pasado?
—Miré detrás de mí y te vi a quince metros echando una siesta.
—Lo siento. —Me puse de rodillas como pude. Darla se arrodilló a mi lado y pasó la cabeza por debajo de uno de mis brazos. Vi que podía levantarme si me apoyaba así. Después de eso, cojeé por la autopista con un brazo por encima de sus hombros.
Un poco más tarde oímos el sonido de un motor que se acercaba por detrás de nosotros. Darla me arrastró hacia el terraplén. Aún estábamos intentando pasar por encima de la pila de nieve, cuando el coche pasó de largo zumbando.
La siguiente vez que oímos un vehículo no nos molestamos en intentar ocultarnos. No se veía ni rastro de Black Lake; si la suerte nos acompañaba, estarían ocupados persiguiendo refugiados por las inmediaciones del campamento.
Descubrí que podía cerrar los ojos y continuar andando, echar una cabezadita sonámbulo, con el brazo echado por encima de los hombros de Darla.
Una eternidad más tarde desperté de una de esas siestas semiinconscientes.
—Alex, eh, ¿estás ahí? —preguntó Darla—. Estamos cerca, compruébalo.
Abrí un poco los ojos y miré alrededor. Había un cementerio al lado izquierdo de la autopista, con un cartel donde ponía: «Cementerio Elmwood». Más adelante vi los edificios de Warren.
—Canyon Park —murmuré.
—¿Qué?
—Creo que hemos ido demasiado lejos. Teníamos que torcer al sur en la carretera de Canyon Park.
—La pasamos hace una hora. Creo que la cruzaste andando dormido.
—Puf. Media vuelta. Lo siento. —Estaba demasiado cansado, incluso para enfadarme conmigo mismo por esa hora extra de caminata.
Darla debía de sentirse igual, porque no dijo nada. Se limitó a dar media vuelta, y cruzamos la autopista para volver por el otro lado, en la dirección contraria. Luché para mantenerme despierto y no volver a pasar por alto el lugar donde debíamos desviarnos.
—Aquí, a la izquierda —dije—. Está cerca. Menos de cinco minutos en coche.
Habían limpiado la carretera de Canyon Park, cosa que me sorprendió, pues la recordaba como una vía sin asfaltar poco transitada. La perspectiva de llegar al fin del viaje sacó de mi interior alguna reserva oculta de energía. Me apoyé menos en Darla y aceleré un poco el paso. Mi madre, mi padre y mi hermana podrían estar a sólo unos pocos centenares de metros, por ese remoto camino rural.
Habíamos andado alrededor de media hora cuando vi la entrada del largo camino de la finca de mi tío. No lo habían limpiado con quitanieves, pero alguien había abierto el paso con una pala. La luz del inicio de la tarde no era mala, así que cuando nos acercamos distinguí la casa al final del camino de entrada. El granero y el corral de los patos aún estaban en pie, y había otras dos estructuras, dos medios cilindros largos construidos con madera y cubiertos de plástico. Recordé que eran invernaderos. Darla y yo empezamos a avanzar por el sendero del que habían retirado la nieve.
Hacia la mitad del camino nos llegó un sonido suave desde el interior de la casa. Descorrieron una cortina, y vi a mi tío que miraba por la ventana, con una arma larga sujeta contra el pecho. Luego oí un grito agudo. La puerta principal se abrió de golpe, y mi hermana apareció corriendo por el camino hacia nosotros.
—¡Alex! ¡Alex! —gritaba. Se lanzó de cabeza a mis brazos, y me derribó en la nieve.
—¡Estás vivo! ¡Estás vivo!…
—Yo también me alegro de verte, hermanita. —No sabía si reía o lloraba, o una mezcla de ambas cosas. Yo mismo tenía ganas de reír y de llorar, pero no podía reunir las energías necesarias para hacerlo. Así que me limité a abrazarla con más fuerza y miré por encima de su hombro.
Tío Paul, tía Caroline y mis primos Max y Anna se encontraban ya de pie alrededor de nosotros. Todos parecían más flacos y mayores de lo que recordaba. Volví a observar los rostros, buscando a mis padres.
—¿Dónde están mamá y papá? —dije.
La risa de mi hermana se cortó en seco. No respondió.
—¿Dónde está mamá, Rebecca?
—Se han…
—¿Se han qué?
—Se han ido, Alex. Se han ido los dos.
DESPERTÉ en una cama, confundido. Era de una suavidad sublime, con viejas sábanas de algodón que cientos de lavados habían suavizado hasta volverlas casi perfectamente cómodas. Encima tenía una pesada colcha. A pesar de no tener ni idea de cómo había llegado hasta allí, me sentí calentito y a salvo por primera vez desde que había salido de Cedar Falls.
Darla estaba dormida en un sillón, junto a la cama. Tenía la cabeza completamente calva.
—Darla… —dije—. ¿Estás despierta? —En realidad la pregunta no tenía sentido: estaba dormida; e intentaba despertarla.
—¿Eh?
—¿Hay alguien ahí?
—Sí. —Estiró los brazos y bostezó—. Me asustaste. Te quedaste sin conocimiento allí mismo, en la nieve.
—No lo recuerdo.
—No sé si fue el hambre, el agotamiento o qué, pero te desmayaste. ¿Cómo te encuentras?
—Bien. Tengo hambre y sed, y me duele todo. ¿Cuánto tiempo he estado sin conocimiento?
—No lo sé. No tengo ni idea de cuánto he dormido. —Darla fue hasta la ventana y descorrió la cortina—. Está oscureciendo. Calculo que hemos pasado toda la tarde durmiendo.
—¿Qué le ha pasado a tu pelo?
—La calvicie es hermosa, ¿eh? —Su tono de voz no sugería que la encontrara particularmente hermosa.
Me encogí de hombros.
—Bueno, tú también estás bastante raro sin pelo.
Me toqué la cabeza. En efecto, me habían afeitado todo el cabello.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Piojos. Estábamos hechos unos piojosos, ja, ja. —No parecía hacerle la más mínima gracia—. No tenían champú antipiojos, así que…
—No está tan mal. Y volverá a crecer.
—Supongo.
Saqué una mano de debajo de la ropa de cama y le tomé la suya. La mía estaba asombrosamente blanca; la habían frotado hasta limpiarle la capa de mugre y ceniza. Resultaba difícil creer que había dormido mientras me lavaban y me afeitaban la cabeza; tenía que haber estado realmente inconsciente. Nos quedamos sentados en silencio durante un minuto, más o menos, hasta que recordé lo que había estado diciendo mi hermana cuando me desmayé.
—Mi padres. ¿Están…?
—Será mejor que llame a tu tío para que te lo explique. Ha estado… raro. —Darla me soltó la mano y se levantó—. En seguida vuelvo —dijo, y abandonó la habitación.
No habían pasado ni sesenta segundos cuando entró mi tío, seguido por Darla. Se giró para mirarla y se aclaró la garganta. Se miraron el uno al otro durante un momento.
—Estaré en la cocina —dijo Darla, y volvió a marcharse.
—¿Quién es? —preguntó mi tío Paul.
—¿Qué les ha pasado a mis padres? —pregunté yo.
—Dice que os conocisteis en Worthington. ¿Hasta qué punto la conoces?
Me incorporé en la cama con cierto esfuerzo. La ropa cayó y me dejó el torso destapado. La sangre abandonó mi cabeza y me mareé.
—No estaría aquí ahora de no haber sido por ella. Me salvó la vida. Más de una vez. —Miré a mi tío a los ojos y me esforcé para no parpadear—. Moriría por ella.
Mi tío Paul apartó la mirada.
—Vaya cicatriz tienes en el costado.
Darla me la cosió.
—No nos había contado nada. Supongo que podemos fiarnos de ella, entonces.
—Podéis.
—Lo siento. Es que… hay toda clase de locos sueltos. Por aquí no los vemos mucho, pero se oyen historias. La gente que vive en el campo, cerca de la autopista 20, lo ha pasado mal.
—Y que lo digas… ¿Dónde están mamá y papá? ¿Han muerto?
—Sí. Eso. Intenté convencerlos de que no lo hicieran, pero estaban decididos.
—¿De que no hicieran qué? Y deja de esquivar la pregunta. ¿Están muertos?
—No lo sé. Se marcharon hace cinco semanas. Volvieron a Iowa.
De repente, sentí un peso en el pecho.
—¿Por qué? ¿Y por qué han dejado a Rebecca aquí?
—Fueron a buscarte.
—¿Que hicieron qué?
—Fueron a la zona roja a buscarte, Alex. No hemos tenido noticias de ellos desde que partieron.
—Mierda. —Bajé las piernas de la cama, me di cuenta de que estaba desnudo y me eché una esquina de la ropa de cama sobre el regazo. Había pasado las últimas ocho semanas luchando por llegar a la finca de mi tío pensando que una vez llegara mi búsqueda concluiría. Pero no era así. Allí estaría a salvo, cierto, pero si sólo buscara un lugar seguro en el que alojarme, no me habría marchado del instituto de la señora Nance, de Worthington—. Tengo que regresar e intentar encontrarlos. —Busqué mi ropa con la mirada, pero no la vi.