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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas (42 page)

BOOK: Cenizas
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—Juro ante Dios que si no sale alguien ahí fuera y repara el invernadero ahora mismo… —Tío Paul dejó escapar un gemido involuntario y cerró los ojos con fuerza—, saldré a rastras de aquí y lo haré yo.

—Iré a buscar al médico —dije—. Es probable que pueda ir corriendo la mayor parte del camino hasta Warren.

Tía Caroline suspiró.

—Vale, que te acompañe Max. Él sabe dónde está la consulta del médico.

—¿Puedes correr? —le pregunté a Max.

—Sí —respondió él—. Me duele el costado, pero creo que es sólo una contusión.

—Llevaos también a Darla —dijo tía Caroline—. Es mejor que seáis tres, por si hubiera problemas. Anna, tú cuida de papá. Alimenta el fuego para que arda con más fuerza; hay que mantenerlo caliente. Y tráele agua. Rebecca, tú y yo intentaremos reparar el invernadero.

—Trabajad desde dentro, con una escalera de tijera —dijo Darla—. Será menos peligroso.

Yo ya me alejaba en dirección a la cocina. Recogí una mochila, una botella de agua, un cuchillo, un poco de carne desecada, y una caja de cerillas a la mitad. Al cabo de segundos, Darla, Max y yo íbamos a paso ligero por la carretera, en dirección a Warren.

La FEMA no había limpiado la carretera después de la última tormenta, pero habían caído sólo unos pocos centímetros de nieve, así que no resultaba difícil correr por la carretera. Sólo estaba un poco resbaladiza. Corrimos durante unos diez minutos, y luego nos tomamos un respiro caminando a paso rápido durante otro poco antes de echar a correr otra vez.

Cubrimos la distancia hasta Warren en tiempo récord, menos de una hora. No había nadie por la calle, pero hacía frío suficiente como para que cualquier persona sensata se quedara metida en casa. Max nos condujo hasta un edificio bajo que había al sur del pueblo. En el letrero de fuera se leía: MÉDICO DE FAMILIA.

Dentro de la oficina había una cola de gente que serpenteaba por la sala de espera, pasaba ante el escritorio de recepción, y atravesaba la puerta que conducía a las consultas. Casi todos los que estaban en la cola eran niños o ancianos, aunque a algunos de los niños los acompañaban sus padres. Dentro de la clínica hacía casi tanto frío como fuera. Todos iban cubiertos con gorros, guantes y gruesos abrigos. La poca luz que había procedía de una lámpara de aceite colocada sobre una mesa, en medio de la sala de espera.

—¿Dónde está el doctor? —le pregunté al tipo que estaba al final de la cola. Hizo un gesto hacia la parte delantera. Avancé con prisa, abriéndome paso entre la gente que estaba de pie en la puerta que conducía a las consultas.

—¡Eh, que el final de la cola está allí! —gritó alguien.

—Es una emergencia, lo siento —repliqué.

Al otro lado de la puerta, la cola se bifurcaba para dirigirse a dos consultas adyacentes. Me metí en la más cercana. Sobre un escritorio que había a un lado de la sala, ardía otra lámpara de aceite. El tío que estaba sobre la camilla tenía la cara arrugada por la edad y llevaba un sombrero anticuado con visera y orejeras. El que estaba de pie ante él era más joven e iba muy abrigado para protegerse del frío, pero tenía una linterna en miniatura con la que iluminaba el interior de la boca del más viejo, así que supuse que era el médico.

—Mi tío se ha roto una pierna —dije—. Necesitamos ayuda.

—Espera, hijo —replicó el médico—. Ya casi he acabado aquí. —Retiró hacia abajo el labio inferior del paciente. Tenía manchas purpúreas y sangre entre los dientes. El médico metió una mano en un cajón y sacó lo que parecía una bolsa de plástico de Froot Loops—. Tómate esto y pasa a verme la semana que viene.

—Gracias, Jim. El paciente se bajó de la camilla, cogió los Froot Loops y se marchó.

—Vale. Ahora, háblame de tu tío.

Le conté toda la historia de la caída de tío Paul desde lo alto del invernadero.

—¿Es una fractura compuesta? —preguntó el médico.

—¿Una qué?

—¿El hueso asoma a través de la piel?

—Me parece que no, pero no le hemos quitado los pantalones.

—Hmm. Sígueme. —El médico recogió la lámpara de aceite que tenía en el escritorio y salió de la consulta. En el pasillo, gritó—: ¡Belinda! Tengo que marcharme por un caso de trauma.

Por la puerta abierta de la otra consulta salió la voz de una mujer.

—Mierda, voy a pasarme toda la noche atendiendo a todos yo sola.

—No es más que una fractura. Debería poder volver a tiempo para ayudarte. —El médico entró por otra puerta y empezó a meter cosas dentro de una anticuada bolsa de médico de cuero negro.

Cuando acabó, di media vuelta para volver a la sala de espera.

—El coche está detrás. —El médico giró hacia el otro lado.

—¿Tiene un coche? —pregunté, mientras lo seguíamos los tres.

—La verdad es que no es mío, pero sí. —El médico abrió la puerta trasera, por la que entró luz diurna y una brisa fría. Apagó la lámpara de un soplido y la dejó en el suelo, dentro de la puerta.

Había sólo un coche en la zona de aparcamiento, un sedán antiguo con un enorme capó delantero triangular, y grandes guardabarros que se curvaban por encima de ruedas que tenían los laterales blancos.

—Genial. —Darla soltó un silbido de admiración—. ¿Esto es lo que conduce?

—El único coche del pueblo que funciona bien —dijo el médico—. Subid.

No había cinturones de seguridad, pero el doctor McCarthy conducía tan despacio que ese hecho no me preocupó demasiado. Max le fue dando las indicaciones, y al cabo de poco íbamos por Stagecoach Trail, en dirección a la finca.

—¿Y qué es este coche, en realidad? —preguntó Darla—. Se parece a un Ford de mil novecientos treinta y nueve que vi una vez.

—Es un Studebaker —respondió el doctor McCarthy—. 41 Champion.

—Hermoso coche. Pero yo pensaba que todos los médicos iban en Mercedes… —dijo Darla.

—No, en BMW. —El doctor McCarthy resopló—. Yo tenía uno. Cuando empezó la lluvia de ceniza, la ambulancia no podía venir desde Galena hasta aquí, así que empecé a usar mi BMW. La ceniza se metió por las tomas de aire y destrozó el motor. También estropeó casi todos los coches del pueblo. Gale Shipman mantuvo esta preciosidad dentro del garaje cubierta con una lona impermeable. No sabes cómo se puso de furioso cuando el alcalde le dijo que tenía que prestármelo. No sé si volverá a hablarnos jamás a ninguno de los dos.

—¿Qué demonios le dio a ese hombre en la clínica? —pregunté—. Parecían… Froot Loops.

—Sí, eran Froot Loops de Kellog’s —dijo el doctor McCarthy.

—¿Por qué?

—Me he quedado sin Special K.

—Nunca había oído que un médico recetara cereales — dije.

—Trabajo con lo que tengo. Toda esa gente que estaba en la clínica tiene escorbuto, que lo provoca una deficiencia de vitamina C. Todos acabaremos igual si no encontramos nada más que carne de cerdo para comer. Lo único que ocurre es que se manifiesta antes en los niños y las personas mayores.

—¿Y los cereales para el desayuno tienen vitamina C?

—Sí, exacto. Encontramos un camión cargado de ellos, abandonado en la autopista 11. Habría preferido un camión de complejos vitamínicos, pero recurriré a lo que pueda encontrar. Aunque no sé qué es lo que lo haremos cuando nos quedemos sin.

—¿Por qué tienen carne de cerdo para comer? —preguntó Darla.

—Granjas de cría de cerdos. Había tres cerca de Warren. Tenían más de diez mil cerdos. Todo el pueblo echó una mano para sacrificarlos, descuartizarlos y conservar la carne. Aun así, la mayor parte se habría estropeado si este frío no hubiera llegado tan pronto. Nos salvó el tocino, por decirlo de alguna manera.

Darla gimió.

—Al menos no tienen que preocuparse porque no haya comida suficiente.

—Tú tampoco tienes que preocuparte por eso —dijo Max—. Nosotros sólo nos hemos quedado sin comida dos veces, y eso fue antes de que tú llegaras y montaras el molino.

—Sí —dijo Darla—. Pero con tu padre lesionado, no vamos a poder desenterrar tanto maíz como antes. Y si perdemos el invernadero…

—No habrá problema —dije. No quería que Max se preocupara por la situación de la comida, aunque en realidad, yo también estaba un poco preocupado.

—Gire aquí —dijo Max, y el doctor McCarthy giró el volante para entrar por la carretera de Canyon Park. Pocos minutos más tarde nos detuvimos en la carretera, ante el camino de entrada a la finca. Con la pala habíamos abierto sólo un estrecho sendero que iba desde la casa hasta la carretera, y no era ni remotamente lo bastante ancho como para que transitara por él un coche como el Studebaker. Los cuatro recorrimos a paso ligero el camino hasta la casa. Tía Caroline y Rebecca salieron del invernadero dañado para reunirse con nosotros.

Tío Paul tenía la piel gris y sudorosa. Anna había cortado la pernera izquierda del pantalón. Se veían manchas purpúreas en la pierna, alrededor de la fractura, que presentaba bultos grotescos, pero no había sangre. El doctor McCarthy se arrodilló junto a la pierna y la examinó durante un momento.

—¿Cómo lo ves, Jim? —le preguntó tío Paul.

—No tiene mala pinta. Me gustaría poder hacerte una radiografía, pero creo que debería soldar bien.

—Menos mal, menos mal. —Tío Paul soltó una potente exhalación.

—Me pondré a trabajar, entonces. A ver, la buena noticia es que aún me queda cinta de fibra de vidrio para inmovilizaciones.

—¿Y cuál es la mala?

—Hace una semana que nos quedamos sin analgésicos.

—Me lo temía.

—Necesito un cubo de agua.

—Iré a buscarlo —dijo Anna.

El doctor McCarthy sacó de la bolsa un palito envuelto en cuero. Tenía marcas de dientes. El entrecejo de tío Paul se frunció profundamente, pero levantó una mano para cogerlo, se lo metió en la boca y lo mordió.

—Que los adultos le sujeten los brazos y las piernas —dijo el doctor McCarthy—. Cuanto menos se mueva, mejor.

Al principio no sabía qué quería decir. Tía Caroline se arrodilló y sujetó uno de los brazos de su marido. El doctor McCarthy me estaba mirando, así que sujeté el otro brazo de mi tío.

—¿Quién es el más fuerte? —preguntó el doctor.

—Alex —dijo Darla.

—Darla —dije yo.

—Bueno, pues uno de vosotros tiene que sujetarle la pierna izquierda por encima de la fractura. Necesito que esté inmovilizada mientras reduzco la fractura.

—Hazlo tú —le dije a Darla.

Darla sujetó el muslo de tío Paul, y Max se ocupó de la pierna sana. El doctor recorrió con suavidad la fractura con los dedos de la mano izquierda. Con la derecha, sujetó con firmeza el tobillo de tío Paul. Éste soltó un gemido a través del palo que sujetaba entre los dientes. Rebecca y Anna permanecían a un lado, cogidas de la mano, mirando.

—¿Todos preparados?

Asentí con la cabeza.

El doctor McCarthy tiró del tobillo, tensándose todo él a causa del esfuerzo. Tío Paul se puso a gritar, un sonido como de trompeta, apagado por el palito envuelto en cuero que tenía entre los dientes. Todos sus músculos se tensaron, y yo tuve que echarme hacia delante y usar las dos manos y todo mi peso para inmovilizar su brazo. Su cara se transformó en una encendida máscara de dolor. Incluso por encima del alarido oí cómo los huesos rozaban entre sí cuando el doctor McCarthy le enderezó la pierna.

El alarido se cortó en seco y el brazo de tío Paul quedó flojo entre mis manos.

—¡Comprobad su respiración! Aseguraos de que tenga las vías respiratorias despejadas —ordenó el doctor McCarthy.

Me incliné y le acerqué la mejilla a la boca. Sentí su aliento contra la piel.

—Respira bien. —Le posé los dedos sobre el cuello—. El pulso es fuerte.

—Vale, bien. —El médico había enderezado la pierna y la estaba envolviendo en una venda de tela.

Tía Caroline se tambaleó. La sujeté por un brazo.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Un poco mareada —dijo ella.

—Deberías tumbarte. —La ayudé a acostarse en el sofá.

El doctor McCarthy rasgó un paquete metalizado y sacó de dentro una cinta de fibra de vidrio de color púrpura brillante. Hundió la cinta en agua y envolvió con ella la zona de la fractura por encima de las vendas de tela. Darla ayudó manteniendo la pierna de tío Paul un poco alta para facilitar el vendado. El médico puso otras tres cintas de fibra de vidrio sobre los vendajes, para inmovilizar por completo la pierna y el tobillo.

—Con eso debería bastar —dijo el doctor McCarthy, mientras volvía a guardarlo todo en la bolsa—. Si veis alguna línea roja o si la pierna empieza a oler mal, id a buscarme. Las aspirinas o las infusiones de corteza de sauce aliviarán la inflamación, si podéis conseguir alguna de las dos cosas.

—Gracias por venir —dije—. ¿Cómo podemos pagarle?

—Pagadme con lo que podáis. Necesito suministros médicos, gas, aceite para lámparas, baterías, linternas, velas y cosas así. Los comprimidos de vitamina C valen más que el oro, a causa del escorbuto. También agradecería comida, siempre y cuando no sea carne de cerdo. La única razón por la que he podido continuar practicando la medicina es porque la gente del pueblo ha sido muy generosa. Algunos de ellos incluso me traen cosas cuando no están enfermos.

Tío Paul todavía estaba desmayado, y tía Caroline tenía los ojos cerrados.

—Iré a buscar provisiones —dije.

Fui a la cocina y reuní una docena de huevos de pato, dos quesos de cabra pequeños, un saquito de harina de maíz y un poco de col.

—Esto es lo único de lo que podemos prescindir ahora mismo —dije, al regresar al salón—. Más adelante le llevaremos más.

—Con esto bastará. —El doctor McCarthy sacó de la bolsa una hoja purpúrea—. ¿Esto es col rizada?

—Sí. En los invernaderos hace demasiado frío como para cultivar nada más.

—Pertenece a la familia de la col común, ¿verdad?

—Me parece que sí —dijo Darla.

—¿Y ninguno de vosotros tiene escorbuto?

—Creo que no —dije yo.

El doctor McCarthy tendió una mano hacia mi boca.

—¿Te importa si miro?

—No, adelante.

Me retiró el labio inferior y me miró los dientes. Luego repitió el proceso con mi labio superior.

—Ni un solo signo de escorbuto. Apuesto a que la col está cargada de vitamina C. ¿Cuánta tenéis?

—No la suficiente. La tormenta de anoche desgarró el plástico de uno de los invernaderos, y una buena parte se congeló. Está toda mustia… En realidad sólo es buena para las cabras.

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