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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas (18 page)

BOOK: Cenizas
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Capítulo 25

VI por primera vez Worthington a última hora de esa mañana, justo cuando mi estómago empezaba a decirme que era la hora de comer. Tres gigantescos cilindros grises se alzaban en la penumbra del horizonte: Silos de grano, mucho más grandes que los de casi todas las granjas de los alrededores.

Al acercarnos, pudimos distinguir unos cuantos edificios más, formas vagas que estaban más allá de los silos. Entre nosotros y la población había una hilera de gente que trabajaba en un campo situado junto a la carretera. Se encontraban situados en una larga línea, y cavaban. Algunos tenían palas, otros azadas, y había otros que usaban sólo largos palos puntiagudos. Eran hombres, mujeres y unos cuantos críos. Algunos parecían más pequeños que mi hermanita.

Cuando nos acercamos más, un hombre armado con un fusil se separó de los excavadores. Lo sujetaba con indiferencia ante sí, y apuntaba al suelo entre nosotros.

—¿Tenéis algún asunto que atender en Worthington?

—¿Desde cuándo tengo que tener algún asunto que atender en Worthington para venir de visita, Earl?

—¿Eres tú, Darla? No te he reconocido con toda esa ceniza encima. ¿Qué has estado haciendo, revolcarte en ella?

—Sí, más o menos.

—¿Qué tal está tu madre? Tenía intención de ir a ver cómo estabais, pero hemos andado un poco liados.

—Está todo lo bien que se puede, supongo. En cualquier caso, nos apañamos.

—Me alegro. Puedes entrar en el pueblo, si quieres. Supongo que tengo que cavar un poco.

—¿Qué? ¿Ya no te importa el asunto tengo que atender?

—No, te pido que me disculpes. Es que ha estado viniendo gente desde la autopista 20, pensando que había maíz en esos silos…

—¿No hay…? —Callé a media pregunta cuando Darla me fulminó con la mirada.

—No, justo antes de la cosecha no hay nada. Se vendió y envió todo —dijo Earl.

—Será mejor que nos vayamos a atender los asuntos que tenemos que atender —dijo Darla—. Hasta luego, Earl.

Pasamos por delante del granero y luego de dos grandes edificios comerciales de metal que habían sido aplastados por la ceniza. Las casas empezaban una manzana más adelante, eran una especie de ranchos construidos en grandes parcelas a ambos lados de la calle. La segunda a la que llegamos tenía delante un gran letrero: «Clínica veterinaria Smith».

Desde lejos la casa tenía buena pinta. El tejado estaba casi completamente limpio de ceniza. El granero de metal que había al lado de la casa ya era otra historia. Parecía que un gigante furioso le había dado un puñetazo en el tejado y lo había hundido. Las cuatro paredes continuaban en pie, pero las puertas metálicas correderas se habían desencajado de los raíles y colgaban torcidas de la abertura.

Darla entró y la seguí por el jardín delantero… bueno, por el campo de ceniza delantero. Cuando nos acercamos más a la casa, vimos que la cerradura estaba arrancada de la puerta principal. Quedaba un poco entreabierta, y la brisa metía ceniza dentro.

Darla empujó la puerta con las puntas de los dedos. Se abrió con lentitud. El pasillo estaba cubierto por un manto de ceniza liso, salvo por un rectángulo sobresaliente que señalaba la posición del felpudo. Más adentro estaba demasiado oscuro como para ver nada.

—¿Hola? ¿Hay alguien en casa? —llamó Darla.

—Esto no pinta bien —comenté yo, que pensaba que era escalofriante sin más, y tenía ganas de largarme.

—No. —Darla tiró de la puerta para cerrarla. No tenía pestillo, pero quedó lo bastante bien como para que pareciese cerrada desde la calle. Luego miró a derecha e izquierda para estudiar las casas vecinas. Una espiral de humo blanco ascendía de un tubo vertical que había sobre el tejado de la casa de la izquierda. Fuimos hacia ella por el campo de ceniza.

La puerta principal estaba cerrada, y la cerradura parecía intacta. Sobre la parte superior de la puerta, donde tal vez había habido una ventana, habían clavado una tabla de contrachapado. Darla llamó con los nudillos.

Abrió una mujer gorda y de cara colorada. Dos cosas me llamaron la atención. La primera fue que llevaba un fusil, pero lo sujetaba por el cañón, de modo que colgaba de su mano izquierda. No estaba en absoluto lista para usarlo. La segunda fue que iba limpia, sin una sola mota de ceniza en la cara, las manos ni el delantal. No había visto a nadie tan limpio desde que me marché de la casa de los Barslow, hacía más de tres semanas.

—¿Puedo hacer algo por vosotros? —preguntó.

—Perdone que la molestemos, señora —contestó Darla—. Estábamos buscando al doctor Smith…

—¿Y tú eres?

—Darla Edmunds. Mi madre es Gloria.

—Ah, sí, ¿tu madre conoce a la señora Peterson?

—Sí, señora, jugaban a cartas juntas.

—Soy Jean. Jean Matthews. —Dejó el fusil apoyado en un rincón.

—Encantada de conocerla —respondió Darla.

—Os invitaría a entrar, pero…

—Estamos un poco sucios —dijo Darla—. Lo siento.

—Dad la vuelta por la parte de atrás hasta el patio. Podéis ayudarme a llevarle la comida a la cuadrilla de la cosecha.

—Nosotros sólo estábamos buscando… —dijo Darla, pero la mujer ya había dado media vuelta y cerrado la puerta.

En la parte de atrás de la casa había un gran tanque de propano junto a un modesto patio. La puerta corredera de cristal de la cocina se abría sobre ella. Estaban encendidos los cuatro quemadores de la cocina. Se me llenó la boca de saliva cuando olí el aire del interior: panceta ahumada y maíz.

—Huele delicioso —dije.

La señora Matthews sonrió.

—Son sólo unas gachas. Me habría avergonzado servirlas antes de todo esto, ¿sabes? Pero ahora… bueno, nos llenará la barriga.

—Sobre el doctor Smith… —dijo Darla.

—Te lo contaré todo mientras vamos hacia el campo — dijo la señora Matthews—. Tenemos que darles de comer a todos. —De algún modo, aquello se había convertido en nuestro deber. Miré a Darla, y ella se encogió de hombros.

La señora Matthews se movía con energía por la cocina, mientras metía en dos grandes bolsas de lona un variado surtido de cucharas y jarras de cerámica. Apagó la cocina y nos dio las ollas a nosotros a través de la puerta trasera. Eran cuatro: pesadas ollas grandes de hierro con una sola asa. No estaba seguro de poder transportarlas con esquís, así que me los quité y los dejé en la terraza, junto con el palo de esquiar y el bastón.

Los tres salimos de la población otra vez para ir hacia el campo donde nos habíamos encontrado con Earl.

—¿El doctor Smith está trabajando en el campo? —preguntó Darla, por el camino—. Hemos pasado por su casa, pero la puerta delantera está rota y no había nadie.

—No, querida, el doctor Smith falleció.

—¿Muerto? ¿Qué… cómo?

—Se cayó del tejado del cobertizo cuando intentaba quitar toda esa ceniza.

—Ay, Dios.

—Lottie se ha mudado al colegio. Ahora hay un montón de gente que se aloja allí. Pero no habla mucho, últimamente. A la pobrecilla le ha afectado mucho el fallecimiento del doctor.

—Hmmm —dijo Darla—. Mis conejos están enfermos. Tenía la esperanza de preguntarle al doctor qué les pasa.

—Lo más parecido a un médico o un veterinario que tenemos es el paramédico del parque de bomberos. Tengo entendido que es muy bueno curando fracturas y todo eso, pero no sé si podrá ayudarte con enfermedades de conejos.

—Lo más probable es que no.

—Un montón de gente solía ir a ver a un médico de Manchester, pero no sé si sigue allí o no. No hemos tenido noticias suyas últimamente.

—¿La biblioteca está abierta?

—¿La biblioteca de Rita Mae? Intenta cerrarla, si puedes. El alcalde se llevó al ayudante de Rita a trabajar en los campos, y el porche de su casa se ha derrumbado, pero ella sigue abriendo la biblioteca cada día. He oído que ahora vive en un catre, en la parte de atrás. Lo más probable es que su fantasma continúe allí, prestando libros, cincuenta años después de que haya fallecido.

—Veremos qué podemos encontrar allí, gracias.

Darla y yo ayudamos a servir la comida a los que estaban cavando en el campo de maíz. En las ollas había una especie de gachas de maíz con trocitos de carne de cerdo para darle gusto. Cuando hubimos servido a todos los demás, la señora Matthews nos sirvió un tazón a Darla y otro a mí.

No recordaba haberme ofrecido a hacerlo, pero, de algún modo, acabamos ayudando a la señora Matthews a transportar todos los cacharros sucios de vuelta a la casa. Cuando llegamos al patio trasero, metió una mano dentro a través de la puerta corredera y sacó una escoba, que le dio a Darla.

—Sacúdele el polvo al muchacho —dijo—, y que luego él intente limpiarte a ti.

Darla se tomó las instrucciones muy en serio. Para cuando acabó de zurrarme con la escoba, sin pasar por alto ninguna otra parte que no fueran ni el costado herido ni mi virilidad… o lo que quedaba de ella, por así decirlo, me sentí como una vieja alfombra despeluchada. Para soportar aquello sin quejarme, me recordé a mí mismo que a continuación me tocaría a mí el turno de usar la escoba con ella. La señora Matthews se sacudía con un cepillo de ropa, aunque no lo necesitaba. A pesar de la caminata hasta el campo, todo en ella estaba casi impoluto, salvo las perneras de los pantalones. No conseguía entender cómo lo hacía; el polvo no se le pegaba, y ya está.

Para cuando le hube sacudido la mayor parte de la ceniza a Darla, la señora Matthews ya estaba dentro. En el momento en que entramos en la cocina, estaba rebañando con cuidado los restos de pudin rápido de las ollas y metiéndolos en un recipiente de plástico. Acabó con las ollas y se puso a hacer lo mismo con las jarras de las que había comido la gente. La mayoría de ellas ya estaban muy limpias, pero si encontraba aunque fuese una mota de comida, al recipiente de plástico que iba.

Sin embargo, lo que de verdad me dejó pasmado fue que le puso un tapón al fregadero y empezó a llenarlo. De agua. Del grifo. Debí de quedarme mirándola como un idiota, porque me dirigió una mirada rara.

—Parece que nunca hayas visto una instalación de agua en una casa antes, chiquillo —dijo.

—No, señora —dije—. Quiero decir que sí, que por supuesto que he visto otras, pero no desde la erupción.

—La responsable es la alcaldesa. Hizo que un grupo recorriera el pueblo cuando acabó el ruido. Hizo que todos prometieran usar menos de veinte litros al día. Si alguien usa más, se le corta el agua. Dicen que el agua de la torre podría durar un año.

—Es lista, vuestra alcaldesa.

—Gal. Sí, lo ha hecho muy bien. Ayudó a organizar el refugio en la escuela de Saint Paul, y los grupos de los campos que desentierran maíz. Hay gente que protesta, por supuesto, porque el gobierno lo raciona todo y les dice lo que deben hacer y lo que no, pero la mayoría entiende por qué se hace e intenta ayudar.

La olla que había dentro del fregadero ya estaba llena de agua. Cogí un estropajo de dentro de un cubo de plástico que colgaba de la pila, y me puse manos a la obra. También había una botella de lavavajillas, pero cuando intenté cogerlo la señora Matthews me apartó la mano y dijo algo así como que estropearía el acabado de sus buenas ollas de hierro. No estaba muy seguro, creía que un poquitín de jabón ayudaría a que todo quedara más limpio. ¡Al diablo!

Así pues, fregué mientras Darla enjuagaba y secaba. Tardamos una media hora en acabar. Acordamos tácitamente salir de allí a toda velocidad para evitar que la señora Matthews nos metiera como voluntarios en alguna otra tarea.

Capítulo 26

LA biblioteca ocupaba un tercio del largo edificio metálico que estaba frente al parque. El resto del edificio lo compartía con el ayuntamiento y el parque de bomberos. Delante de la gran puerta basculante que había en un lateral, vimos un camión de bomberos aparcado. Estaba en medio de la calle y enterrado en ceniza hasta las llantas, atascado sin remedio.

Darla fue hasta la puerta de la biblioteca conmigo esquiando a su lado. Alrededor del edificio había montañas de ceniza gigantescas, salvo delante de las puertas, de donde la habían quitado con palas. Cuando levanté la mirada, adiviné por qué. Alguien había limpiado la ceniza del tejado, y la había echado abajo donde había formado grandes montones debajo de los aleros.

Darla intentó abrir la puerta metálica que tenía el letrero con las palabras Biblioteca Pública de Worthington.

—Qué raro, cerrada con llave. Debería estar abierta. — Llamó con los nudillos.

Oí un chirrido, el pestillo que giraba en la puerta.

—Adelante —dijo una voz apagada desde el interior. Me quité los esquís y seguí a Darla al interior.

Lo primero que atrajo mi mirada fue la enorme escopeta de dos cañones que nos apuntaba. Brillaba a la luz de una lámpara de aceite. Mi mirada siguió el cañón hasta el hombro de su dueña que la tenía ahí apoyada. Era una viejecita diminuta, parecía más pequeña que la escopeta que sujetaba. Su pelo formaba una nube enredada de color blanco por encima de sus ojos, que nos miraban con suspicacia al otro lado del cañón.

—¡Jesús! —dijo Darla—. ¿Qué pasa con Worthington? ¿Es que todos tenéis que apuntarme con una arma?

Yo no dije nada; me limité a levantar las manos y retroceder hacia la puerta arrastrando los pies. Contrariar a una viejecita armada con una escopeta me parecía muy mala idea.

—¿Darla? —dijo la mujer que estaba detrás de la escopeta—. ¿Darla Edmunds?

—Sí, soy yo, Rita Mae. ¿Y ahora quieres bajar esa condenada escopeta, por Dios?

Apoyó la escopeta sobre el mostrador de préstamos.

—A ver, jovencita, no hay razón para maldecir y pronunciar el nombre del Señor en vano.

—Puede que no, pero, mier… quiero decir, ésta es la tercera vez en dos horas que alguien me apunta con una arma. Eso no es nada común en la gente de por aquí.

—Puede que no, pero existe una buena razón para hacerlo.

—¿Qué ha pasado? ¿Los faisanes han salido volando de la ceniza para vengarse porque los han estado cazando durante años? Worthington tiene que ser el lugar más seguro de Iowa.

—Y ahora no te pongas impertinente. A ver, ¿sabes cuál es la casa de los Frederick, en las afueras del pueblo? Alguien entró allí y los asesinó a todos. Horrible. —Rita Mae fulminó a Darla con la mirada.

Decidí intervenir antes de que la discusión se descontrolara.

—Hemos venido a ver si tiene alguna información sobre enfermedades de conejos.

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