Cenizas (20 page)

Read Cenizas Online

Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: Cenizas
2.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

Darla se preparó para darle otro golpe, pero esta vez Blanco dio un paso hacia ella y atrapó el bate con la mano derecha cuando comenzaba a bajarlo. Así que se quedó sujetando el bate con la mano derecha y la escopeta con la izquierda, extendido entre Darla y yo.

Eso lo dejó expuesto por completo a una patada circular. La descargué contra él: fue una de esas perfectas patadas de barrido que habría producido un fuerte sonido de palmada si se la hubiera dado a un saco de boxeo en la escuela de taekwondo de Cedar Falls. Pero no le di una patada a un saco, sino a Blanco en los huevos.

Gritó y se doblegó por la mitad, momento en que soltó la escopeta y el bate. Darla y yo empezamos a aporrearlo a la vez. Él se giró y corrió hacia la puerta con las manos alrededor de la cabeza para intentar protegerse de los golpes asesinos.

En el exterior, Darla empezó a perseguirlo por la ceniza.

—¡Darla! —chillé—. Tu madre.

Entonces dio media vuelta, retrocedió corriendo y pasó junto a mí camino de la cocina.

Blanco se alejó quince o veinte metros y se volvió a mirarme.

—Tienes que dormir en algún momento. Volveré. Te cortaré el cuello… y también se lo cortaré a tu chica.

Guardé silencio y lo observé. Mi respiración se hizo más lenta, y empezó a dolerme el cuerpo en una docena de sitios. Al final, Blanco se cansó de gritar amenazas y desapareció en la neblina cenicienta. Volví a la cocina para ver cómo estaban Darla y su madre. Aún temblando por los efectos de la adrenalina de una pelea, fui a encararme con otra…, una que no podía esperar ganar.

La señora Edmunds aún respiraba, pero puede que no fuera lo mejor. El disparo de escopeta le había dado en la cabeza. Su cara parecía una hamburguesa recién hecha. Cuando inspiraba y exhalaba se oía un borboteo y se formaban pequeñas burbujas en la sangre que le manaba en torno a los dientes hechos pedazos. Tenía los ojos destrozados; nunca más volvería a ver.

Darla estaba arrodillada junto a su madre en la habitación fría, vestida sólo con los pantalones vaqueros y el sujetador. Se había quitado la camisa mugrienta. Tenía en la mano la camiseta hecha una bola y presionada contra un costado del cuello de su madre. No servía de mucho; el charco de sangre que manaba de la garganta de la señora Edmunds se hacía más grande ante mis ojos. Ya rodeaba las rodillas de Darla y le empapaba los vaqueros.

Me dejé caer de rodillas con las manos sobre mi regazo. Unos espasmos me sacudían el cuerpo como si estuviera sollozando, pero no había lágrimas en mis ojos.

La señora Edmunds dijo algo, una sola palabra tan distorsionada y en voz tan baja que apenas pude entenderla. Sonaba como «quiero».

—Lo sé, mamá —susurró Darla—. Yo también te quiero.

Me quedé cerca de ellas y las observé, sintiéndome totalmente impotente. Toda la furia abandonó mi cuerpo y lo invadió una ola de desesperación. ¿Qué podía hacer o decir? Menos de un mes antes habría podido llamar a urgencias con mi móvil, pedirles ayuda a mamá o a papá, o correr a casa de Darren y Joe. Pero ahora no contaba con ninguna de esas opciones. Darla y yo estábamos solos con su madre agonizante y con el cadáver de un tío al que llamaban Hurón. Solos en una implacable llanura de ceniza gris.

Capítulo 28

ME quedé allí, con las manos sobre las rodillas durante un rato. ¿Diez minutos? Tal vez más. El ruido de borboteo de la respiración de la señora Edmunds había cesado hacía rato. Me dolía el tobillo. Me lo examiné. Los perdigones de la escopeta me habían perforado la bota en un par de sitios pero no había sangre.

Miré a la señora Edmunds. Ya no había burbujas en su boca. El charco de sangre que le rodeaba la cabeza había dejado de aumentar. Me incliné y puse las puntas de los dedos en su muñeca. No había pulso. Me sentía entumecido, como si fuera una marioneta de madera que el Alex auténtico sólo pudiera observar desde lejos.

—¿Darla? —susurré—. Ha muerto.

—¿Mamá? Mamá, despierta. Vas a ponerte bien. —Darla apartó la camiseta empapada de sangre del cuello de su madre. Ya no manaba sangre de las heridas. Se había desangrado.

Darla posó los dedos en la garganta perforada de su madre. Se inclinó de manera que su mejilla tocara sus destrozados labios.

—No. No. No… —gimió.

—Ha muerto. Lo siento.

Darla se levantó de un brinco, con tanta brusquedad que me sobresaltó.

—¡Esto es todo culpa tuya! —chilló. Se me echó encima y empezó a aporrearme el pecho con un puño como si fuera un martillo—. Tú lo guiaste hasta aquí. —Me dio otro golpe—. Estábamos bien hasta que apareciste tú. —Golpe—. Ha dicho que te conocía. —Golpe—. Dijo que se alegraba de volver a verte. —Golpe—. ¡Es culpa tuya!

Estaba herido, dolorido y cansado hasta el extremo. Me caía sangre por el costado donde Blanco me había golpeado y reabierto la herida. Pero la dejé que me pegara. No hice nada para defenderme. ¿Y si tenía razón?

—Te odio. —Golpe—. ¡Te odio! ¡Te odio! —Golpe, golpe.

Darla lloraba. Extendí los brazos y le rodeé los hombros con ellos. Siguió golpeándome en el pecho con los puños dentro del círculo que formaban mis brazos.

Al final se le agotaron las energías. Dejó de golpearme, lo cual fue bueno, y no sólo porque tuviera las costillas doloridas. Empezaba a preocuparme que Blanco pudiera haber dado ya media vuelta para volver.

Darla parecía a punto de desplomarse. La sujeté por los hombros y la llevé hasta una silla. Recogí su camisa y se la eché por encima de los hombros.

Nada deseaba más que dejarme caer en una silla, a su lado, rendirme a la desesperación, dejar que el mundo se fuera al infierno sin mí durante un rato. ¿Y qué si Blanco daba media vuelta y volvía para matarme? Quizá era lo que merecía.

Pero Darla no. Fui a la puerta y me asomé a mirar si veía a Blanco.

El sol debía de estarse poniendo. No lo podía ver, no lo había visto desde la erupción, pero el cielo brillaba con un apagado color rojo intenso hacia el oeste. No quedaba luz suficiente como para ver gran cosa. Blanco habría podido estar a quince metros de distancia y no lo habría visto en la oscuridad.

Volví a la cocina y saqué una vela de un cajón. Darla seguía sentada donde la había dejado, con la mirada fija en sus manos. La escopeta estaba tirada en el suelo, junto a ella. No teníamos cartuchos para cargarla, así que la lancé a lo alto de los armarios superiores de la cocina, donde quedaría oculta.

—Tenemos que escondernos —le dije a Darla—. Ocultarnos en algún sitio durante la noche.

No me contestó.

—Vamos, Darla. ¿Cuál es el mejor sitio para escondernos? Sólo por esta noche.

Nada.

Genial, como si no tuviera ya bastantes problemas, ahora Darla se había quedado catatónica. Aunque no me extrañaba. No mucho. Tenía ganas de acurrucarme y ceder a las lágrimas que por fin se habían acumulado detrás de mis párpados. Pero Blanco había dicho que volvería. Y yo le creía.

Me devané los sesos intentando pensar en un lugar escondido, que fuera seguro y defendible… El henil del granero de donde habíamos sacado las tablas para hacer el ahumadero. Habíamos arrancado sólo una parte del suelo. Aún quedaba sitio de sobras para esconderse. Se lo sugerí a Darla.

No dijo nada. Tampoco me siguió cuando salí de la cocina. Tuve que volver y tomarla de la mano para conducirla al exterior como si tuviera tres años. Hizo falta un poco de persuasión para conseguir que Darla, que seguía en silencio, se pusiera los esquís. Quizá habría sido más fácil recorrer andando la corta distancia que nos separaba del granero, pero yo estaba tan cansado y dolorido que no confiaba en poder sacar los pies de la ceniza una vez que se hubieran hundido en ella.

La escalera de aluminio que subía hasta el henil aún estaba donde yo recordaba. Pasamos muy apretados por el lado de la máquina de moler grano que poníamos en marcha con la bicicleta, y esto me dio una idea. Después de convencer a Darla de que subiera por la escalera, volví junto a la máquina. Desconecté la correa de transmisión, y levanté la pesada muela de piedra. Pesaba una tonelada, pero me agaché y la hice rodar desde la base de piedra hasta lo alto de mi hombro.

Subí con lentitud por la escalera del henil, con un brazo alrededor de la muela que cargaba sobre el hombro, mientras me sujetaba a la escalera con una sola mano. En cuanto pude, solté la muela. Cayó dando un golpe alarmante que sacudió el suelo del henil. Recogí la escalera cuando llegué arriba, y la dejé apoyada en el borde del agujero.

Me examiné la herida del costado derecho. El puñetazo de Blanco había vuelto a abrir un extremo, pero ya estaba formándose costra. Viviría… si Blanco no volvía a encontrarme.

Quitarme las botas fue doloroso. Al sacarme el calcetín derecho cayeron dos perdigones. Tenía contusiones verdes y purpúreas en el costado derecho del tobillo y del pie, donde me habían dado los perdigones, pero me curaría.

Me di cuenta de que había olvidado el bate de béisbol, que había quedado tirado en el suelo de la cocina. En aquel momento estaba demasiado cansado como para hacer nada al respecto.

Darla se había sentado sobre una bala de heno, y tenía la mirada fija en sus manos. Le di las buenas noches y me desplomé sobre un montón de heno suelto.

Capítulo 29

EN mis sueños, volvía a estar atrapado en mi habitación de Cedar Falls. El escritorio me presionaba el pecho y no me dejaba respirar. La pared que tenía junto a la cabeza estaba caliente al tacto. Y todo estaba lleno de humo… Los ojos me escocían y el olor me inflamaba la nariz por dentro.

Desperté, agitado por el recuerdo del miedo, pero el olor a humo no se desvaneció con el sueño. Si acaso, se hizo más fuerte. El henil estaba iluminado por una brillante luz anaranjada que llegaba desde abajo. Darla aún dormía, acurrucada en posición fetal, casi tocándome la espalda. La sacudí para despertarla, y avancé con tanto sigilo como pude hasta el borde del henil.

Abajo, en el granero, ardían dos fuegos independientes. Blanco estaba allí, intentando prenderle fuego al banco de trabajo con una antorcha.

Agarré la muela de piedra. Había parecido terriblemente pesada cuando la había subido por la escalera. En aquel momento, cargado de adrenalina como estaba, la moví como si fuera de espuma.

Avancé arrastrando los pies a lo largo del agujero del henil. Una de las tablas crujió bajo mis pies, un ruido que pareció lo bastante fuerte como para que lo oyeran desde Worthington. Contuve la respiración, observando a Blanco. No miró hacia arriba.

Me situé más o menos sobre él. Llevaba una mochila grande, una de aquellas antiguas con un armazón externo. Fijé la vista durante un par de segundos en el tatuaje que tenía en la parte posterior de la cabeza, y luego dejé caer la muela, apuntando al centro de la diana.

Se oyó un golpe suave. Blanco cayó y se golpeó el mentón en el borde del banco de trabajo. Acabó junto a él, en el suelo del granero. La antorcha cayó cerca de su cara. Incluso desde tres metros de altura podía ver el profundo agujero que la roca había dejado en la parte posterior de su cráneo al hundirlo. No se movió, a pesar de que las llamas le lamían la nariz.

No sentí gran cosa. Ni la emoción de la victoria del gladiador, ni siquiera alivio. Sólo el horror ante la estela de muertes sin sentido que Blanco había dejado detrás de sí.

Las llamas ya se propagaban por el heno seco y ascendían por las paredes del granero. Miré alrededor en busca de Darla, y me la encontré de pie al borde del henil, con la vista clavada en Blanco. Cogí la escalera de aluminio y la coloqué en su sitio. Darla sólo la miró.

—¡Date prisa! ¡Vamos, vamos, vamos! —grité.

Darla empezó a bajar por la escalera de mano con tanta lentitud como si fuera camino de su propio funeral en lugar de intentar escapar del granero en llamas. Salté a los escalones tras ella. Su ritmo era tan frustrante que tenía ganas de patearle la cabeza. En cambio, continué gritándole. Cuando por fin llegamos abajo, la agarré de un brazo y la saqué a tirones del granero.

Me quedé petrificado, conmocionado por lo que vi. Era obvio que Blanco había empezado por la casa. Estaba completamente envuelta en llamas. El incendio de mi casa de Cedar Falls era una llamita insignificante en comparación con aquello.

Cerré los puños y grité. Toda nuestra comida, nuestras botellas de agua, lonas, ropa…, todo estaba dentro de esa casa. Pensé en intentar salvar algo entrando a la carrera en aquel infierno. Pero mientras miraba se derrumbó parte de la casa. No había nada que hacer. Sin provisiones, moriríamos con total seguridad. La única pregunta era qué nos mataría antes: la silicosis, el frío, la sed o el hambre.

Volví corriendo al interior del granero. El calor y el humo parecieron absorber todo el oxígeno de mis pulmones. Recogí los esquís, los palos de esquiar y el bastón bo de la señora Parker, salí corriendo y lo dejé caer todo a los pies de Darla.

Mientras jadeaba para respirar aire puro, intenté pensar. Tenía que haber una manera de rescatar algo de aquel desastre. Entonces se me ocurrió: la mochila de Blanco. Seguro que había cogido provisiones de la casa, y esas provisiones podrían salvarnos la vida.

Volví a lanzarme dentro del granero. La antorcha de Blanco había encendido una hoguera junto a su cara, pero la mochila parecía estar bien. La sujeté y tiré. Nada. La mochila no se movía. Blanco estaba de lado y me daba la espalda. Tenía un brazo debajo del cuerpo, y el otro caído dentro del fuego. El calor era tan intenso que apenas podía sujetar la mochila, mucho menos a Blanco.

Tiré de la mochila para intentar arrastrar a Blanco y alejarlo del fuego, con el fin de poder quitarle la mochila. Me resbalaron los pies en la paja y grité de frustración.

El hacha de mano del cinturón de Blanco atrajo mi mirada. La saqué del lazo del cinturón y corté las correas de la mochila. Erré un golpe y le clavé el hacha en un costado, irónicamente más o menos en el mismo sitio en que me había herido él a mí tres semanas antes. Goteó sangre de la hoja del hacha. Asesté un par de golpes más a las correas antes de que se soltara la mochila. Salí corriendo.

Solté la mochila y el hacha, y me desplomé en la ceniza. Darla murmuró algo que no entendí. Apoyé la cabeza en las manos y respiré una bocanada de aire fresco. Darla volvió a murmurar.

—¿Qué has dicho?

—Mis conejos… —murmuró ella.

Mierda. Los había olvidado por completo. Volví a ponerme en pie como pude y corrí otra vez al interior del granero en llamas.

Other books

Enchanted by Your Kisses by Pamela Britton
Strange Cowboy by Sam Michel
Drinker Of Blood by Lynda S. Robinson
The Coercion Key by Catriona King
Death Benefits by Robin Morgan
Every Breath by Tasha Ivey
BULLETS by Elijah Drive