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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas (22 page)

BOOK: Cenizas
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—¿Darla Edmunds? Decían que ayer estuviste por aquí. Me dijeron que tú y tu madre os apañabais bien, dentro de lo que cabe.

Darla apartó la mirada.

—Sí, señora —dije—. Así era. Se las apañaban bien, quiero decir. Ayer. Pero su madre ha muerto y no tiene dónde quedarse. Me preguntaba si podría alojarse aquí durante un tiempo.

—¿Gloria ha muerto? ¡Cuánto lo siento! ¿Cómo?

—Bandidos. Ya están muertos. Los matamos. Pero incendiaron…

Un tipo fortachón salió de los vestuarios y corrió hacia el escritorio.

—Lo siento, señora Nance. Creo que es culpa del maíz. Me provoca estreñimiento…

Lo hizo callar de golpe con una mirada fulminante, y tachó un nombre que había bajo la palabra «Seguridad» en la lista de turnos. Escribió «Larry Boyle» en la columna de «Cocina». Larry se escabulló hacia la salida del gimnasio. La señora Nance se volvió otra vez hacia mí.

—Por supuesto que podéis quedaros aquí. Tendréis que trabajar… Todos deben hacer algo. Tengo entendido que Darla es un genio con las máquinas. Hay un grupo que está intentando transformar algunos de los viejos molinos de granja para recargar baterías. ¿Te parece bien eso, Darla?

Darla no respondió.

—Sí, eso está bien —dije.

La señora Nance frunció el ceño, pero hizo una anotación en la lista.

—¿Y tu nombre, muchacho?

—Alex.

—¿Hay algo en lo que seas especialmente bueno?

—En realidad, no.

—En ese caso, trabajarás en el campo, desenterrando maíz. Pareces bastante fuerte.

—Si no le importa, tenía pensado marcharme mañana. Mi familia está en Warren, Illinois, o al menos tengo la esperanza.

En ese momento, Darla giró la cabeza y se me quedó mirando. En su cara había una expresión que me resultó imposible interpretar.

—Hay una gran extensión de territorio sin ley entre aquí y allí —contestó la señora Nance—. ¿Y por dónde piensas cruzar el Misisipi? He oído decir que ha habido disturbios en Dubuque.

—Sí, señora. Me he dado cuenta… Me refiero al territorio sin ley. Y no había pensado antes en cómo cruzar el río.

—¿De dónde vienes?

Me sonsacó toda la historia. La verdad es que no quería hablar del asunto. Intenté darle respuestas de una sola palabra, pero siguió haciendo preguntas y, poco a poco, se lo conté todo: el derrumbamiento de mi habitación; los tres tipos que habían intentado invadir la casa de Darren y Joe; mi viaje en solitario por el nordeste de Iowa. Cuando acabé, la señora Nance sacudió la cabeza.

—Menuda historia, jovencito. Puedo ofrecerte cena y alojamiento por una noche. Ojalá tuviera provisiones de sobras para ayudarte, pero aquí no damos para más.

—Lo entiendo. Y le doy las gracias —dije.

—He oído decir que en Illinois hay campamentos de refugiados. Tal vez puedas encontrar ayuda allí. Aún no han llegado suministros de emergencia a este lado del Misisipi, aunque tengo entendido que los políticos de Washington han entendido que ésta es una zona catastrófica, y así la han declarado. —La señora Nance soltó un sonido seco y breve que estaba a medio camino entre la risotada y el sollozo.

Aquella noche, la cena consistía en unas gachas de maíz aguadas. Todos acudieron a la cantina del colegio poco después del anochecer. En el gimnasio se alojaban unas setenta personas. La mayoría llegaron a cenar cubiertos de ceniza; habían estado desenterrando maíz durante todo el día.

Darla se llevó el estúpido conejo al comedor. Le dirigieron unas cuantas miradas de extrañeza, pero en general la gente parecía demasiado cansada como para darle importancia. Vi cómo le dio dos cucharadas de gachas al conejo a hurtadillas. No creo que se diera cuenta nadie más; de lo contrario, habrían podido surgir problemas. Las porciones ya eran bastante pequeñas como para compartirlas con un conejo que en sí habría sido un buen manjar.

Evidentemente, las mejores camas estaban todas ocupadas. Me habría gustado quedarme con el sofá de cuero, o con aquella enorme cama en forma de corazón, por hortera que fuese. Un hombre viejo y delgado se tumbó en el sofá, y una madre compartió la cama en forma de corazón con sus tres pequeños. Darla y yo ocupamos colchones individuales colocados en el suelo, cerca de la puerta del gimnasio.

Darla se echó en el colchón completamente vestida, encima de la manta. Sujetaba el conejo contra el pecho. Deseaba que se escapara en la noche.

Me quité la camisa, las botas y los vaqueros y me metí bajo la manta. Me vino a la memoria una niña, la cría que había intentado robarme mientras dormía en el instituto de Cedar Falls. Subí la mochila al colchón, la pegué a mí y le eché un brazo por encima.

—Buenas noches, Darla.

Nada.

Capítulo 31

ME desperté cuando alguien pasó cerca de mí. Miré alrededor. Más o menos la mitad de la gente estaba despierta, preparándose para el nuevo día. Darla aún dormía. El conejo estaba acurrucado a su lado.

Me vestí tan silenciosamente como pude. Tenía el tobillo derecho amoratado e hinchado. Tuve que apretar los dientes y hacer fuerza para meterlo dentro de la bota. Me puse de pie con cuidado y me eché la mochila a la espalda. La señora Nance ya estaba levantada y trabajaba en su escritorio.

—Gracias por dejarme pasar aquí la noche —le dije.

—No tienes por qué darlas —contestó—. El desayuno se servirá en el comedor dentro de unos diez minutos. Puedes unirte a nosotros, si quieres.

—Será mejor que me ponga en camino. Ya he abusado bastante de vuestra hospitalidad. Gracias otra vez.

—Cuídate, muchacho.

Me paré y me giré para mirar a Darla. Se la veía tan pequeña, sola sobre aquel colchón en el enorme gimnasio. En cierto modo me parecía mal dejarla allí. Sabía que la echaría muchísimo de menos. Pero mi mente insistía en que era lo correcto; estaría más segura allí, con gente a la que conocía, con la que se había criado, y no conmigo, expuesta a los peligros que pudieran aguardar en el camino hasta Warren. Y en cualquier caso, a menos que… Hasta que no se recuperara del trauma de la muerte de su madre no podría viajar lo bastante aprisa. Abandoné el lugar.

La temperatura había descendido todavía más durante la noche. Mi aliento formaba nubecillas en el aire, y cuando me puse los esquís estaba temblando. No llevaba ropa lo bastante abrigada para ese frío. Supuse que estaría bien siempre que me mantuviera en movimiento, pero si tenía que dormir al raso tendría un problema.

Recorrí esquiando dos manzanas y giré a la derecha en la First Avenue para ir al este. La First Avenue se transformó en la carretera de East Worthington. Establecí un paso ligero, empujando con energía mis pies hacia delante ayudado por los palos. Al salir de la población me encontré con una suave cuesta ascendente. Logré recorrerla toda sin necesidad de andar con la técnica de pies de pato ni de lado. Moverme me sentaba bien; y me puse a ello de lleno, intentando mantener la mente concentrada en esquiar. Así no pensaba en Blanco, en la señora Edmunds o en mi familia… o en Darla.

Al llegar a lo alto de la cuesta, me desperecé y miré a mi alrededor. No soplaba viento, y el día parecía más luminoso que cualquier otro posterior a la erupción. Seguía faltando luz, como en un día muy oscuro y nublado, y el cielo tenía un toque nauseabundo.

Delante de mí, la carretera era recta y descendía en una larga y suave pendiente. A ambos lados asomaban por la ceniza unos pocos tallos de maíz solitarios. Me giré para mirar atrás. Mi paso había dejado una estela de ceniza flotando en el aire quieto que conducía hasta la entrada de Worthington, ya apenas visible a lo lejos.

Y allí vi otra nube de cenizas. Una diminuta figura con esquís había salido de Worthington y avanzaba en dirección este, hacia mí. Sólo había visto a otra persona esquiar desde mi salida de Cedar Falls. Me dejé caer de lado y me senté en la ceniza a esperar. No sabía si gruñir o dar gritos de alegría mientras la observaba subir la cuesta con lentitud.

Darla tardó casi media hora en llegar hasta donde estaba. Llevaba el estúpido conejo debajo de un brazo. Los palos de esquí le colgaban de la otra mano, completamente inútiles.

—¿Qué narices estás haciendo? —pregunté cuando se me acercó.

No respondió.

—No tienes provisiones, ni llevas la ropa adecuada para este frío… ¿Qué habría pasado si no hubiera visto que me seguías? ¡Podrías morirte aquí fuera!

Nada.

—Vuelve a Worthington. Allí estarás más segura. Esa gente te conoce. Les caes bien. Yo voy hacia Dios sabe qué. Es probable que haya muerto dentro de una semana.

No se movió.

—¿Soltarás ese estúpido conejo, al menos?

Lo abrazó aún más hacia su pecho.

—Por lo menos tendremos algo para comer cuando nos quedemos sin provisiones.

Me miró con tristeza, rascando al conejo por detrás de las orejas.

—Mierda. —Pensé en la situación durante un minuto. Podía adelantarla con facilidad y dejarla atrás. Pero si decidía seguirme al este, moriría sin lugar a dudas. No llevaba comida, ni agua, ni nada que le sirviera para dormir. Y, a decir verdad, dentro de mí había una vocecilla solitaria, una voz que había estado intentando suprimir, que estaba loca de contenta de verla. Empujé con vigor desde lo alto de la colina y me lancé esquiando de vuelta hacia Worthington.

Logré un tiempo increíble en la bajada. Me impulsaba con ambos palos mientras cambiaba el peso de un pie a otro, lanzándome a toda velocidad con movimientos de patinaje. Cuando llegué a los alrededores de Worthington, eché la vista atrás. Darla me seguía, y había recorrido menos de la cuarta parte del camino. Bajé esquiando por la First Avenue y giré a la izquierda en la Third Avenue para regresar al gimnasio del Saint Paul.

La señora Nance estaba trabajando en su escritorio.

—¿Has vuelto? No esperaba volver a verte.

—Ya, y yo no esperaba volver. Oiga, ¿conoce a alguien que tenga una mochila de sobras que pueda cambiarle por otra cosa?

—Aquí tenemos algunas… No puedo prescindir de ninguna de las grandes, pero sí de alguna de las bolsas para libros.

Encendió una vela y me condujo por el pasillo hasta un aula. La habían convertido en un armario gigante para suministros. En aquella habitación había una asombrosa variedad de trastos amontonados: seis colchones viejos, dos carritos de color rojo para niños, una pila de listones de distintas medidas y montones de ropa, entre otras cosas.

Nos detuvimos ante una mesa en uno de cuyos extremos había alrededor de una docena de mochilas pequeñas. Las examiné y comprobé las cremalleras; la mayoría tenían de ésas de plástico baratas que siempre se estropean a mitad de curso. Me imaginé que cualquier cosa que no pudiera superar un curso escolar no serviría para pasar una semana en la ceniza. Escogí la más grande de las dos que tenían cremallera metálica, y le pregunté a la señora Nance qué quería a cambio.

Buf, era una negociante dura. ¿Qué pasaba con las mujeres de Worthington? Tal vez existía un Club Negocia Como Una Hiena, y la señora Nance y Rita Mae eran fundadoras. Acabé dándole dos lomos y una pata de conejo ahumado, más un saquito de harina de maíz, por aquella porquería de mochila. Cuando volví a salir, Darla estaba allí, esperándome.

Saqué una manta de mi mochila y la apretujé en el fondo de la bolsa escolar. Luego, pensando en mi plan, puse el plástico de pintor encima de la manta. Protección contra cacas de conejo. Eso llenó más o menos la mitad de la mochila.

Pillé el animal. Darla lo tiró para sí.

—Suéltalo. No le haré daño —dije.

Lo soltó. El conejo empezó a revolverse, pero conseguí meterlo en la mochila, encima del plástico. Cerré la cremallera, dejando una abertura de unos cinco centímetros para que el estúpido bicho pudiera respirar. Aunque no me importaba demasiado que se ahogara.

—Toma. —Sujeté la mochila en alto para que Darla pudiera ponérsela a la espalda—. Intenta no rezagarte, ¿vale?

No contestó, así que me puse en marcha siguiendo los cuatro pares de marcas de esquíes que ya habíamos dejado esa mañana. La luz del exterior se había amortecido durante mi visita al colegio. Miré para arriba. Unos jirones grises reptaban por el cielo amarillo, tal vez nubes que presagiaban una tormenta, aunque no se parecían a ninguna nube que hubiese visto antes.

Mis pensamientos eran tan confusos como el cielo. Al marcharme de Worthington la primera vez, ya había comenzado a sentir la ausencia de Darla, un dolor sordo tan inevitable como toquetearse con la lengua un diente roto. Así que ahora debía de sentirme feliz, ¿verdad? Pues no lo estaba. Mientras empujaba para delante los esquís, que susurraban sobre la ceniza, el cielo gris y amarillo se posó sobre mis hombros como un pesado manto.

Pasé varios minutos pensando antes de darme cuenta de cuál era el motivo de mi humor lúgubre: el miedo. Tanto si era cierto como si me equivocaba, ya me sentía responsable de la muerte de la madre de Darla. ¿Y si el hecho de seguirme provocaba también su muerte?

Capítulo 32

EL día fue volviéndose cada vez más frío. Cuando nos detuvimos para comer, me sorprendí al ver que el agua de las botellas que llevaba en los bolsillos exteriores de mi mochila estaba parcialmente congelada. Después de comer (tiras frías de conejo ahumado), reorganicé el equipaje para que el agua quedara dentro, tocando mi espalda. Esperaba que eso la mantuviera en estado líquido.

Ahora que no tenía que sujetar el conejo, Darla me seguía el ritmo con facilidad. Seguro que me podía adelantar (su forma física era mucho mejor que la mía), pero esquiaba detrás de mí y a la misma velocidad que yo.

A eso de la media tarde comencé a buscar un lugar en el que pasar la noche. Había granjas a lo largo de la carretera cada mil metros, más o menos. Pasamos por delante de tres en las que se veían huellas entre la entrada y los edificios anexos. Probablemente sus habitantes se hubieran mostrado cordiales y nos hubieran permitido cobijarnos en su granero para pasar la noche, pero estaba harto de la gente y de sus estúpidas escopetas. Seguí adelante.

Era obvio que la cuarta casa a la que llegamos estaba deshabitada; obvio porque tanto la vivienda como el granero y el garaje se habían derrumbado. Las únicas estructuras intactas eran dos silos de hormigón para el grano. Rodeé un par de veces esos espacios cilíndricos para ver si podíamos meternos, pero no había ninguna entrada visible. Tenía que haber alguna manera de abrirlos, ya que habrían resultado inútiles si los agricultores no hubieran podido cargarlos con grano. Tal vez Darla sabía cómo, pero seguía sin hablar.

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