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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas (25 page)

BOOK: Cenizas
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—A mí tampoco.

—Prueba a esquiar por dentro de mis marcas.

Eso funcionó bastante bien. Siempre y cuando me quedara detrás de Darla y mantuviera el peso centrado sobre los esquís, podía deslizarme por los surcos que los suyos abrían en la nieve nueva. Iba mucho más lento que ella. Al poder usar los palos, compensaba más que de sobras el esfuerzo adicional que tenía que invertir en abrir camino. Cada diez o quince metros se detenía a esperar que la alcanzara. Pensé con cariño en nuestro primer viaje a Worthington. Ya por entonces habíamos sido una extraña pareja.

Aquella noche nos metimos en una granja. Parecía desierta —no había huellas en la nieve ni salía humo por la chimenea—, y lo estaba, más o menos.

Darla encontró una ventana entreabierta en la parte trasera de la vivienda. Nos quitamos los esquís y los dejamos clavados en posición vertical en la nieve. Empujé la ventana para abrirla del todo y entré.

Era tarde y estaba demasiado oscuro como para ver bien en la habitación. Se sentía un olor vagamente desagradable, un rastro de algo putrefacto que flotaba en el aire gélido y cortante. Darla se me acercó por detrás y sacó una vela y cerillas de mi mochila.

A la luz de la vela descubrimos que estábamos en un dormitorio. El centro lo ocupaba una cama de matrimonio cuyas sábanas estaban tensadas a conciencia. En el centro de la cama había tumbado un hombre vestido con traje negro cuya piel congelada mostraba una palidez azulada. Parecía casi normal, incluso plácido, salvo por la pistola que agarraba con la mano derecha y la enorme mancha negra que envolvía su cabeza en un halo de sangre.

Darla dio un salto y se le escapó un grito. Tal vez yo también debería haberme sobresaltado. Apenas cinco semanas antes me habría cagado de miedo al encontrar un cadáver en una habitación, pero ya había visto muchos desde que había salido de casa; y aquel no era el peor caso, ni sería probablemente el último.

Darla se puso de espaldas a la cama. Se quedó mirando un espejo roto que había montado sobre un tocador. El espejo estaba tan lleno de polvo que no reflejaba nada. Pasó los dedos abiertos por la superficie, y aparecieron nuestras imágenes fracturadas en cinco líneas finas por los surcos que había dejado.

Sostuve la vela sobre la cama. Los labios del tipo tenían motas de sangre que brillaban a la luz de la llama, negras.

—¿Qué crees que sucedió? —preguntó Darla.

—Se suicidó. Colocó la pistola dentro de la boca.

—También se puso su mejor traje. Su traje de luto… ¿Por qué?

No sabía bien si me estaba preguntando por qué se había suicidado, o por qué se había vestido así para hacerlo, pero en ambos casos la respuesta era la misma:

—No lo sé.

Toqué una mano del hombre. Estaba fría y dura como el mármol.

—¿Qué haces? —preguntó Darla.

—Coger la pistola. —Tuve que romperle el dedo para sacarlo del seguro del arma. Hizo un ruido como de hielo al partirse—. ¿Sabes algo de pistolas?

—No mucho.

De todos modos se la di. «No mucho» era más de lo que sabía yo, que era absolutamente nada. En el lado izquierdo de la pistola, Darla encontró un pestillo que soltaba el tambor. Dentro había un casquillo vacío, y ni una sola bala. Sacó el casquillo cogiéndolo con las uñas y cerró el tambor. Metió el arma en uno de los bolsillos exteriores de mi mochila.

Examinamos el resto de la casa. Era pequeña, con dos dormitorios, un cuarto de baño, una cocina, y una sala de estar con chimenea. No había nadie más, ni vivo ni muerto.

Abrí el cerrojo de la puerta delantera y la empujé. Había un montón de nieve tan grande en la antepuerta que bloqueaba el paso, así que tuvimos que entrar y salir varias veces por la ventana del dormitorio y rodear la cama del muerto para traer leña. En lugar de hacer eso podríamos haber quemado una silla de la cocina, o la mesita de café, pero había árboles de sobras alrededor de la casa. Además, quemar los muebles era en cierto modo una grosería, ya que éramos los invitados, aunque no literalmente.

Al principio, pasar al lado del muerto me dio un poco de miedo. Pero después de haber pasado junto a él con tres cargas de leña y dos sartenes llenas de nieve, me acostumbré. Incluso le dije «hola» la última vez, a la noche.

Para cenar preparé gachas de maíz con trocitos de carne de conejo. Darla le dio un poco a
Roger
. Al final convertiríamos al pobre animal en caníbal. Daba la impresión de encontrarse mejor. Lo agradable de toda aquella nieve era que había cubierto la ceniza, evitando que volara. Estábamos respirando el aire más limpio desde la erupción; tal vez eso también era bueno para
Roger
.

Saqué una manta y la extendí entre la chimenea y el sofá. En la habitación desocupada había una buena cama, pero hacía un frío siberiano. Delante de la chimenea dormiríamos calentitos.

—Puedes dormir en el sofá, si quieres —dije.

—Creo que cabemos los dos.

En aquel sofá no cabíamos los dos, pero Darla puso en él todas las mantas y me pidió que le ayudara a acercarlo más a la chimenea. Se quitó la camisa, las botas y los pantalones vaqueros. Intenté no mirarla. Llevaba una camiseta en la que ponía «¡Los conejos muerden!», en enormes letras sobre las tetas, y debajo «Club 4H del condado de Dubuque». Sus braguitas eran monas y femeninas, con rayas amarillas y corazones rosas… No le pegaban nada. Las manchas grises de ceniza estropeaban un poco el efecto. Las había visto antes, claro. No sé por qué me fijaba otra vez en ellas en ese momento.

Darla se sentó en el borde del sofá y se masajeó los pies.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Me duelen los pies… Las botas de esquí son demasiado pequeñas.

—Si quieres, te ayudo.

—Claro. —Extendió los pies hacia mí.

Me senté en el suelo y le masajeé los pies. Presentaban un entramado de marcas rojas. No olían nada mal, cosa que me sorprendió; seguro que mis pies apestaban.

—Ah —suspiró Darla—, qué gusto… —Me quitó los pies del regazo, se metió debajo de las mantas y se estiró de lado, de cara al fuego. Yo me senté en el sofá, junto a ella, y me quité las botas.

De repente, me dio cosa desvestirme. No tenía ningún sentido; había estado completamente desnudo delante de Darla en repetidas ocasiones durante las últimas semanas. Le envié órdenes estrictas a mi cuerpo para que se enfriara. Concentrarme en la respiración me ayudaba. Dos inspiraciones rápidas por la nariz, dos exhalaciones rápidas por la boca, como las que usaría durante un combate de entrenamiento. Me quité los vaqueros y la camisa y me metí debajo de las mantas con Darla.

Me apretujé a Darla, encajando mi espalda con su estómago. Bueno, para ser sinceros, lo que sentí fueron sus pechos. Formaban dos lagos de tibieza por debajo de mis omóplatos, aunque tal vez era todo obra de mi imaginación hiperactiva. No creía estar apretado con tanta fuerza contra ella.

Puede que apestara por culpa de mi ropa interior sudada. Era probable que hiciera varios días que olía mal, pero hasta ese momento no me había importado.

—Buenas noches —dijo Darla.

—Buenas noches.

Las rodillas y los brazos me quedaban fuera del borde del sofá. La habitación estaba iluminada ya que habíamos alimentado el fuego antes de acostarnos. Contemplé las llamas durante un rato.

—¿Estás despierta? —pregunté, en voz baja.

—Sí.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Acabas de hacerlo.

—¿Cómo?

—Es obvio que puedes preguntarme algo. Acabas de hacerlo. Me has preguntado si me podías preguntar algo.

—¿Sabes que eres irritante? —Acompañé el comentario con un suave codazo en sus costillas.

—Sí, lo siento. ¿Qué querías preguntarme?

—Nada.

—No, en serio, ¿qué?

Suspiré.

—Pues… me preguntaba… ¿Por qué me seguiste cuando me marché de Worthington?

—No lo sé.

—No, hablo en serio. Allí habrías estado más segura. Están organizados, tienen agua y comida, la gente de allí te conoce y les caes bien. Pero yo soy… Conmigo no tienes tan buenas expectativas como con ellos. Ya he estado a punto de morir tres o cuatro veces. ¿Tenemos comida para cuánto, cuatro o cinco días más, tal vez? Quizá para entonces hayamos llegado a Warren, pero no sé qué nos espera allí, si es que nos espera algo. Quiero decir que tengo la esperanza de que mis padres estén allí con mi tío y su familia, pero que no lo sé. La verdad es que no sé nada.

Guardó silencio.

—La verdad es que me alegro de que me siguieras —añadí—. De no ser por ti habría muerto en el río. Pero no estoy muy seguro de que haya sido muy inteligente por tu parte venir detrás de mí.

—Yo misma no sé bien por qué lo hice. —Su voz era tan baja que el susurro de las llamas de la chimenea amenazaba con ahogarla—. Contigo… Mira, no tiene lógica, pero me siento segura. El muerto de esa habitación del fondo debería haberme puesto los pelos de punta, pero no ha sido así. Ya sé que estaría más segura en Worthington, pero no me sentí así aquella mañana cuando me desperté y vi que tú no estabas.

Tendí una mano para atrás, tomé la suya izquierda, me la acerqué al pecho y la retuve allí.

—Supongo que en ningún momento me molesté en preguntarte si querías que te acompañara —continuó Darla—. A lo mejor habrías avanzado más sin mí. Y sé que era una auténtica carga andar por ahí conmigo…

—¿Que si lo quería? Por supuesto que sí, Darla. Ya habría muerto dos veces de no haber sido por ti. Además eres una chica asombrosa. Nunca he visto a nadie que trabaje tanto como tú, ni que sepa tanto de máquinas. La primera vez que te vi en el granero pensé que eras un ángel. Si no supiera que ya estás enamorada de
Roger
, puede que me planteara seriamente…

—Date la vuelta.

Le hice caso. Los labios de Darla se pegaron a los míos antes de que acabara de girarme. Nos besamos. Me sentí como si estuviera cayendo de cabeza por un cálido túnel húmedo.

Tenía los ojos cerrados. Mi brazo derecho le rodeaba un hombro; con la mano le cubría con suavidad la cabeza por detrás, como si tuviera en la palma una maravillosa escultura de cristal.

Darla empezó a llorar.

No, mentira. No estaba llorando; estaba sollozando con gemidos que le salían del alma. Me aparté, conmocionado. ¿Qué había hecho mal?

Darla me rodeó con los brazos, y acercó mi cuerpo de vuelta hacia el suyo sin dejar de llorar. Me estrujó como si intentara partirme con los brazos. Le devolví un abrazo un poco débil… Me costaba respirar.

Cuando por fin se quedó sin lágrimas, sus brazos se relajaron y llené los pulmosnes de aire.

—Lo siento —dijo—. Ese beso. Ha sido… ¿Cómo podemos sentirnos tan bien cuando está muriendo tanta gente? He empezado a pensar en mi madre, mi padre…

Calló. La abracé con más fuerza.

Nos quedamos así tumbados durante un largo rato, pero llegó un momento en el que empecé a estar incómodo. Mis rodillas hacían presión contra las suyas. Darla se dio la vuelta y me acurruqué a su espalda.

Su respiración se volvió más lenta cuando se quedó dormida. Miré cómo la luz de las llamas danzaba sobre su pelo, y me quedé mirándola hasta que el fuego se amorteció tanto que ya no pude ver nada. Entonces, al fin, también me dormí.

Capítulo 36

A la mañana siguiente, después de desayunar hicimos un minucioso registro de la casa. Los dos pensamos que tenía que haber balas en alguna parte; vaya, ¿para qué sirve una pistola con una sola bala? Pero no encontramos ninguna.

Lo que sí encontramos fue ropa: sombreros, guantes, bufandas, gruesas camisas de franela, e incluso un par de monos térmicos. Mediante la combinación entre las prendas nuevas y las que ya teníamos, conseguimos reunir dos conjuntos aceptables de ropa de invierno.

En la casa no había nada de comida. La nevera estaba abierta y vacía, solo había una caja de bicarbonato. En la cocina encontramos dos velas: dos velones gordos que resultaría molesto llevar en nuestras mochilas. Darla me pidió prestado el cuchillo y las sometió a una liposucción improvisada, recortando todo el exceso de cera lateral.

Encontré una bola de cordel en uno de los cajones de la cocina, pero Darla opinó que no era lo bastante grueso. Quería algo más resistente para apañar las puntas de mis palos de esquís, así que exploramos el granero.

Un pilón de nieve había cubierto el largo del granero y llegaba casi hasta los canalones, con lo que debía tener unos cuatro metros y medio de profundidad. Fuimos esquiando alrededor del edificio, en busca de una entrada.

No había puertas en el lado derecho ni por atrás. Al llegar al costado izquierdo, encontramos una trampilla cuadrada grande colocada en la parte interior de los marcos, de modo que se abría para dentro. Darla dijo que era para descargar estiércol, yo no tenía ni idea de cómo podía saberlo. Allí no había rastro ni olor a estiércol.

Intenté abrirla; estaba cerrada con pestillo. Pero tenía una pequeña curva en el lado derecho, como si estuviera floja. Me quité los esquís y le di a la trampilla una patada frontal simple, impulsándome con la cadera para darle más potencia, como lo haría para partir una tabla en taekwondo. Le di una buena sacudida, pero el pestillo no se rompió. Volví a intentarlo. Al tercer golpe cedió por fin, y la puerta se abrió ruidosamente.

Entré en el granero. Lo habían cerrado desde dentro con un sencillo ganchito con aro. Mis patadas habían arrancado el gancho del marco de la puerta.

—Vaya —dijo Darla con tono de admiración, observando la zona rota de la madera.

Me encogí de hombros. En el
dojang
rompíamos tablas cada dos por tres. No era nada del otro mundo.

En el altillo encontramos cincuenta o sesenta fardos de heno, rectangulares y pequeños.

—Perfecto —declaró Darla.

—¿Necesitamos heno?

—No, tonto. Necesitamos el cordel de los fardos. Con él haré las cestillas para los palos de esquiar.

Así que me puse a cortar cordeles mientras Darla buscaba leña. Lo llevamos todo de vuelta al salón, donde encendimos de nuevo la chimenea.

Con el pequeño cuchillo de cocinero de mi madre, Darla talló un surco poco profundo en mis dos palos de esquiar, a unos doce centímetros del extremo inferior. Les quitó la corteza a dos palitos y los cortó para que quedaran de unos veinte centímetros de largo. Luego ató los palitos a uno de los palos de esquiar de modo que formaran una equis, y envolvió con cuerda la ranura para impedir que los palitos se deslizaran hacia arriba o hacia abajo.

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