Era imposible respirar, hacía más calor que dentro de un horno, y estaba lleno de humo. Contuve la respiración y entré a trompicones en la sala de los conejos. De alguna manera encontré la hilera de jaulas. Abrí dos de ellas y sujeté un conejo bajo cada brazo. Estaban flojos, muertos o desmayados por el humo, no logré averiguarlo.
Salí corriendo y le di los conejos a Darla. Intenté volver a entrar, pero fue imposible. Ya sentía la piel como si la tuviera muy quemada por el sol. No podía ni acercarme a un metro y medio de la puerta del granero a causa de lo intenso que se había hecho el calor.
Me volví a mirar a Darla.
—Ahí dentro hay demasiado fuego. No puedo…, lo siento.
Estaba sentada en la ceniza; tenía los conejos sobre el regazo y los acariciaba. No se movían para nada.
Hice inventario del contenido de la mochila de Blanco. Era como un premio gordo de la lotería. En la parte superior había un plástico muy grande y dos mantas, todo enrollado. En la inferior encontré una docena de botellas llenas de agua, seis saquitos de harina de maíz, una sartén, lo que parecía ser toda nuestra reserva de carne de conejo ahumada, un rollo de cuerda, todas las cerillas y velas de los cajones de la cocina de la señora Edmunds, y el cuchillo de cocinero de doce centímetros que yo me había llevado de Cedar Falls. Y también había ropa. Tal vez demasiado grande para mí o para Darla. De todas formas, las provisiones bastarían para mantenernos vivos y alimentados durante una semana, quizá más si teníamos un poco de suerte.
Usé un trozo de la cuerda para reparar las correas de la mochila que había cortado con el hacha de mano. Darla seguía acariciando los conejos. Uno de ellos se movía un poco. El otro estaba claramente muerto. Le quité el que estaba quieto y saqué el cuchillo de cocinero.
—¿Me ayudarás? —pregunté. No estaba seguro de poder limpiar y descuartizar el conejo yo solo.
Darla no levantó la mirada, se quedó acariciando al conejo que se movía sobre su regazo.
Bien. Lo haré yo solo. Apoyé el cuchillo en la garganta del conejo y empecé a realizar un corte descendente. Sólo salieron un par de gotitas de sangre, pero de algún modo me recordaron a la sangre que salía burbujeando por la boca de la señora Edmunds… y al cadáver de Hurón, con la cabeza ladeada en un ángulo poco natural sobre el suelo de la cocina… y al suave golpe que se oyó cuando la muela de piedra le partió el cráneo a Blanco.
Vomité, aunque no salió nada más que bilis muy caliente. Cuando acabé de intentar vomitar, cavé un agujero tosco con mi bastón y enterré el conejo muerto.
Darla me observaba.
—Deberíamos marcharnos —dije, cuando acabé de amontonar ceniza con los pies sobre la diminuta sepultura.
Darla clavó la mirada en la carbonizada estructura de su casa. Se había hundido todo el tejado. Aún continuaban en pie las paredes y la chimenea, pero todas las ventanas habían estallado por el calor. Quedaban llamas que mordisqueaban el esqueleto de la casa aquí y allá. Darla susurró algo, tal vez «mamá».
—No pasa nada —dije. ¡Qué cosa tan estúpida de decir! Estaba claro que eso era lo último que podría decirse.
Darla seguía con la mirada fija. Tal vez contemplaba el agitado humo pardo que ascendía del fuego, buscando la cara de su madre en la especie de nube que cambiaba de forma sin parar.
Le cogí una mano y se la aparté del conejo. Me acerqué con ella a la casa hasta que sentimos el calor en la cara.
Me detuve e intenté soltarle la mano, pero ella retuvo la mía.
—Deberíamos haberla enterrado —susurró Darla.
Una de las paredes se derrumbó hacia dentro, y ascendieron chispas hacia el cielo.
—A algunas personas las incineran cuando mueren — dije—. Y ella está en casa. Creo que no le habría molestado.
Seguimos cogidos de la mano durante un rato. El conejo se movió en el otro brazo de Darla, y ella lo sujetó con más fuerza.
—¿Quieres… Deberíamos rezar o algo así? —pregunté—. ¿Como en un funeral?
Asintió con la cabeza.
Entonces deseé no haber dicho nada. Sólo había estado en un funeral, el de mi abuelo, hacía casi diez años. En ese momento no recordaba nada de nada, salvo la cerúlea palidez de su piel dentro del ataúd, y el tacto de su mano muerta: fría y plástica, en nada parecida a la piel real.
Pero tenía que intentarlo.
—Dios mío, eh… —No era un comienzo demasiado bueno. No tenía ni idea de qué decir. Me quedé en silencio, con la mano de Darla en la mía, buscando en mi cerebro algo, cualquier cosa de la que hablar. Pensé en la primera vez que vi a la señora Edmunds echando maíz dentro del molino, justo antes de caer desmayado en el suelo del granero. Así que empecé por ahí.
—Cuando conocí a la señora Edmunds, me estaba muriendo. Había estado huyendo, esquiando para alejarme del peligro durante días, creo. Sangraba, estaba mareado de dolor, luchando para continuar poniendo un pie delante del otro. No esperaba encontrar nada más que un granero tranquilo donde ocultarme, un sitio en el que pudiera reponerme o morir.
»En cambio, conocí a la señora Edmunds y a Darla. Ellas me acogieron, me dieron de comer y me cosieron la herida. Estoy vivo gracias a la bondad con que me trataron, a mí, un completo desconocido.
»Dios, no sé si yo he causado la muerte de la señora Edmunds. —Intenté soltar la mano de Darla, pero no me lo permitió—. Tal vez yo conduje a Blanco hasta ella, o quizá fue sólo una terrible casualidad. Desearía… desearía que Blanco me hubiera matado a mí en lugar de a la señora Edmunds. Habría muerto de todos modos, de no haber sido por su ayuda.
»Pero eso no puedo cambiarlo. Y supongo que Tú tienes algún plan. —(Un plan cutre que había transformado Iowa en un infierno ceniciento, que había dejado a Darla huérfana y a mí me impedía descubrir si era huérfano o no. Pero decir todo eso no le serviría para nada.—) Así que te estoy agradecido por haber conocido a la señora Edmunds. Me recibió con los brazos abiertos, me hizo sentir… querido, supongo. Dondequiera que esté ahora, por favor, recíbela como ella me recibió a mí, un desconocido que llegó sangrando a la puerta de su granero. Amén.
—Amén —dijo Darla—. Ya te echo de menos, mamá — añadió, susurrando.
La abracé. Nos quedamos allí durante un largo rato, al calor de las brasas agonizantes de la pira funeraria de la señora Edmunds, con el conejo removiéndose entre nosotros. Tres insignificantes chispas de vida en un infinito campo quemado y lleno de ceniza.
ENCAJÉ las botas en las fijaciones de los esquís y me eché a la espalda la mochila de Blanco. Darla no se había movido.
—Tenemos que irnos —dije.
Darla acariciaba el conejo.
—Ponte los esquís y coge los palos.
Nada.
—Maldita sea, Darla, tenemos que irnos. Aquí ya no tenemos dónde refugiarnos. —Ya debía de ser media mañana, y me estaba poniendo nervioso. No sabía por qué. Los edificios quemados, el cadáver de Blanco… Quería alejarme de la granja cuanto antes.
Pero Darla seguía quieta.
Aunque tenía ganas de gritar de frustración, le dije con toda la suavidad posible:
—Ponte ya los esquís, por favor.
Al fin se movió. Se puso el conejo en un brazo y trabó despacio las botas en las fijaciones.
—Coge los palos. —Intenté quitarle el conejo, pero ella se apartó y lo sujetó con las dos manos. No insistí y le di yo los palos. Los agarró con una sola, ya que con la otra sostenía el animal con firmeza en el pecho.
Suspiré y me empujé con fuerza con el palo y el bastón hacia la carretera que pasaba por delante de la granja de Darla. Cuando ya había recorrido unos diez metros, me detuve y me giré. Ella no había avanzado ni un centímetro.
—Vamos, Darla, ¡muévete! —le dije de un grito.
Comenzó a arrastrar los pies para llegar hasta mí.
Avanzaba a un paso terriblemente lento. Sujetaba los palos en una mano como si fueran un peso muerto. El conejo se revolvió un par de veces y Darla los dejó caer para abrazarlo. A la segunda me paré y até sus palos de esquí a mi mochila.
A partir de entonces llevamos mejor ritmo. Al menos el conejo ya no nos retrasaba; al tener libres ambas manos, Darla podía controlarlo. Pero mejor ritmo no significa que fuéramos a buen ritmo. Sin palos, Darla no podía equilibrarse tan bien, ni impulsarse. Tuve que detenerme una y otra vez y esperar a que me alcanzara.
No podía seguir así. Me sabía fatal por Darla. Había perdido su casa, a su madre y todo lo que había construido, y a casi todos sus conejos. Pensé que en parte entendía cómo se sentía; en ese momento tuve ganas de parar, acurrucarme como una bola y dejar que alguien volviera a cuidar de mí. Pero por encima de pasar de todo y darles a mis heridas emocionales tiempo para que empezaran a cicatrizar, quería vivir. Tendríamos pocas probabilidades de sobrevivir si continuábamos yendo a Warren a paso de tortuga. Así que cuando llegamos al cruce en el que pensaba girar al este, me desvié al sur para ir a Worthington. Darla me siguió.
Unos tres kilómetros más adelante bajamos por una colina empinada hasta el interior de un pequeño valle. Al pie de la pendiente había un puente, bajo el que corría un arroyo que borboteaba alegremente. El riachuelo había arrastrado una parte de la ceniza de ambas orillas y dejado a la vista unos pocos tallos de vegetación de un color amarillo enfermizo.
Me detuve, me quité la carga de la espalda, y me senté sobre la barandilla del borde del puente. Mientras rebuscaba en la mochila para sacar la comida, me dirigí a Darla.
—Podemos dejar el conejo aquí. Hay agua, y algunas plantas para comer. Estará bien. —En realidad no creía lo que estaba diciendo. Ese conejo ya estaba muerto, tanto si lo dejábamos como si no: si Darla se lo quedaba, se lo acabaría comiendo cuando no pudiera aguantar más el hambre. Las plantas de la orilla del arroyo parecían muertas y no había apenas como para alimentar un ratón, mucho menos un conejo. Sólo tenía la esperanza de que ella lo soltara para que pudiéramos avanzar a un ritmo razonable.
—No —respondió Darla.
Bueno, supuse que eso era un progreso. Era la primera palabra que decía en más de dos horas, desde que habíamos salido de la granja. Le di un trozo de conejo ahumado. Hora del almuerzo.
Cogió el trozo de carne con una mano y el conejo con la otra, y se sentó a mi lado sobre la barandilla para comer. El animal olfateó la carne y arrugó la nariz… de asco, tal vez.
Cuando acabó de comer, Darla hurgó en la mochila con el brazo que tenía libre. Sacó un puñado de harina de maíz y se puso a alimentar al estúpido roedor.
—¿Qué estás haciendo? —le grité—. ¡Necesitamos esa comida!
Darla pareció no haberme oído. Grité un poco más, pero de haberle gritado a las cenizas hubiese conseguido lo mismo. Pensaba que los conejos no comían maíz, pero ése al parecer lo estaba royendo. Tal vez tenía tanta hambre que ya no podía permitirse ser exigente. En cualquier caso, cerré la mochila y me marché esquiando por la carretera en dirección a Worthington.
Al cabo de unos ochocientos metros, me sentí culpable y me paré para esperar a Darla. Pensé en nuestro anterior viaje a Worthington, justo el día antes. Podía ver nuestras huellas en la ceniza en los lugares en que la carretera estaba a resguardo del viento: el rastro de un par de esquís junto a las profundas huellas de las botas de Darla; y el rastro de dos pares de esquís que regresaban.
Qué diferente había sido ese viaje: Darla bajando las pendientes sobre mis esquís, pegada a mi espalda; los dos rodando por la ceniza y jugando a lanzarnos puñados de aquel polvo gris el uno al otro.
Al fin, Darla llegó hasta mi lado. No me separé de ella más de tres metros durante el resto del trayecto hasta Worthington.
La neblina de color amarillo podrido del cielo iba dando paso lentamente a un crepúsculo gris cuando entramos esquiando en la localidad. Lo más increíble era que el día anterior habíamos ido más rápido con Darla caminando que ese día, cuando los dos íbamos esquiando.
La guié a través del poblado hasta la escuela que había visto el día anterior, Saint Paul. Estaba rodeada por unas murallas formadas con la ceniza que alguien había echado abajo desde el tejado. Un sendero despejado llevaba hasta la puerta principal, pero estaba cerrada con llave, y el interior a oscuras. Golpeé la puerta; nadie contestó. ¿Seguro que era el sitio correcto? El día anterior, varias personas habían mencionado que el edificio funcionaba como refugio.
Fui hasta una entrada lateral cercana al gimnasio, seguido por Darla. Esas puertas no tenían la llave echada. Me sacudí de la ropa toda la ceniza que pude, me quité los esquís y entré.
Aquel gimnasio no era ni de lejos tan grande como el del instituto de Cedar Falls, pero el panorama del interior era parecido, si bien era un poco más caótico. Dentro había una mujer mayor sentada ante un escritorio, trabajando a la luz de una linterna a pilas. El suelo del gimnasio estaba cubierto por toda clase de camas imaginables, formando una cuadrícula: sofás de cuero, sofás cama, futones, catres, camas gemelas, e incluso una monstruosidad en forma de corazón (una pesadilla de cama roja para luna de miel). Algunas camas tenían separaciones improvisadas, unas cortinas colgadas de estructuras chapuceras hechas con listones de madera, varillas para cortina, y cuerda. En ese momento la mayoría de las cortinas estaban abiertas, y supuse que era para permitir la entrada de luz en aquella zona de descanso.
Debían de haber ochenta camas allí dentro, pero apenas había gente, sólo la mujer del escritorio, un par de adultos que dormitaban en sofás, y un grupo de niños muy pequeños en el suelo entretenidos con un juego de mesa.
Me acerqué al escritorio. Nadie notó mi presencia. La mujer estaba completamente absorta en un trozo de papel que tenía impresa en mayúsculas la palabra «Organigrama» en la parte superior.
—Mmm, hola —dije.
La mujer casi se levantó de la silla de un salto; abrió de golpe uno de los cajones del escritorio y metió una mano dentro. Oí un chasquido metálico, pero la mano no salió del cajón. Levanté los brazos, con las palmas abiertas.
—Siento haberla asustado —dije.
—Desde luego que lo has hecho, jovencito. Voy a estrangular a Larry.
No entendí a qué se refería, pero lo dejé pasar.
—Darla y yo no tenemos dónde dormir, y nos han dicho que esto es un refugio…
La mujer sacó la mano del cajón de la mesa y miró a Darla, que estaba de pie a mi lado.