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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas (35 page)

BOOK: Cenizas
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—¡Sargento! —gritó el coronel, sin levantar la mirada del ordenador.

Evans me rodeó los hombros con un brazo y dejé que me sacara de la oficina y me devolviera al recinto principal del campamento.

Obviamente nos quedamos sin desayunar.

Capítulo 46

AQUELLA tarde volvimos a ver a Georgia en la cola de la comida de los bautistas. Se disculpó largo y tendido por habernos hecho perder el desayuno, y hasta me metió otro puñado de almendras a escondidas dentro del bolsillo. Nos las comimos con rapidez y furtivamente, apretujados contra la valla.

Pasamos el resto de esa tarde mirando el depósito de vehículos, observando a un tipo que trabajaba en un buldócer aparcado a unos diez metros de distancia, al otro lado de la alambrada.

Habíamos estado observándolo durante un rato cuando Darla le chilló:

—¿Tiene fastidiada la válvula del control hidráulico?

El tío levantó la mirada, se limpió las manos aceitosas en los pantalones, y miró a Darla durante un par de segundos.

—Sí, ¿cómo lo sabes?

—Lo he deducido. Has desconectado la reserva de fluido y la unión de control; eso que hay en medio debe de ser la válvula de control, ¿verdad?

—Sí, puede.

—Apuesto a que la ceniza se mete ahí dentro y las hace polvo.

—Es peor con los buldóceres, porque la remueven y vuelven cubiertos de ella. Se han estropeado todos; la tienda garaje está llena de buldóceres con válvulas de control estropeadas.

—Mala cosa.

—Éste está listo. Ya no me quedan válvulas. El distribuidor que nos las suministra tampoco tiene más. El comandante me va a joder vivo. Se muere por limpiar la autopista 35 al norte de Dickeyville.

—Apuesto a que podrías usar para eso el cilindro maestro de un camión. Para usarlo como válvula de control, quiero decir.

—Ni hablar. Para empezar, el paso no sería del mismo tamaño.

—Hace unos años, mi padre y yo creamos una plantadora hidráulica de árboles usando piezas de una camioneta como controladores. No sé de dónde sacó los taqués, pero no eran demasiado diferentes de los de ese buldócer.

—¿Y eso funcionó?

—De fábula. Cambiamos un montón de árboles desde Small’s Creek hasta el patio de la finca. Y vendimos el trasto. Mi padre dijo que le habían dado dos de los grandes por él.

—No está mal. —El tipo trasteó con el buldócer durante un rato más, haciendo caer el fluido hidráulico dentro de un cubo y limpiando piezas con un trapo—. ¿Cómo dices que te llamas?

—Darla Edmunds.

—Encantado de conocerte. Soy Chet. Quizá volvamos a vernos. —Recogió la caja de herramientas y el cubo de aceite, y se marchó.

La guardia de aquella noche fue una locura. Apenas había completado dos circuitos alrededor de la tienda cuando pillé al primer invasor, un crío que intentaba entrar a rastras en la tienda, probablemente sólo en busca de un lugar abrigado donde dormir. Cuando ya lo había arrastrado al exterior agarrándole por los tobillos, me di cuenta de lo pequeño que era y lo flaco que estaba. Pensé en despertar al jefe de la tienda; seguro que podíamos encontrar un rincón en el que dar cabida a aquel niño perdido, pero el crío huyó corriendo antes de que me decidiera.

Así transcurrió toda la noche: cada vez que pillaba a alguien intentando colarse en la tienda, se marchaba. Algunos reculaban ante mí despacio, otros se iban a paso lento, pero la mayoría echaba a correr. Gracias a Dios nadie quería pelear. Incluso el grupo de cuatro adultos que encontré merodeando por la entrada de nuestra tienda una hora después de que oscureciera se marchó sin la más ligera protesta.

Al principio pensé que tal vez renunciaban a causa de mi presencia. Quizá había corrido la voz y me había ganado una reputación por mi espectacular destreza con el «kung fu». Me halagué a mí mismo con esa idea durante un minuto, hasta que me di cuenta de que era una gilipollez. Primero, había algo así como cincuenta mil personas encerradas en el campamento; no había ninguna posibilidad de que ni siquiera una pequeña fracción de ellas hubiese oído hablar del incidente del día anterior. Segundo, tampoco había sido una pelea impresionante; le había retorcido el brazo a un tipo, ¿y qué? Tercero, estaba tan oscuro que de todos modos nadie me reconocería, aunque de veras tuviera una fama que diera miedo.

Mientras pensaba en ello, ahuyenté a un viejo. Intentaba colarse de lado dentro de la tienda, así que lo sujeté por los hombros y tiré de él. No pesaba casi nada. Debía de estar como un palillo, aunque por el aspecto no podía saberlo ya que iba envuelto como mínimo en dos mantas que llevaba atadas con jirones de ropa vieja. Al ponerlo de pie, su cara quedó a pocos centímetros de la mía. Una barba sucia pendía de sus mejillas demacradas. Lo solté y estuvo a punto de caerse antes de recuperar el equilibrio y alejarse a trompicones.

Aquella gente no me tenía miedo; estaba muerta de hambre. Todos estábamos hambrientos. Yo me sentía débil, y era sólo el tercer día que pasaba con tan poca comida como ellos. La gente que estaba allí desde la erupción tenía que encontrarse al borde de un colapso. Eso también explicaba por qué la mayoría de intrusos eran niños: recibían más comida que los demás. Los niños y los recién llegados eran los únicos que tenían suficiente energía como para intentar asaltar las tiendas.

Parecía poco probable que Darla y yo fuéramos a recibir comida alguna de los bautistas, salvo algún que otro puñadito de almendras. Éramos demasiado altos y demasiado mayores. A menos que algo cambiara, siempre se quedarían sin raciones antes de que nosotros llegáramos al principio de la cola. Ya estábamos debilitándonos. Teníamos que conseguir más alimentos, y pronto.

Capítulo 47

LOS tres días siguientes fueron exasperantes. Cada mañana luchábamos por llegar hasta el principio del gentío para conseguir los vasitos de papel con arroz. Después del desayuno, íbamos paseando hasta el depósito de vehículos. En dos ocasiones vimos al mecánico, Chet. Una vez se acercó a la valla para hablar con Darla durante un rato en un idioma extranjero que podría bautizarse como «camiondieselano» (¿o debería ser «camiondieselés»? Lo mismo da). Cada tarde esperábamos en la fila de la comida de los bautistas, pero siempre se agotaba antes de que nos tocara. Veíamos a Georgia cada día, y cada día tenía la misma noticia que darnos: nada. El coronel Levitov no le había comentado nada al director Evans acerca del trigo, y los bautistas no podían ir a buscarlo sin los camiones ni el apoyo de Black Lake. Seguid rezando, decía Georgia.

Lo de rezar está muy bien y eso, pero yo quería hacer algo. Darla estaba cada día más delgada, y ya era delgada de por sí. Me sentía como si nos estuvieran vaciando desde dentro, de modo que nuestra piel podría desplomarse en breve y sólo quedaría un envoltorio apergaminado como señal de nuestro fallecimiento. Calculé que mi mochila podría contener suficiente trigo como para mantenernos con vida a los dos durante un mes o más. Si la situación no mejoraba pronto, tenía planeado intentar saltar la cerca, a pesar del alambre de espino y los guardias.

Al día siguiente, el sexto en el campamento, algo cambió. No mucho después del desayuno, los altavoces del campamento emitieron un siseo. Al principio no les hice caso, pero cuando oí el nombre de Darla, presté atención. «Edmunds, preséntese de inmediato en la puerta C. Darla Edmunds, puerta C.» La miré, y vi que se encogía de hombros.

Cuando llegamos, la puerta estaba cerrada. Chet se encontraba al otro lado, charlando con los dos guardias.

—¿Me has llamado? —le preguntó Darla a Chet.

—Sí. Esa idea de usar cilindros maestros de freno como válvulas de control para los buldóceres…, ¿quieres probarla?

—¿Probarla?

—Claro, ayer pedí que los de operaciones de carretera trajeran a remolque cuatro camionetas. Podemos sacarles los cilindros. Tengo todas las herramientas necesarias, y un taller completo… Bueno, ¿te apuntas?

Darla guardó silencio durante un momento. Supuse que se lo estaría pensando.

—Deberías… —comencé.

—¿Cuánto es la paga? —preguntó Darla.

—¿La paga? —dijo Chet.

—Sí, tú quieres que te ayude a reparar los buldóceres; debería recibir algo a cambio, ¿no crees?

—Supongo que sí, pero conseguir un empleo en Black Lake es realmente difícil. Tendré que hablarlo con el coronel, y no sé si…

—No necesito dinero. Quiero tres comidas decentes al día. Para mí y para Alex. Y repararé tantos buldóceres como quieras.

—Hmmm. Puedo darte de comer mientras estés trabajando, tal vez dos raciones. Pero si te dejo traer algo de vuelta al campamento, me despedirán. Hace dos semanas, un par de tíos provocaron un disturbio al darles comida a unas chicas a través de la puerta. Y sólo tengo autorización para llevarme un ayudante.

Darla guardó silencio durante un momento.

—No. Si no podemos comer los dos…

—¡Acepta! —le susurré—. Tendremos muchas más posibilidades si uno de los dos come lo suficiente.

—¿Estás seguro? No me parece…

—Tengo que volver al trabajo —dijo Chet.

—Vale. Dos comidas. Una antes del trabajo, y la otra después. Y empezaré después del desayuno del campamento.

—Pues venga. —Chet abrió la puerta.

Darla me dio un pico en los labios y salió a paso ligero detrás de Chet. Los observé cruzar el área de administración y atravesar otra puerta para entrar en el depósito de vehículos. Seguí mirando hasta que desaparecieron dentro de una enorme tienda de lona que hacía las veces de garaje.

Era extraño estar solo. No había mucho que hacer; esa mañana ya habíamos visitado la zanja-letrina, llenado nuestras botellas de agua y pasado por la marabunta del desayuno. Durante las últimas cinco semanas había estado casi cada minuto en compañía de Darla; estar separados me resultaba… incómodo. Era un poco como estar desnudo en una habitación llena de gente vestida; no es que me hubiera encontrado jamás en una situación parecida, pero imaginaba que se debía de sentir lo mismo.

Encontré un sitio resguardado del viento donde pude acuclillarme al lado de una tienda sin perder de vista el depósito de vehículos. Pasé allí el resto de la mañana y las primeras horas de la tarde, observando. Cuando llegó la hora de hacer cola ante el punto de reparto de comida de los de anorak amarillo, Darla aún no había salido del garaje. Empezaba a preocuparme, pero no podía hacer nada al respecto, así que atravesé el campamento en diagonal para probar suerte en la fila.

Mi suerte se mantuvo: mala, igual que siempre. La línea se desperdigó aún antes de lo habitual; tenía a trescientos, tal vez cuatrocientos críos delante cuando le dieron algo de comer al último. Los únicos niños lo bastante bajos como para conseguir una ración parecían tener ocho o nueve años. Era obvio que nadie había sacado trigo de la gabarra todavía. Las provisiones de los bautistas estaban disminuyendo, no aumentando.

Georgia tampoco estaba allí. Había dos miembros de los anoraks amarillos organizando la cola, pero uno de ellos era nuevo. Cuando ya se marchaban todos lo alcancé y le pregunté por Georgia.

—No sé si debería contártelo.

—Vamos, es amiga mía. —Cuando lo dije sólo intentaba conseguir información, pero entonces me di cuenta de que era verdad.

El tipo se encogió de hombros.

—¿Qué habrá de malo en decírtelo? Se ha marchado a casa.

—No me dijo nada.

—Fue algo repentino, una discusión con el director Evans.

—¿Sobre qué?

—Ya te he contado suficiente. Tengo que ir a ayudar a limpiar.

Cansado, fui andando hasta el depósito de vehículos. No se veía ni rastro de Darla, así que seguí hasta la puerta C, donde se había reunido con Chet aquella mañana. Estaba de pie al otro lado, a poca distancia de la puerta, esperándome. Tenía manchas de grasa en las mangas de la camisa y un gran lamparón de aceite en los pantalones vaqueros. No me importaba. La estreché con fuerza entre mis brazos.

—Vayamos a la tienda —dijo.

—Vale. —Le cogí la mano y echamos a andar—. ¿Qué tal ha ido?

—No ha estado mal. Chet no es un gran mecánico. Ni siquiera sabía cómo abrir la válvula de drenaje para sacar el líquido de frenos. No vació el conducto, así que cuando tiré del primer cilindro maestro, me duché con aceite.

—Yo tampoco habría sabido nada de todo eso.

—A ti no te pagan por ser mecánico.

Aún faltaban al menos dos horas para el anochecer, pero ya había dos personas en nuestra tienda cuando llegamos. Parecían dormidos; descansando, pensé. No les hicimos caso y seguimos arrastrando los pies hasta el fondo, donde nos arrodillamos lado a lado, de cara al rincón. Darla se metió una mano dentro de la parte delantera de los vaqueros. No necesitó desabotonarlos, cosa que me recordó cuánto peso había perdido, un peso que no podía permitirse perder. Sacó un arrugado paquete de plástico y me lo pasó con disimulo.

Miré la parte de delante del paquete. Tenía algo escrito, pero dentro de la tienda estaba demasiado oscuro como para leerlo. Rasgué la parte superior y un aroma embriagador ascendió hasta mi nariz: chocolate. Empecé a salivar, y me mareé un poco. Esperaba que las otras dos personas de la tienda estuvieran enfermas; quizá con la nariz tapada no percibirían ese olor celestial. Me comí un trozo, el primer pedazo de chocolate que comía en siete semanas. No sé por qué pero sabía aún mejor de lo que recordaba.

La tableta se había hecho añicos dentro de los pantalones de Darla. Eché un puñado de trocitos en una mano y me los metí en la boca. Me los comí como una bestia hambrienta, y es que estaba hambriento de veras. Aunque no era una bestia. Me detuve antes de devorarlo todo y le ofrecí un poco a Darla. Acercó sus labios a mi oreja.

—No —susurró—. Acábatelo todo. Yo ya he comido uno. Te habría traído los dos a escondidas, pero Chet me vigilaba con demasiada atención. Lo siento.

Engullí el resto del chocolate y lamí el interior del paquete. Luego me chupé las manos, cosa que le dio al chocolate una textura arenosa y un sabor sulfuroso. Me metí el envoltorio en un bolsillo. Ya encontraría más tarde un sitio donde enterrarlo.

Capítulo 48

A la mañana siguiente, Darla insistió en que me comiera su vaso de arroz, además del mío. Intenté discutírselo, pero tenía razón. El día anterior, Chet le había dado dos comidas completas, de MRE, las raciones precocinadas y empaquetadas que el ejército da a los soldados cuando están en el campo. Era probable que estuviera comiendo diez veces más calorías que yo.

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