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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas (31 page)

BOOK: Cenizas
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—¿Quieres que te suba?

—No, no…, ya le he pillado el truco. —No iba a pedir ayuda después de haberla visto trepar con tanta facilidad. Al final también lo logré, aunque tuve que rodear la cuerda con las piernas. Me alegré de no haber tenido que ser el primero en subir, ya que mis movimientos bruscos probablemente habrían hecho que el hacha se soltara.

Estábamos sobre la estrecha pasarela que corría sobre la otra mitad de la compuerta de la esclusa. La seguimos hasta que acabó en la pared de la presa, encima de la cual había otra plataforma a unos seis metros de altura. En el muro de la presa había una puerta metálica corriente. Agarré el pomo y comprobé que estaba cerrada con llave.

—Creo que puedo usar otra vez el truco del hacha para trepar a lo alto de la presa —dijo Darla.

—Tengo otra idea. —Saqué el hacha de mano y le di la vuelta para poder usarla como martillo. Le aticé un golpe al pomo, alzando la herramienta muy en alto sujeta con las dos manos por encima de mi cabeza, y descargando con fuerza. Hicieron falta diez u once golpes, pero al final se oyó un ruido metálico y se rompió. Rebotó sobre la rejilla y cayó al río; en la puerta quedó un agujero redondo en su lugar. Metí los dedos dentro de la abertura y tiré hacia mí. Nada…, seguía cerrada.

—Déjame probar una cosa. —Darla sacó el cuchillo de mi cinturón, se arrodilló delante de la puerta, y metió la hoja por el hueco. Lo arrastró a la izquierda. Se oyó un chasquido, y la puerta se abrió con suavidad para nuestro lado—. Rompiste la cerradura, pero dentro había un cerrojo que había que accionar. —Nunca dejaba de asombrarme.

En el interior dimos con una escalera metálica que ascendía hasta otra puerta que, por suerte, no estaba cerrada con llave, al menos no desde dentro. Daba a la parte superior de la presa. Desde allí, sólo hacía falta una corta caminata por una última pasarela para cruzar el Misisipi.

Tuvimos que trepar por una cerca de malla de dos metros y medio para salir. Cuando me giré para mirar atrás, vi que en el vallado había un cartel que advertía: «¡Peligro! ¡Prohibida la entrada! Cuerpo de Ingenieros del Ejército». En nuestro lado de la valla había un desnivel de tierra en cuya cima que descansaba una senda estrecha y cubierta de nieve.

Nos pusimos los esquís y seguimos la carretera más o menos en dirección este durante unos tres kilómetros, hasta que dejamos el río del todo atrás. Allí no había estado nadie desde hacía cinco días por lo menos, ya que no se veían huellas en la nieve.

Llegamos a otra cerca. La puerta de malla del otro lado del camino estaba cerrada por una cadena con candado, pero era fácil treparla. El cartel de la entrada decía: «¡Prohibida la entrada! ¡Peligro! Vertedero de la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos». Resultaba un poco desconcertante: ¿era un recinto del ejército o un vertedero de la APA? Al menos todos estaban de acuerdo en que la zona era peligrosa, aunque nosotros la habíamos atravesado sin problemas.

Más allá de la puerta de la valla, la carretera seguía, pasando sobre un terraplén de la vía férrea que al cruzar desembocaba en una autopista.

Nos detuvimos y nos quedamos mirándola: aquella autopista la habían limpiado con máquinas.

Capítulo 42

ANTES de la erupción, que las quitanieves despejaran las calzadas no era algo raro. Pero ésa era la primera carretera limpia que veía desde que salí de Cedar Falls, era el primer indicio real de civilización. Y no sólo la nieve; también habían retirado la ceniza. Se podía ver el asfalto como Dios manda. La nieve y las cenizas apartadas se acumulaban en los arcenes de la autopista.

—¿Por dónde? —preguntó Darla.

—Por la izquierda, supongo. Warren debería estar al nordeste de aquí. Está cerca de la frontera estatal de Illinois con Wisconsin, al este de Galena.

La carretera presentaba un problema: no podíamos esquiar por el pavimento; así que probamos a hacerlo por un lateral, pero entre la nieve y la ceniza amontonadas y la maleza cercana no había una zona buena para esquiar. Al final, nos quitamos los esquís y echamos a andar por la carretera cargando con ellos, en dirección norte.

Habíamos caminado durante poco más de una hora cuando oímos un ruido que no nos resultaba familiar: un débil chirrido que llegaba desde el otro lado de una curva. Tardamos un minuto en darnos cuenta de qué era… Un coche o un camión que se acercaba acelerando.

—Salgamos de la autopista —dije. Darla asintió con la cabeza, y subimos a trompicones por una pila de ceniza y nieve casi tan alta como yo. Aunque quisiéramos escondernos, no había un buen sitio para ello. La maleza que flanqueaba la autopista apenas tenía hojas para taparnos y habíamos dejado rastros por todas partes en el montón de nieve.

Por delante de nosotros asomó, rugiendo, un camión. Era militar, de dos ejes y seis ruedas, y con una lona cubriendo la caja de carga, como una versión moderna de una carreta del Lejano Oeste.

El conductor desaceleró al aproximarse al lugar por el que habíamos abandonado la autopista. En uno de los laterales del vehículo vimos impresas unas siglas enormes: FEMA. Debajo de eso, en letras más pequeñas, ponía: Black Lake LLC, División de HB Industries.

—Al fin, algo de ayuda. —Regresé sobre mis pasos dando tumbos por la nieve y agitando los brazos para atraer la atención del camionero. Se detuvo un poco más allá de donde estábamos. En la parte de atrás iban dos tipos con traje de camuflaje. Uno de ellos era enorme, y el otro casi tan bajo como yo. Ambos llevaban unas armas largas y negras colgadas del cuello mediante correas: tal vez eran Uzis.

El más pequeño bajó de un salto, mientras que el grande se situó sobre el guardabarros trasero, apuntándonos con el arma.

Tragué con dificultad y alcé la mirada para ver el arma que me apuntaba desde arriba. Parecía un juguete en las enormes manos de aquel tipo.

—Eh, hola —dije—. Estamos intentando llegar a Warren. He…

—¿De dónde sois? —preguntó el bajito.

—Cedar Falls.

—¿En serio? Vaya, no son muchos los que llegan a la zona roja desde tan lejos.

—¿Hay alguna posibilidad de que me acerquen hasta Warren? Tengo familia…

—Subid, os llevaremos al campamento.

—Vale —dije. El tipo grande se apartó a un lado y dejó que el arma quedara colgando de la correa. Echamos los esquís y los palos dentro de la caja del camión, y subimos después de ellos.

En el interior ya había dos personas acurrucadas, una mujer y un niño. Estaban sucios y parecían agotados por el viaje. Les saludé pero ninguno respondió. Darla y yo nos sentamos en un banco, más o menos entre ellos y los soldados.

—Vamos en dirección opuesta —susurró Darla, cuando llevábamos quince o veinte minutos de viaje—. Estamos yendo al sur.

—¿Qué? Han dicho que nos llevarían al campamento.

—Bueno, pues vamos hacia el sur. Y de todos modos nosotros tenemos que ir a Warren, no a un campamento.

—Pensé que desde el campamento podríamos ir a pie hasta la finca de mi tío… Si se trata del mismo del que oímos hablar, el que han instalado junto a Galena, está cerca.

—Tal vez. Pero ahora mismo nos estamos alejando —susurró Darla.

—¿Adónde vamos? —grité dirigiéndome al guardia más pequeño.

Me miró, pero no contestó.

—Nosotros queremos ir a Warren, está por Galena.

Se encogió de hombros.

—Estamos peinando la zona. Daremos toda la vuelta y os dejaremos en el campamento. Está en las afueras de Galena.

—Vaaale… —le respondí con dudas, pero ya echó la vista para otro lado.

El camión se detuvo otras seis o siete veces. Siempre bajaba uno de ellos del vehículo mientras que el otro se quedaba con nosotros. No vimos al conductor en ningún momento, aunque lo oíamos a través de la radio de los guardias. En dos ocasiones recogieron a más pasajeros: un tipo que iba solo y luego una familia de cuatro personas.

A última hora de la tarde por fin llegamos al campamento. El camión se detuvo unos instantes, y luego continuó. Oímos un estruendo metálico y por la parte posterior del automóvil vislumbré una gran puerta de malla. Parecía tener al menos tres metros y medio de altura, sin contar el alambre de espino enroscado de encima. Me estremecí. ¿Esa cerca estaba destinada a mantenernos a nosotros dentro, o a mantener fuera a otros?

Los tipos del camión nos guiaron al interior de una enorme tienda de campaña blanca. Allí, otros dos guardias se hicieron cargo de nosotros. Eran casi idénticos a los anteriores: tipos jóvenes con traje de camuflaje y subfusiles. Intenté hablar con ellos para averiguar qué sucedía y si alguien podía llevarnos a Warren. La única respuesta fue que esperara y se lo preguntara al capitán. Cada pocos minutos conducían a un grupo de refugiados a través de una solapa de la tienda… al área de tramitación, decían. No había nada sobre en lo que sentarse y el suelo de plástico estaba sucio de fango, así que nos quedamos de pie junto a una de las paredes de lona.

Finalmente, alguien nos dijo que lo siguiéramos. Nos llevó por un corto pasillo de paredes de tela hasta una habitación grande; o la tienda se dividía en diferentes habitaciones, o estábamos en otra tienda. En el centro había un pequeño escritorio metálico y tras él se sentaba un hombre de pelo gris que tecleaba en un ordenador portátil, lo único que había encima de la mesa. Detrás tenía a otros dos hombres con traje de camuflaje, encorvados, como si se aburrieran. Unas librerías ocupaban la mayor parte de una de las paredes y contenían una gran variedad de cosas: una docena de cuchillos, dos pistolas, una escopeta, dos fusiles, algo de comida enlatada, y unos cuantos fardos y bolsos irreconocibles.

—Bienvenidos al campamento de Galena —dijo con voz monótona el tipo de detrás del escritorio. Al acercarme pude leer su placa de identificación: Jameson—. De acuerdo con los términos del Acta de Recuperación y Restauración del Orden en caso de Emergencia Federal, quedan ustedes sujetos a las normas militares de encarcelación y deben obedecer todas las órdenes del personal del campamento. Además, deben leer y acatar todas las normas que cuelgan en el comedor del campamento. El incumplimiento de…

—Discúlpeme —dije—, nosotros íbamos de camino a Warren. No está lejos de aquí.

—Eres de Iowa, ¿verdad?

—Sí, de Cedar Falls.

—A los refugiados de los estados de la zona roja se les prohíbe de manera explícita viajar por las zonas amarilla y verde mientras dure la situación de emergencia.

Sacudí la cabeza, aturdido. ¿Se nos prohibía viajar? Acababa de recorrer más de ciento cincuenta kilómetros sobre esquís. Me tragué un comentario todavía más sarcástico y en su lugar dije:

—No seré un refugiado, si me dejáis en Warren.

—¿Acaso tienes algo de contrabando que declarar?

—No… ¿Qué me dice de lo llevarme hasta Warren?

—Es evidente que has confundido el campamento con una parada de taxis.

Menudo gilipollas. Me guardé ese pensamiento.

—No me importa ir andando —dije.

—Como ya te he dicho, es ilegal que te desplaces por el estado de Illinois. Todo será mucho más fácil si te limitas a responder a mis preguntas, hijo. Quitaos las mochilas.

Los dos guardias parecían estar mucho más alerta. Habían avanzado un par de pasos; los miré y retrocedí medio, adoptando una postura de combate, aunque sin elevar las manos.

—¿Pueden hacerle llegar un mensaje a mi tío, que vive en Warren? Estoy seguro de que vendrá a recogernos.

—Vuestros nombres serán publicados en la lista del campamento. Si tu tío existe y puede demostrar que sois parientes y que tiene medios para mantenerte, serás libre y podrás ir con él.

—¿Y Darla?

—Hijo, aquí tenemos cuarenta y siete mil internos. No tengo ni el tiempo ni la paciencia para esto. Quitaos las mochilas. Es la última vez que os lo pido.

—La primera no lo preguntaste…

—Yo no soy de Iowa —dijo Darla—. Soy de Chicago. Estaba de visita en Cedar Falls, en casa de unos familiares. Alex y yo nos conocimos por el camino.

Miré a Darla, desconcertado, y me devolvió una mirada alertadora. Capté la indirecta y mantuve la boca cerrada.

—Necesito ver algún documento en el que conste tu dirección. El permiso de conducir, un recibo de suministros o similar.

—Mi… Una casa en la que nos alojamos por el camino se incendió; mi documento de identidad se quemó.

—He dicho que no tengo tiempo para esto. Cabo, quíteles las mochilas.

—Capitán. —Uno de los guardias se situó detrás de mí y me agarró de la mochila. El otro se quedó a un lado, toqueteando el arma con los dedos. Estaba nervioso y furioso, pero ponerme a luchar no habría servido de nada. En la habitación había tres personas armadas y preparadas, y no tenía ni idea de cuántos guardias más podrían oírles. Me quité la mochila.

El guardia que tenía detrás la dejó a un lado y me quitó el cuchillo y el hacha de mano del cinturón. Los posó en las librerías, junto con los otros cuchillos. Luego me cacheó desde atrás, palpándome bajo los brazos, los costados, y el interior de los muslos bajando hasta los tobillos. Repitió el proceso con Darla. Luego cogió uno de nuestros esquís.

—¿Qué quiere que haga con esto, señor?

—Póngalos en la estantería.

Así que nuestros esquís, nuestros palos y mi bastón improvisado fueron a parar a uno de los estantes vacíos. Luego abrió el bolsillo superior de mi mochila. Estaba lleno de paquetes de carne envuelta en papel de periódico. El cabo sacó uno y lo olió.

—Es cerdo —dijo.

La carne también acabó toda en las estanterías. Luego cogió un contenedor de plástico de otro estante y echó dentro el trigo suelto. En uno de los laterales encontró el revólver sin balas, y lo dejó con las demás armas de fuego.

Cuando acabó, lo único que quedó dentro de mi bolsa fue la sartén, una manta y algo de ropa.

—Ésa es nuestra comida. Y los esquís son de mi padre. Necesito esas cosas… ¿Cómo vamos a sobrevivir sin tener siquiera un cuchillo?

—Las armas y las reservas personales de comida están prohibidas en el campamento de Galena —contestó el capitán Jameson.

—Si ni siquiera quiero estar aquí. ¿Por qué no me devolvéis mis cosas y dejáis que me vaya?

El capitán no me hizo el más mínimo caso. Entre tanto, el cabo había abierto la mochila de Darla. Sacó a
Roger
.

—Tengo uno vivo.

—Ocúpese de él —ordenó el capitán.

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