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Authors: Mike Mullin

Tags: #Intriga, #Aventuras

Cenizas (19 page)

BOOK: Cenizas
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Rita Mae desplazó su fulminante mirada hacia mí.

—¿Y tú eres?

—Éste es Alex —dijo Darla—. Es un… eh… amigo.

—Bueno, hijo, yo creo en las bibliotecas públicas gratuitas. Pero habida cuenta de la situación en que estamos, se ha establecido la costumbre de ofrecer algo para el mantenimiento de la biblioteca cuando uno quiere hacer uso de sus servicios. Tenemos una terrible necesidad de velas, pilas, aceite para lámparas y cosas parecidas.

—No tengo nada de eso —dijo Darla.

—Puede que yo tenga un cabo de vela y unas pocas cerillas.

—¿Qué me dices de la comida? —preguntó Darla—. ¿Serviría?

—Desde luego —replicó Rita Mae—. Una bibliotecaria no puede vivir sólo de los libros, y no me los comería aunque pudiera. Para mí sería casi canibalismo. —Se estremeció.

Darla rebuscó en su mochila y encontró una de las bolsas de harina de maíz.

—A ver, mis conejos. Tienen fiebre, y no dejan de meterse en…

—Los cuencos de agua, ¿verdad? —dijo Rita Mae—. ¿Les has notado algún bulto o protuberancia extraña en los huesos, en especial en los de las patas? ¿Respiración trabajosa, jadeos o síntomas de problemas respiratorios?

—No les he visto nada raro en los huesos, pero no los he examinado con atención.

Rita Mae sacó un libro del estante que tenía detrás del escritorio.

—Este libro trata de la excavación de Ashfall Beds. ¿La conocéis?

—No —dije yo.

—Es una excavación paleontológica en Nebraska. Están desenterrando centenares de esqueletos de animales…, rinocerontes, ciervos y pájaros de la antigüedad…

—Vale, pero ¿qué tiene que ver eso con mis conejos? — preguntó Darla.

—A eso voy. Hace unos doce millones de años, un volcán enorme hizo erupción en lo que ahora es el sur de Idaho. Es el mismo volcán que el de Yellowstone, pero la placa tectónica se ha desplazado por encima del punto caliente del volcán, y lo ha trasladado desde el sur de Idaho al noroeste de Wyoming.

»La erupción hizo que se depositaran más de treinta centímetros de ceniza en el nordeste de Nebraska, a unos mil seiscientos kilómetros del volcán. Los animales que vivían allí inhalaron la ceniza y enfermaron de silicosis, una enfermedad pulmonar. Los síntomas incluyen fiebre alta, trastornos respiratorios e depósitos porosos anormales en los huesos.

»Puesto que tenían fiebre, los animales se amontonaron en un abrevadero para refrescarse. Allí murieron y luego fueron enterrados por la ceniza que arrastró el viento.

—¿Así que los conejos se ponen enfermos por inhalar la ceniza?

—Sí.

—¿Cómo puedo curarlos?

—No puedes. El aire limpio evitará que empeoren, pero no hay cura.

—Mierda —dijo Darla—. Te aseguro que odio perderlos todos… Si pudiera conservar cinco o seis para criar, podría…

—¿Y nosotros? —pregunté—. ¿Podemos también nosotros enfermar de esa… silicosis?

—Sí. No salgáis sin mascarilla, o como mínimo una tela mojada que os cubra la boca y la nariz. Mantened limpio el aire del lugar en que estéis, y no agitéis la ceniza.

Recordé nuestra guerra de ceniza cuando veníamos. Genial. Mis pensamientos estaban volviéndose muy negros, así que cambié de tema.

—Cuando estábamos en la granja conseguimos pillar un trozo de noticias de la radio, pero no dijeron nada de lo que pasa más al este. ¿Aquí se han enterado de algo?

—Todos los que tienen una radio que funciona han estado intentando sintonizar las noticias. La alcaldesa ha organizado un panel de noticias en el Ayuntamiento, aquí al lado. Si alguien oye algo, lo escribe y lo cuelga en la pared.

—¿Han sabido algo sobre Illinois? ¿Warren? No está lejos de Galena.

—Hay un campo de refugiados en las afueras de Galena. El gobierno dice que están concentrando los trabajos de evaluación en Illinois, y estableciendo allí campamentos para todos los habitantes de Iowa que consigan cruzar el Misisipi. Los tontos de Washington piensan que Iowa es una causa perdida. Creo que les vamos a dar una lección. —Rita Mae puso una cara rara, como si estuviera chupando un limón.

No dije nada, pero me sentí aliviado al saber que la gente estaba recibiendo ayuda en Illinois. Tal vez mi familia estuviera bien.

—¿Sabes de alguien del pueblo que pudiera tener un par de esquís de fondo de más para vender? —preguntó Darla.

—Puede que sí. Tengo unos acumulando polvo en el sótano. ¿Qué me ofreces?

Rita Mae estuvo regateando con Darla por esos esquís durante más de media hora. Darla acabó dándole las dos patas de conejo y otro saquito de harina de maíz además del que ya le había dado como «donación» de apoyo a su biblioteca pública «gratuita». Yo tuve que añadir el cabo de vela y las cerillas para sellar el trato.

Rita Mae apagó la lámpara de aceite y colgó en la puerta de la biblioteca un cartel que decía: «Vuelvo en seguida». Los tres fuimos andando hasta su casa para recoger los esquís; al parecer, el rumor de que estaba durmiendo en un catre en la biblioteca era infundado.

Por el camino, pasamos ante la escuela Saint Paul.

—Ya sabes que si las cosas se ponen muy mal en vuestra granja —dijo Rita Mae—, podéis veniros a la escuela. La señora Nance, la directora, está recibiendo a todas las personas de la zona que necesiten alojamiento. Todos tienen que trabajar si están en condiciones de hacerlo, pero no es más que de justicia hacerlo.

—Gracias —respondió Darla—. Pero me parece que estaremos bien en la granja.

Las botas de los esquís le iban demasiado justas a Darla. Ella aseguró que se darían de sí, pero yo lo dudaba; el Gore— Tex y el plástico no son muy elásticos.

Nos despedimos de Rita Mae con tanta rapidez como pudimos. A mí me preocupaba regresar a la granja antes de que cayera la noche.

Fuimos mucho más rápido al tener esquís los dos. No mucho después de salir de Worthington, sentí una vibración bajo los pies. Fue haciéndose más fuerte, y al cabo de pocos segundos el suelo ondulaba y se hinchaba.

—¿Más mierda de esta? —dijo Darla.

Me encogí de hombros y separé más los esquís para intentar mantenerme en pie.

El terremoto pasó en menos de un minuto. No fue lo bastante fuerte como para derribarnos, pero levantó una fina neblina de ceniza que siguió allí flotando cuando terminó.

Casi dos horas más tarde, una serie de réplicas llegaron procedentes del oeste. No se parecía en nada a las explosiones; Darla y yo podíamos hablar por encima del ruido, y así lo hicimos, aunque duró más de cinco minutos. Esperaba que fuera el último aliento agónico del volcán, y no el anuncio de que se avecinaban cosas peores.

Capítulo 27

CUANDO regresamos a la granja, la luz amarilla del día justo empezaba a volverse gris. La puerta del granero estaba un poco abierta. Se lo comenté a Darla, y dijo que tal vez su madre estaba dando de comer a los conejos. De todos modos nos encaminamos hacia la casa. Los dos queríamos lavarnos y descansar un poco. Esquiar por la ceniza había sido duro.

Me quedé petrificado al entrar en la cocina y ver la escena que sucedía en su interior. Mi pie derecho quedó suspendido por encima del umbral. Sentí la cara fría de repente.

La madre de Darla no estaba en el granero. Estaba doblegada sobre la mesa de la cocina. Un tío pequeño y nervudo, mugriento de ceniza, estaba sobre ella. Le presionaba la nuca con un bate de béisbol para mantenerla inmovilizada. La cara de ella estaba vuelta hacia nosotros. Tenía los ojos morados, y de su nariz manaba un fino hilo de sangre que caía sobre la mesa. Las piernas de él estaban entre las rodillas de ella.

Darla gritó. El tío dio un paso atrás e intentó subirse los pantalones del chándal.

No pensé, no podía pensar. Dentro de mi cabeza no había nada más que una furia abrasadora. No había sitio para nada más. Mi gélida inmovilidad se hizo pedazos. Cargué contra él.

Levantó el bate de béisbol, pero caí sobre él antes de que pudiera bajarlo. Le di un golpe de cuchillo con la mano izquierda a la muñeca que sujetaba el bate. No sentí que el canto de mi mano hiciera contacto, pero oí algo crujir y luego el estruendo del bate al caer al suelo.

Me golpeó la oreja derecha con un puño. Un golpe de refilón que apenas noté. Levanté la mano derecha hasta situarla al lado de mi oreja, y la disparé hacia delante, girando al golpear, al tiempo que también giraba la cadera, los hombros y el brazo para lograr el máximo impulso. El canto de mi mano golpeó con un crujido el lateral de su cuello.

El tío se desplomó en el suelo, ondulando como si no tuviera huesos. El golpe había sido perfecto.

Darla dejó de chillar y corrió hacia la mesa.

—¿Mamá?

—Eh —gimió ella, mientras yo le bajaba las faldas. Darla le cogió una mano y se inclinó más sobre ella.

Se me ocurrió ir a examinar al tío para asegurarme de que no iba a levantarse otra vez. Estaba tendido en el suelo y no se movía. Tenía un gran tatuaje tosco en el interior del antebrazo, una rata, una comadreja o algo parecido. Me incliné y posé un dedo sobre el lado izquierdo del cuello, donde tenía un enorme cardenal. Nada. No había pulso. Retiré la mano con brusquedad, conmocionado. Volví a comprobarlo, esta vez buscando el pulso en la muñeca. Mismo resultado: nada. La habitación empezaba a darme vueltas cuando me volví a mirar a Darla.

—Creo que he matado a este tío.

—Dios. —Darla casi escupió la palabra—. ¿Mamá? ¿Te traigo un poco de agua?

—No… no quería matarlo. No pensaba. —La rotación de la cocina hacía que mi estómago se contrajera de manera incierta. Me temblaba la mano cuando la aparté de la muñeca del tipo.

En ese momento habló alguien más desde la puerta de la cocina.

—¿Eres tú el pequeño listillo del fuego de campamento? ¿Alex?

Levanté la mirada. Blanco ocupaba toda la entrada. Llevaba un trapo mugriento envuelto alrededor de la cara para taparse el ojo izquierdo. Parte de ella y un brazo estaban cubiertos por un entramado de cicatrices abultadas como cuerdas y quemaduras a medio curar. Tenía una escopeta de doble cañón en una mano, y un conejo en la otra. Parecía haber metido la cabeza y las paletillas del conejo dentro de una picadora de carne. Dejó caer el animal para levantar la escopeta y apuntarme con ella.

Pensé en cargar contra él, pero estaba a más de tres metros de distancia. Me mataría antes de que pudiera acercarme. Así que me quedé allí de pie, mirándolo. Estaba como entumecido, agotado por la adrenalina y la conmoción.

—Ah, esto es una pasada…, mejor que cuando te meten en la misma celda que un interno novato. He estado buscándote, ¿sabes? Así que has matado a Hurón, ¿eh? Ya sabía yo que tenías posibilidades.

Miré al tío muerto que tenía a los pies y me encogí de hombros.

—Supongo que sí.

—Te debo una de las gordas. Este maldito ojo no está curando bien. He soñado contigo… con que te arrancaba los ojos con un cuchillo y…

—Lo que tú digas.

—No quiero pegarte un tiro. Sería demasiado rápido…

—Vale. Deja que Darla y su madre se vayan. Luego podrás tomarte tu tiempo conmigo. —Me encogí de hombros, intentando controlar los temblores.

—Darla, ¿verdad? —Sonrió, y fue como si una cosa retorcida reptara por la parte inferior de su cara. Entonces desvió la escopeta hacia Darla, que le sostenía la cabeza a su madre entre los brazos.

—¡Darla! —grité, y salté. La golpeé más o menos a la altura de los hombros al lanzarme por el aire para derribarla. Oí la detonación de la escopeta y sentí un repentino dolor punzante en un tobillo.

Cuando giré la cabeza para mirar hacia arriba, Blanco estaba de pie a mi lado y me apuntaba a la espalda con la escopeta. Tragué con dificultad y forcejeé para retener a Darla debajo de mí, con la esperanza de que mi cuerpo la protegiera del disparo. Tenía el estómago como una bola de plomo que me empujaba hacia abajo. Darla se debatía bajo mi peso.

Blanco apretó el gatillo. Se oyó un suave chasquido metálico.

Abrí los ojos. No recordaba haberlos cerrado. Nunca había oído un sonido tan maravilloso como el chasquido de una escopeta que no me mataba.

Blanco apretó el gatillo otras tres veces. Chasquido, chasquido, chasquido.

Deduje lo que había pasado. Blanco, el tonto del culo, había matado al conejo de un disparo y no había vuelto a cargar el arma, así que uno de los cañones estaba vacío. Escapaba a mi comprensión por qué no le había retorcido el pescuezo al conejo. Supuse que los delincuentes son estúpidos por regla general.

Estiré un brazo y sujeté el cañón de la escopeta. Estaba tibio. Blanco intentó arrebatármelo. Aproveché su movimiento y dejé que me pusiera de pie. Le asesté una patada lateral, usando la escopeta para impulsarme y mantener el equilibrio. La patada fue perfecta, justo sobre el riñón. Gruñó y se inclinó al apartarse del pie… pero sólo un poco. Maldición, era un tío grande y fuerte. Esa patada debería haber tumbado a un caballo.

Continuó sujetando la escopeta con la mano izquierda y avanzó hacia mí. Su puño derecho se estrelló contra mi costado y golpeó la zona en la que me había abierto un tajo casi tres semanas antes. Grité y me aparté, aún sujetando la escopeta con la mano derecha. Tenía miedo de que si la soltaba, él la usara como cachiporra para matarme a golpes.

Intentó golpearme dándome un gancho. Lo aparté con el antebrazo y le asesté un golpe rápido en el pecho. Él me atacó con otro puñetazo. Yo volví a bloquearlo y le aticé otro fuerte golpe que no pareció tener el más mínimo efecto. Intentó coger el hacha de mano que llevaba al cinturón, así que le lancé un puñetazo a la cara para obligarlo a bloquearme.

De esta manera intercambiamos golpes cuatro o cinco veces. Yo bloqueaba o esquivaba todos los suyos, contraatacaba golpeándole con fuerza el cuerpo… y no conseguía nada. Ninguno de los dos quería soltar la escopeta, y él no podía sacar el hacha de mano del cinturón sin dejar la cabeza indefensa.

De golpe me di cuenta de qué estaba haciendo mal. Estaba entrenando con aquel gorila. Cientos de horas de combates de entrenamiento me habían aleccionado demasiado bien: no golpees por debajo del cinturón, nada de dedos de tenaza a los ojos, nada de golpes en la entrepierna…

Darla apareció detrás de él con el bate de béisbol de Hurón. Blanco se movió y ella falló el golpe. Se oyó un ruido carnoso al impactar el bate contra un hombro de él. Apenas se tambaleó. Me lancé hacia delante intentando asestarle un golpe de mano de lanza al ojo sano. Giró, y mis dedos golpearon contra su sien.

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