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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, #Erótico

Cerulean Sins (3 page)

BOOK: Cerulean Sins
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Me miraba con ojos vacíos, que aún permanecían en ese lugar tranquilo. Mi voz salió lenta, con cuidado, como se sentía mi cuerpo.

—Espero que no me haya mentido hoy, Sr. Harlan.

Puso esa sonrisa inquietante.

—Yo también, Sra. Blake, igual que yo. —Con ese comentario extraño, abrió la puerta con cuidado, sin apartar los ojos de mí. Luego se giró y salió rápidamente, cerrando la puerta firmemente detrás de él, y me dejó sola con la adrenalina drenándose por mis pies como un charco.

No era el miedo lo que me dejaba débil, sino la adrenalina… Levanto muertos para ganarme la vida y era un verdugo de vampiros legal. ¿No era lo suficientemente única? ¿También tenía que atraer a los clientes que daban miedo?

Sabía que tendría que haber dicho no a Harlan, pero le había dicho la verdad. Podría levantar a este zombi, y nadie más en el país podría hacerlo sin un sacrificio humano. Estaba segura de que si lo rechazaba, Harlan encontraría a alguien más para hacerlo. Alguien que no tenía ni mi capacidad o mi moral. A veces, lidias con el diablo, no porque quieres, sino porque si no lo haces, alguien más lo hará.

DOS

El cementerio Lindel era uno de los nuevos y modernos, donde todas las lápidas son bajas, de suelo, y no se permite plantar flores o plantas naturales. Esto hace más fácil el mantenimiento, pero también lo convierte en un espacio vacío y deprimente. Nada más que un terreno llano, con pequeñas formas alargadas en la oscuridad. Es tan vacío y monótono como el lado oscuro de la luna, y apenas alegre. Prefiero un cementerio con tumbas y mausoleos, ángeles de piedra que lloran en los retratos de los niños, la Virgen María orando por todos nosotros, con los ojos en silencio mirando al cielo. Un cementerio debe tener algo para recordar a la gente que lo visita que hay un cielo, y no sólo un agujero en el suelo con roca sobre él.

Estaba aquí para reanimar a Gordon Bennington, para levantarlo de entre los muertos, porque Fidelis is Insurance Company esperaba que su muerte hubiera sido un suicidio, no una muerte accidental. Había en juego una póliza de seguros de millones de dólares. La policía había descartado la muerte accidental, pero Fidelis no estaba satisfecha. Optó por pagar mis honorarios, bastante sustanciosos, con la esperanza de salvar millones. Mis servicios eran caros, pero no tan caros. En comparación con lo que podían perder, yo era una ganga.

Había tres grupos de automóviles en el cementerio. Dos de los grupos estaban separados por lo menos quince metros, porque tanto la señora Bennington como el abogado jefe de Fidelis, Arthur Conroy, tenían órdenes de alejamiento contra los otros. El tercer grupo de dos coches estaba aparcado en medio, entre ambos. Un coche de la policía y un coche de la policía sin identificación. No me pidáis que explique cómo sabía que era un coche de policía sin identificación… sólo había que mirarlo.

Dejé el coche en la parte trasera del primer grupo de coches. Salí de mi nuevo Jeep Grand Cherokee, lo compré en parte con el dinero que obtuve del seguro por mí ahora difunto Jeep Country Squire. La compañía de seguros no quería pagar hasta que reclamé. No se creían que los seres-hienas habían atacado mi coche. Se envió a algunas personas a tomar fotos y medidas, para ver las manchas de sangre. Finalmente no solo pagaron, sino que también anularon mi póliza. Estoy pagando mes a mes a una nueva aseguradora que me concedía una póliza completa, si y sólo si, no destruyo otro coche durante dos años. Una gran oportunidad. Mis pensamientos fueron para la familia de Gordon Bennington. Por supuesto, era difícil tener simpatía por una compañía de seguros que estaba tratando por todos los medios dejar de pagar a una viuda con tres hijos.

Los coches más cercanos a mí resultaron ser los de Fidelis Seguros. Arthur Conroy vino hacia mí con la mano extendida. Era bastante alto y delgado, con el cabello rubio, peinado de forma que intentaba tapar su calvicie, como si eso lo escondiera, gafas de montura de plata sobre sus grandes y circulares ojos grises. Si las pestañas y las cejas hubieran sido más oscuras, sus ojos habría sido su mejor característica. Pero sus ojos tan grandes y sin ningún adorno me hicieron pensar que tenía un aspecto vagamente similar a una rana. Tal vez mi reciente desacuerdo con mi compañía de seguros me había hecho poco caritativa. Quizás.

Conroy estaba acompañado por un muro casi sólido de dos hombres vestidos de oscuro. Estreché la mano de Conroy y miré detrás de él a los dos hombres de más de seis pies.

—¿Guardaespaldas? —pregunté.

Conroy puso los ojos como platos.

—¿Cómo lo sabes?

Sacudí la cabeza.

—Se ven como guardaespaldas, Sr. Conroy.

Les di la mano a las otras dos personas de la compañía Fidelis. No me ofrecí a darle la mano a sus guardaespaldas. La mayoría de ellos no daban la mano, incluso si se les ofrecía. No sé si era por dar imagen de severidad o sólo porque querían mantener sus manos libres para las armas. De cualquier manera, no me la ofrecieron, y tampoco yo a ellos.

Sin embargo, el guardaespaldas de cabello oscuro, con hombros casi tan amplios como alto era, sonrió.

—Así que usted es Anita Blake.

—¿Y usted es…?

—Rex, Rex Canducci.

Levanté las cejas hacia él.

—¿Rex es realmente su nombre?

Se echó a reír, me sorprendió su estúpida y tan masculina risa, la típica carcajada producida, por lo general, a expensas de una mujer.

—No.

No me molesté en preguntar cuál era su verdadero nombre, probablemente algo vergonzoso, como Florencia, o Rosie. El segundo guardaespaldas era rubio y silencioso. Me miraba con sus pequeños y pálidos ojos. No me gustaba.

—¿Y usted es…? —pregunté.

Parpadeó como si mi pregunta le sorprendiera. La mayoría de la gente ignora a los guardaespaldas, unos por miedo a no saber qué hacer, porque nunca han conocido a uno, otros porque han contratado alguna vez a alguno y piensan que son como muebles, para ser ignorados hasta que se necesite su servicio.

Vaciló y luego dijo:

—Balfour.

Esperé un segundo, pero no aportó nada más.

—Balfour, es un nombre, ¿cómo Madonna o Cher? —pregunté con voz suave.

Sus ojos se entornaron y sus hombros mostraron una pequeña tensión. Había sido demasiado fácil de alterar. Tenía la mirada hacia abajo y esa sensación de amenaza, pero era sólo músculo. Asustaba verlo, lo sabía, pero tal vez no mucho más.

Rex intervino:

—Pensé que sería más alta. —Hizo una broma, con su voz ligeramente feliz.

Los hombros de Balfour se relajaron y la tensión fue desapareciendo. Habían trabajado juntos antes, y Rex sabía que su compañero no era la galleta más estable en la caja.

Encontré los ojos de Rex. Balfour sería un problema si las cosas se descontrolaban, reaccionaría de forma exagerada. Rex no.

Oí voces acercándose, una de ellas de una mujer. Mierda. Le había dicho a los abogados de la señora Bennington que se mantuvieran alejados del cementerio. O bien me habían ignorado o habían sido incapaces de resistirse a los ruegos de la señora Bennington.

El simpático policía de paisano estaba hablando con ella, su voz era tranquila, como lo explican en los libros de la academia de policía, en voz baja, casi sin palabras, como un rumor, ya que, al parecer, estaba tratando de que mantuviera sus cincuenta pies de distancia con Conroy. Semanas atrás ella había abofeteado al abogado, y él le devolvió la bofetada. Después, ella le pegó tal puñetazo en la mandíbula que le sentó de culo. En ese momento fue cuando el tribunal intervino.

Había estado presente en todas las fiestas, porque yo era parte de la transacción judicial, o algo así. Esta noche se decidirá la cuestión. Si Gordon Bennington resucitaba de la tumba, y decía que había muerto por accidente, Fidelis tendría que pagar. Si admitía el suicidio, entonces, la señora Bennington se quedaba sin nada. La llamaba señora Bennington por su insistencia. Ya que cuando me refería a ella como la Señorita Bennington, intentaba morderme la cabeza. No era una mujer liberada. Le gustaba ser esposa y madre. Me alegré por ella, significa más libertad para el resto de nosotras.

Suspiré y crucé el camino de grava blanca hacia el sonido de las voces en aumento. Pasé a un policía uniformado apoyado en su coche. Asentí y dije:

—Hola.

Él asintió con la cabeza hacia atrás, sus ojos estaban, sobre todo, en los del seguro, como si alguien le hubiera dicho que era su trabajo asegurarse de que no se acercaran más. O tal vez simplemente no le gustaba el tamaño de Rex y Balfour. Ambos hombres le superaban por cien libras. Era delgado para un oficial de policía y por su aspecto parecía tener poca experiencia, como si no llevara mucho tiempo en ese trabajo, y todavía no hubiera decidido si quería quedarse indefinidamente.

La Señora Bennington estaba gritando al oficial que educadamente le prohibía acercase.

—Los bastardos la han contratado, y hará lo que dicen. Hará mentir a Gordon, ¡Lo sé!

Suspiré. Les había explicado a todos que los muertos no mienten. Prácticamente sólo el juez había creído en mi palabra, y la policía. Fidelis creía que, al contratarme ellos, habían asegurado su resultado, y la señora Bennington pensaba lo mismo.

Finalmente me vio por detrás de los anchos hombros del policía. Llevaba zapatos de tacón alto con los que era más alta que el oficial. Lo que significaba que era alta, pero no demasiado. Tal vez cinco con nueve, como mucho.

Trató de empujar al policía para acercase a mí, ahora gritaba hacia mí. El policía se movió lo suficiente para impedirle dar el paso, pero sin agarrarla. Ella golpeó contra su hombro y frunció el ceño. Dejó de gritar, por un segundo.

—¡Fuera de mi camino! —dijo.

—Señora Bennington. —Su profunda voz llevaba un tono de queja—. La Sra. Blake está aquí por orden de la corte. Tiene que dejarla hacer su trabajo. —Tenía el pelo corto y gris, un poco desaliñado. No pensé que intentaba ir a la moda, daba más la impresión de que no había tenido tiempo de ir a la peluquería desde hacía algún tiempo.

Ella trató de traspasar al policía otra vez, y esta vez lo agarró, como si fuera a sacarlo de su camino. No era alto, pero era ancho, robusto y musculoso. Se dio cuenta rápidamente de que no podría desplazarlo, así que se trasladó a su alrededor, todavía decidida a dirigirse a mí.

Él tuvo que agarrarla del brazo para mantenerla alejada de mí. Le levanto la mano al policía, y su voz profunda se escuchó clara en la noche:

—Si me pega, la esposaré y la pondré en la parte trasera del coche patrulla, hasta que todo haya terminado.

Ella vaciló, con la mano aún alzada, pero debió de ver algo en el rostro del policía que le dijo que cumpliría sus palabras, porque se alejó de mí.

Su tono de voz habría sido suficiente para mí. El policía habría hecho exactamente lo que dijo.

Por último, bajó el brazo.

—Voy a tener su placa si me toca.

—Atacar a un oficial de policía se considera un delito, señora Bennington —dijo con una voz profunda.

Incluso a la luz de la luna se podía ver el asombro en su rostro, como si de alguna manera acabara de darse cuenta de que las normas también se le podían aplicar. La revelación que acababa de sufrir hizo que necesitara un tiempo para adaptarse, respirando lentamente. Se acomodó y dejó que su grupo de abogados de traje oscuro la acompañaran y le alejaran un poco del oficial de policía.

Era la única lo suficientemente cerca para oírle decir:

—Si hubiera sido mi esposa, yo también me habría pegado un tiro.

Me reí, no pude evitarlo.

Se volvió, con los ojos irritados, a la defensiva, pero todo lo que vio en mi cara le hizo sonreír.

—Ha tenido suerte —dije—. He visto a la señora Bennington en varias ocasiones. —Le tendí la mano.

Negó con la cabeza mientras estrechaba mi mano con un apretón serio, bueno, sólido.

—Teniente Nichols, y mis condolencias por tener que tratar con… —Dudó.

Terminé la frase por él.

—… Esa perra loca. Creo que es la frase que está buscando.

Él asintió con la cabeza.

—Esa es la frase. Simpatizo con la viuda y los niños por el dinero que se les debe —dijo—, pero hace tremendamente difícil simpatizar con ella en persona.

—He notado eso —dije, sonriendo.

Se rió y metió la mano en su chaqueta sacando una cajetilla de cigarrillos.

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