Cincuenta sombras más oscuras (32 page)

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Authors: E. L. James

Tags: #Erótico, #Romántico

BOOK: Cincuenta sombras más oscuras
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—Y, por supuesto, aquí ya has estado.

Christian abre la puerta. Señalo con la cabeza el tapete verde de la mesa de billar.

—¿Jugamos? —pregunto.

Christian sonríe, sorprendido.

—Vale. ¿Has jugado alguna vez?

—Un par de veces —miento, y él entorna los ojos y ladea la cabeza.

—Eres una mentirosa sin remedio, Anastasia. Ni has jugado nunca ni…

—¿Te da miedo competir? —pregunto, pasándome la lengua por los labios.

—¿Miedo de una cría como tú? —se burla Christian con buen humor.

—Una apuesta, señor Grey.

—¿Tan segura está, señorita Steele? —Sonríe divertido e incrédulo al mismo tiempo—. ¿Qué le gustaría apostar?

—Si gano yo, vuelves a llevarme al cuarto de juegos.

Se me queda mirando, como si no acabara de entender lo que he dicho.

—¿Y si gano yo? —pregunta, una vez recuperado de su estupefacción.

—Entonces, escoges tú.

Tuerce el gesto mientras medita la respuesta.

—Vale, de acuerdo. ¿A qué quieres jugar: billar americano, inglés o a tres bandas?

—Americano, por favor. Los otros no los conozco.

De un armario situado bajo una de las estanterías, Christian saca un estuche de piel alargado. En el interior forrado en terciopelo están las bolas de billar. Con rapidez y eficiencia, coloca las bolas sobre el tapete. Creo que nunca he jugado en una mesa tan grande. Christian me da un taco y un poco de tiza.

—¿Quieres sacar?

Finge cortesía. Está disfrutando: cree que va a ganar.

—Vale.

Froto la punta del taco con la tiza, y soplo para eliminar la sobrante. Miro a Christian a través de las pestañas y su semblante se ensombrece.

Me coloco en línea con la bola blanca y, con un toque rápido y limpio, impacto en el centro del triángulo con tanta fuerza que una bola listada sale rodando y cae en la tornera superior derecha. El resto de las bolas han quedado diseminadas.

—Escojo las listadas —digo con ingenuidad y sonrío a Christian con timidez.

Él asiente divertido.

—Adelante —dice educadamente.

Consigo que entren en las troneras otras tres bolas en rápida sucesión. Estoy dando saltos de alegría por dentro. En este momento siento una gratitud enorme hacia José por haberme enseñado a jugar a billar, y a jugar tan bien. Christian observa impasible, sin expresar nada, pero parece que ya no se divierte tanto. Fallo la bola listada verde por un pelo.

—¿Sabes, Anastasia?, podría estar todo el día viendo cómo te inclinas y te estiras sobre esta mesa de billar —dice con pícara galantería.

Me ruborizo. Gracias a Dios que llevo vaqueros. Él sonríe satisfecho. Intenta despistarme del juego, el muy cabrón. Se quita el jersey beis, lo tira sobre el respaldo de una silla, me mira sonriente y se dispone a hacer la primera tirada.

Se inclina sobre la mesa. Se me seca la boca. Oh, ahora sé a qué ese refería. Christian, con vaqueros ajustados y una camiseta blanca, inclinándose así… es algo digno de ver. Casi pierdo el hilo de mis pensamientos. Mete cuatro bolas rápidamente, y luego falla al intentar introducir la blanca.

—Un error de principiante, señor Grey —me burlo.

Sonríe con suficiencia.

—Ah, señorita Steele, yo no soy más que un pobre mortal. Su turno, creo —dice, señalando la mesa.

—No estarás intentando perder a propósito, ¿verdad?

—No, no, Anastasia. Con el premio que tengo pensado, quiero ganar. —Se encoge de hombros con aire despreocupado—. Pero también es verdad que siempre quiero ganar.

Le miro desfiante con los ojos entornados. Muy bien, entonces… Me alegro de llevar la blusa azul, que es bastante escotada. Me paseo alrededor de la mesa, agachándome a la menor oportunidad y dejando que Christian le eche un vistazo a mi escote. A este juego pueden jugar dos. Le miro.

—Sé lo que estás haciendo —murmura con ojos sombríos.

Ladeo la cabeza con coquetería, acaricio el taco y deslizo la mano arriba y abajo muy despacio.

—Oh, estoy decidiendo cuál será mi siguiente tirada —señalo con aire distraído.

Me inclino sobre la mesa y golpeo la bola naranja para dejarla en una posición mejor. Me planto directamente delante de Christian y cojo el resto de debajo de la mesa. Me coloco para la próxima tirada, recostada sobre el tapete. Oigo que Christian inspira con fuerza y, naturalmente, fallo el tiro. Maldición…

Él se coloca detrás de mí mientras todavía estoy inclinada sobre la mesa, y pone las manos en mis nalgas. Mmm…

—¿Está contoneando esto para provocarme, señorita Steele?

Y me da una palmada, fuerte.

Jadeo.

—Sí —contesto en un susurro, porque es verdad.

—Ten cuidado con lo que deseas, nena.

Me masajeo el trasero mientras él se dirige hacia el otro extremo de la mesa, se inclina sobre el tapete y hace su tirada. Golpea la bola roja, y la mete en la tronera izquierda. Apunta a la amarilla, superior derecha, y falla por poco. Sonrío.

—Cuarto rojo, allá vamos —le provoco.

Él apenas arquea una ceja y me indica que continúe. Yo apunto a la bola verde y, por pura chiripa, consigo meter la última bola naranja.

—Escoge la tronera —murmura Christian, y es como si estuviera hablando de otra cosa, de algo oscuro y desagradable.

—Superior izquierda.

Apunto a la bola negra y le doy, pero fallo. Por mucho. Maldita sea.

Christian sonríe con malicia, se inclina sobre la mesa y, con un par de tiradas, se deshace de las dos lisas restantes. Casi estoy jadeando al ver su cuerpo ágil y flexible reclinándose sobre el tapete. Se levanta, pone tiza al taco y me clava sus ojos ardientes.

—Si gano yo…

¿Oh, sí?

—Voy a darte unos azotes y después te follaré sobre esta mesa.

Dios… Todos los músculos de mi vientre se contraen.

—Superior derecha —dice en voz baja, apunta a la bola negra y se inclina para tirar.

11

Con elegante soltura, Christian le da a la bola blanca y esta se desliza sobre la mesa, roza suavemente la negra y oh… muy despacio, la negra sale rodando, vacila en el borde y finalmente cae en la tronera superior derecha de la mesa de billar.

Maldición.

Él se yergue, y en su boca se dibuja una sonrisa de triunfo tipo «Te tengo a mi merced, Steele». Baja el taco y se acerca hacia mí pausadamente, con el cabello revuelto, sus vaqueros y su camiseta blanca. No tiene aspecto de presidente ejecutivo: parece un chico malo de un barrio peligroso. Madre mía, está terriblemente sexy.

—No tendrás mal perder, ¿verdad? —murmura sin apenas disimular la sonrisa.

—Depende de lo fuerte que me pegues —susurro, agarrándome al taco para apoyarme.

Me lo quita y lo deja a un lado, introduce los dedos en el escote de mi blusa y me atrae hacia él.

—Bien, enumeremos las faltas que has cometido, señorita Steele. —Y cuenta con sus dedos largos—. Uno, darme celos con mi propio personal. Dos, discutir conmigo sobre el trabajo. Y tres, contonear tu delicioso trasero delante de mí durante estos últimos veinte minutos.

En sus ojos grises brilla una tenue chispa de excitación. Se inclina y frota su nariz contra la mía.

—Quiero que te quites los pantalones y esta camisa tan provocativa. Ahora.

Me planta un beso leve como una pluma en los labios, se encamina sin ninguna prisa hacia la puerta y la cierra con llave.

Cuando se da la vuelta y me clava la mirada, sus ojos arden. Yo me quedo totalmente paralizada como un zombi, con el corazón desbocado, la sangre hirviendo, incapaz de mover un músculo. Y lo único que puedo pensar es: Esto es por él… repitiéndose en mi mente como un mantra una y otra vez.

—La ropa, Anastasia. Parece ser que aún la llevas puesta. Quítatela… o te la quitaré yo.

—Hazlo tú.

Por fin he recuperado la voz, y suena grave y febril. Christian sonríe encantado.

—Oh, señorita Steele. No es un trabajo muy agradable, pero creo que estaré a la altura.

—Por lo general está siempre a la altura, señor Grey.

Arqueo una ceja y él sonríe.

—Vaya, señorita Steele, ¿qué quiere decir?

Al acercarse a mí, se detiene en una mesita empotrada en una de las estanterías. Alarga la mano y coge una regla de plástico transparente de unos treinta centímetros. La sujeta por ambos extremos y la dobla, sin apartar los ojos de mí.

Oh, Dios… el arma que ha escogido. Se me seca la boca.

De pronto estoy acalorada y sofocada y húmeda en todas las partes esperadas. Únicamente Christian puede excitarme solo con mirarme y flexionar una regla. Se la mete en el bolsillo trasero de sus vaqueros y camina tranquilamente hacia mí, sus oscuros ojos cargados de expectativas. Sin decir palabra, se arrodilla delante de mí y empieza a desatarme las Converse, con rapidez y eficacia, y me las quita junto con los calcetines. Yo me apoyo en el borde de la mesa de billar para no caerme. Al mirarle durante todo el proceso, me sobrecoge la profundidad del sentimiento que albergo por este hombre tan hermoso e imperfecto. Le amo.

Me agarra de las caderas, introduce los dedos por la cintura de mis vaqueros y desabrocha el botón y la cremallera. Me observa a través de sus largas pestañas, con una sonrisa extremadamente salaz, mientras me despoja poco a poco de los pantalones. Yo doy un paso a un lado y los dejo en el suelo, encantada de llevar estas braguitas blancas de encaje tan bonitas, y él me aferra por detrás de mis piernas y desliza la nariz por el vértice de mis muslos. Estoy a punto de derretirme.

—Me apetece ser brusco contigo, Ana. Tú tendrás que decirme que pare si me excedo —murmura.

Oh, Dios… Me besa… ahí abajo. Yo gimo suavemente.

—¿Palabra de seguridad? —susurro.

—No, palabra de seguridad, no. Solo dime que pare y pararé. ¿Entendido? —Vuelve a besarme, sus labios me acarician. Oh, es una sensación tan maravillosa… Se levanta, con la mirada intensa—. Contesta —ordena con voz de terciopelo.

—Sí, sí, entendido.

Su insistencia me confunde.

—Has estado enviándome mensajes y emitiendo señales contradictorias durante todo el día, Anastasia —dice—. Me dijiste que te preocupaba que hubiera perdido nervio. No estoy seguro de qué querías decir con eso, y no sé hasta qué punto iba en serio, pero ahora lo averiguaremos. No quiero volver al cuarto de juegos todavía, así que ahora podemos probar esto. Pero si no te gusta, tienes que prometerme que me lo dirás.

Una ardorosa intensidad, fruto de su ansiedad, sustituye a su anterior arrogancia.

Oh, no, por favor, no estés ansioso, Christian.

—Te lo diré. Sin palabra de seguridad —repito para tranquilizarle.

—Somos amantes, Anastasia. Los amantes no necesitan palabras de seguridad. —Frunce el ceño—. ¿Verdad?

—Supongo que no —murmuro. Madre mía… ¿cómo voy a saberlo?—. Te lo prometo.

Busca en mi rostro alguna señal de que a mi convicción le falte coraje, y yo me siento nerviosa, pero excitada también. Me hace muy feliz hacer esto, ahora que sé que él me quiere. Para mí es muy sencillo, y ahora mismo no quiero pensarlo demasiado.

Poco a poco aparece una enorme sonrisa en su cara. Empieza a desabrocharme la camisa y sus diestros dedos terminan enseguida, pero no me la quita. Se inclina y coge el taco.

Oh, Dios ¿qué va a hacer con eso? Me estremezco de miedo.

—Juega muy bien, señorita Steele. Debo decir que estoy sorprendido. ¿Por qué no metes la bola negra?

Se me pasa el miedo y hago un pequeño mohín, preguntándome por qué tiene que sorprenderse este cabrón sexy y arrogante. La diosa que llevo dentro está calentando en segundo plano, haciendo sus ejercicios en el suelo… con una sonrisa henchida de satisfacción.

Yo coloco la bola blanca. Christian da una vuelta alrededor de la mesa y se pone detrás de mí cuando me inclino para hacer mi tirada. Pone la mano sobre mi muslo derecho y sus dedos me recorren la pierna, arriba y abajo, hasta el culo y vuelven a bajar con una leve caricia.

—Si sigues haciendo eso, fallaré —musito con los ojos cerrados, deleitándome en la sensación de sus manos sobre mí.

—No me importa si fallas o no, nena. Solo quería verte así: medio vestida, recostada sobre mi mesa de billar. ¿Tienes idea de lo erótica que estás en este momento?

Enrojezco, y la diosa que llevo dentro sujeta una rosa entre los dientes y empieza a bailar un tango. Inspiro profundamente e intento no hacerle caso, y me coloco para tirar. Es imposible. Él me acaricia el trasero, una y otra vez.

—Superior izquierda —digo en voz baja, y le doy a la bola.

Él me pega un cachete, fuerte, directamente sobre las nalgas.

Es algo tan inesperado que chillo. La blanca golpea la negra, que rebota contra el almohadillado de la tronera y se sale. Christian vuelve a acariciarme el trasero.

—Oh, creo que has de volver a intentarlo —susurra—. Tienes que concentrarte, Anastasia.

Ahora jadeo, excitada por este juego. Él se dirige hacia el extremo de la mesa, vuelve a colocar la bola negra, y luego hace rodar la blanca hacia mí. Tiene un aspecto tan carnal, con sus ojos oscuros y una sonrisa maliciosa… ¿Cómo voy a resistirme a este hombre? Cojo la bola y la alineo, dispuesta a tirar otra vez.

—Eh, eh —me advierte—. Espera.

Oh, le encanta prolongar la agonía. Vuelve otra vez y se pone detrás de mí. Y cierro los ojos cuando empieza a acariciarme el muslo izquierdo esta vez, y después el trasero nuevamente.

—Apunta —susurra.

No puedo evitar un gemido, el deseo me retuerce las entrañas. E intento, realmente intento, pensar en cómo darle a la bola negra con la blanca. Me inclino hacia la derecha, y él me sigue. Vuelvo a inclinarme sobre la mesa, y utilizando hasta el último vestigio de mi fuerza interior, que ha disminuido considerablemente desde que sé lo que pasará en cuanto golpee la bola blanca, apunto y tiro otra vez. Christian vuelve a azotarme otra vez, fuerte.

¡Ay! Vuelvo a fallar.

—¡Oh, no! —me lamento.

—Una vez más, nena. Y, si fallas esta vez, haré que recibas de verdad.

¿Qué? ¿Recibir qué?

Coloca otra vez la bola negra y se acerca de nuevo, tremendamente despacio, hasta donde estoy, se queda detrás de mí y vuelve a acariciarme el trasero.

—Vamos, tú puedes —me anima.

No… no cuando tú me distraes así. Echo las nalgas hacia atrás hasta encontrar su mano, y él me da un leve cachete.

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