Ciudad de Dios (58 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

BOOK: Ciudad de Dios
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—Estábamos los dos frente a frente, ¿sabes? Y las balas silbaban por todas partes. Madrugadão iba conmigo. Entonces le metí el primero en la cabeza. Y Madrugadão también disparó. Había más de una veintena de enemigos que no paraban de tirotearnos y nosotros los esquivábamos…

La fiesta para celebrar la muerte de Bonito duró tres días; mientras, en Allá Arriba, todo estaba silencioso: las calles desiertas, las tabernas y negocios cerrados. Velaron el cuerpo de Bonito en su propia casa, sin la presencia de maleantes. A su entierro acudió mucha más gente que al de Pardalzinho y al de Passistinha.

Al día siguiente de la muerte de Bonito, el drogata pidió a la gente de su cuadrilla, que estaba reunida en la plaza de la
quadra
Quince, las dos mejores armas con la excusa de que las revisaría para que estuviesen siempre a punto. Caminó como si fuese a su casa, dobló por una callejuela, cruzó la Rua do Meio, apuntó con una pistola al primer coche que encontró, ordenó al conductor que saliese y entró; puso las armas en el asiento trasero, arrancó y cogió la Edgar Werneck a gran velocidad en dirección a Barra da Tijuca, feliz como nunca porque por fin había eliminado al hombre que, al intentar matar a Cabelinho Calmo y a Peninha, se había cargado a su hermano en la Cruzada de São Sebastião.

—¡Bate-Bola, hermano, estás vengado! —pensaba en voz alta.

A la altura de la laguna de Jacarepaguá, el motor del coche comenzó a fallar y, un poco más adelante, se caló en plena marcha. El drogadicto giraba y volvía a girar la llave, el coche arrancaba y se calaba. Nervioso, logró llevar el coche hasta el arcén, sin percatarse de que se acercaba un coche patrulla. Cuando se disponía a apearse, vio a la policía e intentó poner de nuevo el coche en marcha. Los agentes, que simplemente pretendían ofrecerle ayuda, notaron su desesperación y le ordenaron que se saliese del coche. Primero lo cachearon de los pies a la cabeza, y después registraron el interior del coche, donde encontraron las armas. Los policías comenzaron a pegarle allí mismo. En comisaría, delató con todo lujo de detalles a los integrantes de la cuadrilla de Bonito.

Tigrinho, después de mucho hablar e insistirle a Borboletão, acabó convenciéndolo para que rompiera con Miúdo y Cabelo Calmo. Argumentó que era una cabronada el hecho de que sólo Miúdo y Calmo ganasen mucha pasta sin exponerse del todo y que el resto tuviese que arriesgarse a ser detenido en atracos y robos. Decidieron que una parte de la cuadrilla, siguiendo un sistema rotativo, vendería las drogas y daría el setenta por ciento para el puesto; el treinta por ciento restante lo emplearían para mantener el puesto a salvo de enemigos y policía. Meu Cumpádi se ocuparía de la contabilidad y ellos controlarían la zona. Con ese setenta por ciento, además de pagar un sueldo semanal a los soldados más importantes y a los vigías, y de costearles un seguro médico, ayudarían a los currantes del vecindario cuando lo necesitasen, comprarían más armas, contratarían a un abogado que asistiese a la cuadrilla y repondrían la mercancía. Borboletão consideraba que eran demasiadas personas entre las que dividir el dinero, pero, aun así, se mostró de acuerdo con Tigrinho.

—Ya no tenemos nada que ver con Miúdo, ¿sabes? Y tampoco contigo. El dinero que entre aquí se quedará aquí. ¿Por qué tenemos que repartirlo con vosotros? Dile a tu socio que la Trece ya no tiene nada que ver con Los Apês, ¿vale? —concluyó Borboletão; junto a él se hallaban Meu Cumpádi, Terremoto, Borboletinha y Cererê, todos con las armas preparadas.

Cabelo Calmo los miró rápidamente uno por uno y comprobó que aquellos chicos ya no lo eran tanto: habían crecido, y no sólo en altura, sino también en perspicacia y maldad. El resto de la cuadrilla, más de noventa hombres, se hallaba distribuido por las esquinas de la Rua dos Milagres. Más le valía aceptar sin alterarse, porque, de otro modo, estaba seguro de que lo matarían.

Miúdo, irritado al enterarse de la decisión, aseguró que mandaría a todos los de la Trece al otro mundo; no obstante, minutos después, cuando Vida Boa le explicó que era mejor así que crearse más enemigos, y que el puesto de la Trece tampoco estaba vendiendo demasiado, se tranquilizó.

En vista de los numerosos reportajes que la radio y la televisión dedicaban a la violencia en Ciudad de Dios, la SSP —la Secretaría de Seguridad Pública— y la Jefatura de la Policía Militar informaron a la prensa, a través del asesor jefe de comunicación social de la SSP, que se llevaría a cabo en toda la zona un plan de acción policial de gran alcance. Dos días después de esa declaración oficial, el teniente Cabra asumía, en un caluroso mes de mayo, la jefatura del cuartelillo, que había sido reformado y ampliado. Donde antes sólo había diez hombres, ahora pululaban treinta bien armados, y seis nuevos coches patrulla habían ido a engrosar el escasísimo número de vehículos policiales, que hasta ese momento se reducía a uno.

Las órdenes que el coronel Marins, comandante del Decimoctavo Batallón de la policía militar, transmitió al teniente Cabra eran claras: había que intentar detener a los maleantes sin violencia, pero si alguno de ellos hacía ademán de coger el arma, no cabían vacilaciones: había que disparar a matar.

La jurisdicción de ese batallón abarcaba Jacarepaguá, Barra da Tijuca y Recreio dos Bandeirantes, y su comandante decidió que todos los soldados entrasen en el cuartel una hora y media más temprano, y dispuso que todos los coches, antes de dirigirse a su puesto de servicio, pasasen por la favela.

El plan de la policía contó, al principio, con un servicio secreto. Muchos policías se disfrazaban de drogatas e iban a los puestos de venta a comprar droga. Otros, aprovechándose del hecho de que algunos de los enfermos mentales de la colonia Juliano Moreira, situada en Tacuara, siempre se escapaban del centro y vagaban por la favela, se disfrazaban de internos fugitivos, transitaban con el uniforme del manicomio, haciendo muecas y otros visajes, y observaban el movimiento de los delincuentes para enterarse de sus hábitos. De esa forma, el teniente Cabra dispuso de una lista en la que constaban los nombres de unos cuantos maleantes con sus respectivas direcciones. No obstante, sus primeros intentos de detención fracasaron, porque la mayoría de los periódicos divulgó previamente todas esas informaciones. Cuando los maleantes se enteraron de las intenciones de la policía por los grandes periódicos de la ciudad, cambiaron de domicilio y no salieron de sus casas durante la primera semana de la puesta en marcha del operativo.

Pese a toda la infraestructura policial, el tráfico de drogas no disminuía. Los camellos vendían en un punto diferente cada día y apostaban recaderos en las esquinas para que gritasen «¡Pan recién hecho! ¡Pan recién hecho!» cuando los policías se acercaban a pie o en coche. Por otro lado, cundió el terror entre los traficantes cuando se enteraron de que había policías disfrazados listos para atacar. Sus vidas estaban amenazadas por un X-9 cualquiera y, ante la duda, la mejor solución era liquidar al traidor potencial sin dar tiempo a explicaciones, súplicas o disculpas. Nada de vacilaciones. Ya de por sí ariscos, se volvieron aún más violentos. Currantes, personas respetables, drogadictos…, nadie escapaba a las sospechas y los caprichos de los maleantes.

La inseguridad reinaba en la favela. Incluso los drogatas, hasta ese momento mimados como clientes porque aseguraban la prosperidad del negocio, comenzaron a temer por su vida. Para los habitantes de la favela, este miedo se sumó a la larga lista de desasosiegos con la que tenían que convivir: por un lado, la policía, por otro, los maleantes, y todos juntos atemorizándoles y poniendo en peligro sus vidas.

Un sábado, Terremoto se quedó a cargo del puesto de venta, y, para provocar a Biscoitinho, decidió cambiarlo de sitio. Cruzó la Edgar Werneck y se puso a trapichear cerca del puesto de Biscoitinho. Había tomado la precaución de dejar a algunos muchachos en el antiguo punto de venta para que informaran a los clientes de la nueva ubicación.

Biscoitinho no se enteró de la afrenta hasta la tarde. Había pasado la mañana en el despacho del doctor Violeta, que vendía títulos de primaria y secundaria y falsificaba certificados de antecedentes penales, así como carnés de identidad, permisos de conducir y otros documentos. Incluso facilitaba títulos de propiedad de automóviles y pisos. Era Dios en la Tierra.

Biscoitinho, sin consultar a Miúdo, se agenció una ametralladora, se fue solo a la Trece y disparó varias ráfagas al azar. No mató a nadie, pero su iniciativa podía desencadenar una guerra entre las dos cuadrillas, por lo que, al día siguiente, muy temprano, Vida Boa pidió a Miúdo que fuese a hablar con los jefes de la Trece para comunicarles que lo de Biscoitinho había sido un hecho aislado, fruto de un arrebato, y que nadie más lo apoyaba.

Miúdo, sin embargo, decidió cargarle el mochuelo a Cabelo Calmo. Mientras charlaba de cualquier cosa con éste, reparó en los gestos de cariño que le profesaba su amigo. Se preguntó, entonces, por qué le tenía miedo a Cabelo Calmo, si eran compañeros desde niños. Si Cabelo Calmo nunca le había dado indicios de traición, ¿por qué matarlo? Repasó rápidamente su infancia: la época del São Carlos, la silla de limpiabotas… Sería una canallada traicionar a su compañero por miedo. Se avergonzó de su miedo. Sin embargo, ya había planeado su muerte con Biscoitinho y, si se echaba atrás, su actitud podía inducir a éste a creer que era él quien estaba tramando la traición. No sabía cómo arreglar el estúpido entuerto que él mismo había creado: ahora, uno de sus dos amigos tenía que morir. Si alertaba a los dos, el que siguiese vivo continuaría siendo su compañero. Tomó, pues, la decisión de seguir adelante con su plan y, sin atender siquiera a lo que Cabelo Calmo le comentaba en ese momento, dijo:

—Me imagino que ya sabes que, de todos nosotros, tú y yo somos los únicos compañeros realmente legales, ¿no? Por eso tengo que decirte algo: Biscoitinho quiere acabar contigo. Una vez lo pillé hablando con Tuba. Era una conversación un poco extraña, ¿sabes? Cuando me vio, se quedó cortado. ¡Yo, en tu lugar, no me lo pensaría dos veces y me lo cargaría! No te había dicho nada antes porque no estaba del todo seguro. Pero esa actitud que tiene ahora…, ¿me entiendes? No sé…, es verdad que ese grupo ya no está unido a nosotros en la venta, pero también son compañeros nuestros, ¿no? Y Borboletão y sus colegas te aprecian… ¡Mátalo, tío! ¡Acaba con él!

—Hoy mismo me lo cargo —afirmó Cabelo Calmo. Después montó en su bicicleta y se dirigió pedaleando hacia la Trece.

Miúdo esperó a que Cabelinho Calmo se alejase. Acto seguido, pidió a un recadero que fuese a buscar a Biscoitinho.

—Tengo que hablar seriamente contigo, pero que esta conversación quede entre nosotros, ¿de acuerdo? Ha llegado el momento de que te cargues a Calmo, ¿entiendes? No le gustó nada que disparases a los tipos del otro grupo y, además, fue él quien dio la orden de traficar en tu zona. ¡Mátalo! ¡Mátalo!

Minutos después, cuando cruzaba la plaza, Miúdo divisó a nueve policías cerca de los chiringuitos; salió a la carrera sin que lo vieran, entró en su nuevo piso y descubrió a otros seis policías en Barro Rojo.

—Menos mal que Vida Boa me consiguió un lugar para esconderme fuera de aquí —pensó en voz alta.

—Llama a Leonardo y dile que vamos a subir. Que vaya a buscar el coche porque tenemos que irnos ya de la favela, que aquí hay muchos policías. ¡No me gusta la policía, no me gusta un pelo!… Después ve a ver a Vida Boa y dile que me mande todo el dinero, que me lo mande todo, que yo voy a subir… ¡Vete ya, coño, vete ya! —dijo Miúdo a Cagarola, que tenía veinticinco años y había sido uno de los primeros integrantes de la cuadrilla.

Leonardo aparcó el coche en la puerta del edificio. Miúdo tardó un poco en bajar porque se entretuvo escondiéndose dinero en los calzoncillos, en los zapatos, en los bolsillos de la camisa, de los pantalones y de la chaqueta, y hasta en la gorra. Envolvió el resto en una bolsa de plástico, se acomodó dos pistolas 765 en la cintura y bajó.

Leonardo arrancó y condujo a una velocidad moderada; bordeó el brazo derecho del río, atravesó el extremo de la Gabinal, entró en la Vía Once, puso la tercera y oyó la sirena de un coche patrulla que lo seguía; cuando pasó de la tercera a la cuarta, el coche de la policía se colocó a la altura de ellos:

—¡Párate en el arcén! —le gritó el sargento Roberval mientras lo apuntaba con una ametralladora.

Leonardo detuvo el coche.

—¡Salid los dos con las manos en la cabeza! —ordenó el sargento Roberval.

—¡Miúdo, ése es Miúdo! Voy a buscar su foto. Ahora la traigo —exclamó Pedro, uno de los soldados.

Pedro volvió con un papel en la mano y se lo mostró al sargento Roberval cuando éste acababa de ordenarles a los dos detenidos que se tumbasen en el suelo. El cabo Osmar registró primero a Miúdo.

—¡Joder, tío, llevas revólveres y billetes en todas partes! Tú estás forrado, ¿no? ¡Levántate, levántate y quítate la ropa! Tú quédate tumbado —ordenó Pedro.

—¿Sabías que tienes más de diez órdenes de busca y captura? ¡Lo tienes jodido, chaval! —dijo el cabo Osmar.

—Me vas a responder a todo lo que te pregunte, ¿de acuerdo? Y como se te ocurra mentirme, te sacudo, ¿está claro? —dijo Roberval.

Miúdo alzó el dedo gordo en señal de asentimiento.

—¿Ese coche es tuyo?

—Sí.

—¿Está a tu nombre?

—No.

—¿A nombre de quién está?

—De una mujer de Los Apês…

—¿Quién compró el coche?

—Peninha, un tío que Cenoura se cargó.

—¡Ah, ya! ¡Pero si fue Biscoitinho quien lo mató! ¡Lo sabemos todo! La cuestión es la siguiente… Tú, ¿has registrado al otro?

—Está desarmado y sin dinero.

—Déjalo que se vaya.

Leonardo se levantó y caminó lentamente por la Vía Once en dirección a la Gabinal.

—Ahora podemos conversar mejor. Tienes que pedir a esa mujer la documentación del coche y mandar que alguien me la entregue mañana por la mañana, ¿está claro? ¡Y no quiero mentiras! Voy a dejarte libre, pero quiero esos documentos, y no se te ocurra engañarme porque te mato. Como intentes alguna triquiñuela y te vayas de la lengua, me encargaré de que te liquiden en el talego. Cuando esté de servicio, quiero la mitad del dinero del puesto, ¿vale?

—Vale.

—Cuando yo llegue, dejarás el dinero dentro de un saco allí, en esa parte con césped de la plaza. Así nos entenderemos mejor, ¿está claro? ¡Nadie te molestará!

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