—¡Ve para allí, hay muchísimos clientes esperando! Vida Boa está al mando —le dijo Israel después de pedir a Otávio que fuera a buscarlo para que se presentase en su casa.
La ex novia de Branquinho caminaba lentamente entre los edificios y, al ver a éste en la ventana entregando dinero al recadero que había bajado a comprar comida, se apresuró hacia la comisaría. Allí informó a su novio de la dirección exacta en la que encontraría a Branquinho e incluso añadió que lo más seguro era que estuvieran envasando droga. De inmediato, Moráis movilizó a quince policías y les dijo que había descubierto el nuevo refugio de la cuadrilla de Miúdo. El sargento Roberval ordenó que todos fuesen con ametralladora. Subieron a los coches y se encaminaron hacia Los Apês.
—¡El edificio está rodeado! ¡Arrojad las armas por la ventana!
Cuando vieron a tantos policías alrededor del edificio, los traficantes que estaban en el piso se entregaron a una actividad febril. El perro de Miúdo, que se despertó sobresaltado, empezó a ladrar.
—¡Arrojad las armas! —repitió Moráis.
Vida Boa cogió la cocaína, la arrojó al váter y tiró de la cadena. Atolondrados, los maleantes pedían ayuda al vecindario y llamaban a su familia y a sus compañeros. Intentaban reunir a una multitud de curiosos e intimidar a la policía, que no se atrevería a matarlos delante de tantos testigos. Mucha gente rogaba que no matasen a los maleantes; otros exigían a la policía que acabase enseguida con ellos. Vida Boa ordenó a sus compañeros que arrojasen las armas.
—Ahora vamos a subir. Si todo el mundo se queda quieto, a nadie le pasará nada. ¡Dejad la puerta abierta y quedaos todos junto a la ventana! —ordenó Moráis.
Los maleantes obedecieron la orden del policía, que subió con sus compañeros los tres pisos del edificio. Entraron en el piso. El perro se movió y recibió un tiro.
Abajo, en la portería del edificio, se quedaron solamente tres policías; éstos, al ver que la madre de Baião y de Branquinho se disponían a subir al piso, les cerraron el paso.
Después de registrar todo el piso, ordenaron a los cinco maleantes que se pusiesen contra la pared, los apuntaron con las armas y dispararon.
La algarabía que se formó en la entrada del edificio fue enorme: los familiares de los maleantes y muchos habitantes fueron presa del pánico. Los policías pidieron refuerzos. Uno que vivía cerca de allí telefoneó al hospital Cardoso Fontes para pedir una ambulancia.
El sargento Linivaldo, que no estaba de servicio, acababa de salir del banco y se había parado a charlar con otros policías en la plaza de Tacuara; pero, al oír la solicitud de refuerzos por la radio, subió al coche y se dirigió a Los Apês.
Marcelinho Baião y Buizininha aún vivían.
—¡Madre, madre! —gritaba Marcelinho creyendo que ella lo oiría desde el edificio vecino, donde vivía.
El sargento Linivaldo llegó al lugar al mismo tiempo que la ambulancia. Dio orden a los policías de no dejar entrar a nadie de la ambulancia en el edificio y se precipitó escaleras arriba; sacó el revólver, y disparó cuatro tiros más en Buizininha y otros seis en Marcelinho Baião. Moráis agarró un paraguas de punta afilada que había sobre la mesa y se dedicó a perforar los ojos de los cadáveres esparcidos por la sala, incluidos los del perro.
—Dispárales dos tiros más por delante, para que podamos decir que intentaron atacarnos —dijo Roberval a Moráis, que cumplió la orden inmediatamente.
—¡Oye, ese tío con el que estás saliendo es un fantoche! No puedes seguir con él. Tienes que salir conmigo y besarme a mí en la boca, no a él —dijo Israel a una mujer que pasaba por la plaza de Los Apês.
Israel había asumido el control del puesto de venta de droga desde el asesinato de su hermano Vida Boa. Se pasaba el día bebiendo en los chiringuitos y, cuando estaba borracho, se metía con las mujeres, incluso con las casadas. Pedía el coche prestado a cualquiera y, si no se lo prestaban, les disparaba a los pies. Hasta sus compañeros le temían cuando estaba ebrio.
Miúdo tuvo la mala suerte de toparse con la policía civil y militar seis veces más, y tanto unos como otros lo extorsionaron. En una ocasión, lo metieron en el calabozo y le obligaron a telefonear para que alguien le llevara los títulos de propiedad de las casas, del coche y del barco que Vida Boa había comprado. Todas las posesiones de Miúdo pasaron a las manos de los policías, incluido el baúl cargado de oro.
Un viernes, volvió a detenerlo la policía civil: dentro de un coche robado, Miúdo llevaba un kilo de marihuana, doscientos mil cruzeiros, varias pistolas y el fusil de Ferroada. Ofreció enseguida la droga y el dinero a la policía, pero esa vez el soborno no funcionó.
En la comisaría, Miúdo reveló los posibles lugares donde podrían localizar a Cenoura, a Borboletão y a Messias, con el propósito de que cayese la venta de droga de la competencia. Tras ser juzgado y condenado por varios delitos, fue enviado al presidio Milton Dias Moreira, donde también cumplían condena varios enemigos suyos del morro de São Carlos y de la propia Ciudad de Dios, así como un par de hombres que en cierta ocasión intentaron vender armas a Cabelo Calmo en la Trece, y no sólo les robaron sino que también recibieron una paliza. Ahora estaban allí todos juntos, bajo el ala protectora del Comando Rojo, facción que por entonces dominaba los presidios cariocas.
Miúdo sabía que no saldría vivo del trullo. Su única alternativa para evitar la muerte fue ofrecer una cantidad de dinero a los presos que ejercían el control del presidio. Todos los días telefoneaba a su hermano y siempre le decía lo mismo:
—Trae cincuenta mil cuando vengas de visita.
En una ocasión, Toco Preto atendió al teléfono y le contó que Israel últimamente bebía mucho, se fundía la pasta en moteles y restaurantes y, por si fuera poco, también se estaba cargando a los camellos. Miúdo sólo prestó atención cuando oyó lo del dinero.
—¡Controla el puesto, controla el puesto y no le des más dinero! —gritó por teléfono—. Quien ha matado he sido yo, él no ha matado a nadie. Controla el puesto y escúchame bien: si se niega a dejar el puesto bajo tu control, cárgatelo, cárgatelo…
—Pero eso no es todo. Ha vuelto a expulsar a los Caixa Baixa y se dedica a matar drogatas, a humillar a los currantes y a tirarse a las tías por la fuerza. Los muchachos que nos apoyaban se están yendo. Un día Camundongo Russo le regaló no sé cuántas botellas de cerveza, lo dejó borracho perdido, se quedó con el dinero de la semana y se marchó tan tranquilo… Ah, me olvidaba: Madrugadão cayó ayer, los polis lo pillaron dormido.
—¡Que se joda! Haz lo que te he dicho: si Israel sigue incordiando, cárgatelo sin contemplaciones.
Toco Preto, Mocotozinho y Cabelo Calmo escucharon y acataron la recomendación de Leonardo de dejar vivir a Israel. Bastaría con que le dijeran que dejase de beber y de gastar dinero, porque Miúdo estaba pagando peaje en el talego para mantenerse vivo. Israel se avino a razones y comenzó a ahorrar.
Cabelo Calmo vestía cada día más elegante. Pantalones de lino, reloj con correa de cuero, a veces temos e incluso gafas, y no subía a los autobuses normales para evitar redadas policiales. Era mucho más seguro viajar en los autobuses especiales, más caros, pues allí la policía nunca registraba a nadie.
Cabelo Calmo la vio por primera vez en uno de esos autobuses especiales y se enamoró perdidamente. La profesora, para alegría de Cabelinho Calmo, bajó en su misma parada y prosiguió el diálogo que él había iniciado en el momento en que esperaban a que el semáforo se pusiese en verde para cruzar la calle y seguir en dirección a la Rua do Meio.
Después de aquel día, Cabelinho Calmo hacía todo lo posible por toparse con ella a la salida del colegio y, aun pareciéndole rudo en el trato y en el modo de hablar, la profesora de enseñanza primaria se enrolló con el maleante. La pasión que se despertó en él lo volvió menos serio. Además de recuperar la sonrisa, volvió a bromear y a hacer chistes con los amigos e intentó cuidarse más: interrumpió los ataques en Allá Arriba, evitaba quedarse de palique con otros maleantes en las esquinas y, siempre que podía, iba a casa de su novia, precisamente para mantenerse alejado de la favela.
Pero la casualidad quiso que, precisamente en uno de esos autobuses, la profesora se enterara por una lugareña de que aquel individuo era Cabelo Calmo, un delincuente peligroso. «Si quiere, le traigo el periódico y le enseño su foto».
—¡Es tu hermano, pero es un enemigo! Escucha, la familia no importa, no pinta nada en esto. Hay que acabar con él, hay que matarlo —le dijo Cenoura a Cebion, que sólo tenía trece años.
—Ya lo sé, tío. Pero sólo puedo pillarlo de día, ¿entiendes? De noche mi madre está en casa.
—Entonces vamos ahora. Si está allí, nos lo cargamos.
—¿Tú también vas?
—¡Pues claro!
Corrieron por los callejones, tal como propuso Cenoura. Mientras avanzaban, miraban con atención todos los rincones, pero no encontraron a ningún enemigo. Para mostrar su fidelidad a Cenoura, el propio Cebion sugirió:
—Probemos en casa. A lo mejor el cabrón está durmiendo.
Y así era. Lo despertaron poniéndole el cañón del revólver en la nuca y lo llevaron hacia la calle. Su única defensa fue amenazar a Cebion:
—¡Si mamá se entera de que me has matado, ya verás lo que te pasará!
—¡Que se joda! ¿Quién te ha mandado unirte a Miúdo?
Condujeron a Alexander a la orilla del río y su propio hermano se encargó de descerrajar tres tiros en aquel cuerpo de tan sólo diez años.
—Tienes que conseguir diez mil dólares, ¿vale? Diez mil en quince días, sólo así me dejan salir. Si los traes el domingo, ese mismo día me soltarán, ¿entiendes? —dijo Miúdo seis meses después de entrar en chirona.
Toco Preto cometió dos atracos. Mocotozinho e Israel otros tantos. Juntaron el botín con el dinero de la venta de droga y, al domingo siguiente, Miúdo, después de estrechar las manos de los celadores, salió del trullo camuflado entre los visitantes.
Toco Preto le había recomendado que no volviese a la favela, pues, aunque la policía había disminuido sus patrullas, el lugar aún ofrecía riesgos. Miúdo fue a la casa del único amigo que había hecho en la cárcel.
Israel se acercó al morro de São José para comprar cocaína, porque hacía dos semanas que el traficante no aparecía; compraría cien papelinas para adulterarlas con ácido bórico y, tras colocar menos cantidad en las bolsitas, se las vendería a los colgados. Aparcó la Brasilia al pie del morro y subió canturreando una samba-enredo de la escuela de samba Mangueira. En el puesto de venta, se encontró a Conduite conversando con uno de los jefes.
—Oye, chaval, ese chico es un pringado. No hables con él porque acabarás mal.
—¿Por qué soy un pringado, tío? —preguntó Conduite.
—Eres un pringado, ¿vale? ¡Y como sigas hablando, la vas a palmar ahora mismo! —dijo Israel con la mano en la cintura.
Conduite, más rápido, le disparó un solo tiro en mitad de la frente. Acto seguido, rebuscó en la cintura del cadáver y se dio cuenta de que Israel iba desarmado.
—¡El tío no llevaba armas!
—¡Pues qué imbécil! —comentó el amigo de Conduite.
La profesora consiguió convencer a Cabelo Calmo de que se entregase: era mejor que seguir en la delincuencia el resto de su vida. Le prometió que no lo abandonaría y que su propio padre, abogado, lo defendería para sacarlo de la cárcel lo antes posible.
Cabelo Calmo se sentía otra persona desde que se enamorara de la profesora. En la rutina de las visitas a la casa de su novia, vislumbró un futuro muy distinto de la vida que había llevado hasta entonces. Las idas a los cines los sábados al atardecer, seguidas de una cerveza helada y una charla amena, le llevaron a reflexionar sobre lo simple —y no por eso menos atrayente— que podría ser la vida. Ya atisbaba belleza en la vida de casado, proyectaba sus sueños en compañía de su novia e imaginaba lo hermoso que sería envejecer juntos, criando hijos y festejando los aniversarios. Por eso, pese a todo el sufrimiento pasado en la cárcel, se entregó en la Trigésima Segunda Comisaría de Policía.
Juzgado y condenado, lo enviaron al pabellón B de la penitenciaría Lemos de Brito, donde coincidió con varios enemigos. El primer día, ni le hablaron ni le molestaron. Pero, el segundo día, le asestaron cuarenta navajazos en el abdomen.
No bien murió Israel, los Caixa Baixa atacaron Los Apês cuatro veces seguidas. En la cuarta, llegaron disparando a mansalva y se establecieron como dueños de la zona. Se habían cargado a Toco Preto, último gran soldado de Miúdo, y no mataron a Mocotozinho ni a Otávio porque ambos huyeron. Sin embargo, el resto de los integrantes de las cuadrillas partidarias de Miúdo, que en los últimos tiempos se habían mantenido alejados de la delincuencia debido al estrecho cerco policial, se equivocaron al considerar que la banda de los Caixa Baixa no constituía amenaza alguna por el mero hecho de no haberla acosado ni humillado durante el mandato de Miúdo. Los Caixa Baixa alardeaban de que no matarían a nadie, pero el número de cadáveres fue incrementándose paulatinamente y, cuando alguien aparecía muerto, inventaban una mentira para justificar el crimen a fin de que los demás no abandonasen la zona. Incluso quien no había formado parte de una u otra cuadrilla podía morir por haber tenido algún tipo de roce, fuera una discusión o una pelea, con cualquiera de ellos.
Aumentaron los casos de violación y los atracos. Pese a no haber tomado partido en la guerra, los muchachos de la barriada también se vieron sometidos a un enconado acoso, aunque no hubo que lamentar bajas. Los puestos de venta de droga de Los Apês perdieron su clientela porque los Caixa Baixa no tenían contacto alguno con otros traficantes, y los que abastecían a Miúdo desaparecieron porque no les pagaban.
Las cuadrillas de Messias, de la Trece y de la policía no daban tregua a Sandro Cenoura, que perdió cinco hombres en menos de una semana. Viéndose sin salida, reunió todo el dinero de la venta de drogas, alquiló una chabola en la Baixada Fluminense y dejó a cargo de Ratoeira el control del tráfico. Alegó que debía marcharse porque la policía no descansaría hasta detenerlo.
—Dile a todo el mundo que me he regenerado… Di que me he vuelto un pringado y que estoy trabajando en un taxi, ¿vale? Nos repartiremos a medias las ganancias del puesto, ¿de acuerdo?
Ratoeira se sintió satisfecho con el trato; ahora mandaba él en el puesto de la
quadra
Quince. Aun teniendo que combatir a dos cuadrillas con pocos soldados, el poder era algo de veras emocionante.