Ciudad de Dios (59 page)

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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

BOOK: Ciudad de Dios
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Miúdo meneó la cabeza asintiendo.

—¡Déjale un arma! —ordenó a Paulo, otro soldado, y continuó—: Ahora vete a casa y reza el padrenuestro porque te has encontrado con Dios, pero, si te pones pesado, te encontrarás con el Diablo. Lo has entendido, ¿no?

Era ya noche cerrada. La plaza de Los Apês quedó desierta, salvo en los chiringuitos donde algunas personas se tomaban una cerveza. Cabelo Calmo, con movimientos sigilosos, caminó agachado junto a las paredes del edificio y observó a los parroquianos que bebían: ningún maleante.

—¿Has visto a Biscoitinho?

No, nadie lo había visto. Pero, al doblar la esquina, se topó con él. Biscoitinho intentó defenderse en vano con su arma antes de que Cabelo lo acribillara a balazos.

El día amaneció gris. Miúdo reunió a la cuadrilla en un callejón y les ordenó que permaneciesen escondidos el mayor tiempo posible. Sólo quería en la calle al camello y a los vigías. Nada de exhibirse armados por las esquinas; pero, si por casualidad se encontraban con la policía, tenían que disparar primero y, en caso de que detuviesen a alguien, nada de abrir el pico. Después, Miúdo se fue a los chiringuitos, habló algo con una mujer, entró en un callejón, salió por la Gabinal y se quedó receloso al borde de la carretera hasta que Vida Boa paró a un coche. Miúdo subió y salieron de la favela.

En Allá Arriba, dos policías de paisano sorprendieron a Burro na Sombra y a Gaivota con cuarenta bolsitas de marihuana.

—¡Joder! ¡Sólo tenéis marihuana! ¿Nada de dinero? ¡Pues vaya delincuentes de mierda! Venga, a comisaría, andando…

Una vez en comisaría, el sargento Linivaldo recibió a los traficantes a puñetazos y puntapiés. Después ordenó a un soldado que los amarrase con hilo de nailon, los metió en el coche y pidió al cabo que enfilase hacia la autovía Bandeirantes. Cogieron la Vía Cinco y se detuvieron.

—Bajad —ordenó el cabo en cuanto abrió el coche y continuó—: Corred, salid corriendo sin mirar para atrás, que pronto venderéis marihuana al Diablo.

Cuando apenas habían recorrido cinco metros, recibieron varios tiros por la espalda.

Branquinho sólo disparaba cuando la cuadrilla de Bonito se dirigía a Los Apês, y únicamente cuando Miúdo se lo exigía. No le gustaba en absoluto ser maleante y la intervención de la policía le pareció providencial: ahora podría salir a la calle sin temor a que Miúdo lo obligase a esperar armado la aparición de la cuadrilla de Bonito.

Un domingo salió temprano para ir a la casa de su ex novia; quería reconciliarse con ella. Cuando llegó a la casa de la chica, se puso las manos en la boca a modo de bocina y gritó su nombre varias veces. Nadie respondió. Decidió entrar en el edificio. Tuvo que golpear la puerta cuatro veces antes de que la muchacha apareciera, todavía somnolienta. Lo dejó esperando en la sala y se metió en el cuarto de baño. Regresó al cabo de unos minutos.

—Mira, si has venido para pedirme que volvamos a salir, puedes quitarte ahora mismo esa idea de la cabeza, ¿me entiendes? —comenzó a decir la muchacha—. Estoy cansada de que me engañes… No tomas ninguna iniciativa, no ahorras dinero, no hablas de boda y ya has hecho lo que querías conmigo. Detesto que la gente me engañe.

—Te prometo que, a partir de ahora, ahorraré dinero todos los meses.

—Siempre dices lo mismo y luego vuelves a las andadas. Pero bien que te gastas el dinero en ropa y cocaína…

—Habla más bajo, mujer…

—Mi madre no está. Y para que te enteres: ya tengo novio, ¿entiendes? No me persigas, que él es muy celoso y además es policía. Es mejor que te mantengas lejos de mí —concluyó mientras abría la puerta.

Branquinho salió cabizbajo. Nunca imaginó que su novia lo sustituiría por otro. Había sido un imbécil: si hubiese pensado más en ella, eso no habría ocurrido. Cuando llegó al final de la escalera, tenía los ojos anegados en lágrimas; le dio tanta vergüenza que alguien lo viera en aquel estado que se dio media vuelta.

La novia lo recibió también llorando, se abrazaron, se besaron e hicieron el amor en la misma sala, no sin que antes él le prometiera que se correría fuera. Sin embargo, poco después, ella le repitió que estaba saliendo con Moráis, un soldado, y que no lo dejaría, porque el policía, antes de que transcurriera un mes, la había llevado a conocer a sus padres y le había prometido alquilar una casa para irse a vivir juntos.

—¿No te parece demasiado precipitado, Cidinha?

—Mejor que tú, que llevas tres años conmigo y no has tomado ninguna iniciativa.

Se ducharon, volvieron a hacer el amor en el cuarto de baño y, cuando Branquinho se despidió, ella le dijo:

—Tal vez, más adelante, podríamos hacerlo otra vez…

Minutos después, la novia recibió el recado de Moráis de que la esperaba en la plaza de la Freguesia. Se arregló rápidamente y se fue a su encuentro. Él la llevó a un motel.

—¿Córrete fuera, vale?

—¡No me parece justo que ese cabrón de Cenoura lo decida todo y que los dos puestos de droga sean sólo suyos! ¿Entendéis? En esta guerra hemos perdido hermanos y primos, lo hemos ayudado a hacerse con un puesto de Miúdo y hemos defendido el suyo con uñas y dientes. Tenéis que hablar con él —dijo Fernandes a dos compañeros de las Ultimas Triagens.

—Y lo peor es que él no quiere que nadie monte un puesto aquí, en esta zona, ¿lo sabíais? —terció Farias.

—¿Por qué cayó Gordurinha? —preguntó Messias, que se había fugado de la cárcel aquel día.

—Mató a Ratoeira y Bonito se lo cargó —respondió Fernandes.

—No te pases, no fue sólo por eso. A Cenoura no le gustaba, e hizo todo lo posible para que Bonito se lo cargase —repuso Farias.

—¿Ah, sí?

—Y eso que Gordurinha consiguió más armas para la cuadrilla.

—¡Joder! El me ayudó mucho cuando estuve en el talego. Yo sólo comía lo que me enviaba de fuera. Era un tío legal. Y pensar que yo le recomendé que viniese aquí…

Los días que siguieron a esa conversación, Fernandes, Farias y Messias comenzaron a conspirar contra Cenoura con los maleantes que vivían en las Ultimas Triagens y en los Dúplex. Al final, los convencieron a todos.

Cierto día, despertaron a Cenoura alrededor de las diez. El tipo, nervioso, creyó que era la policía, pero cuando miró por la ventana y vio a Fernandes, se sintió más tranquilo. No obstante, su tranquilidad duró poco. Al ver a la gente de los Dúplex y de las Últimas Triagens en la esquina de su casa, imaginó que el tema sería el reparto del puesto de la droga. No andaba desencaminado.

—Sal, que queremos hablar contigo.

Cenoura se acercó a los compañeros y preguntó qué sucedía. Silencio. Uno de ellos, finalmente, se atrevió a abrir la boca.

—Los que tenéis que hablar sois vosotros dos —dijo, dirigiéndose a Fernandes y a Farias—. Fue idea vuestra, y nos convencisteis a los demás. Así que hablad.

Fernandes dijo tartamudeando lo que pensaba. Después Farias intervino en la conversación y confirmó las palabras de su compañero.

Cenoura se rió, dijo que le parecía bien, estrechó las manos de todos y volvió a entrar en su casa.

Pasaron dos meses y a Cidinha no le venía la menstruación. Estaba embarazada. Su hijo podía ser tanto de Branquinho como de Moráis, pero ella prefería que fuese de Branquinho. En realidad, sospechaba que, en efecto, era de él, y por eso decidió tenerlo.

—Ahora quieres tenerlo, ¿no? Pues ve a buscar a tu policía.

Su barriga fue creciendo y Moráis, enamoradísimo, la llevó a la casa que había alquilado.

Esa derrota amargó a Branquinho; el hecho de que ella se hubiese ido a vivir con el policía le confirmaba que había perdido a su novia para siempre. Había tardado en reconciliarse únicamente por venganza: quería que ella implorase y sufriese tanto como él había sufrido. La noticia de que Cidinha se había ido a vivir con el policía Moráis pronto se difundió por el vecindario y los amigos de Branquinho se burlaban:

—Ay, el policía te ha birlado a tu mujer —decían y se reían.

Branquinho, para vengarse, se pavoneaba afirmando que el hijo que llevaba en la barriga era suyo.

Y la noticia llegó a oídos de Moráis.

Sandro Cenoura salió armado la madrugada de un lunes en dirección a la casa de Ratoeira; tras charlar en el patio un buen rato, se dieron un apretón de manos.

—Sabía que podía contar contigo. Coge tu arma. Tal vez encontremos a esos cabrones ahora mismo.

Minutos después, Fernandes y Farias estaban muertos.

Al día siguiente, en una callejuela próxima a la plaza de la
quadra
Quince, toda la cuadrilla escuchaba la discusión entre Cenoura y Messias, ambos con un arma en la mano. Los seguidores de cada uno se definieron situándose junto al que apoyaban. Y quienes no apoyaban a ninguno de los dos intentaban aplacar los ánimos.

—¡El puesto de aquí arriba era mío! Miúdo ha matado a todo el mundo de esta zona y yo, junto con Bonito, me enfrenté a él, ¿está claro? El puesto era mío y seguirá siendo mío, ¿vale?

—Tened en cuenta que estos tíos se jugaron la vida, ¿vale? Perdieron a un montón de compañeros, primos, hermanos, ¡la hostia!

—Tú ni has perdido a nadie ni has matado a nadie, ¿por qué te metes?

—Me meto porque yo envié aquí a un compañero, aquel tío que consiguió buenas armas, y tú te lo cargaste.

—¡Yo no me lo cargué!

El teniente Cabra caminaba por la Rua do Meio con diez hombres.

Por entre las callejuelas subían Meu Cumpádi, Terremoto, Borboletão, Tigrinho, Borboletinha y un subordinado.

En Los Apês, los Caixa Baixa se apearon del autobús y ahora caminaban entre los Bloques Viejos.

—¿Tú has follado con él?

—¡No! Desde que estamos juntos, ni siquiera le he dirigido la palabra. Se siente herido en su amor propio porque te he elegido a ti.

—¡Si me entero de que has follado con él, te meto un tiro en la cabeza! ¿Me has oído bien? ¿Tienes una foto de ese hijo de puta?

—Tenía una, pero la rompí.

—¿Hay alguien cerca de su casa que tenga teléfono?

—Sí, pero no me gusta pedir favores a la gente.

—Vas a hacer lo que yo te diga: cuando yo esté de servicio, te das una vuelta por allí, como quien no quiere la cosa, y en cuanto lo veas, vas a la comisaría y me avisas.

—No pensarás matarlo, ¿no?

—¡No, sólo voy a darle un susto!

El teniente Cabra se quedó unos minutos parapetado detrás de un muro situado en una de las esquinas de la plaza del la
quadra
Quince; después hizo una seña a sus agentes, acomodó la ametralladora y salió dando un salto para sorprender a cualquier maleante que estuviera cerca. Repetía la misma operación en cada esquina. Nadie. Llamó a sus compañeros y caminaron por un lateral de la plaza.

La discusión fue subiendo de tono. Ahora todos hablaban al mismo tiempo. Cenoura pidió silencio a gritos y lanzó un tiro al aire, lo que desencadenó un tiroteo que, a su vez, dio lugar a exclamaciones y súplicas como:

—¡Calma!

—¡Hermano, es mejor entenderse hablando!

—¡No es para tanto!

—¿Qué ocurre, hermano?

—¡Danos un tiempo, chaval, danos un tiempo!

La brigada de Cabra se resguardó detrás de postes, coches y muros, y algún policía incluso entró en una casa. La cuadrilla de la Trece creyó que Miúdo estaba atacando y aceleró el paso para frenar a los enemigos. Allá, en Los Apês, el grupo de los Caixa Baixa se extrañó: ni rastro de maleantes en las calles. Avanzaron furtivos por los rincones.

Solamente Lampião y Conduite llevaban revólveres en la parte de atrás de la cintura. Querían decirle a Miúdo que irían con él a atacar a Cenoura, pues necesitaban revólveres. En esos momentos, Israel caminaba con una ametralladora Pazan y una bolsa de cocaína en la mano. Quería llevarla a la casa de Vida Boa para mezclarla con ácido bórico, colocarla en pequeñas cantidades dentro de saquitos de plástico y ponerla a la venta. Entonces, se topó con los Caixa Baixa y los apuntó con la ametralladora.

La cuadrilla de la Trece se acercó a los enemigos. En un primer momento, no supieron cómo reaccionar al ver a los aliados de Cenoura disparándose entre ellos. Al final, decidieron intervenir y pronto cayó Cererê, de la Trece, entre convulsiones, y Martelinho, amigo de Messias. La brigada del teniente Cabra, armada con ametralladoras, ya había llegado al lugar del combate y también se había unido a la pelea.

—¿Adónde vais? —preguntó Israel a los Caixa Baixa mientras los apuntaba con la ametralladora.

—Queremos hablar con Miúdo.

—Miúdo no está. Yo soy el que está al frente. ¿Alguno lleva revólver? Si es así, tirad las armas al suelo porque al que le encuentre alguna cuando lo registre, me lo cargo.

Los que estaban armados siguieron la orden de Israel, que, acompañado de otros colegas, registró a toda la cuadrilla, y después, sin motivo alguno, abofeteó a Lampião, Conduite y Bruno.

—¡Hemos venido a luchar con vosotros! —gritó Conduite.

Sólo entonces Israel dejó de pegarles.

El tiroteo duraba ya media hora, y el saldo era de cinco muertos. Ahora los tiros eran esporádicos, porque sólo peleaban los que no habían logrado huir. La mayoría se había desperdigado al advertir la presencia de Cabra y de sus hombres. Al cabo de veinte minutos, cesaron los tiros y el balance final aumentó a ocho muertos. Se acabó la pelea.

Cabra ordenó a un soldado que se acercase al cuartelillo y encargase a cinco soldados que se presentasen ante él en un coche cada uno. Cuando llegaron, los policías se dedicaron a meter los cadáveres en los coches para arrojarlos en lugares diferentes.

Miúdo volvía a la favela a recoger dinero los domingos: ese día, los currantes llenan las tabernas, los niños juegan a la pelota en los terrenos baldíos, la gente va al mercadillo y un maleante tiene más posibilidades de pasar inadvertido. Estaba convencido de que todo ese movimiento dejaba a la policía confusa; en opinión de ésta, todos los criollos y todos los norestinos se parecen. Siempre que se asomaba por la favela, Miúdo organizaba asados y mataba a algún rufián de la cuadrilla de Messias o de Cenoura. A veces se cargaba a alguno de su propia cuadrilla sin motivo, simplemente, decía, porque el sujeto le daba mala espina. Si su perro ladraba a alguien, éste recibía un tiro en el pie.

Un martes, Vida Boa, Buizininha, Marcelinho Baião, Xaropão, Branquinho y un subordinado se encontraban envasando cocaína y marihuana en un piso. Branquinho no quería estar allí, pero Israel lo había obligado.

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