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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (61 page)

BOOK: Ciudad de Dios
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Debido a la mala administración del puesto de Los Apês, a la guerra que persistía en Allá Arriba y al difícil acceso al puesto de Bica Aberta, la cuadrilla de la Trece era la que más vendía. Meu Cumpádi y Terremoto dejaron de beber agua, que era cosa de pobres, y comenzaron a beber sólo refrescos.

La cuadrilla crecía; no obstante, los ataques en Allá Arriba se volvieron cada vez más esporádicos. Preferían esperar a que se matasen entre ellos para, con las filas menguadas, tomar finalmente los puestos de aquella zona.

—La «c» con la «o», «co»; la «m» con la «e», «me»; la «t» con la «a», «ta». ¡Cometa, coño! ¡Cometa! —deletreaba Miúdo en Realengo, junto a la mujer de su nuevo compañero.

Al salir de la cárcel, Miúdo no perdió el tiempo: la primera semana se fue a buscar a los compañeros del amigo que había hecho en el trullo y pasó quince días cometiendo un atraco tras otro. Su astucia en los asaltos y la perspicacia que demostró cuando tomaron los puestos de Realengo le valieron el rango de subjefe, lo que significaba que obtenía el cuarenta por ciento en la venta de las drogas. Ahora se entregaba con denuedo a materializar el sueño concebido en la cárcel: aprender a leer; no quería depender de la gente para que le leyesen las cartas, pues corría el riesgo de que alguien descubriese algo que le afectaba directamente y eso podía ser peligroso. Ya sabía firmar con su nombre y, si conseguía localizar al doctor Violeta, que resolvía cualquier problema, podría incluso obtener una identidad nueva y un talonario de cheques, cosas con las que siempre había soñado.

Un viernes, un recadero llevó la noticia de que los Caixa Baixa se habían dividido y estaban en guerra. Lampião no quería compartir la dirección con Conduite, y aquello los había empujado al conflicto. El primer enfrentamiento duró tres días. La policía, que en los últimos meses había prestado más atención a la guerra entre Messias y Ratoeira, volvió a retomar sus hábitos en Los Apês, y en cuatro días cayeron diez de los Caixa Baixa.

Un sábado por la mañana, cinco Caixa Baixa se presentaron en la Trece buscando a Borboletão y a Tigrinho. Querían que los de la Trece los ayudase a tomar Los Apês.

—¿Sólo sois vosotros?

—Pues sí, tío, los demás se han largado… ¡Pero estamos dispuestos a colaborar!

—¿Y después? —preguntó Tigrinho.

—Vosotros os quedáis con el puesto del Siete y de Barro Rojo, y nosotros con el de los chiringuitos y el de los Bloques Viejos.

—¡Ni hablar, tío! Nosotros nos quedamos con todos los puestos, pero os dejaremos que nos ayudéis.

—¡De acuerdo!

—¡Trato hecho! Voy a despejar una casa para que os instaléis.

—Oye, nosotros sabemos dónde están y dónde se reúnen. ¡Será pan comido!

—¿Cuántos son?

—Ocho.

En Allá Arriba, la guerra prácticamente había terminado: los hombres de Messias mataron a la mayor parte de los enemigos, a Ratoeira lo habían encarcelado y el resto logró huir de la favela. Los habitantes de las Ultimas Triagens dieron gracias a Dios por el final de aquella epopeya: Messias y sus hombres habían perforado las paredes de las casitas para huir de los enemigos y de la policía. Entraban en una casa a cualquier hora de la noche o del día, se metían por los agujeros y, sanos y salvos, salían bien lejos de los enemigos y de la policía.

Para tomar el puesto de venta de Los Apês, la cuadrilla de la Trece se dividió en grupos de diez y entraron por sus diferentes accesos. La lucha duró dos días. El balance final de la contienda ascendió a once muertos: ocho de los Caixa Baixa, dos maleantes de la Trece y un policía militar, además de varios heridos de bala.

Pese a encontrarse en inferioridad de hombres, la banda de los Caixa Baixa, en lugar de escapar, optó por liarse a tiros hasta la muerte.

Messias envió un recadero a Borboletão y a Tigrinho proponiendo una tregua: si dejaban en paz a los de Allá Arriba, ellos harían lo propio con los de la Trece y, si Cenoura asomaba por la zona, ellos mismos lo matarían.

—¡Trato hecho! —dijo Borboletão al recadero de Messias.

La paz era de nuevo la soberana de la favela, y el único que continuó matando a aquellos que robaban, atracaban o violaban en la favela fue Otávio, que llenó una fosa con treinta cadáveres y que, cuando no los mataba, les cortaba las manos a hachazos. Sin embargo, un buen día le entró la ventolera de convertirse al protestantismo y comenzó a predicar cerca de los puestos de venta de droga. Decía que había cometido todos esos crímenes porque el Diablo se había adueñado de su cuerpo. Los maleantes lo dejaban en paz: siempre habían respetado a los protestantes. Lo apresaron una noche cuando regresaba de la iglesia y permaneció encarcelado dos años. Una vez libre, se casó y tuvo hijos. Todos los domingos visitaba las cárceles para intentar convertir a los internos; no obstante, la policía, recelando de su conversión, no perdía oportunidad de propinarle una paliza en cuanto se topaba con él, incluso delante de su esposa y de sus hijos.

Otávio rasgó la Biblia, quemó el traje con el que solía ir a los oficios religiosos y fue al puesto a pedir a Borboletão una pistola para matar solamente a policías.

Jaquinha, Laranjinha y Acerola, ahora casados, seguían quedando de vez en cuando para fumarse un porro y recordar los viejos tiempos, hábito que prácticamente habían abandonado mientras duró la guerra.

Tê volvió a trabajar en casa de una señora rica, pero sólo por hacer algo, pues ya no pasaba necesidades; su hija mayor se había casado con un canadiense que se la llevó a Canadá, desde donde, todos los meses, enviaba a su madre dinero suficiente.

Busca-Pé, después de militar varios años en el Consejo de Vecinos, se casó, se mudó y logró establecerse como fotógrafo, pero de vez en cuando volvía a la favela para visitar a su madre y a sus amigos.

A Bica Aberta lo detuvieron en el atraco a un banco en Copacabana y sus camellos abandonaron el tráfico. Tiempo después, donde estaba su puesto se formó una cuadrilla cuyos líderes eran primos de Cenoura. Este volvió a frecuentar la favela y a combatir nuevamente a los maleantes de Allá Arriba. No obstante, lo encarcelaron poco después de comenzar el conflicto.

La víspera de una Navidad lluviosa, treinta hombres bajaron de varios taxis en la Praça da Loura, todos armados con ametralladoras. Sólo Miúdo llevaba una pistola. Gordo, con pantalones de lino y camisa de seda, indicaba a sus secuaces el camino que debían seguir. Llegaron a la Trece, donde nadie vigilaba; era Navidad y, en fechas como ésas, los maleantes siempre comienzan a beber temprano. Miúdo miraba a todos lados, hasta que se encontró con Borboletão, que echó a correr porque tomó a los hombres de Miúdo por policías.

—Hemos venido a charlar… ¡Soy yo, chaval, Miúdo!

Borboletão se detuvo detrás de un muro al reconocer la voz del maleante.

—Escucha: quiero Los Apês de vuelta, porque esa zona es mía —dijo Miúdo.

—¡Claro!

—Cuando vosotros quisisteis quedaros con este puesto, yo no dije nada, ¿vale? Combatimos juntos, nunca hubo robos, salvo en el caso de Biscoitinho, que intentó hacerlo, pero no fue a mayores.

—Si tomamos el control de allí fue porque los Caixa Baixa estaban jodiendo a todo el mundo, ¿entiendes? Puedes instalarte cuando quieras, pero antes déjanos que vendamos la carga que nos queda.

Después de la conversación, bebieron del mismo vaso. Tigrinho lanzaba tiros al aire. Esnifaron cocaína, consumieron vino, güisqui y cerveza, y Miúdo salió de allí con la certeza de que volvería definitivamente a la favela el 31 de diciembre.

El maleante regresó a la favela sintiéndose aún más prepotente; quería volver a ser el dueño de Ciudad de Dios, y para eso planeó con sus compañeros de Realengo un ataque sorpresa en la Trece: tendría lugar una semana después de su nueva toma de posesión de Los Apês. Después atacarían Allá Arriba. Creía que allí todos le temían, porque siempre había sido cruel, y la crueldad es la mejor arma con que cuenta un maleante para hacerse respetar. Paz y arrepentimiento eran palabras que no entraban en su vocabulario. No hacía nada que no le reportara beneficio. Si hacía algo bueno, su gesto se volvía en contra del beneficiado, pues Miúdo sufría cuando no se le retribuía de la misma manera; de ese modo, destruía todo lo que no coincidía con su perversa comprensión del mundo, de la vida y de la relación con los demás. Tenía la capacidad de sacar a la superficie los más bajos instintos de los hombres y multiplicarlos a su antojo. Deambulaba por la casa hablando solo sobre la cárcel y la libertad; cualquier acto que consideraba un agravio hacia su persona, lo castigaba con la muerte. Era dueño de su desengaño, amo y señor de esa crueldad que consiste en no perdonar nunca, en aniquilar lo que no entraba en los recovecos de su comprensión criminal, en atribuir maldades a inocentes para justificar su depravación. Era un auténtico gusano nacido bajo el signo de Géminis.

La luna, casi muerta bajo un manto de nubes, se asomaba esporádicamente. Tan sólo estrellas apagadas y fuegos de finales de año iluminaban la noche, la noche de Miúdo, la noche en que volvería a ser el dueño de Ciudad de Dios. Pasó por la Trece y no encontró a ninguno de los jefes. Dejó un recado para Tigrinho y Borboletão notificándoles que ya estaba instalado en Los Apês y exigiéndoles que dejasen de traficar en su zona, en caso de que todavía lo estuviesen haciendo. Se dirigió hacia Los Apês conduciendo un Ford Corcel azul. Fue directo a los chiringuitos, donde abrazó a los muchachos del vecindario y compró caramelos a los niños, afirmando que había aprendido a leer y a conducir y que mandaba en Realengo, pero que su sitio predilecto donde ejercer el mando era Los Apês.

A las once y media, un niño le comunicó que Tigrinho y Borboletão le esperaban en el Morrinho para dialogar, pero que fuese sin armas, porque una conversación es una conversación. Nada de guerra.

—Y de qué quieren hablar, ¿eh?

—Dijeron que es por tu propio bien.

Permaneció unos minutos en silencio, meditando sobre la conveniencia de acudir a la cita. Si no iba, pensarían que tenía miedo. Era Zé Miúdo, nada lo atemorizaba.

—Vale, vale, diles que me tomo una copa más y en cuanto acabe voy para allá… ¡Anda, corre, ve a decírselo!

Esperó a que el niño se alejase, miró a su alrededor y, al comprobar que no había nadie de la Trece observándolo, sacó una pistola de la cintura y se la colocó en el tobillo; sus compañeros hicieron lo propio y todos juntos enfilaron hacia el Morrinho.

La plaza del Morrinho se hallaba desierta, con la excepción de Tigrinho y Borboletão, parapetados tras un poste y un muro, respectivamente. Habían ordenado a algunos de sus soldados que se escondiesen en los edificios cercanos y que, al primer disparo, atacasen.

Miúdo caminó con sus compañeros hasta donde estaban Tigrinho y Borboletão.

—Hemos decidido que nos vamos a quedar con el puesto, ¿entiendes? —dijo Tigrinho—. Esa historia de que el puesto era tuyo ya no tiene sentido. Nosotros no te hemos quitado el puesto. Se lo arrebatamos a los tipos que te lo habían quitado a ti, ¿está claro? —concluyó.

—Pero ¿qué estás diciendo, tío? ¿No habíamos acordado que…?

Borboletão lo interrumpió para apoyar a Tigrinho. Miúdo, sin hacerle caso, se llevó disimuladamente la mano a la frente, miró a uno de sus compañeros e hizo la señal de la cruz. Tigrinho, que lo observaba atentamente, sacó la pistola de la cintura, le disparó un tiro en el abdomen y salió corriendo junto con Borboletão. Ese primer tiro desencadenó un gran alboroto; todos los que estaban escondidos entre los edificios salieron en desbandada. Aprovechando la confusión, Miúdo y sus compañeros bajaron la ladera disparando indiscriminadamente. En la fuga, Miúdo acertó de lleno en la cabeza de uno de los maleantes.

Los cuatro amigos cruzaron la plaza de Los Apês, se internaron en el primer edificio que encontraron y entraron en un piso donde una familia celebraba la Nochevieja. Los maleantes ordenaron que cerrasen la puerta. Miúdo se sentó en el sofá; los ojos se le pusieron en blanco, su cuerpo se sacudió, convulso, y murió cuando comenzaban los fuegos artificiales que anunciaban la llegada de un nuevo año.

Sus compañeros subieron tres plantas más, entraron en otro piso y redujeron a sus inquilinos. Cuando amaneció, salieron tranquilamente del edificio y subieron a un autobús, rumbo a Realengo.

En la Trece, Tigrinho, muy temprano, ordenó a un niño que moliese vidrio y lo colocase dentro de una lata con cola de madera. Una vez preparado el pegamento, lo pasó por la cuerda de la cometa, que estaba atada a dos postes. Esperó que el pegamento se secase, preparó la brida y la quilla, e hizo subir bien alto la cometa para que se cruzase con otras en el cielo.

Había llegado el tiempo de las cometas en Ciudad de Dios.

Agradecimientos

Esta novela está basada en hechos reales. Parte del material utilizado se extrajo de las entrevistas realizadas para el proyecto
Crime e criminalidade nas classes populares
, de la antropóloga Alba Zaluar, y de artículos publicados en los periódicos
O Globo
,
Jornal do Brasil
y O Dia. En concreto, la primera parte del libro se escribió mientras se desarrollaban los proyectos de investigación
Crime e criminalidade no Rio de Janeiro
—que contó con el apoyo de la Finep (Financiadora de Estudos e Projetos)— y
Justiga e classes populares
—con el apoyo de CNP (Centro Nacional de Pesquisa), de Faperj (Fundaçao Carlos Chagas Filho de Amparo á Pesquisa do Estado do Rio de Janeiro) y Funcamp (Fundaçao de Desenvolvimento da Universidade de Campiñas)—, ambos proyectos coordinados por Zaluar. La propia idea de la novela surgió en el transcurso de los trabajos ligados al proyecto, a partir del momento en que la coordinadora comenzó a redactar sus artículos. Trabajé con ella durante ocho años y agradezco sinceramente su estímulo constante.

La segunda y tercera partes de la novela se concibieron con el valioso apoyo de Roberto Schwarz, Virginia de Oliveira Silva y Maria de Lourdes da Silva. Agradezco especialmente a Roberto Schwarz la orientación y el estímulo en relación con mi candidatura a la Bolsa Vitae de Artes.

Mi agradecimiento también al Instituto de Medicina Social de la Universidad de Río de Janeiro, que apoyó la investigación durante dos años, y, finalmente, a la Fundación Vitae, que, gracias a la beca que me concedió, me proporcionó las condiciones necesarias para acabar de escribir la novela y dar al texto su forma final.

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