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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Ciudad (3 page)

BOOK: Ciudad
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—No, señor —declaró Levi—. Los colonos no nos metemos en nada malo. Respetamos la ley. Tememos a Dios. Hemos ocupado el campo sólo porque no encontramos otros medios de vida. Y no daña a nadie que vivamos en lugares abandonados. La policía nos acusa de los robos y otras cosas que ocurren, pues saben que estamos indefensos. Han hecho de nosotros su chivo expiatorio.

—Me alegra oír eso —dijo Webster—. El jefe quiere quemar las casas.

—Si trata de hacerlo —dijo Levi— se encontrará con algo inesperado. Nos han quitado las granjas con esos cultivos en tanques, pero no nos quitarán nada más. —Escupió en los escalones— ¿No llevará un poco de dinero encima? —preguntó—. No tengo cartuchos y con la aparición de los conejos…

Webster hundió los dedos en un bolsillo del chaleco y sacó medio dólar.

Levi sonrió mostrando los dientes.

—Es usted muy amable, señor Webster. Le llevaré un par de ardillas en el otoño.

El colono se tocó el sombrero con dos dedos y bajó los escalones. El sol brillaba en el cañón del rifle. Webster siguió ascendiendo.

Cuando entró en la sala ya había comenzado la sesión.

Jim Maxwell, jefe de policía, estaba de pie junto a la mesa, y el alcalde Paul Carter preguntaba en ese momento:

—¿No cree que es un poco apresurado, Jim, llevar a cabo una acción semejante contra las casas?

—No, no lo creo —declaró el jefe de policía—. Excepto un par de docenas, ninguna está ocupada por sus legítimos dueños o por lo menos sus primitivos ocupantes. Y a causa de los impuestos casi todas pertenecen a la ciudad. Son sólo una molestia y una amenaza. No tienen ningún valor. Ni siquiera como material. ¿La madera? Ya no usamos madera. Los plásticos son mejores. ¿La piedra? Usamos acero en vez de piedra.

»Y mientras tanto sirven de refugio a gente indeseable y fuera de la ley. Esos barrios llenos de vegetación ocultan a toda clase de criminales. Un hombre comete un crimen, y corre en seguida a las casas; allí está a salvo. Puedo buscarlo con un millar de policías; el hombre conseguirá eludirlos.

»No vale la pena demolerlas. El fuego es el método más rápido y barato. Hemos tomado toda clase de precauciones.

—¿Y el punto de vista legal? —preguntó el alcalde.

—Lo hemos estudiado. Un hombre tiene derecho a destruir sus bienes siempre que no dañe los ajenos. La misma ley, supongo, puede aplicarse al ayuntamiento.

El concejal Thomas Griffin se puso de pie.

—Han hecho daño a muchos —declaró—. Han quemado viejos hogares. La gente es todavía un poco sentimental.

—Si sienten cariño por esas casas —dijo bruscamente el jefe—, ¿por qué no pagan los impuestos y las cuidan? ¿Por qué corren al campo abandonando las casas? Pregúntele a Webster. Él dirá qué consiguió tratando de interesar a la gente en sus viejos hogares.

—Se refiere a esa farsa de la Semana del Viejo Hogar —dijo Griffin—. Fracasó. Claro que fracasó. Webster insistió tanto que a la gente le dio náuseas. Dada la mentalidad de la Cámara de Comercio, era el resultado previsto.

El concejal Forrest King habló malhumorado:

—No tiene por qué acusar a la Cámara de Comercio, Griffin. El hecho de que sus negocios hayan fracasado no es motivo para…

Griffin ignoró la interrupción.

—No se puede presionar a la gente, caballeros. Esa época ha terminado. Las grandes campañas de propaganda ya no sirven.

»Ha pasado la época en que era posible celebrar cualquier cosa: el día del maíz, o el día del dólar, y adornar el lugar con banderas y reunir a una multitud para que gastasen allí su dinero. Sólo ustedes parecen ignorarlo.

»Aquellas maniobras tenían en cuenta la psicología de las masas y la lealtad cívica. No es posible recurrir a la lealtad cívica cuando las ciudades se mueren. En cuanto a la psicología de las masas, ya no hay masas. Todos los hombres, o casi todos, viven en la soledad del campo.

—Caballeros —rogó el alcalde—, caballeros, estamos fuera de la cuestión.

King despertó de pronto a la vida y golpeó la mesa.

—No, continuemos. Webster está con nosotros. Quizá pueda darnos su opinión. Webster se movió, incómodo.

—No creo —murmuró— que tenga más que decir.

—Olvide el asunto —dijo Griffin.

Pero King siguió de pie, con el rostro enrojecido, la boca temblándole de rabia.

—¡Webster! —gritó.

Webster sacudió la cabeza.

—Ha venido diciendo que se le había ocurrido una gran idea —gritó entonces King—. Tiene que exponer el resultado ante el Consejo. Levántese, hombre, y hable.

Webster se incorporó lentamente, con una sonrisa triste.

—Quizá es usted demasiado cabeza dura —le dijo a King— para comprender por qué me he disgustado.

King lanzó un sordo gemido, y luego estalló.

—¡Cabeza dura! Y me dice eso a mí. Hemos trabajado juntos. Ha contado conmigo. Nunca me ha dicho eso antes… nunca…

—Nunca le he dicho eso antes —repitió Webster con suavidad—. Naturalmente que no. Quería conservar mi puesto.

—Bueno, pues no ha podido conservarlo —rugió King—. A partir de este instante está despedido.

—Cierre la boca —dijo Webster.

King lo miró fijamente, estupefacto, como si le hubiesen dado una bofetada.

—Y siéntese —dijo Webster, y su voz atravesó la habitación como un cuchillo afilado.

King sintió que se le aflojaban las rodillas y se sentó bruscamente. Había un silencio quebradizo.

—Tengo algo que decir —añadió Webster—. Algo que debió decirse mucho antes. Algo que quiero que todos oigan. Que sea yo quien tenga que decirlo es lo único que me asusta. Y sin embargo, quizá, por haber trabajado en beneficio de la ciudad durante casi quince años, es lógico que sea yo quien lo diga.

»El concejal Griffin ha dicho que la ciudad se está muriendo, y no puedo discutírselo. Pero Griffin ha cometido un error: se ha quedado corto. La ciudad… esta ciudad, todas las ciudades… ya están muertas.

»La ciudad es un anacronismo. Se ha sobrevivido a sí misma. La hidroponía y el helicóptero precipitaron su caída. En un principio la ciudad era el lugar en que se agrupaban los miembros de una tribu para protegerse mutuamente. En años posteriores se rodeó de una muralla para aumentar la protección. Luego la muralla desapareció, pero la ciudad siguió viviendo a causa de las ventajas que ofrecía al tráfico y al comercio. Y llegó a nuestros días porque la gente se veía obligada a vivir cerca de sus lugares de trabajo, y los trabajos estaban en la ciudad.

»Pero todo eso ha cambiado. Con el avión familiar cien kilómetros de hoy son menos que cinco de 1930. Los hombres pueden volar centenares de kilómetros hasta los lugares de trabajo, y volver al hogar al concluir la jornada. Ya no necesitan vivir apretados en una ciudad.

»El coche inició esos cambios y el avión familiar los ha concluido. Algo se presentía ya en la primera mitad del siglo: la gente se alejaba de la ciudad y sus impuestos, y se instalaba en los suburbios y en las mansiones de las afueras. La falta de transportes adecuados y la falta de dinero ataban a muchos a la ciudad. Pero ahora que los cultivos en tanques han devaluado la tierra, un hombre puede comprar varias hectáreas de campo por menos de lo que valía un solar en la ciudad hace cuarenta años. Y con aviones atómicos el transporte ya no es un problema.

Webster hizo una pausa y el silencio flotó en la habitación. El alcalde parecía sorprendido. King movía los labios, en silencio. Griffin sonreía.

—¿Qué nos queda entonces? —preguntó Webster—. Les diré qué nos queda. Calles y calles, manzanas y manzanas de casas vacías, casas que la gente ha abandonado. ¿Por qué habían de quedarse? ¿Qué les podía ofrecer la ciudad? Nada de lo que había dado a la generación anterior, pues el progreso acabó con las necesidades y beneficios de la vida urbana. La gente, cuando dejó las casas, tuvo que olvidar algunas consideraciones económicas, por supuesto. Pero el hecho de que pudieran comprar otra casa dos veces mejor por un precio dos veces menor, el hecho de que pudieran vivir como deseaban, de que pudieran desarrollar el patrimonio familiar de acuerdo con la tradición establecida por la pudiente generación anterior… todas estas cosas los impulsaron a abandonar las casas.

»¿Y qué nos queda ahora? Unas manzanas de edificios comerciales. Unas pocas hectáreas dedicadas a la industria. Nuestro gobierno municipal pretende hacerse cargo de un millón de personas ausentes. El presupuesto es tan grande que hasta las casas de comercio están mudándose para huir de los impuestos. Las multas recaen sobre propiedades sin valor. Sólo eso nos queda.

»Si creen que la Cámara de Comercio, la propaganda o un plan atolondrado pueden darnos la solución, están locos. Sólo hay una respuesta, y ésta es muy simple. Las ciudades, como institución humana, han muerto. Pueden luchar por su vida unos pocos años más, pero eso es todo.

—Señor Webster… —dijo el alcalde.

Pero Webster no había concluido.

—En cuanto a lo que ha ocurrido hoy —dijo—, durante un tiempo pude haber jugado a las muñecas con ustedes. Pude haber pretendido que los asuntos de la ciudad eran de interés público. Pude haber seguido engañándome, y engañándolos a ustedes. Pero hay, caballeros, algo que se llama dignidad humana.

El helado silencio se quebró con un susurro de papeles y la tos apagada de algún oyente turbado.

—La ciudad fracasó —continuó Webster—, y es mejor así. En vez de estar sentados aquí llorando su cadáver es mejor que nos pongamos de pie y agradezcamos que haya fracasado.

»Pues si esta ciudad no se hubiese sobrevivido a sí misma, como todas las otras ciudades, si no se la hubiese abandonado, habría sido destruida. Habría habido una guerra, caballeros, una guerra atómica. ¿Han olvidado aquellos años entre 1950 y 1970? ¿Han olvidado cómo permanecían despiertos de noche mientras esperaban la llegada de la bomba, sabiendo que nunca podrían volver a esperar, si la bomba llegaba?

»Pero las ciudades fueron abandonadas y la industria se dispersó, y no hubo objetivos de guerra, y no hubo guerra.

»Algunos de ustedes caballeros, muchos de ustedes, están vivos porque la gente se marchó de las ciudades.

»Dejemos, pues, que descansen en paz. Alegrémonos de que estén muertas. No ha ocurrido nada mejor en toda la historia de los hombres.

John J. Webster dio media vuelta y abandonó la habitación.

Afuera, en los anchos escalones de piedra, se detuvo, y miró fijamente el cielo sin nubes, observó las palomas que volaban entre las agujas y torrecillas del edificio municipal.

Se sacudió mentalmente, como un perro que sale del agua.

Había sido un tonto, por supuesto. Ahora tendría que buscar trabajo, y le costaría encontrar uno. Estaba ya un poco viejo para eso.

Pero, a pesar de todo, una melodía le vino espontáneamente a los labios. Se alejó rápidamente emitiendo un silencioso silbido.

No más hipocresías. No más noches de insomnio, de preguntarse qué hacer… sabiendo que la ciudad había muerto, sabiendo que todos sus afanes eran inútiles, sintiéndose un tonto que aceptaba un salario que no merecía. Sintiendo la curiosa y airada frustración de un hombre que sabe que su trabajo es improductivo.

Se encaminó hacia el aeródromo, en busca de su helicóptero.

Ahora, se dijo, podrían quizá mudarse al campo, tal como lo deseaba Betty. Quizá podría pasarse las tardes paseando por tierras de su propiedad. Un lugar con un arroyo. Sí, tenía que haber un arroyo con truchas.

Anotó mentalmente que debía visitar el altillo y revisar su equipo de pesca.

Martha Johnson estaba esperando en la puerta de la granja. El viejo coche bajó refunfuñando por el sendero.

Ole descendió, enfurecido, ojeroso.

—¿Has vendido algo? —preguntó Martha. Ole sacudió la cabeza.

—Es inútil. No compran productos de granja. Se ríen de mí. Me muestran espigas de maíz dos veces más grandes que las mías. Me muestran melones que casi no tienen corteza. Y de mejor sabor, dicen.

Dio un puntapié a un terrón, que estalló en polvo.

—No hay nada que hacer —declaró—. Esos cultivos en tanques nos han arruinado.

—Será mejor, entonces, que vendamos la granja —sugirió Martha.

Ole calló.

—Podrías conseguir trabajo en una granja de tanques —dijo la mujer—. Eso hizo Harry. Y dice que le gusta.

Ole negó con un movimiento de cabeza.

—O quizá como jardinero —continuó Martha—. Podrías ser un excelente jardinero. Los millonarios se han mudado a mansiones tan grandes que necesitan jardineros para cuidar las flores y otras cosas. Mejor que ensuciarse con máquinas.

Ole volvió a sacudir la cabeza.

—No puedo ocuparme de flores —declaró—. No después de haber cultivado maíz durante más de veinte años.

—Quizá —dijo Martha— podamos tener uno de esos aviones. Y agua corriente en la casa. Y un cuarto de baño en lugar de la vieja bañera en la cocina.

—No puedo manejar un avión —objetó Ole.

—Sí que puedes —dijo Martha—. Son fáciles de manejar. Cómo, si cuando los chicos de Anderson no llegaban a la mesa, ya volaban en uno. Uno de ellos estuvo haciendo locuras y se cayó, es cierto, pero…

—Tengo que pensarlo —dijo Ole desesperadamente—. Tengo que pensarlo.

Se fue bamboleándose, saltó una cerca y se metió en los campos. Martha, de pie junto al coche, miró cómo se alejaba. Una única lágrima le rodó por la polvorienta mejilla.

—El señor Taylor le está esperando —dijo la muchacha.

John J. Webster tartamudeó.

—Pero yo nunca he estado aquí. Él no podía saber que yo vendría.

—El señor Taylor —insistió la muchacha— le está esperando.

La muchacha señaló la puerta con un movimiento de cabeza. En la puerta se leía:

O
FICINA DE
A
DAPTACIÓN
H
UMANA

—Pero he venido aquí en busca de trabajo —protestó Webster—. No he venido a que me adapten ni nada parecido. Éste es el Comité de Desplazados, ¿no es cierto?

—Así es —declaró la muchacha—. ¿Quiere ver al señor Taylor?

—Si usted insiste —dijo Webster.

La muchacha dio un golpe seco a una palanca y habló por el aparato de comunicaciones internas.

—El señor Webster ha llegado, señor.

—Hágale pasar —dijo una voz.

Con el sombrero en la mano, Webster cruzó la puerta.

El hombre que estaba detrás del escritorio tenía el pelo canoso, pero un rostro joven. Señaló una silla.

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