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Authors: Clifford D. Simak

Tags: #Ciencia ficción

Ciudad (5 page)

BOOK: Ciudad
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Webster reconoció la voz profunda del jefe de policía, Jim Maxwell.

—¿Qué pasa? —preguntó Carter.

—Tenían un cañón —le dijo Maxwell—. Estalló cuando trataron de dispararlo. El proyectil no estaba en buenas condiciones, supongo.

—¿Un cañón? —preguntó Carter—. ¿Sólo uno?

—No vi otros.

—Oí disparos de rifle —dijo Carter.

—Sí, disparaban contra nosotros. Hirieron a un par de muchachos. Pero retrocedieron.

Se ocultaron en los matorrales. Ya no disparan.

—Muy bien —dijo Carter—. Adelante y empiecen a quemar.

Webster se acercó al alcalde.

—Pregúntele, pregúntele…

Pero Carter movió el interruptor y la radio calló.

—¿Qué quería preguntar?

—Nada —dijo Webster—. Nada que importe.

No podía decirle a Carter que Gramp era el único que sabía manejar el cañón. No podía decirle que cuando el cañón había estallado Gramp estaba allí.

Tenía que irse, llegar al cañón tan pronto como fuera posible.

—Fue un cuento excelente, Webster —decía Carter—. Un buen cuento, pero ya no sirve.

El alcalde se volvió hacia la ventana que daba a las
casas
.

—No más disparos —comentó—. Abandonaron pronto.

—Tendrá suerte —dijo Webster— si algún policía regresa con vida. Esos hombres armados están ahora en los matorrales y pueden acertarle a una ardilla a cien metros de distancia.

Se oyeron unas pisadas en el corredor. Dos personas venían corriendo. El alcalde dejó de mirar por la ventana y Webster dio media vuelta.

—¡Gramp! —gritó.

—Hola, Johnny —dijo Gramp, deteniéndose.

El que venía detrás de Gramp era un hombre joven, y traía algo en la mano: un fajo de papeles que agitaba ante él.

—¿Qué quieren? —preguntó el alcalde.

—Muchas cosas —dijo Gramp.

Esperó unos instantes, recuperando el aliento, y dijo entrecortadamente:

—Le presento a mi amigo, Henry Adams.

—¿Adams? —preguntó el alcalde.

—Sí —dijo Gramp—. Su abuelo vivía en esta ciudad. En la calle Veintisiete.

—Oh —dijo el alcalde como si alguien lo hubiese golpeado con un ladrillo—. Se refiere a F. J. Adams.

—Ha acertado —dijo Gramp—. Estuvimos juntos en la guerra. Solía pasarse las noches hablándome de su hijo.

Carter saludó a Henry Adams con un movimiento de cabeza.

—Como alcalde de la ciudad —dijo, tratando de recobrar la calma—, le doy la bienvenida a…

—No es una bienvenida lo más adecuado —dijo Adams—. Tengo entendido que están quemando mis propiedades.

—¡Sus propiedades! —El alcalde se atragantó y clavó los ojos, incrédulo, en el fajo de papeles que Adams tenía en la mano.

—Sí, sus propiedades —chilló Gramp—. Acaba de comprarlas. Venimos de la oficina de impuestos. Hemos pagado todo lo que según sus ladrones legales debían las casas.

—Pero, pero… —El alcalde buscaba las palabras, tratando de recuperar el aliento—. No todas las propiedades. Sólo la del viejo Adams.

—Todas, todas sin excepción —dijo Gramp triunfalmente.

—Y ahora —dijo Adams al alcalde—, si tuviese la bondad de pedirles a sus hombres que no quemen mis propiedades…

Carter se inclinó sobre el escritorio y tanteó la radio con manos repentinamente torpes.

—Maxwell —gritó—. Maxwell. Maxwell.

—¿Qué quiere? —aulló Maxwell como respuesta.

—No quemen más —chilló Carter—. Apaguen esas llamas. Llamen a los bomberos. Hagan cualquier cosa. Pero apaguen todo.

—Pero caramba —dijo Maxwell—. Creí que se había decidido otra cosa.

—Haga lo que le digo —gritó el alcalde—. Apague todo.

—Muy bien —dijo Maxwell—. Muy bien. No se altere. Pero a los muchachos no les gustará. Dispararon contra ellos y ahora usted cambia de parecer.

Carter alzó la cabeza de la radio.

—Permítame asegurarle, señor Adams —dijo—, que todo esto es un gran error.

—Lo es —dijo Adams—. Un gran error, de veras. El mayor de los errores.

Durante un instante los dos hombres se miraron a los ojos.

—Mañana —dijo Adams— pediré a las Cortes que anulen los títulos. Como propietario de los terrenos principales, creo que puedo hacerlo.

El alcalde tragó saliva, y al fin logró emitir algunas palabras.

—¿Sobre qué base? —preguntó.

—Sobre la base —dijo Adams— de que son inútiles. No creo que se necesite mucho para probar mis derechos.

—Pero… pero… eso significa…

—Sí —dijo Gramp—, ya sabe lo que significa. Significa que le han dado a usted en las narices.

—Un parque —dijo Gramp moviendo un brazo sobre aquellos terrenos cubiertos de plantas salvajes donde en otro tiempo se habían agrupado las residencias—. Un parque para que la gente pueda recordar cómo vivían sus antepasados.

Los tres hombres se habían detenido en la colina del Agua, bajo la torre herrumbrada y brillante, que clavaba los vigorosos pies de acero en un mar de hierbas de un metro de altura.

—No un parque exactamente —explicó Adams—. Algo así como un monumento. Un monumento para conmemorar una era de la vida comunal que dentro de cien años habrá sido olvidada. La conservación de un cierto número de edificios que se erigieron para cumplir determinada función y de acuerdo con los gustos de sus ocupantes. Ninguna atadura a conceptos arquitectónicos, sino un esfuerzo por una vida mejor. Dentro de cien años los hombres se pasearán por esas casas con el mismo respeto y reverencia con que entran hoy en un museo. Les parecerá algo que se remonta a la vida primitiva, un escalón hacia una vida mejor y plena de significado. Los artistas ocuparán su tiempo en trasladar estas viejas casas a sus lienzos. Los autores de novelas históricas vendrán aquí a respirar autenticidad.

—Pero usted dijo que quería restaurar estas casas, devolver a patios y jardines el aspecto que tenían antes —dijo Webster—. Esto representa una fortuna. Y luego, otra fortuna para conservarlo.

—Tengo demasiado dinero —dijo Adams—. Demasiado dinero. No olvide que mi abuelo y mi padre entraron desde un principio en la industria atómica.

—No conocí un jugador de dados como su abuelo —dijo Gramp—. Acostumbraba limpiarme los bolsillos los días de cobro.

—En aquellos tiempos —dijo Adams— cuando un hombre tenía demasiado dinero podía dedicarse a otras cosas. Actos de caridad, por ejemplo. O pagar investigaciones médicas, y cosas parecidas. Pero hoy no existe la caridad organizada. El mundo de los negocios no es tan grande como para permitirlo. Y cuando el Comité Mundial comenzó a funcionar, hubo bastante dinero para todas las investigaciones, médicas y de otras clases, que cualquiera pudiese desear.

»Yo no había planeado esto cuando vine a ver la vieja casa de mi abuelo. Sólo quería verla, eso era todo. Me había hablado tanto de ella. Del árbol que había plantado delante de la casa. Y del jardín de rosas.

»Y la vi. Y me pareció un fantasma burlón. Era algo que había quedado atrás. Algo que había significado mucho para alguien y que había quedado atrás. Estaba mirándola junto con Gramp cuando se me ocurrió que no podría hacer nada mejor que preservar para la posteridad una muestra de la vida de nuestros padres.

A lo lejos se alzó una fina columna de humo azul.

Webster la señaló con la mano.

—¿Y qué ocurrirá con esa gente?

—Si quieren —dijo Adams—, se quedarán. Habrá de sobra para ellos. Y siempre tendrán donde vivir.

»Hay algo que me preocupa. No puedo quedarme. Necesito que alguien se encargue de todo. Será un trabajo para toda la vida.

Adams miró a Webster.

—Acepta, Johnny —dijo Gramp.

Webster sacudió la cabeza.

—Betty está ansiosa por instalarse en el campo.

—No tiene por qué vivir aquí —dijo Adams—. Puede venir en avión todos los días.

Alguien los saludó desde el pie de la loma.

—Es Ole —exclamó Gramp.

Agitó el bastón en el aire.

—Hola, Ole. Sube.

Los hombres esperaron en silencio que Ole subiera cojeando por la pendiente.

—Quiero hablar con usted, Johnny —dijo Ole—. Tengo una idea. Se me ocurrió cuando desperté de madrugada.

—Adelante —dijo Webster.

Ole miró de reojo a Adams.

—No tenga miedo —dijo Webster—. Es Henry Adams. Quizá usted recuerde a su abuelo, el viejo F. J. Adams.

—Lo recuerdo —dijo Ole—. Estaba chiflado por la energía atómica. ¿Cómo le fue?

—Tuvo suerte —dijo Adams.

—Me alegra oírlo —dijo Ole—. Me parece que yo estaba equivocado. Le decía que nunca llegaría a nada. Que era un soñador.

—¿Qué idea era ésa? —preguntó Webster.

—¿Ha oído hablar de esos ranchos de recreo? —dijo Ole.

Webster hizo un signo afirmativo.

—Lugares —dijo Ole— donde la gente se imagina que son cow-boys. Les gusta porque no saben cuanto trabajo hay en esos lugares y…

—Oiga —dijo Webster—. No pretenderá convertir su granja en un rancho de recreo, ¿no?

—No —dijo Ole—. No un rancho de recreo. Una granja de recreo, quizá. La gente no sabe mucho de eso, ya que apenas hay granjas. Y leerán qué hermosa era la escarcha en las calabazas, y…

Webster miró fijamente a Ole.

—Irán, Ole, irán —declaró—. Se morirán por pasar sus vacaciones en una granja verdadera.

De unos matorrales al lado de la loma surgió algo brillante que rechinaba y gorgoteaba y chillaba, lanzando hierbas a diestra y siniestra, y agitando un brazo parecido a una grúa.

—¿Qué demonios…? —preguntó Adams.

—¡Es esa segadora de césped, maldita sea! —gritó Gramp—. Siempre dije que un día perdería un tornillo y se volvería completamente loca.

Notas al segundo cuento

A
UNQUE TODAVÍA
casi enteramente extraño, en el segundo cuento resuena una nota más familiar que en el primero. Aquí el lector tiene la impresión de que la historia puede haber nacido en un campamento perruno, situación inverosímil con respecto al cuento anterior.

Se expresan aquí algunos de los conceptos éticos y morales que los perros han llegado a valorar. Aquí, también, hay un conflicto que un perro puede entender, aunque ese conflicto revele el deterioro moral y mental de su protagonista.

Por primera vez, también, aparece un personaje familiar: el robot. En el robot Jenkins, tal como lo presenta este cuento, nos encontramos con un individuo que durante miles de años ha sido favorito de los cachorros. Jenkins, según Tige, es el verdadero héroe de la leyenda. Ve en él la prolongación de la influencia del hombre luego de su desaparición. Un dispositivo mecánico mediante el cual el pensamiento humano continúa guiando a los perros.

Tenemos todavía nuestros robots, valiosas y amables creaciones que existen para un único propósito: proporcionarnos manos. No obstante, con el correr de los siglos el robot se ha convertido en algo tan íntimamente unido al perro que éste ya no mira a su robot como algo aparte.

La insistencia de Tige en afirmar que el robot es una invención del hombre, una herencia que hemos recibido de la raza humana, ha sido atacada duramente por la mayoría de los estudiosos de la leyenda.

La idea de que el robot fue construido y entregado a los perros como una ayuda para desenvolver su cultura, afirma Bounce, debe ser sumariamente rechazada en virtud de su mismo romanticismo. Se trata, sin duda, sostiene Bounce, de un recurso narrativo, y no se lo puede admitir sino como tal.

No hay modo de saber cómo los perros fabricaron los primeros robots. Aquellos pocos sabios que han dedicado algún tiempo a estudiar el desarrollo de estas máquinas señalan que su funcionamiento altamente especializado indica indudablemente que han sido inventadas por los perros. El hecho de que el trabajo de los robots sea tan especializado significa sin duda que han sido ideados y desarrollados por una raza para la cual ese trabajo resulta singularmente conveniente. Sólo el perro, afirman estos sabios, pudo haber construido una herramienta tan compleja y útil a la vez.

Decir que hoy los perros no pueden fabricar un robot, es caer en una petición de principio. Ningún perro puede hoy fabricar un robot porque no tiene necesidad de hacerlo, ya que los robots se fabrican a sí mismos. Evidentemente, cuando fue necesario, el perro fabricó el robot, y al mismo tiempo le dio un impulso reproductor que lo llevó a construir otras máquinas semejantes, solucionando así el problema de un modo típicamente perruno.

En este cuento, además, aparece una idea que persiste a lo largo de todo el ciclo, y que durante mucho tiempo ha confundido a los estudiosos y a la mayoría de los lectores. Según esta idea es posible salir físicamente de este mundo, cruzar el espacio, y llegar a otras tierras. Aunque la idea ha sido considerada ante todo producto de la fantasía —la que por supuesto siempre desempeña un papel importante en todas las leyendas—, se le han dedicado muchas horas de estudio. En casi todos los casos se ha confirmado que tal cosa es imposible. Una creencia semejante significaría que las estrellas que vemos durante la noche son mundos enormes situados a gran distancia del nuestro. Todos saben en cambio que son sólo luces que cuelgan en el cielo, y que en su mayoría están muy cerca de nosotros.

Bounce da lo que debe de ser la mejor explicación acerca del origen de esta idea de otros mundos. Se trata, afirma, de una deformación, introducida por un antiguo narrador, de los mundos poblados por duendes cuya existencia conocen los perros desde la más remota antigüedad.

2
Encierro

L
A LLOVIZNA CAÍA
de los cielos plomizos como a través de un tamiz, como humo que flotase entre los árboles desnudos. Borraba las siluetas de los edificios y ocultaba el horizonte. Relucía en las pieles metálicas de los robots silenciosos y plateaba las espaldas de los tres seres humanos atentos al hombre de vestiduras negras que leía de un libro que tenía entre sus manos.

—… Porque Yo soy la Resurrección y la Vida…
[1]

La figura sepulcral, cubierta de musgo, que se alzaba sobre la puerta de la cripta parecía querer ascender, como si todos los cristales de su cuerpo anhelaran algo invisible. Y así estaba, ascendiendo, desde el remoto día en que unos hombres la habían esculpido en granito para adornar la tumba familiar con un simbolismo amado por John J. Webster en los últimos años de su vida.

—Y todo aquel que viva y crea en Mí…

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