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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Ciudad Zombie (29 page)

BOOK: Ciudad Zombie
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Croft, Steve y Bernard regresaron a los vehículos. Paul se instaló en el asiento del conductor del camión penitenciario más pequeño, que Bernard había conseguido arrancar, contento de dejarle que cogiera el volante. Por delante de ellos, Cooper seguía golpeando el cierre con la llave inglesa, sintiendo que cedía con cada golpe ensordecedor. Treinta segundos más y quedó suelto.

—¿Ya está? —preguntó Jack.

Cooper tiró de la puerta e intentó que se deslizase un poco, pero no se movió.

—Debe de haber otros topes —respondió, dando un paso atrás y mirando arriba y abajo por el borde de la puerta, donde se insertaba en el marco.

Podía ver que había dos cerrojos o pestillos más, uno a un tercio de altura hacia arriba del portón, el otro a un tercio hacia abajo. Jack hizo un gesto a Croft para que acercase la furgoneta. El médico acercó con precaución el vehículo y se detuvo a muy poca distancia de la puerta. Jack se subió al capó de la furgoneta y de allí se alzó hasta el techo.

—Dadme algo con lo que abrir esto —le pidió a gritos a los demás.

Cooper le pasó un pesado mazo de acero con el que Jack empezó inmediatamente a batir el metal. El pulso se le aceleró mientras bajaba una y otra vez el martillo. Le dolía el brazo, pero no se detuvo. Podía sentir la enorme multitud que les esperaba al otro lado de la puerta de metal, pero no le preocupaba. Quería estar lejos de ese lugar.

Justo debajo de donde estaba trabajando, Cooper estaba agachado delante de la furgoneta, intentando abrir el cierre que quedaba con una palanca de metal. Aunque se trataba de una puerta de seguridad, no era inexpugnable. Nunca había sido necesario que fuera así, porque debía de haber suficiente seguridad tanto en el exterior como alrededor de los juzgados para prevenir o evitar las huidas. Durante un instante Jack pensó en la cantidad de ruido que debían de estar produciendo y la distancia a la que viajaría el sonido. Cuerpos de kilómetros a la redonda estarían tambaleándose sin tregua hacia los juzgados. Casi se sentía como si estuvieran tocando una extraña campana de iglesia, llamando a misa a un rebaño en descomposición.

La puerta se empezó a mover. El pestillo inferior se había soltado.

Con el primer cierre libre, Cooper se quitó de en medio y levantó la mirada hacia Jack, que seguía martilleando sin descanso el pestillo superior. El sudor le caía por las cejas, y tenía el brazo derecho cansado y entumecido, exhausto por el esfuerzo de golpear sin pausa la puerta con el martillo.

—¿Casi estás? —preguntó Cooper.

—Casi estoy.

El soldado se preparó para abrir el portón. Phil Croft iba a ser el conductor que dirigiese el convoy, e intentó visualizar la ruta de regreso a la universidad. Nunca había conducido demasiado por la ciudad y se esforzó por pensar en la mejor ruta que podía tomar. Siempre había estado tan ocupado, que el transporte público había sido la mejor forma de ir y volver al trabajo.

—Lo conseguí —gritó finalmente Jack con alivio.

Lanzó el martillo a un lado, y el ruido del golpe contra el suelo fue casi inaudible por encima de los motores y de los muertos del exterior. Bajó del techo de la furgoneta. Exhausto, se arrastró hacia el más grande de los dos camiones penitenciarios y subió al asiento del pasajero al lado de Steve.

Cooper indicó a Paul y Steve que acercaran sus vehículos todo lo que pudieran a la parte trasera de la furgoneta policial, teniendo en cuenta el espacio limitado del garaje.

—¿Listos? —preguntó Cooper a Croft, preparado para abrir de golpe la puerta.

El médico asintió y se inclinó hacia el otro lado de la furgoneta para abrir la otra puerta para Cooper.

El soldado abrió la puerta del muelle de carga e, inmediatamente, cientos de cuerpos empezaron a inundar el edificio, alejándose ellos mismos de la multitud densa y en aumento que tenían detrás, e intentando agarrar inútilmente el aire que tenían delante. Algunos cayeron y fueron inmediatamente pisoteados por otros que empujaban por detrás. Se arremolinaron alrededor de los vehículos, pero Cooper fue capaz de cubrir con rapidez la corta distancia hasta la puerta de la furgoneta y entrar en ella. Pateó y golpeó los cadáveres que intentaban alcanzarlo, y después cerró la puerta de golpe.

—¡Muévete!

Croft pisó a fondo el acelerador e hizo que la furgoneta saliera disparada hacia delante, abriéndose paso entre la masa putrefacta y aplastando a las criaturas que se interponían en su camino. El parabrisas quedó cubierto por manchas rojas y amarillas, pero Croft seguía aumentando la velocidad, conduciendo a ciegas. Detrás de él, los dos camiones empezaron a ponerse en movimiento, más lentos que la furgoneta, pero con una fuerza aún más importante y devastadora.

—No puedo ver una mierda —gritó Croft mientras cuerpo tras cuerpo se aplastaba contra el parabrisas, impidiendo aún más su visión.

—No importa —replicó Cooper—. Sólo sigue en movimiento. Sácanos de aquí.

La multitud era inmensa y, según parecía, interminable. Su posición relativamente baja hacía imposible que Cooper y Croft pudieran apreciar en toda su extensión el lúgubre panorama que podían ver los otros cuatro hombres desde las cabinas de los camiones. El interminable enjambre de cuerpos en descomposición se arrastraba sin sentido hacia los juzgados y después se tambaleaba detrás de los vehículos, que se alejaban a toda velocidad. Miles de cascarones vacíos e inexpresivos daban bandazos inútilmente hacia la fuente del ruido repentino y el movimiento frenético, que súbitamente había llenado el mundo frío y vacío.

—¿Por dónde? —preguntó Croft, presa del pánico y gritando para que se le pudiera oír por encima del sonido del metal golpeando la carne putrefacta.

—Creía que habías dicho que conocías el lugar —replicó Cooper, enojado.

—Y lo conocía —respondió el médico a gritos—. El problema es que lo conocía antes de que ocurriera todo esto y hubiera millares de cadáveres llenando las calles.

Croft vislumbró un cruce conocido a través de un hueco momentáneo en la multitud y giró hacia la derecha a lo largo de una calle ancha que sabía que les conduciría hacia el centro de la ciudad. Pisó el freno y el volante se le soltó de las manos durante un instante. Aunque ya se encontraban a cierta distancia de los juzgados, no parecía que estuvieran más cerca de alcanzar el límite de la multitud putrefacta. Incapaz de ver mucho más de la calle, alzó la mirada hacia los edificios que les rodeaban a ambos lados y consiguió deducir a grandes rasgos dónde se encontraban.

—Lo tengo —anunció de repente—. Iremos en dirección contraria por el cinturón. Eso nos debería llevar a casa.

Un par de centenares de metros más allá llegaron a una gran isleta de tráfico y un paso elevado cubierto de cuerpos y de los restos oxidados de coches, autobuses y otros vehículos. Croft consiguió abrirse camino sorteando los escombros. Con menos control, pero con bastante más potencia, los dos camiones que iban detrás se abrieron paso detrás de él.

42

—¡Dios santo! —exclamó Clare cuando desde una ventana en lo alto posó la mirada en los restos de la enorme multitud frente al edificio de la universidad—. ¡Míralos! ¡Tú míralos!

Donna había estado sentada con ella en la escalera, esperando ansiosa el regreso de los hombres. Se puso en pie y se acercó a donde se encontraba Clare.

—Maldita sea... —jadeó mientras se quedaba mirando el caos a sus pies.

Los cuerpos se estaban moviendo con más fuerza y velocidad de lo que habían visto antes. Los más cercanos al centro de la ciudad, en los bordes de la multitud, se estaban alejando de la masa principal y se distanciaban tambaleantes del complejo universitario. Y cuando las primeras criaturas se fueron arrastrando los pies, cada vez más las siguieron. No se trataba de un movimiento casual. Estaban reaccionando ante algo que ocurría en la calle.

—¿Qué está pasando? —preguntó Clare—. ¿Qué están haciendo?

En el centro de la muchedumbre vio cuerpos que empezaban a luchar con otros para pasar y escapar de la inmensa masa. Donna no tuvo la oportunidad de contestar.

—¡Ya vuelven! —gritó otro de los supervivientes desde una posición de vigilancia por encima de ellas, en el cuarto piso del bloque de alojamientos.

La voz del vigía se propagó con rapidez por los pasillos vacíos y llegó a las habitaciones en las que esperaba, nervioso y sentado, el resto del grupo. Keith Peterson fue el primero en reaccionar. Se levantó de un salto del sitio en el que había estado en la sala de reuniones, atravesó corriendo el complejo y subió por las escaleras. Se asomó a un balcón del segundo piso situado a un lado del edificio y que dominaba el campo de fútbol vallado, que habían decidido que sería el garaje temporal de cualquier vehículo que consiguieran recuperar.

Donna apareció a su lado y se inclinó con precaución sobre el borde de la baranda, estirando el cuello para intentar vislumbrar el regreso de los supervivientes, mientras que, al mismo tiempo, hacía todo lo que podía para no pensar en el vértigo y las náuseas de miedo que le producía al estar colgada a quince metros por encima de las cabezas de una multitud de cadáveres. Podía oír algún tipo de vehículo aproximándose, pero el silencio desorientador del mundo hacía que fuera imposible decir qué era, a qué distancia se encontraba y desde qué dirección se estaba acercando. El ruido y la distracción provocados por los supervivientes que se encontraban en otra parte de la ciudad habían tentado temporalmente a un gran número de cadáveres a alejarse de la universidad, quizás hasta a un tercio de la masa total. Sin embargo, estaba claro que el regreso de los hombres tendría como resultado la vuelta de grandes oleadas de cadáveres en descomposición, posiblemente muchos más de los que eran antes.

—Los veo —gritó Keith. Se encaramó sobre la balaustrada metálica que rodeaba el balcón y se agarró, como único apoyo, al quicio de la puerta por la que acababan de pasar.

—¿Están todos? —preguntó Donna ansiosa.

—No lo puedo decir —contestó—. Al menos son tres. Veo una furgoneta y dos camiones.

El convoy cubierto de sangre quedó lentamente a la vista, los capós de la furgoneta y de los camiones, que antes eran blancos, estaban manchados de fluidos y goteaban con los restos de las colisiones con los cuerpos. Dentro de la furgoneta que iba en cabeza, Phil Croft enfilaba hacia el acogedor panorama de los edificios universitarios, intentando ver a través del caos de incontables figuras y con la esperanza de poder localizar el camino que les sacaría de la carretera principal y los llevaría hacia el interior del campus. Ajenos al peligro de los potentes vehículos, los patéticos cadáveres seguían arremolinándose a su alrededor en un número enorme.

Croft vislumbró la entrada de la estrecha carretera de servicio y giró repentinamente a la izquierda. Echó una mirada al retrovisor y, entre la carnicería y la confusión que había dejado a su paso, vio cómo giraban los dos camiones y seguían la ruta que los alejaba de la carretera principal.

—Ya no estamos lejos —comentó, pero Cooper no respondió.

En su lugar, se dio la vuelta en el asiento y miró a través de la ventanilla trasera hacia el bloque de alojamientos que estaban sobrepasando lentamente. Estaba buscando a los otros supervivientes, esperando que supieran que estaban regresando. Primero vio a Donna y a Peterson, y después vislumbró otros rostros, que miraban desde las ventanas en las diferentes plantas.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Croft mientras conducía hacia el campo de fútbol rodeado de vallas de alambre. Ya podían ver que la puerta estaba cerrada.

—Sigue adelante —respondió Cooper, dándose él mismo la vuelta—. Pasa a través de la puerta.

—Pero entonces... —empezó a protestar Croft.

—Ya he pensado en ello. Pasa a través de ella, da marcha atrás y utilizaremos la furgoneta para taponar el hueco en cuanto los demás estén dentro.

—¿Cómo vamos a volver a entrar si vamos a bloquear la jodida salida?

—Evidentemente no vamos a poder hacer nada durante algún tiempo —explicó, agarrándose a los lados de su asiento mientras la furgoneta saltaba y se balanceaba al pasar por encima de más cuerpos.

—Podríamos intentarlo a la carrera.

—Ni hablar. Nos quedaremos sentados y callados, y esperaremos durante un rato. No importa si no volvemos dentro durante un par de horas. Para entonces tendremos menos por los alrededores.

Cooper se abrazó a sí mismo cuando Croft aceleró hacia la puerta de metal que bloqueaba la entrada al campo de fútbol. Steve Armitage los miraba desde el más grande de los dos camiones que lo seguía de cerca.

—Si no lo consigue —gruñó el camionero—, entonces pasaré yo con este trasto.

—Y te llevarás contigo la mitad de la maldita valla —comentó Jack.

Contempló cómo la furgoneta policial aceleraba hacia la valla que tenía delante. La fuerza del impacto fue suficiente para reventarla, dejando la combada barrera de metal medio abierta y colgando, sujeta sólo por una testaruda bisagra. Croft dio marcha atrás unos metros y después aceleró de nuevo hacia delante, esta vez aplastando el portón hacia un lado y penetrando directamente en el campo de fútbol. El médico dio la vuelta a la furgoneta trazando un amplio arco y contempló nervioso cómo empezaban a llegar los cuerpos. Algunos consiguieron deslizarse por el hueco, los cascarones pútridos de otros muchos se precipitaron sobre la alambrada alrededor de todo el perímetro del campo de fútbol.

—Esto va a ser duro —comentó Steve mientras alineaba el camión y pasaba a través del espacio en el que había estado la puerta de metal. Como conductor experimentado, consiguió que los laterales del vehículo evitaran la valla con poco más de unos centímetros a cada lado.

Ver que el primer camión había entrado en el campo de fútbol sin un rasguño otorgó a Paul Castle una fe inmerecida en sus propias habilidades como conductor. Forzó el avance el camión más pequeño y se estremeció cuando el lado del pasajero pasó arañando el poste de entrada, doblándolo aún más.

En cuanto los tres vehículos se encontraron seguros dentro del campo de fútbol, Croft aceleró de nuevo y detuvo la furgoneta tapando toda la anchura de la entrada, bloqueando el acceso a cientos de cadáveres tambaleantes que se seguían arrastrando hacia los supervivientes. Steve Armitage aparcó el vehículo en el centro del campo atravesando el círculo central. Después de conducir de un lado a otro y aplastar a los más o menos quince cuerpos que habían conseguido penetrar en el terreno de juego al entrar los vehículos, Paul Castle se situó a su lado.

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