Ciudad Zombie (32 page)

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Authors: David Moody

Tags: #Terror

BOOK: Ciudad Zombie
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—¿Qué ocurre? —preguntó Steve, inmediatamente preocupado.

—Oh, Dios santo —gimoteó—, vienen a por nosotros.

—¿Qué?

—Un montón de jodidos cuerpos —siguió gimiendo de forma patética—. Dios, Steve, vienen hacia la furgoneta.

Steve se inclinó sobre el asiento delantero de la furgoneta y lo apartó para poder ver a través de la ventanilla entelada.

—Jodido idiota —replicó enojado, volviendo a su asiento
y
arrancando el motor en el momento en que los primeros supervivientes se precipitaban contra la puerta—, son los nuestros.

Paul se frotó los ojos y miró fijamente hacia la oscuridad. Un movimiento repentino y el golpe de otro cuerpo golpeando el lateral de la furgoneta cerca de él, le hizo retroceder con temor y sorpresa. La cara en la ventanilla, aunque no la reconoció, pertenecía sin duda a un ser humano vivo y no a uno de los cadáveres. La retahíla de obscenidades que le estaban chillando era una prueba definitiva.

El ruido del motor cobrando vida a resoplidos espoleó a las figuras putrefactas que seguían cerca del campo de fútbol hasta alcanzar un frenesí febril. Empezaron a golpearse contra la valla, algunas de ellas agarraron la alambrada con dedos huesudos y tiraron de ella, agitándola con furia. El aire nocturno se llenó de luz y ruido cuando Steve encendió los faros y dio marcha atrás, permitiendo que los primeros supervivientes y un número igual de cuerpos penetraran en el campo de fútbol.

—¿Cómo se supone que sabré cuando están todos dentro? —preguntó nervioso el conductor.

—Ahí está Cooper —contestó al fin Paul.

Contempló cómo el soldado se detenía junto a la puerta y espoleaba a los rezagados. Sintiéndose inútil de repente, saltó de la furgoneta y corrió a ayudarlo a rechazar las hordas de muertos que seguían intentando abrirse camino hacia el interior.

—No puedo ver a nadie más, creo que eso es todo —gritó.

Cooper mientras alejaba a empujones a otro cadáver, que le embestía y agarraba a Sunita por el pescuezo.

Paul no necesitó que se lo dijeran dos veces. Corrió hacia el campo de fútbol y se quitó de en medio cuando el soldado indicó a Steve que avanzase para bloquear de nuevo la entrada.

El campo, silencioso y vacío hasta hacía sólo unos minutos, se había convertido de repente en un caos frenético. Cuerpos putrefactos se mezclaban con los supervivientes que, bajo la fría penumbra de la noche, intentaban diferenciar a los unos de los otros. Consciente de la confusión, Steve bajó de la furgoneta y corrió hacia el camión penitenciario más cercano, apartando de su camino a numerosos cuerpos. Subió a la cabina del vehículo y trasteó en la oscuridad en busca de las llaves. Finalmente las encontró, las giró y encendió los faros, inundando inmediatamente una parte del campo de fútbol con una luz brillante. Hizo lo mismo en el segundo camión y entonces, capaces de distinguir a los compañeros humanos de las sombras vacías de los cadáveres, los supervivientes empezaron a despejar el campo. Los cadáveres, frágiles y débiles, fueron golpeados y aplastados más allá de cualquier reconocimientos por hombres y mujeres aterrorizados. Otros, los viejos y los más jóvenes, se refugiaron atemorizados alrededor de los camiones penitenciarios. Cooper y otros muchos fueron capaces de agarrar las enjutas criaturas, cuyo peso se había reducido considerablemente porque la carne se les había podrido o se había vertido a través de diversas heridas y orificios, y lanzarlas por encima de la valla, de vuelta a la oscuridad. Donna contempló con una mezcla de fascinación y asco cómo uno de los cadáveres aterrizaba a los pies de un grupo de cinco, que inmediatamente se abalanzaron sobre él, desgarrándolo, ajenos a lo que era en realidad.

Sheri Newton chilló al encontrarse rodeada de cuerpos en una esquina del campo. Más manos intentaban agarrarla a través de la valla, tirando de sus ropas y de su largo cabello a través de la alambrada. Cayó al suelo y se cubrió la cabeza cuando los primeros cadáveres se le tiraron encima, y la empezaron a golpear con puños pesados y descoordinados. Donna y Baxter se acercaron corriendo a ayudarla y apartaron de ella los cuerpos. A corta distancia detrás de ellos, Keith Peterson y otro hombre lanzaban los cadáveres por encima de la valla.

Croft se quedó mirando la oscuridad delante de él. Era consciente del movimiento constante a su alrededor, pero no podía ver qué o quién era. Figuras oscuras y desgarbadas cruzaban delante de él. ¿Vivos o muertos? Era imposible decirlo. Se quedó helado cuando sintió unas manos ásperas en su espalda. Se volvió con rapidez, y agarró el cuello de la ropa suelta y harapienta de su asaltante. En la confusión, resbaló en un charco grasiento de algo que en su momento fue humano y cayó de espaldas, con una forma pesada y negra aterrizando encima de él.

—Maldita sea, Phil —jadeó Jack, sorprendido por verse arrastrado al suelo—, tómatelo con calma.

—Lo siento, colega —contestó el médico mientras apartaba al otro hombre—, no sabía que eras tú.

Jack le sonrió; su rostro era visible en ese momento, bajo la luz de los faros de los camiones penitenciarios. Cuando los dos hombres consiguieron ponerse de pie, el campo de fútbol estaba prácticamente despejado.

—Subid a los camiones —gritó Cooper mientras empezaba a empujar a los aterrorizados supervivientes hacia la parte trasera de los vehículos.

Personas desesperadas se empujaban y forcejeaban para subir a los transportes, que esperaban que pronto los llevasen a un lugar seguro. Diecisiete subieron a la parte trasera del primer vehículo, y otros doce en el más pequeño. Steve se puso al mando del camión más grande, y Croft cogió el volante del otro. Donna, Jack, Sunita y otros dos se encaminaron hacia la furgoneta. Cooper se instaló en el asiento del conductor.

—¿Estás seguro de recordar el camino de vuelta? —preguntó Donna.

El asintió y cerró de golpe la puerta. Bajó la ventanilla de su lado.

—¿Listo? —le gritó a la noche.

Dos conjuntos de brillantes faros le respondieron con una ráfaga. Puso en marcha la furgoneta, le dio la vuelta en un giro cerrado y salió del campo de fútbol, dirigiéndose hacia la carretera. Donna miró por encima del hombro y vio cómo los dos camiones empezaron a rodar lentamente detrás de ellos.

Esforzándose por concentrarse y seguir adelante en la dirección correcta, Cooper pisó a fondo el acelerador a medida que masas de cuerpos se lanzaban delante de la furgoneta.

46

Nathan Holmes y Richard Stephens, juntos y en silencio, miraban por una ventana de un dormitorio del primer piso cómo el convoy de supervivientes desaparecía en la noche.

—Malditos idiotas —comentó Nathan—. Están perdiendo el tiempo.

Richard no contestó. Se volvió para ocultar que estaba llorando. Nathan echó un vistazo hacia atrás y lo miró durante un instante antes de volver de nuevo su atención a la ventana. Podía ver cómo se difuminaban en la distancia las luces de posición de los camiones y de la furgoneta, seguidos inútilmente por cientos de cuerpos tambaleantes, sin posibilidades de alcanzarlos. A su derecha, el gran incendio en el otro extremo del complejo universitario seguía atrayendo a miles y miles de cadáveres. Volvió a mirar a Richard.

—De acuerdo colega, ¿estás listo? —le preguntó.

Richard asintió y sorbió más lágrimas de miedo.

—Esta va a ser una gran noche. La mejor noche de marcha.

Nathan recogió la chaqueta gruesa que había dejado colgada en el respaldo de una silla cercana. Se la puso y cerró la cremallera. Aún llorando, Richard se puso un abrigo de lana.

—¿Estás seguro de que estás listo para esto?

Richard asintió de nuevo.

—Me muero por una copa. En cualquier caso, ahora ya no hay alternativa.

Los dos hombres salieron de la habitación y caminaron por el pasillo a oscuras y lleno de ecos hasta llegar a la escalera. Bajaron a la planta baja y entraron en la habitación más alejada. Nathan se volvió hacia Richard.

—¿Pub o discoteca? —le preguntó mientras abría una ventana.

Richard consiguió esbozar una media sonrisa.

—Empecemos con un pub y ya veremos cómo seguimos. Siempre podemos ir a otro sitio más tarde.

—¿The Crown o The Lazy Fox?

Richard pensó durante un momento.

—The Crown. Está más cerca.

Sonriendo, Nathan se inclinó fuera de la ventana, y miró a un lado y al otro a lo largo de la pared del edificio. Se subió al alféizar, sacó las piernas y saltó al centro de un macizo de flores cubierto de maleza. Richard lo siguió de cerca. Aterrado y sabiendo que probablemente ésa sería su última noche de vida, de repente se paró. Nathan volvió a mirar atrás, dio un paso y puso la mano sobre el hombro de su amigo.

—No tengas miedo, colega. Míralo de esta forma: a los que se han ido esta noche no les queda nada más que dolor y más dolor. Tú y yo, sin embargo, ya hemos llegado al final. Para ellos será cada vez más duro, pero para nosotros será mucho más fácil. No más carreras. No más escondites.

Nathan avanzó con cautela hasta que alcanzó el borde de un sendero estrecho.

—Nathan, yo... —empezó a decir Richard.

—Confía en mí, colega —le interrumpió, y con eso se dio la vuelta y empezó a alejarse trotando de la universidad.

Los dos hombres salieron por una estrecha calle lateral a una sección del cinturón de circunvalación que estaba abarrotada de cuerpos. Al aumentar el número de cadáveres a su alrededor, fueron incrementando también su velocidad. Se abrieron camino a través de la rancia muchedumbre, apartando a los cadáveres antes de que tuvieran tiempo de reaccionar.

Después de alcanzar el lado más alejado de la calzada, Nathan torció a la derecha hacia otra calle ancha y se dirigió hacia los oscuros restos de The Crown, un gran pub que en su momento había ocupado una posición destacada en la esquina de dos de las calles más importantes y ajetreadas. Jadeando de cansancio pasó en tromba a través de las puertas oscilantes de la entrada, seguido por su amigo pocos segundos después.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Richard se dobló con las manos en la rodilla, luchando por recuperar el aliento.

—Estoy bien —respondió resollando.

El ruido apagado, que ya les resultaba familiar, de los cuerpos golpeando contra la parte exterior de la puerta hizo que los dos hombres levantaran la mirada. Nathan empezó inmediatamente a apilar mesas, sillas, máquinas de cigarrillos y todo lo que pudo encontrar delante de la entrada para evitar que las odiosas criaturas consiguieran entrar. Richard penetró más en el edificio, mirando alrededor de este entorno que le resultaba familiar, y repentinamente se sintió nostálgico y triste. El pub estaba vacío. Estaba cerrado cuando se abatió la catástrofe. Gracias a Dios que no había ocurrido un sábado por la noche, pensó para sí mismo.

—¿Qué quieres tomar? —preguntó Richard mientras entraba tras la barra, pasando por encima del cuerpo de una señora de la limpieza muerta.

—Cualquier cosa a que pilles —contestó Nathan mientras terminaba de bloquear la puerta—. Botellas de cerveza, licores... lo que te sea más fácil.

Miró a través de un hueco en la montaña de muebles que acababa de crear y contempló cómo los horribles cadáveres de la calle seguían intentando inútilmente forzar la entrada.

Mientras Richard estaba ocupado detrás de la barra, Nathan arrastró dos sillones de cuero desde el otro lado de la sala y los colocó delante de la chimenea, uno a cada lado. Destrozó una mesa y un taburete, y con la madera astillada encendió un fuego en el hogar, utilizando licor para ayudar a que las llamas prendiesen. Richard acercó en una bandeja numerosas botellas de licores y cerveza, y se sentó. Sirvió dos copas.

—¿Un cigarro? —preguntó Nathan; desapareció de repente al otro lado de la sala y cogió un puñado de puros y cajas de cerillas del expositor en la parte trasera del bar.

—No fumo —comentó Richard.

—Entonces deberías empezar ahora —sonrió Nathan—. Es tu última oportunidad, colega.

Richard se atrevió con un puro, retiró el envoltorio de celofán, lo olió y después lo encendió. Nathan hizo lo mismo. Los dos hombres se recostaron bajo el apagado resplandor anaranjado y empezaron a beber.

—Sabes que no hay nada mejor que esto, ¿verdad? —susurró Nathan sin nada del antagonismo y el veneno que había sido su rasgo predominante durante los días y semanas de confinamiento—. Ahora todo lo que tienes que hacer —continuó—, es beber, fumar y relajarte. Asegúrate de beber lo suficiente, porque en algún momento conseguirán entrar y será mucho más fácil si estás borracho. Y si conseguimos llegar al amanecer, seguiremos bebiendo un poco más.

Richard estaba llorando de nuevo, pero la bebida pronto empezó a adormecer lo peor de su pena.

—Maldita sea —exclamó—, ya están en las ventanas.

Nathan levantó la mirada y vio que una multitud de formas oscuras se arremolinaba al otro lado de los cristales esmerilados. Seguía oyendo cómo los cuerpos golpeaban la puerta de entrada. Si el ruido no atraía aún a más cuerpos, pensó Nathan, entonces lo haría casi con toda seguridad la luz del fuego.

—Bebe —animó a Richard— y piensa que eres afortunado. Esta noche, todos los demás están muertos o huyendo. Nadie está sentado como nosotros, disfrutando de una copa en un pub. Estamos en el mejor sitio en el que podríamos estar.

Richard no sabía si estaba de acuerdo, pero cuanto más alcohol se obligaba a beber, más se daba cuenta de que no le importaba.

La multitud en la calle tardó bastantes horas en crecer hasta el punto de que la simple presión de su número abrió las puertas y pudieron inundar el interior. La ventana a la derecha de Nathan y Richard, que daba a la calle, también saltó hecha pedazos, enviando miles de esquirlas de cristal y permitiendo que innumerables cuerpos invadiesen el pub. Demasiado borrachos para reaccionar o luchar o ni siquiera para que les importase, los dos hombres permanecieron sentados en los sillones y siguieron bebiendo mientras el edificio se llenaba irremediablemente de carne putrefacta.

47

Durante muchas horas, Michael y Emma yacieron quietos en el suelo de la autocaravana. Les dolía el cuerpo, pero casi no se atrevían a moverse por temor a atraer de nuevo a los cadáveres. Seguía habiendo cientos en los alrededores (los dos supervivientes podían sentir su cercanía), pero su interés por el vehículo y sus ocupantes parecía que finalmente se había disipado. Hacía un rato que se había detenido el golpeteo y el balanceo incesantes de la autocaravana. El repiqueteo sobre el techo de otro chubasco, fuerte y repentino, ahogó durante un rato todos los demás sonidos.

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