—Maldita sea —estalló Nathan Holmes—, ¿qué habéis hecho vosotras dos? Se suponía que sólo ibais a iniciar un incendio, no a volar todo el maldito lugar.
Clare se encogió de hombros, casi avergonzada. Donna miró por la ventana y vio cómo una segunda explosión, algo más pequeña, desgarraba la noche y hacía temblar los cristales. El incendio que habían iniciado en el almacén se había descontrolado. Sólo había sido cuestión de tiempo que las llamas alcanzasen algo inflamable, cuyo resultado había sido la explosión que acaban de oír. Ella había esperado que ocurriese. Cuanto mayor fuera la distracción, pensó, más posibilidades tenían de llegar hasta los caminos y salir de allí.
En el exterior, en la parte trasera del camión penitenciario, Cooper y los demás también oyeron las explosiones. Croft se puso en pie y miró a través de una de las ventanas, pequeñas y oscuras, del camión.
—¡Dios santo! —exclamó en voz baja.
—¿Qué ocurre? —preguntó Steve, inmediatamente preocupado.
—Fuego —respondió Croft con rapidez—. Mira, en el extremo más alejado de la universidad. Algo está en llamas.
—¿Dónde? —exigió saber Cooper, pasando a su lado y estirando el cuello para mirar a través de la ventana—. Mierda.
Durante un momento no habló nadie, cada uno analizando lo que había pasado y temiendo lo peor. Croft fue el primero en intentar dar sentido a la situación.
—Lo habrán iniciado a propósito, ¿no os parece? —comentó, dándose la vuelta para mirar a los demás—. Lo deben de haber hecho a propósito. No había nadie allí donde ha empezado el fuego. Lo deben de haber provocado de forma deliberada.
—Pero ¿por qué?
El médico suspiró.
—¿No resulta evidente?
Estaba claro que no lo era.
—¡Dios santo, mirad los cuerpos! —intervino Jack excitado, atreviéndose a abrir ligeramente la puerta para mirar afuera—. Se están moviendo.
—Por supuesto —continuó Croft—. Los están distrayendo para que podamos entrar.
La reacción en cadena que Donna había contado con provocar se estaba empezando a extender lentamente a través de la multitud putrefacta que rodeaba el perímetro del campo de fútbol. De forma lenta y torpe, casi toda la masa en descomposición parecía que se tambaleaba hacia el calor insoportable y la luz brillante en el extremo más alejado del complejo universitario.
—Hora de irse —anunció Cooper.
—Deberíamos darles un rato más —protestó Bernard, nervioso—. Sigue habiendo centenares por los alrededores. Si salimos ahora nos...
—Hora de irse —repitió Cooper—. Se están alejando de nosotros. Tendremos una oportunidad si los atravesamos corriendo desde atrás. Cuando se den cuenta de que estamos allí, ya nos habremos ido.
—¿Qué hacemos con la furgoneta? —preguntó Croft, recordando que, siguiendo las instrucciones de Cooper, la había aparcado taponando la entrada al campo.
—Alguien debería quedarse en ella —sugirió Bernard.
—Se deberían quedar dos, sólo por si acaso —añadió Cooper.
—Yo lo haré —se presentó voluntario Steve—. Soy demasiado lento para seguiros. Hoy ya he corrido lo suficiente, más de lo que había corrido en años.
—Yo me quedo —se ofreció Paul, la idea de permanecer con la furgoneta y los camiones parecía mejor a salir sin protección a la noche oscura.
—Moveremos la furgoneta para abriros paso —informó Steve— y después volveremos a bloquear la salida en cuanto hayáis pasado, ¿de acuerdo?
Cuando el camionero acabó de hablar, Cooper ya había saltado del camión y estaba de camino hacia la furgoneta. Croft entregó las llaves a Steve, y siguió a Cooper a través de la oscuridad.
—De vuelta a la puerta que utilizamos esta mañana, ¿de acuerdo? —recordó Cooper a los demás cuando se reunieron, nerviosos, junto a los restos del portón de metal retorcido.
Steve subió a la furgoneta y miró a Croft, Cooper, Jack y Bernard. Arrancó el motor, lanzando un resoplido repentino de ruido y humo, que penetraron en la fría noche y provocaron que un puñado de cuerpos se dieran la vuelta y empezaran a regresar hacia el campo de fútbol. Consciente de que se tenían que mover con rapidez, puso la marcha atrás de la furgoneta y se desplazó un poco para abrir una estrecha salida. En cuanto el hueco fue lo suficientemente grande, los cuatro hombres corrieron hacia la oscuridad. Steve avanzó de nuevo y bloqueó la entrada.
Aún lentos y torpes, pero con una intención clara y malvada, un grupo de cuerpos se acercó tambaleándose hacia la furgoneta. La oscuridad proporcionaba un poco de protección, y la velocidad de los cuatro supervivientes era tal que la mayor parte de las criaturas no se dieron cuenta de su presencia hasta que los tuvieron encima. Un cadáver medio desnudo se precipitó sobre Croft e hizo que perdiera momentáneamente el equilibrio. Bernard, que corría con el hombro por delante, cargaba contra cuerpo tras cuerpo para apartarlos de su camino, sin dejar que nadie le fuera a impedir regresar al interior.
El suelo estaba húmedo y desnivelado, y Cooper resbaló y se cayó. Cuando se dio cuenta de lo que había pasado, ya tenía a seis cuerpos a menos de un metro de distancia. Se puso en pie y siguió corriendo, dejando que lo siguieran. Fue el último de los cuatro en alcanzar la zona protegida y la puerta que habían usado antes. Croft ya estaba allí y estaba empujando a los otros hombres para que entrasen.
—Adentro —les gritaba.
Cooper pasó a su lado y se relajó cuando la puerta se cerró de golpe a su espalda.
Hora de irse.
La multitud alrededor del edificio era más grande que nunca. Al abandonar el edificio para conseguir los vehículos y después encender el fuego para atraer a los cuerpos lejos de los camiones y de la zona alrededor del bloque de alojamientos, habían conseguido informar hasta a la última de las criaturas putrefactas de toda la ciudad dónde estaban escondidos exactamente. La distracción bienintencionada, pero en última instancia descontrolada, de Donna y Clare se había convertido en una indeseada complicación, creando el tipo de faro que habían intentado evitar con anterioridad. Más cuerpos aparecían constantemente. La cuestión inicial de «¿nos debemos ir?», para la mayoría de la gente había quedado sustituida por «¿cuándo nos vamos?».
Donna corrió a lo largo de los pasillos flanqueados de dormitorios comprobando por última vez todas las habitaciones antes de marcharse, y asegurándose de que todo el mundo estuviera ya preparado o fuera consciente de que era la última llamada. Acababa de dejar a Yvonne sentada en su cuarto. No se quería ir.
—Yo nací aquí, he vivido aquí toda mi vida y quiero quedarme aquí hasta... —le había explicado a Donna, incapaz de alcanzar la conclusión obvia de su frase.
Donna torció la última esquina para encaminarse hacia las escaleras y tropezó con Nathan Holmes, que iba en dirección contraria. Durante un instante ambos esperaron a que el otro hablara.
—¿Has visto a Rich?
—En su habitación; te espera —respondió Donna.
Pasó a su lado y siguió hacia las escaleras, no quería perder más tiempo aquí. Nathan reemprendió la marcha hacia los dormitorios, pero se detuvo y dio la vuelta.
—Donna, yo...
—¿Qué?
Dudó.
—Yo sólo...
—Te lo puedes ahorrar, Nathan —lo interrumpió—. No quiero oírlo. Todos hemos escuchado tu gran plan y todos sabemos lo que eres y porqué lo haces. Eres un cobarde. Crees que no tenemos la más mínima oportunidad en el infierno de ahí fuera, pero estás equivocado. Estás muy equivocado.
Durante un instante, Nathan no reaccionó, y pareció sorprendido, como si ella le acabara de dar un puñetazo en la cara. Entonces movió lentamente la cabeza.
—No era eso —dijo en voz baja—. Sólo quería desearte suerte, eso era todo. Creo que estáis perdiendo el tiempo, pero tengo la esperanza de que no sea así.
Trabajando con rapidez y con un objetivo claro, los supervivientes que habían decidido irse recogieron sus pertenencias útiles y se reunieron en el pasillo largo y oscuro, cerca de la puerta que Cooper y los demás habían utilizado para entrar y salir del edificio. De pie junto a la puerta, Jack contó unos treinta hombres, mujeres y niños, e intentó visualizar cómo los iban a colocar a ellos y sus equipajes en los dos camiones penitenciarios y la furgoneta policial, que era bastante más pequeña.
«Dios santo —pensó—, a alguna de esas personas no las había visto hasta ahora».
Iban a ir bastante apretados, y muchas de las bolsas y cajas que llevaban los supervivientes se tendrían que quedar atrás. Probablemente podrían reemplazar los alimentos y otros suministros, pero a las personas no.
La gran mayoría de cuerpos seguían arremolinados alrededor del incendio descontrolado del otro extremo del campus, tenia sumido salir ya y aprovechar al máximo la distracción, antes de que el fuego se consumiese o avanzase hacia ellos, los nerviosos supervivientes, muchos de los cuales no se habían atrevió a dar un paso en el exterior desde hacía casi un mes, se prepararon para correr atravesando la oscuridad en dirección a los vehículos que los esperaban en el campo de fútbol.
—¿Estás preparado? —preguntó Cooper en voz baja, asustando a Jack, que seguía intentando averiguar cómo había llegado a colocarse al frente de la cola.
Miró a lo largo de la fila. Una sucesión de rostros asustados le devolvió la mirada, expectantes, pero no pudo tranquilizar a ninguno de ellos.
—Ahora es tan buen momento como cualquier otro —contestó Jack, Acordando que debía responder—. Vamos allá.
Cooper asintió y se movió a lo largo del pasillo para que lo pudiera ver y oír el resto del grupo. Donna lo miró ansiosa desde casi el final de la fila.
—De acuerdo —empezó, mirando arriba y abajo a los rostros en la semioscuridad— si creéis que no podéis pasar por esto, desapareced ahora mismo y encontrad algún lugar seguro donde esconderos porque estaréis solos. En cuanto abramos esa puerta tenéis que empezar a correr. Corred más rápido de lo que lo habéis hecho nunca. Abriros camino entre los cuerpos y no os detengáis a pelear. Sólo golpeadlos con fuerza y seguid adelante, y así conseguiréis pasar.
Situado un poco más allá en la fila, Phil Croft tomó la palabra.
—No os paréis si os sentís cansados, porque entonces no lo conseguiréis. Ocurra lo que ocurra, seguid adelante y no bajéis el ritmo. Podréis parar cuando alcancéis el campo de fútbol.
Jack puso la mano sobre el picaporte de la puerta y esperó la señal.
—¿Qué ocurrirá si no nos ven? —preguntó una mujer nerviosa y que por la voz parecía joven, situada en algún punto hacia el centro del grupo.
Croft intentó vislumbrar su cara en la penumbra. Creía que su nombre era Sheri Newton.
—¿Quién?
—Los tíos en la furgoneta, ¿qué ocurrirá si no nos ven llegar?
Una oleada de conversaciones murmuradas se extendió a lo largo de la fila.
—Entonces el primero que llegue a la furgoneta empezará a golpear la maldita ventanilla y a gritarles hasta que se den cuenta de lo que está pasando y muevan el maldito trasto, ¿de acuerdo? —contestó Cooper.
—Pero ¿y si...?
—No te preocupes por eso —la interrumpió—, nos verán.
—Pero ¿y si no lo hacen? ¿Y si...?
Cooper tuvo la sensación de que las preguntas que se lanzaban en su dirección sólo eran una táctica dilatoria. Las pasó por alto y le hizo un gesto a Jack.
—Adelante —le indicó, su voz lo suficientemente alta para que todos la oyeran—, abre la puerta.
Sabiendo que si dudaba perdería los nervios, Jack empujó hacia abajo el pomo y abrió la puerta. Junto con los supervivientes que se encontraban justo detrás de él, durante un momento se quedó completamente quieto y miró hacia la noche. El viento frío y la llovizna le golpearon la cara. Podía ver el campo de fútbol y la furgoneta bloqueando la entrada, pero en la oscuridad parecía estar a una distancia insuperable. Y aún peor, entre los vehículos y él veía cuerpos. Parecía que había centenares de siluetas recortadas que ocupaban el espacio, arrastrando los pies, tambaleándose y cojeando. Inconfundibles con sus movimientos forzados y difíciles, y por su determinación letárgica y amenazadora, y su persistencia obstinada, los más cercanos ya se habían vuelto y se estaban acercando rápidamente al edificio.
—Vamos, Jack —gritó Cooper—. ¡Muévete!
Baxter empezó a correr de inmediato. Mientras habían estado a salvo en el interior, se había preocupado por los demás, pero una vez fuera, corrió por la hierba y los senderos de asfalto en un aislamiento egoísta, interesado sólo en su propia supervivencia. Apartó de un golpe a un cuerpo de su camino, después a otro y otro más. Al cabo de unos segundos, el corazón le latía con fuerza en el pecho y los pulmones le quemaban. Otros segundos más y algunos de los supervivientes más jóvenes y en forma lo habían superado. La maldita furgoneta no parecía que estuviera más cerca.
El resto de los supervivientes salieron a trompicones del edificio universitario, peleándose por pasar por la puerta. Cargados con sus pertenencias, se abrieron camino entre la multitud putrefacta y en movimiento. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos avanzaron juntos totalmente aterrorizados, rezando por pasar, asustados de que, si reducían el ritmo, serían engullidos por la masa en descomposición. Hacia el final del grupo, algunos de los hombres y mujeres más fuertes cargaban con los niños más pequeños. Los chillidos procedentes de un niño de dos años quedaban amortiguados por los gruñidos de esfuerzo y por los gemidos de miedo que emitía Erica Cárter, la mujer de mediana edad que se ocupaba de llevarlo a la espalda.
Paul y Steve estaban sentados en la parte delantera de la furgoneta ajenos a lo que ocurría. Habían pasado horas desde que se presentaron voluntarios, y la vigilancia de los vehículos había resultado insoportable. Rodeados por los cadáveres que seguían allí desde los primeros ruidos y movimientos, y sin la menor idea de cuándo se pondrían en marcha los supervivientes, los dos hombres habían estado sentados juntos en completo silencio, sin atreverse a moverse o ni siquiera a hablar entre ellos. Sentado en el asiento del pasajero, Paul luchaba por mantener abiertos sus ojos cansados. La cabeza se le balanceó hacia delante al quedarse dormido, y se golpeó con el vidrio. Se enderezó de golpe y miró a través de la ventanilla. Le llevó un par de segundos darse cuenta de lo que estaba viendo.
—Maldita sea.