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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (26 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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—Bueno, bueno, bueno —dijo el joven en castellano y se acercó unos pasos.

Era alto, de piel atezada y cabello negro y rizado cortado a cepillo. Tenía un rostro que a Clara le pareció muy atractivo, con cejas espesas pero bien delineadas, patillas en vírgula, bigote y barbita de película de mosqueteros. Lucía collares africanos, pendientes, brazaletes y pulseras de cuero. Los
pins
sobre su chaleco eran un compendio de declaraciones en holandés. A su lado, el hombre mayor era como el sirviente jorobado del profesor diabólico. El contraste entre ambos no podía ser más intenso.

Intercambiaron algunas frases en holandés señalando a Clara. Ella permaneció quieta y tranquila, de pie junto a la puerta, sin intentar en ningún momento cubrirse el cuerpo.

Cuando finalizaron su breve diálogo, el joven introdujo una mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó un objeto. Era una especie de tenaza de dientes curvos, muy afilados. Entonces se acercó a ella sonriendo. Clara dio un paso atrás instintivamente.

—Lo primerito que se hace con todo aquello que uno se dispone a estrenar —dijo el joven en un castellano musical, sudamericano, aproximando la tenaza al cuello de Clara— es quitarle las etiquetas.

Fueron cayendo, una a una, clap, clap, clap, las tres cartulinas amarillas a sus pies.

Tensó el vientre para que Gerardo pintara junto a su ombligo la octava línea vertical. Gerardo usaba guantes de caucho y un rotulador colgado del cuello para anotar en su piel el número del color. Apenas se apoyaba al escribir. En ese instante cogió el rotulador y dibujó un arabesco, una mariposa bajo la octava línea: 8. Luego se quitó los guantes y conectó el temporizador.

Llevaban toda la mañana con la misma rutina. Clara estaba tendida boca arriba sobre la superficie de la cómoda, junto a una de las ventanas, con las manos bajo la nuca y las piernas juntas colgando por fuera. Se encontraba un poco sorprendida. Siempre había creído que la técnica de los pintores de la Fundación era muy impulsiva, más aún que la de Bassan o la de Vicky, y, sin embargo, allí estaban aquellos dos tipos probando colores sobre su cuerpo con lenta paciencia. Gerardo se encargaba de pintarla: destapaba un bote, tomaba una muestra con el índice, pintaba una línea en su vientre y anotaba el número bajo la línea. Cada tres o cuatro líneas conectaba un pequeño temporizador y la dejaba sola, aguardando a que los colores —distintas tonalidades rosadas— se secaran. Luego regresaba, abría otro bote y todo se repetía.

No le habían dicho sus nombres: ella los había leído en las etiquetas color turquesa, junto a las fotos. El joven era Gerardo Williams. El mayor, Justus Uhl. Clara suponía que eran simples ayudantes del pintor principal. Gerardo hablaba muy bien el castellano, aunque con cierto acento anglosajón. Pensó que podía ser colombiano, o quizá peruano. Uhl nunca le hablaba, y su forma de mirarla y de tratarla eran considerablemente más desagradables que las de Gerardo.

En la ventana, entre su cuerpo y el sol, un insecto golpeaba el cristal: su sombra era una línea, un guión sobre su desnudez absoluta.

Sonó el temporizador y Gerardo regresó.

—Cuando decidamos la tonalidad, haremos pruebas de cuerpo entero —le dijo mientras elegía otro bote y lo destapaba—. Emplearemos malla porosa, es más rápido. ¿Has usado alguna vez la malla porosa?

—Sí.

—Oh —sonrió él—. Se me olvidaba que trabajaba con una experta.

—No soy ninguna experta, pero llevo varios años en...

—No hables... Espera un momentito. Estírate más. Los brazos sobre la cabeza y las manos juntas, como si fueras una flecha. Así.

Sintió la frialdad del dedo deslizándose sobre su vientre. Luego el rotulador. Si cerraba los ojos, podía adivinar el número a base de sensaciones cutáneas: un giro, una línea, una pausa. El codo de él, a veces, rozaba su sexo cuando escribía.

—Eres de Madrid, ¿no? —preguntó Gerardo, atareado en abrir la tapa de otro bote de pintura. Ella asintió con la cabeza—. No he estado nunca en Madrid, fíjate. De España sólo conozco Barcelona. Tendré que ir alguna vez por Madrid.

—¿De dónde eres tú?

—¿Yo? Un poco de aquí y un poco de allá. He vivido en New York, París, ahora en Amsterdam...

—Es que hablas español muy bien.

Desde su postura tensa sobre la cómoda ella lo vio enarcar una ceja con aires de modestia. «Le encanta que lo elogien», pensó.

—Amiguita, yo lo hago todo muy bien.

A Clara no le sonó a broma la declaración.

—Ahí va —dijo.

—Bueno, la verdad es que mi papá es puertorriqueño... Este maldito bote no quiere abrirse. Es tímido.

Ella sonrió. «Pero ¿acaso hay algún bote que pueda resistirse a D'Artagnan?», pensaba. Lo vio fruncir el ceño, enrojecer de esfuerzo, hacer muecas. Sus bíceps se dilataron como globos.

—Uf, ya está. —Mientras tomaba una muestra con el dedo (rosa carne, como los otros, era difícil percibir la diferencia), volvió a hablarle—: ¿Habías estado antes en Amsterdam?

—Sí. —Recordó un viaje que había hecho años atrás junto a Gabi Ponce, una aventura de mochilas y zapatos gastados—. Vi varias obras de Van Tysch en el Stedelijk.

Sintió la raya de pintura fría: la primera de una nueva hilera bajo su ombligo.

—¿Te gusta Van Tysch? —preguntó Gerardo.

Mantenía el dedo sobre su vientre. ¿Había un destello de burla en aquellos ojos oscuros?, se preguntó ella.

—Me fascina. Creo que es un genio.

—Ahora calladita. Así... Ya está. Te dejo un ratito mientras se secan éstas, ¿okay...? Hace un día bello. ¿Sabes dónde estamos? En uno de los
cottages
que utiliza la Fundación para el trabajo con lienzos. Se encuentra al sur de Amsterdam, cerca de una ciudad llamada Woerden y a muy poca distancia de Gouda. Ya sabes, Gouda. Los quesos, hummm. ¿Conoces la zona? —Clara negó con la cabeza—. Hay algunos lagos preciosos más al sur, tienes que verlos. —Miró un rato por la ventana y entonces dijo algo que a ella le sorprendió—: Allá, entre los árboles hay un paisaje bien bonito. Quedarías divina allá colocada, entre esos árboles, pintada en color carne y rosa clarito. —Señalaba un punto que Clara no podía contemplar desde su postura horizontal.

—¿Me vas a pintar tú? —preguntó ella.

Le gustó la franca sonrisa que él le dirigió. Tenía, quizá, la boca demasiado grande, pero aquella sonrisa expresaba una alegría radiante.

—Amiguita, yo soy sólo un
assistant,
lo dice mi tarjeta. Justus es
assistant
también, pero
senior.
Quiero decir que somos parte del fondo de la foto. Y ni siquiera aparecemos al lado de los grandes en las ruedas de prensa...

—¿Me va a pintar Van Tysch?

Gerardo se despojaba de los guantes y los arrojaba en una bolsa. Clara no pudo observar su rostro mientras respondía.

—Todo a su debido tiempo, amiguita. La impaciencia no es buena para un cuadro.

En ese instante sucedió algo. Llegó Uhl y empezó a hablar acaloradamente con Gerardo. Sus palabras revelaban disgusto. El joven enrojeció y retrocedió unos pasos. A ella le pareció que Uhl era el mandamás y que quizás había regañado a su ayudante por hablar demasiado con ella, que sólo era un lienzo. Entonces Uhl se volvió y contempló el cuerpo de Clara tendido sobre la cómoda. Clara le devolvió la mirada con inquietud. Le desagradaba profundamente el escrutinio de aquellos ojos remotos al fondo del túnel de vidrio de las gafas. Lo vio alzar un dedo como una navaja y aproximarlo a su vientre. Se propuso no moverse ni un milímetro a menos que le dijeran lo contrario. Contrajo los músculos y aguardó. «¿Qué va a hacer éste ahora?»Sintió el contacto áspero del dedo de Uhl deslizándose sobre su piel imprimada. No llevaba guantes, era el primero que la tocaba con la mano desnuda. El dedo trazaba una línea descendente. Clara ignoraba si aquello tenía alguna finalidad práctica o era una manera de distraerse mientras pensaba. Notó el dedo rodeando su sexo y se movió ligeramente sin poder evitarlo. El dedo dibujaba líneas invisibles. La sensación no llegaba a excitarla pero
asediaba
su excitación. Contrajo los músculos del vientre y siguió rígida. El dedo ascendió y escribió un ocho horizontal —o el símbolo del infinito— alrededor de sus senos. Siguió subiendo por su cuello, su barbilla. Ella no respiraba. Se detuvo en su boca, separó sus labios. Clara colaboró apartando los dientes. El irritante huésped buscó su lengua. Entonces, como si ya hubiera comprobado todo lo que deseaba, se retiró.

La dejaron sola. Los oyó charlar en el porche despreocupadamente.

¿Qué significado había tenido aquella exploración de Uhl? ¿Era una forma de valorar la textura de su piel? No lo creía. Se había sentido bastante incómoda durante el examen.

Cuando sonó el temporizador, Gerardo regresó a su campo visual con guantes de caucho nuevos y cogió otro bote de pintura.

—Justus es el jefe —susurró—. Es un poco especial, ya lo irás conociendo. ¿Cuál viene ahorita? Ah, sí, el tono 36.

A mediodía la llamaron a comer. Tenía la bandeja sobre la mesa de la cocina, plastificada como las de los aviones. Contenía un sándwich de pollo y verdura, un yogur, un zumo de Aroxén y medio litro de agua mineral. Comió sola (ellos habían decidido comer en el porche), descalza y desnuda, con una empalizada de veinticinco líneas en color rosa carne pintadas en su vientre y numeradas. Tras un rápido paso por el aseo, la tarde prosiguió sin pausas. Le pintaron otras cuarenta rayas, esta vez en la espalda. El calendario de un náufrago. Las últimas ascendieron por la curva de sus nalgas. Se marchaban, regresaban para ver el efecto, a veces tomaban fotos. Clara intentaba convencerse a sí misma de que todo aquello era un preámbulo, de que al día siguiente las cosas serían distintas. No quería admitir que la primera jornada de trabajo en la Fundación le estaba resultando decepcionante.

En un momento dado, oscureció. Y ella todavía no había visto el paisaje que la rodeaba.

—Esta noche no te duches ni te pongas nada encima de las líneas —indicó Gerardo—. Te acuestas en el colchón boca arriba con el temporizador al lado. El temporizador sonará cada dos horas. Cada vez que suene te das la vueltecita, como una tortilla de papas.

—Ajá, muy bien.

—Mañana, a primera hora, regresamos.

—Ajá.

—La cena está en la cocina. Y recuerda: cuando oigas el temporizador, zas, te das la vuelta. —Movía las manos.

—Como la tortilla de papas —dijo Clara.

—Exacto.

Los ojos de Gerardo brillaban mientras sonreía. Se oyó la llamada de Uhl. El joven desapareció velozmente.

Sucedió en plena noche, durante el segundo aviso del temporizador.

Clara, bocabajo sobre el colchón, despertó de su ligera duermevela. Mientras se daba la vuelta con ojos somnolientos percibió que el color de la oscuridad se transformaba.

Fue algo muy fugaz, un parpadeo. Giró la cabeza y miró hacia la ventana del dormitorio, a su izquierda. Sólo veía sombras, líneas de árboles y ramas, pero estaba segura de que un instante antes aquellas sombras habían sido
distintas.
Se incorporó, y sus codos hundieron el colchón. Contuvo el aliento. Escuchó. ¿Se oían pasos en la hierba, junto a la ventana? Era difícil saberlo, porque los árboles se azotaban entre sí a golpe de viento.

Rastreó las tinieblas con la mirada. Observó sus piernas desnudas y extendidas como líneas paralelas. En la habitación sólo había tres objetos: ella, el temporizador y el colchón. El temporizador, a su espalda, desgranaba los segundos.

Se levantó y avanzó con tímidos pasos hacia la ventana. La oscuridad era completa. «Es increíble lo que puede llegar a impresionar una oscuridad como ésta en medio del campo», pensó. Su piel quiso vestirse con la malla del miedo, pero la tersura de la imprimación impedía que se erizara. La ventana era un mundo de líneas negras. Se acercó al cristal. Un monstruo de facciones amarillas flotó ante sus ojos una fracción de segundo, pero ella ya esperaba que el cristal la reflejara y no se asustó.

Afuera no había nadie, o al menos ella no podía verlo. Escuchó. El viento movía las ramas.

Se protegió el cuerpo con los brazos y regresó al colchón. Se acostó boca arriba. Su corazón sonaba como un mazo dentro de sus oídos.

Recordó la tarde en que había salido de su casa para ser imprimada. La sensación que acababa de tener había sido similar a la de entonces, sólo que mucho más intensa.

Le había parecido que alguien la había estado observando desde la ventana justo antes de que sonara el temporizador.

Alguien que se encontraba fuera de la casa, en medio de la noche, vigilándola.

En el círculo está lo terrible.

Con lentitud amenazadora, los
Monstruos
de la Haus der Kunst vuelven a la vida.

La muchacha que flota en la piscina de cristal con agua contaminada se llama Rita. Es la primera que recibe ayuda porque su esfuerzo es considerable: seis horas diarias haciendo de residuo orgánico con el pelo enredado en plásticos y excrementos no es un trabajo sencillo. El cuadro ha sido adquirido por una empresa sueca y su alquiler mensual ha logrado lo que parecía imposible: que Rita bucee todos los días en ese amnios de mierda y se sienta feliz. En sus ratos de ocio, incluso, disfruta de algo que podría denominarse «vida social» (aunque se queja de que el olor en su cabello persiste). Ahora está respirando en la superficie mientras espera a que descienda el nivel del agua. No podemos ver su rostro pero observamos cómo se mueven sus largas piernas como algas blancuzcas. Y si se queja del pelo, debería pensar en Sylvie. Sylvie Gailor es
Medusa,
un óleo valorado en más de treinta millones de dólares con un alquiler mensual astronómico. Ello es debido a que las diez culebras vivas y pintadas de azul ultramar que se retuercen en su cabeza han de ser alimentadas y repuestas con cierta frecuencia. Tienen la longitud de una mano adulta y se hallan oprimidas por un delicado corsé de alambres en forma de cabellos que sólo les permite mover cola y cabeza. Las serpientes, en general, no entienden de arte, y se ponen muy nerviosas si las obligamos a soportar seis horas diarias con las escamas aplastadas por unos clips. Algunas mueren en la cabeza de Sylvie, otras se agitan con frenesí enloquecedor. Organizaciones ecologistas y sociedades protectoras de animales han puesto denuncias y protestado ante las puertas de museos y galerías. Ya son viejos conocidos, y resultan minoritarios e inofensivos en comparación con los grupos que se quejan de las otras obras de la colección. Pero nadie piensa en la pobre Sylvie. Bien es verdad que a Sylvie le pagan, pero ¿quién puede pagar lo suficiente sus insomnios, la curiosa repugnancia que le impide peinarse, esa sensación fantasmal que experimenta en ocasiones mientras habla, se ríe, cena en un restaurante o hace el amor, y que le hace pensar que alguien se ha puesto a acariciarle el cabello, o pellizcarle los mechones, o rascarle con dedos sin uñas?

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