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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (29 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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De repente recordó que Gianfranco Gigli llevaba muerto más de dos años.

Sobredosis de heroína, se lo habían dicho en el hotel cuando le mostraron el cuadro.

—...
deliziaaa aaaal coooooooooor.... ah-ah-ah-ah-aaaaaaaaaahhhhhh...

Se quedó quieto, con las manos en el borde de mármol de la piscina y el cuerpo sumergido hasta la mitad. Un hormiguero de gotas descendía por su cabeza y su torso. Parecía una montaña de cera que estuviese derritiéndose. ¿Era posible que una obra se retocara a sí misma después del fallecimiento de su creador? Y en caso afirmativo, ¿debía considerarse al resultado obra póstuma o falsificación? Curiosas preguntas.

Y de repente, Hubertus dejó de preocuparse por las actividades de la figura de Gigli («al diablo con lo que esté haciendo») y experimentó una brutal crisis de felicidad. La sensación recorrió tres trillones de moléculas de grasa corporal y produjo en su cerebro un torbellino semejante a un poderoso orgasmo. Se extasió con la dicha de pertenecer a aquel mundo complejo, aquella existencia que sólo raramente (si alguna vez sucedía) tenía explicación o podía describirse con palabras, el secreto e incesante manantial dorado, el selecto círculo al que pertenecían todos, la figura de Gigli, Van Tysch, la Fundación, ellos mismos y unos cuantos elegidos más (bueno, excluyamos a la triste figura de Gigli, que debía renovarse para seguir siendo actual), aquella vida maravillosa que les permitía gozar de sus fantasías y constituir materia de fantasía para otros. Incluso ser tan abrumadoramente gordo era una ventaja en aquel mundo. Ser tan monstruoso como un monstruo, comprendía Hubertus, podía trascender los límites de la realidad cotidiana y convertirse en símbolo,
res
del arte, arquetipo, filosofía y meditación, teorías y debates. Bendito seas, mundo. Bendito seas, mundo. Benditos tu poder y tus posibilidades. Benditos también todos tus secretos.

El cuadro de Gigli parecía haber terminado por fin con los preparativos, fueran éstos los que fuesen. Dio media vuelta con calma absoluta y se dirigió hacia otro lugar, otro destino inexorable dictado por un artista muerto. Hubertus lo contemplaba expectante. «¿Hacia dónde? Oh, ¿hacia dónde diriges ahora tus armónicos pasos, divina y resplandeciente criatura?», se preguntaba Hubertus Walden.

Invadido de armonía planetaria, demoró un instante en comprender que la obra se dirigía ahora hacia él.

A Arnoldus, de niño, lo atacaba un tigre.

Infalible, preciso, poderoso, mortífero. Un tigre negro de ojos llameantes nacido de sus sueños. Era su pesadilla, su terror de la infancia. Gritaba y despertaba a Hubertus y, de manera inevitable, el ataque felino terminaba convirtiéndose en el cinturón de su padre trazando arabescos al desplomarse una y otra vez sobre su culo desnudo. («No quería gritar, papá, por favor, en serio, créeme, es que no pude evitarlo.») A su padre lo único que le molestaba eran los gritos. «Haced lo que queráis, pero no gritéis», les había ordenado siempre, era su obsesión perenne.

A diferencia de su hermano, Arnoldus no creía haberse resarcido. Opinaba que la vida es un comercio que cada día cambia de dueño y nunca te devuelve lo que has pagado de más. Ahora eran inmensamente ricos, eso era cierto. Estaban considerados una obra de arte de incalculable valor. El señor Robertson, que muy bien podía terminar convirtiéndose en su nuevo papá, los amaba: Arno sabía que a Robertson nunca se le ocurriría azotarlo con el cinturón si lo oía gritar en medio de la noche mientras la saliva amarga de su peor pesadilla se derramaba sobre su rostro. Ahora eran adorados, respetados y admirados como grandes cuadros. Pero ¿acaso aquella nueva vida iba a regalarles la infancia feliz de la que habían carecido? La consideración mundial de la que gozaban, ¿sería retroactiva? ¿Lograría transformar, de alguna manera, los malos recuerdos en buenos? No, ni siquiera transformaba las costumbres. Arnoldus, de adulto, tampoco gritaba. El tigre había muerto, su papá también, pero la vida nunca te devuelve nada.

Escuchando los chapoteos de su hermano en la piscina, Arnoldus arrolló una toalla sobre su descomunal cintura e inició frente al espejo una danza del vientre. Teniendo en cuenta la parte de su anatomía que las protagonizaba, aquellas danzas eran para Arno algo más que simple entretenimiento: llegaban a convertirse en una especie de sutil intento de comprender el universo. La música, silbante, seudoegipcia, provenía de sus labios. Chasqueaba los dedos mientras se movía.
Oh, dulce hurí, ¿me complacerás esta noche?
Mirando estos dedos de porcelana —piensa mientras lanza la barriga, zas, a un lado, zas, a otro— nadie sospecharía la presencia de esta bolsa de intestinos abyectos que cuelga del centro, esta anaconda hambrienta y enrollada dentro de un saco, este grueso cabo de cuerda marinera envuelto en grasa. ¿Era posible ser tan gordo? «Dios mío, ¿qué has hecho conmigo?» Su madre le contaba (bueno, quizá fuera su padre) que había gritado cuando los vio llegar al mundo, cuando vio aquellas fantásticas hermosuras, aquellas criaturas engendradas con más carne que su propia carne. «¡Ah!», había exclamado la señora Walden. Y su padre (eso les contó ella también), igualmente horrorizado, la regañaba:

—No grites, Emma. Son monstruosos, sí, pero no grites, por favor. Sobre todo,
no grites...

Balanceándose, Arnoldus Walden desplazó su pananatomía por el largo pasillo que unía el cuarto de baño con el salón. Mientras tanto seguía sumido en sus pensamientos. Ya no oía los chapoteos de Hubertus. ¿Habría llegado ya Rubio Platino? ¿Su hermano habría empezado sin él, faltando así a su palabra? Oh, Hubertus, ser despreciable, ínfimo, vulgar, rastrero. Mamut pervertido, oso cruel. A su hermano le encantaba echarle la culpa de todo lo malo y arrogarse él solo la responsabilidad de lo bueno. Arnoldus se despertaba cada día intentando ser de otra forma. ¿Cómo? Más amable, más humano, más obediente
(en serio, por favor, créeme),
pero, cuando volvía la vista hacia su hermano, el odio brotaba por todos sus poros como una llama en una pelota empapada de alcohol. Contemplar aquel reflejo de sí mismo le provocaba tal aborrecimiento que a veces le entraban tentaciones de romper el espejo. Oh, sí: era Hubertus quien lo convertía a él en un ser
horrendo.
Hubertus lo empujaba hacia el abismo, lo forzaba a soñar con atrocidades.

Por ejemplo, lo de Helga Blanchard y su hijo. Arnoldus intentaba explicarle a Hubert una y otra vez que jamás habían hecho nada malo a esa familia. Ni siquiera habían llegado a conocer a Helga y a su tierno infante: todo había sido un falso recuerdo enterrado en sus mentes por Van Tysch, un color tenebroso añadido a sus cuerpos. «Algo parecido a un pecado original», opinaba Arnoldus. La sombra de una falta que nunca cometieron y que, por tanto, jamás podrían olvidar, porque no hay nada más indestructible que lo imaginario. Quizá ni siquiera eran culpables de los delitos que habían expiado en la cárcel. Puede que tampoco hubieran estado en la cárcel. A fin de cuentas, pintar también consiste en engañar: crees que puedes tocar ese frutero, aquel racimo de uvas o el seno redondo de esta ninfa, extiendes los dedos y tropiezas, comprendes que las esferas son sólo círculos, lo que parecía volumen se aplana, se hace inaccesible al ansia exprimidora de los dedos. Arnoldus sospechaba que ellos eran una de las mejores ilusiones del pintor holandés. «Venid a mí, lienzos monstruosos: voy a construir una ilusión óptica con vosotros.»Tan habilidoso había sido el Maestro pintándoles aquella terrible mentira en sus cerebros que su hermano Hubertus vivía engañado. Hubert
sí creía que lo habían hecho.
Peor aún: ¡creía que
el engañado
era él, Arnoldus! «Has querido vendarte los ojos con esa explicación para no recordar lo que hicimos, Amo —le decía. Y agregaba—: Pero lo que hicimos, lo hicimos
de verdad.
¿Quieres que te refresque la memoria...?» Arnoldus había dejado ya de discutir sobre aquel desagradable asunto. ¿De qué serviría seguir diciéndole a Hubert que el
equivocado
era él, que nunca habían cometido una atrocidad semejante, que todo era producto del soberbio arte de Van Tysch?

Bajó la vista hacia la firma en su tobillo izquierdo: BvT. Un pensamiento nuevo lo inquietaba desde hacía algún tiempo. ¿Sería Van Tysch el responsable de aquel odio, aquella ferocidad que le provocaba Hubertus? ¿Había querido despertar su parte de Caín para pintarlo? Sea como fuere, el Maestro ya no les hacía mucho caso. Había perdido el interés por ellos. Se rumoreaba que pronto los pondría en venta.

Quizá lo mejor fuera olvidarse de Van Tysch y hasta de Hubertus, y disfrutar un poco mientras fuera posible.

Abrió la puerta y entró en el salón.

—Aquí estoy, Hubert. Espero que no hayas...

Se detuvo. No había nadie en la piscina. De hecho, la espaciosa sala parecía desierta.

«Ta, ta, ta, esto es una descortesía por tu parte, Hubert.» Arnoldus miró en todas direcciones. La suite era una basílica infinita: columnas; curvatura del techo; paredes de piedra; luz indirecta; largo altar de sacrificios en forma de barra de bar...

Demoró un instante en descubrir el surco de líquido a su derecha, justo a su derecha, un ligero detalle de color oscuro sobre la moqueta, un rastro de agua de piscina, la zigzagueante meada de un dios. Lo siguió, torciendo el voluminoso cuello. En el extremo final, con el vientre hacia arriba (esfera perfecta), yacía su hermano.

Y de pie junto a su hermano, una figura escueta y enmascarada: el tigre negro de sus terrores infantiles, su pesadilla ágil y voraz.

Cuando saltó sobre él, Arnoldus —niño obediente— no quiso gritar.

Un triángulo isósceles de luz. Piernas separadas.

—Descanso —dijo Gerardo—. Luego probaremos otro efecto.

Clara cerró las piernas y el triángulo desapareció. Se encontraba de espaldas a los dos hombres, frente a la ventana, con el cabello incendiado de rojo y el cuerpo perfilado de rayos de sol. Estaba pintada de rosa y ocre con matices en marfil y perla. La espina dorsal, la perfecta uve de la región lumbar y la cruz carnosa de las nalgas resaltaban en tierra natural. Gerardo y Uhl habían decidido las tonalidades aquella misma mañana después de observar detenidamente los colores ya secos de las líneas sobre su piel. Le entregaron una malla porosa y una caperuza de tinte y ella se colocó ambas en el cuarto de baño. Su carne y cabello imprimados absorbieron los colores a la perfección sin necesidad de barnices ni fijadores. Todos los tonos eran provisionales, le advirtió Gerardo, y a lo largo de los días irían modificándolos. También era provisional el color de ojos que le pintó con aerosoles corneales —verde esmeralda brillante— y el esbozo de labios en un rosa más oscuro que dibujó sobre su rostro. Por último, con las manos enguantadas, reunió su cabello, húmedo de pintura, en un moño muy pequeño. Los guantes salpicaron el suelo de falsas gotas de sangre cuando los arrojó a la papelera.

—Ya está —le dijo.

Clara salió del baño y caminó hacia el salón dejando un perfumado rastro de óleo a su paso. Lo primero que hizo fue observarse en los espejos. Entrevió la figura tras el boceto: una muchacha de Manet, alta, esbelta, desnuda, pelirroja, de músculos que destacaban uno a uno sin violencia como dibujados por un experto; bajo la luz del sol su cabello era una hemorragia luminosa. Se encontró bien hecha. Quiso imaginar que aquello no era un simple boceto, que el cuadro desconocido que estaban pintando con ella sería exactamente así.

Habían instalado una cámara de vídeo sobre un trípode y un gran foco de estudio fotográfico, pero las posiciones, al principio, se filmaron con luz natural. Tiene que hacer un día precioso, pensaba Clara contemplando la ventana que tentadoramente se abría ante ella, pero en el interior de aquellas paredes en crudo sobre aquel suelo de líneas paralelas todo se disolvía en resplandores, como si viviera dentro de un prisma. Estaba deseando disponer de tiempo libre para salir a explorar.

—La comida está en la cocina —le avisó Gerardo durante el descanso.

Ella caminó con cuidado, para no agrietar la pintura, hasta el cuarto de baño y se puso uno de los albornoces que colgaban de la puerta. Solía vestirse con algo cuando estaba pintada para no estropearse mientras comía o descansaba.

En la cocina le aguardaba una novedad. Su bandeja plastificada se encontraba, como el día anterior, en el lugar de costumbre, pero Gerardo ocupaba la silla opuesta. Estaba destapando la caja de una pizza recién descongelada en el microondas. Al parecer, iban a comer juntos. Se preguntó dónde estaría Uhl y por qué no comía con ellos. Supuso que entre Uhl y Gerardo existían graves desavenencias. A lo largo de la mañana aquellas desavenencias se habían traducido en discusiones, órdenes bruscas y grandes silencios incómodos. A ella le parecía evidente que Gerardo se dejaba dominar por su colega mayor, quizá porque lo admiraba, o tal vez por una simple cuestión de jerarquía, ya que el puesto de Gerardo se encontraba un peldaño por debajo del de Uhl. Decidió, de cualquier forma, ser discreta.

Se sentó y desgarró el plástico de su bandeja. Tenía dos triángulos de sándwich con una especie de mayonesa en los bordes, uvas, pan integral, margarina, queso crema, una ensalada, una infusión y un zumo vitaminado marca Aroxén. Antes ingirió las pastillas de rigor con un trago de agua mineral. Luego cogió el sándwich. Entretanto, Gerardo se afanaba con una cuña de pizza.

Iniciaron una conversación corriente. Él alabó su Quietud y le preguntó quiénes habían sido sus maestros. Ella le habló de Cuinet y de Klaus Wedekind, y de la semana que había pasado en Florencia trabajando de boceto para Ferrucioli. Comía muy despacio, mordisqueando pequeños trozos de sándwich, porque el óleo del rostro le tensaba la mandíbula y no quería agrietarlo. Mientras untaba una espesa capa de margarina en el pan integral improvisó una sonrisa con sus labios recién dibujados.

—Oye, dime, no seas malo. ¿Qué estáis haciendo conmigo?

—Pintarte —repuso Gerardo.

Ella reprimió una risita pero insistió.

—En serio. Voy a ser uno de los cuadros de la colección «Rembrandt», ¿verdad?

—Lo siento, amiguita, no puedo decírtelo.

—No quiero saber qué figura soy, ni el título del cuadro. Sólo dime si voy a ser un «Rembrandt».

—Mira, cuanto menos sepas sobre lo que estás haciendo, mucho mejor, ¿okay?

—Vale. Perdona.

De repente le avergonzó haber insistido. No quería que Gerardo pensara que ella lo había creído más manipulable que Uhl, más susceptible de revelar secretos artísticos.

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