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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (33 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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El arte, después, se hizo sagrado
—declaraba en inglés, entre jadeos nerviosos, una voz con timbre de falsete; los laboratorios la habían identificado como perteneciente a Hubertus—.
Las figuras buscaban... buscaban descubrir a Dios y honrar el misterio...
—Una pausa de sollozos. Benoit hizo una mueca cuando estalló el chirrido en los amplificadores—.
El hombre intentaba ser inmortal representando a la muerte. .. Todo el arte religioso giraba... giraba... giraba en torno al mismo tema... Se pintaban y esculpían la tortura y la destrucción con el fin de... con el fin de...
—Hubertus lloraba ahora abiertamente— ...
afirmar aún más la vida... la vida eter... etern
-
n-na... ¡¡Por faaavvvv...!!

La grabación se interrumpía con un alud de sollozos histéricos y continuaba con la voz de Arnoldus, más controlada.


El artista dice: mi arte es muerte... El artista dice: la única forma que tengo de amar la vida es... amar la muerte...

Porque el arte que sobrevive es el arte que ha muerto... Si las figuras mueren, las obras perduran.

—Los obliga a leer algún texto, sin duda —dijo Bosch cuando Thea apagó la grabadora.

—¡Este tío es un loco cabrón hijo de puta! —estalló Warfell—. ¡Está más claro que el agua! ¡Será muy listo, pero está como una chota!

Benoit, iluminado por una Lámpara de Marooder que alzaba las esbeltas piernas desnudas junto a su asiento, se volvió hacia Warfell.

—Es un montaje, Gert. Quieren hacernos creer que se trata de un sicópata, pero todo es un maldito montaje de la competencia, estoy seguro.

—¿Cómo es posible que las obras perduren si las figuras mueren? —preguntó el Hombre Clave—. ¿Qué sentido tiene eso?

Todos esperaban que Stein contestara. Pero fue Benoit quien lo hizo.

—Carece de sentido. Si se refiere a las figuras de
Monstruos,
desde luego, la obra ha dejado de existir para siempre con la muerte de las figuras. Eran insustituibles.

Se alzó de nuevo el imperioso violonchelo de Harlbrunner, que no se apartaba de la Mesa de frutos secos. Mientras hablaba deslizaba una mano por la luminosa superficie de los muslos de la muchacha que hacía de parte superior.

—¿Puede alguien explicarnos a los que somos neófitos en la materia qué diablos es esa... esa ceru... ceru...? —Varias voces completaron la palabra, pero Harlbrunner no quiso pronunciarla—. Según los informes, la cara y las manos del tal Weiss estaban untadas en eso, ¿no?

Le tocó el turno a Jacob Stein. Su tono de voz era muy bajo, pero se hizo un silencio sepulcral que lo amplificó.

—La cerublastina es un material similar a la silicona, pero mucho más avanzado. Se desarrolló en laboratorios de Francia, Inglaterra y Holanda a principios de este siglo con el único fin de ser utilizado para el arte hiperdramático...
Galismus,
creo que usted, señor Kobb —señaló al hombre de la Cancillería—, tiene un retrato suyo pintado por Avendano, y sabe lo que estoy diciendo.

El aludido asintió con una sonrisa.

—Sí, es idéntico a mí. A veces me produce escalofríos.

Bosch, que estaba recordando el retrato de Hendrickje, también se estremeció.

—La ceru se utiliza en arte para muchas cosas —prosiguió Stein—, no sólo para disfrazar a modelos de retratos sino para copias fraudulentas y oficiales, maquillajes complicados, etcétera... Un experto en su uso puede convertirse, literalmente, en
cualquier
persona, hombre o mujer. Basta con aplicarla como una pomada sobre la parte que se desea copiar, dejarla secar y desprenderla con cuidado. Es el disfraz perfecto. No obstante, repito, se necesita ser un verdadero experto para manejar los moldes de ceru con facilidad. Son más frágiles que la capa de nata que flota en la leche.

—Y, por lo que he estado oyendo hasta ahora —dijo el Hombre Clave—, este tipo
es
un verdadero experto.

Hubo un breve silencio. Stein, que parecía tener prisa, pidió a Benoit que resumiera las conclusiones de aquella reunión preliminar. Imbuido de una repentina responsabilidad, Benoit se incorporó en el asiento al tiempo que se colocaba las gafas de lectura y cogía unos papeles. Se inclinó hacia la izquierda para que la luz de la Lámpara de Marooder iluminara el texto.

—Con fecha 29 de junio de 2006, en las oficinas que gentilmente ha puesto a nuestra disposición la administración del edificio Obberlund de Munich, se constituye este gabinete de crisis, cuyos fines...

Los fines estaban bastante claros. Conservación y Seguridad habían desarrollado urgentemente dos clases de estrategias: de defensa y de ataque. Las medidas de defensa incluían tres apartados: retirada, identidad y confidencialidad. El primer apartado consistía en retirar progresivamente todas las obras en exhibición pública de Bruno van Tysch, primero en Europa, después en Estados Unidos, y por último en el resto del mundo. «Flores» sería la primera colección en regresar a Amsterdam, luego le tocaría el turno a «Monstruos» y después a las obras sueltas, como la
Atenea
del Georges Pompidou. Todos los cuadros serían confinados en lugares de segundad. El segundo apartado, la identidad, desarrollaba un sistema de control de identidad de los empleados que tuvieran contacto personal con los lienzos mediante pruebas de voz y dactiloscopia. Benoit sugirió en este punto que el personal correctamente identificado podría llevar etiquetas.

—Pero entonces seríamos obras de arte también —rezongó Warfell.

—¿Es que no hay otro modo de distinguir un disfraz de cerublastina? —preguntó el Hombre Clave.


Fuschus,
no lo hay —contestó Stein—. Cuando la ceru se seca, es como una segunda piel. Incluso adquiere su temperatura y consistencia. Tendríamos que arañar al sospechoso para asegurarnos.

La idea de las etiquetas quedó pendiente de estudio. Luego venía el apartado de confidencialidad. El anónimo criminal se designaría a partir de entonces con el nombre en clave de «El Artista», tal como él mismo parecía autoproclamarse en las grabaciones.

—Sólo los componentes de este gabinete de crisis —prosiguió Benoit— conocerán todo lo relacionado con El Artista. Aquellos asesores o colaboradores que no pertenezcan al gabinete de crisis conocerán sólo parte o ignorarán por completo la información relativa a El Artista, incluyendo los detalles de los atentados y las directrices de la investigación. Ni las compañías de seguros, ni los inversores que no sean clientes de la señorita Roman, ni, por supuesto, la prensa o el público en general podrán acceder a esta información. La existencia misma de El Artista constituye, desde este momento, materia reservada.

En las medidas de ataque sólo había un apartado:
Rip van Winkle.
Bosch había oído hablar con anterioridad de aquel sistema europeo de seguridad. Estaba orquestado por un departamento especial de Europol. El Hombre Clave lo definió como «de autodefensa y retroalimentación». Su nombre hacía referencia al personaje de Washington Irving que permaneció mágicamente dormido durante años. El sistema también permanecía «dormido» hasta que una crisis específica lo «despertaba». Su principal característica consistía en que, una vez «despierto», no se detenía hasta cumplir con sus objetivos. Su única prioridad eran los objetivos a cumplir. Cada objetivo cumplido se denominaba «resultado».
Rip van Winkle
podía saltarse todas las normas legales, constituciones y soberanías, si era preciso, con el fin de obtener «resultados». Además, se autorregulaba cada semana. Si descubría que no se había producido ningún «resultado», sustituía a sus responsables de inmediato.

—Hoy somos nosotros —dijo el Hombre Clave—. Mañana pueden venir otros.

El sistema llegaría hasta donde fuera necesario para erradicar el problema y utilizaría cualquier medio a su disposición. «Habrá víctimas —anunció, lúgubre, el Hombre Clave—, y casi todas inocentes, aunque necesarias. Puntualicemos. Necesarias. El número de víctimas crecerá de forma exponencial en relación con el tiempo que tardemos en cumplir con los objetivos. Es algo así como una guerra secreta.»El objetivo prioritario de
Rip van Winkle
en este caso sería simple: detener y eliminar a El Artista, fuera quien fuese, se ocultara quien se ocultase tras ese nombre.

Albert Knopffer, de Europol, tomó la palabra.

—No escatimaremos esfuerzos, puedo asegurarlo. Saben perfectamente, señores, el gran interés que la Comunidad ha depositado en la vida y obra de Bruno van Tysch y la Fundación que ustedes representan.

—Absolutamente cierto —declaró a su vez el Hombre Clave—. Es un orgullo para toda Europa, y para nosotros como ciudadanos europeos, que el señor Van Tysch haya decidido crear sus obras en el Viejo Continente, a diferencia de tantos y tantos artistas emigrantes. Aunque no quiero que mis palabras se entiendan como una crítica hacia estos artistas. Puntualicemos. —Hizo acopio de los últimos caramelos del recipiente y los devoró.

—La Fundación es una herencia de todos los europeos, y todos los europeos debemos cuidarla —completó Knopffer.

Mientras Benoit y Stein devolvían los elogios, Bosch reprimió una sonrisa. Recordaba que Gerhard Weyleb, su anterior jefe, el predecesor de la señorita Wood, le había dicho un día que la verdadera obra maestra de Van Tysch y Stein eran todos los europeos. «Somos sus mejores cuadros hiperdramáticos, ¿no lo comprendes? Ese es el secreto de su increíble éxito.»Harlbrunner, que en aquel instante apoyaba la mano en una de las barnizadas rodillas de la muchacha de la Mesa de frutos secos, se apresuró a intervenir.

—El arte es una prioridad absoluta. Ustedes me perdonarán si no sé expresarme mejor, pero estoy convencido de que el arte es prioritario para Europa.

Y remarcó sus palabras con breves golpes de orador sobre la pequeña rodilla.

Una majestuosa limusina azul oscuro se deslizaba con suavidad de pez grande por la avenida Ludwig Leopold de Munich. El chófer, a kilómetros de distancia de los ocupantes del asiento trasero, llevaba uniforme y gorra con visera. April Wood se sentaba a la izquierda, en actitud pensativa, golpeándose el dorso de la mano con el dedo índice de la otra. Frente a ella tecleaba en un ordenador portátil la secretaria personal de Stein. En el centro, con la cabeza volcada hacia atrás, Stein se echaba gotas de colirio en ambos párpados. Su traje y su medallón de ónice colgado del pecho eran del mismo color negro. Todo el que contemplaba a Jacob Stein aunque sólo fuera una vez se mostraba de acuerdo en cuanto al aspecto: era un fauno. Las cejas protruían en su rostro agrietado, los ojos se hundían bajo bóvedas oscuras, la nariz resaltaba y los labios, gruesos y sensuales, encontraban una fácil ventana entre los rizos de la barba grisácea. Más complicado resultaba determinar cuál era su importancia exacta en la Fundación. Algunos suponían que el Maestro lo dominaba por completo; otros pensaban que él era el verdadero monarca. A Wood no le parecían incompatibles ambas posibilidades. Pero había algo seguro: aquel judío neoyorquino de rostro faunesco y cabeza cuadrada era el principal responsable del éxito del arte HD, el individuo que había convertido el hiperdramatismo en un imperio mundial y en una nueva forma de cultura. Stein había diseñado los primeros adornos y objetos humanos, perfeccionado el sistema de compra y venta de obras, elaborado la producción en serie de copias baratas de cuadros originales y fundado las academias pioneras para lienzos. Con todo, sacaba algún tiempo para pintar, de vez en cuando, sus propias obras maestras.

—Debido a un azar interesante —dijo Stein cerrando la tapa del colirio—, sucede que la excusa que he utilizado esta vez para marcharme de la reunión es rigurosamente cierta,
fuschus.
El Maestro me espera en Amsterdam para supervisar algunos de los bocetos de «Rembrandt». Por si fuera poco, la preparación del
Jacob lucha contra el ángel,
con toda esa pintura en aerosol que llevan las figuras, me ha provocado una conjuntivitis... Ah, gracias, Neve.

La secretaria de Stein se había incorporado y le secaba los ojos con un pañuelo de seda. Después dobló el pañuelo, cogió el colirio y lo guardó todo en un bolso. La operación se desarrolló en completo silencio. Wood, que estaba contemplando los arabescos de la moqueta del coche, apenas vio otra cosa que los finos zapatos de tacón y los morenos empeines sin medias de Neve yendo de aquí allí.

—De modo que confío en que lo que tenga que decirme, señorita Wood, sea importante,
galismus
—concluyó Stein.

A Stein lo apodaban, en broma, «el Señor
Fuschus
-
Galismus».
Nadie sabía muy bien qué significaban aquellas dos palabras que tanto repetía y Stein nunca había querido explicarlo. Eran parte del argot que empleaba con pintores y lienzos. Sus discípulos hablaban, por contagio, de la misma forma.

—Suspenda la inauguración de «Rembrandt», señor Stein —dijo Wood sin preámbulos.

Stein soltó una tos mientras sus rasgos de fauno se acentuaban.


Fuschus,
a la esposa del último inversor que me dijo eso la convertimos en cuadro, ¿no es cierto, Neve? —Neve desnudó una dentadura brillante acompañada de una carcajada sutil y musical que a Wood se le antojó nauseabunda.

—Señor Stein, hablo en serio. Si esa exposición se inaugura, es muy probable que una de las obras sea destruida.

—¿Por qué? —preguntó el pintor con curiosidad—. Hay más de un centenar de cuadros y bocetos del Maestro repartidos en colecciones y exposiciones públicas por el mundo entero. El Artista podría elegir cualquiera de...

—No lo creo —lo interrumpió Wood—. Estoy convencida de que, se trate de un loco que actúa en solitario o de una organización, El Artista sigue un esquema fijo. Van Tysch, hasta ahora, ha sido el autor de dos grandes colecciones, tres contando con la que va a inaugurarse en julio: «Flores», «Monstruos» y «Rembrandt». El resto de su producción son cuadros sueltos. El Artista ha destruido
Desfloración,
que era una de las piezas de la primera colección, y
Monstruos,
una pieza de la segunda. —Se detuvo y elevó sus ojos límpidos hacia Stein—. La tercera pertenecerá a «Rembrandt».

—¿Qué pruebas tiene?

—Ninguna. Es una corazonada. Pero no creo equivocarme.

El pintor se contemplaba las uñas de la mano derecha en silencio. Había diseñado cinco pinceles especiales para adosar a aquellas uñas, por eso las conservaba largas y afiladas como las de un guitarrista.

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