Clara y la penumbra (36 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Clara y la penumbra
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—¿Y tú? —preguntó él.

La miraba sonriendo.

—¿Yo?

—Sí. ¿Qué es lo que deseas? ¿Cuál es tu mayor aspiración en la vida?

Ella no demoró ni un segundo en responder.

—Que un pintor haga una gran obra conmigo. Una obra maestra.

Gerardo sonrió.

—Tú ya eres una obra muy bonita. No necesitarías que nadie te pintara.

—Gracias, pero no me refería a obras bonitas sino
maestras.
Una gran obra. Una obra genial.

—¿Te gustaría que hicieran contigo una obra genial, aunque fuera fea?

—Ajá.

—Yo pensé que te gustaba ser bonita.

—No soy una modelo de pasarela, soy un lienzo —replicó ella con más brusquedad de la que deseaba.

—Cierto, nadie dice lo contrario —dijo Gerardo, y hubo una pausa. Entonces él se volvió hacia ella otra vez—: Perdona la pregunta, pero ¿puedo saber por qué? O sea, ¿por qué tienes tantos deseos de que alguien haga una gran obra contigo?

—No lo sé —respondió ella, sincera. Se había detenido a contemplar las flores que flanqueaban la vereda. Entonces se le ocurrió una comparación—. Supongo que un gusano tampoco sabe por qué quiere ser mariposa.

Gerardo reflexionó.

—Eso que acabas de decir es muy bonito, pero no del todo cierto. Porque un gusano está destinado a ser mariposa debido a la naturaleza. Pero las personas no somos obras de arte por naturaleza. Tenemos que fingir.

—Es verdad —admitió ella.

—¿Nunca te has planteado dejar la profesión? ¿Empezar a ser tú misma?

—Ya soy yo misma.

Gerardo se volvió hacia los árboles.

—Ven. Quiero enseñarte algo.

«Todo esto es un truco —pensó Clara—. Una trampa para oscurecerme el color. Quizás Uhl está escondido en algún sitio y ahora...»Vadearon la cuneta y continuaron por el bosque. Él le tendió la mano al descender una cuesta. Llegaron a un claro poligonal acotado por árboles de hojas relucientes y troncos castaños que parecían barnizados. Olía a algo curioso, imprevisto. A Clara le recordó el olor de las muñecas nuevas. Se oía un ruido extraño: un trino artificial, como el que podría producir la brisa al remover una barroca lámpara de araña. Por un instante miró a su alrededor intentando averiguar la causa de aquel misterioso tintineo. Entonces se acercó a uno de los árboles y comprendió. Quedó fascinada.

—A esta zona la llamamos
Plastic Bos,
«el bosque de plástico» —explicó Gerardo—. Los árboles, las flores y el césped son falsos. El sonido que oyes es el de las hojas de los árboles cuando el viento las mueve: están elaboradas en un material muy delicado y suenan como pedacitos de cristal. Usamos este lugar para abocetar exteriores durante todos los días del año. Así no dependemos de la naturaleza, ¿comprendes? Da igual que sea verano o invierno: aquí los árboles y la hierba siguen verdes.

—Es increíble.

—A mí me parece horrible —replicó él.

—¿Horrible?

—Sí. Estos árboles, este césped de plástico... No puedo soportarlo.

Clara se miró los pies: la alfombra de espesa y picuda hierba artificial se le antojaba muy suave. Se descalzó y la probó con el pie desnudo. Estaba mullida.

—¿Me puedo sentar? —preguntó de repente.

—Por supuesto. Estás en tu bosque. Ponte cómoda.

Se sentaron juntos. La hierba era un ejército de soldados elegantes y diminutos. Nada en aquel lugar estorbaba la vista. Clara acarició el césped y cerró los ojos: era como deslizar la mano por un abrigo de pieles. Se sintió feliz. Gerardo, por el contrario, parecía cada vez más triste.

—Los pájaros no se posan aquí ni de broma, ¿sabías? Se dan cuenta en seguida de que todo es un
trompe
-
l'oeil
y se van rapiditos hacia los verdaderos árboles. Y tienen razón, qué carajo: los árboles deben ser árboles, y las personas, personas.

—En la vida real, sí. Pero el arte es distinto.

—El arte pertenece a la vida, chica, no al revés —replicó Gerardo—. ¿Sabes lo que me gustaría? Pintar algo al estilo natural-humanista de la escuela francesa. Pero no lo hago porque el hiperdramatismo se vende mejor y da más dinero. Y yo quiero ganar mucho dinero. —Estiró los brazos al tiempo que exclamaba—: ¡Mucho, muchito dinero, y mandar al carajo todos los bosques de plástico del mundo!

—A mí este lugar me parece precioso.

—¿En serio?

—Ajá.

Él la miraba con curiosidad.

—Qué chica más increíble eres. He trabajado con muchos lienzos, amiguita, pero nadie tan tremenda como tú.

—¿Tremenda?

—Sí, quiero decir... tan
dedicada
a ser un lienzo de verdad, de pies a
cabeza.
Dime una cosa. ¿Qué haces cuando dejas de trabajar? ¿Tienes amigos? ¿Sales con alguien?

—Salgo con alguien. Y tengo amigos y amigas.

—¿Algún noviecito por ahí?

Clara peinaba la hierba con extrema delicadeza. Se limitó a sonreír.

—¿Te molesta que te pregunte estas cosas? —indagó Gerardo.

—No. Me relaciono con una persona, pero no vivimos juntos y yo no lo llamaría «novio». Es un amigo que me gusta.

Sonreía pensando en Jorge como en un «novio». No se lo había planteado nunca de esa forma. Se preguntaba qué significaba Jorge para ella, qué otra cosa compartían además de los instantes nocturnos. De repente comprendió que ella lo «utilizaba» como espectador. Le gustaba que Jorge supiera todas y cada una de las cosas que le ocurrían en el extraño mundo de su profesión. Ella procuraba no callarse nada, ni siquiera lo más vulgar, o lo que a ojos de Jorge constituía lo más vulgar: todo lo que hacía con el público en los art-shocks, por ejemplo, o su trabajo para
The Circle
o Brentano. Jorge se quedaba trémulo y a ella le agradaba contemplar su rostro entonces. Jorge era su público, su espectador asombrado. Ella necesitaba dejarlo continuamente con la boca abierta.

—De modo que llevas una vida muy normalita cuando dejas de ser lienzo —dijo Gerardo.

—Sí, llevo una vida bastante normal. ¿Y tú?

—Me dedico a trabajar. Tengo algunos amigos acá en Holanda, pero sobre todo me dedico a trabajar. Ya no salgo con nadie. Estuve saliendo con una chica holandesa hace tiempo, pero lo dejamos.

Hubo un silencio. Clara se encontraba inquieta. Seguía confiando en la destreza de Gerardo, pero ahora estaba casi segura de que aquel descanso no era fingido. ¿Qué pretendía él al hablarle «con sinceridad»? Entre un pintor y un lienzo no podía haber sinceridad, y eso lo sabían ambos. En el caso de artistas como Bassan o Chalboux, adictos al natural-humanismo, la sinceridad era forzada, una pincelada más, una especie de «ahora vamos a ser sinceros», una técnica como otra cualquiera. Pero Gerardo, sencillamente, parecía querer hablar con ella como quien habla con alguien a quien se conoce en el tren o en el autobús. Era absurdo.

—Oye, perdona, ¿no se nos está haciendo un poco tarde? —dijo ella—. A lo mejor deberíamos volver, ¿no?

Gerardo la miraba de hito en hito.

—Tienes razón —admitió—. Regresemos.

Y de improviso, mientras se levantaban, le habló en un tono distinto, con rápidos susurros.

—Oye, quería... quería que supieras una cosa. Lo estás haciendo muy bien, amiguita. Has captado la respuesta desde el principio. Pero sigue haciéndolo así, pase lo que pase, ¿okay? La clave es
ceder,
no lo olvides.

Clara lo escuchaba estupefacta. Le parecía increíble que estuviera revelándole los trucos del artista. Se sintió como si en mitad de una función apasionante uno de los actores se hubiera dirigido a ella y, tras hacerle un guiño, le hubiese dicho: «Esto es sólo teatro, no te preocupes». Por un momento pensó que se trataba de una pincelada oculta pero en el rostro de Gerardo sólo advirtió una preocupación sincera. ¡Preocupación por ella! «La clave es ceder.» Se refería, sin duda, a su estrategia con Uhl: la invitaba a continuar por el camino correcto, o, al menos, por el más seguro. Si sigues cediendo como has hecho la tarde anterior, le decía, Uhl frenará. No estaba pintándola: le revelaba los secretos, la solución de los enigmas. Era el amigo imprudente que venía contando el final de la película.

Le pareció como si Gerardo hubiera volcado a propósito un tintero sobre su dibujo apenas perfilado. ¿Por qué había hecho eso?

Las posiciones continuaron toda la tarde en un silencio perfecto. Uhl no la molestó, pero ella ya había dejado de pensar en Uhl. Consideraba que la torpeza de Gerardo constituía el mayor error que un pintor había cometido con ella en toda su vida profesional, incluyendo al pobre Gabi Ponce, que no era precisamente muy sutil a la hora del hiperdramatismo. Aunque ella sospechaba que el acoso de Uhl era fingido, no era lo mismo sospecharlo que
saberlo.
Gerardo, de un sólo brochazo, había estropeado el detallado paisaje de amenazas que Uhl y él mismo habían estado pintando minuciosamente a su alrededor. Ahora, cualquier retorno al fingimiento resultaba imposible: el hiperdrama, como tal, había desaparecido. A partir de entonces sólo podría haber teatro.

Más tarde, al acostarse, su enfado menguó. Llegó a la conclusión de que Gerardo debía de ser un novato. Los refinamientos del hiperdramatismo puro lo superaban con creces. Lo inconcebible era que a un pintor como él le hubieran ofrecido un puesto de tanta responsabilidad. Los aprendices no deberían dedicarse a dibujar sobre los originales, pensó Clara. Eso tenía que quedar en manos de artistas experimentados. Pero quizá no todo estaba perdido. Tal vez la torpeza de Gerardo, el inefable manchurrón que había dejado caer sobre ella, podía repararse con el fino arte de Uhl. Puede que Uhl encontrara algún método de aumentar la presión e introducirla de nuevo en la pintura.

Ella confiaba en volver a atemorizarse otra vez.

Se durmió deseando eso.

Cuando despertó, todo seguía increíblemente oscuro. No tenía forma de saber la hora, ni siquiera si era de noche o no, porque antes de acostarse había vuelto a cerrar las persianas de la casa. Supuso que todavía era de noche, ya que no oía cantos de pájaros. Se pasó una mano por la cara y se dio la vuelta, confiando en recuperar el sueño.

Estaba a punto de volver a dormirse cuando lo percibió.

Se incorporó en el colchón, aterrorizada.

Un ligero crujido de las tablas del suelo. Procedía del salón. Había sido un crujido similar —quizá— lo que la había despertado. Pisadas.

Se mantuvo alerta, escuchando. Todo el cansancio y los dolores musculares que sentía desaparecieron de repente. Le costaba trabajo respirar. Intentó un ejercicio de relajación, pero fue en vano.

Había
alguien
en el salón, Dios mío.

Puso los pies en el suelo. Su cerebro era un estallido desordenado de pensamientos.

—¿Hola? —dijo, trémula, con la voz del horror.

Esperó, sin hacer ningún otro movimiento, durante unos cuantos minutos, preparada para afrontar la espantosa posibilidad de que el intruso entrara en ese momento y se arrojara sobre ella. El silencio que la envolvía le hizo pensar que quizá se había equivocado. Pero su imaginación —ese extraño diamante, ese polígono de un millar de caras— enviaba fugaces horrores a su conciencia, invenciones diminutas como astillas de hielo puro.
Es el hombre de espaldas: ha salido de la foto y viene a por ti. Pero camina de espaldas. Lo verás entrar de espaldas sin tropezar, guiado por tu olor. Es papá, que viene con sus enormes gafas cuadradas a decirte que.
Hizo un esfuerzo para que aquellas pesadillas episódicas no permanecieran demasiado tiempo en su cabeza.

—¿Hay alguien? —se oyó decir de nuevo.

Esperó otro prudente lapso. No apartaba los ojos de la puerta cerrada del dormitorio. Recordó que las luces de la casa se encontraban a la entrada. No tenía forma de iluminar la habitación si no salía de allí y caminaba a oscuras hacia el vestíbulo. Pero no se atrevía a hacerlo. «Quizá sea un vigilante», pensó. Ahora bien, ¿qué hacía un vigilante entrando de noche en la granja y andando furtivamente por el salón?

El silencio proseguía. Los latidos de su corazón, también. Silencio y latidos se mostraban tercos en sus respectivas duraciones. Decidió entonces que se había equivocado. Las tablas de un suelo de madera pueden crujir por diversos motivos. En Alberca se había acostumbrado al sorprendente espanto del azar: la brisa repentina que resucita los visillos muertos, el quejido de una mecedora, un espejo disfrazado de oscuridad. Todo era una falsa alarma de su cerebro fatigado, sin duda, y ella podía levantarse con tranquilidad, dirigirse al salón y encender las luces, como había hecho la noche anterior.

Respiró hondo y apoyó las manos en el colchón.

En ese instante la puerta se abrió y el agresor penetró en su dormitorio como un huracán.

El edificio del Nuevo Atelier de Amsterdam alberga las oficinas centrales de Arte, Conservación y Seguridad de la Fundación Bruno van Tysch en Europa. Es una construcción poco escandalosa, mezcla de alegría holandesa y seriedad calvinista, con ventanas de marcos blancos y gabletes de campana estilo siglo XVII. Como detalle cosmopolita, el arquitecto P. Viengsen ha adosado a la fachada parejas de columnas tipo Brunelleschi. Está situado en la avenida Willemsparksweg, cerca del Vondelpark, en el Barrio de los Museos, donde se concentran las grandes joyas artísticas de la ciudad: el Rijksmuseum, el museo Van Gogh y el Stedelijk. Tiene ocho pisos y tres cuerpos. El vestíbulo y el primer piso se encuentran bajo el nivel del mar, y esto es algo con lo que Amsterdam ha aprendido a convivir. Bosch, en su despacho de la quinta planta, se salvaría —quizá— de una posible inundación, pero tal fortuna no parece importarle especialmente.

El despacho del señor Bosch da al Vondelpark. Posee un escritorio de caoba en ángulo obtuso con cuatro teléfonos de góndola en uno de los lados y tres fotos enmarcadas en el otro. Las fotos están colocadas de tal forma que nadie sentado frente a Bosch puede verlas.

La más cercana a la pared es un retrato de su padre, Vincent Bosch. Vincent era abogado en una empresa holandesa de tabaco. Advertimos su bigote, su mirada suspicaz, su enorme cabeza heredada por Lothar. Podríamos intuir su metódico y riguroso carácter. El lema que intentó transmitir a sus hijos, «conseguir lo mejor posible con los elementos disponibles», parece cincelado en cada uno de sus rasgos. Se hubiera sentido satisfecho con los resultados.

La foto del centro es de Hendrickje. Bonita, de pelo corto y rubio, sonríe mucho. Apreciamos, no obstante, cierta tendencia caballuna de la mandíbula unida a cierta desproporción de los dientes. A Bosch le consta que su cuerpo no mostraba ninguna desagradable desproporción: Hendrickje solía enseñarlo bajo atractivos vestidos de rejillas. Tenía veintinueve años, cinco menos que el
inspecteur
Bosch, y era rica. Se conocieron en una fiesta cuando una astróloga los emparejó por sus signos zodiacales. A Bosch le cayó mal al principio; luego se casó con ella. El matrimonio funcionó a la perfección. Hendrickje, alta, esbelta, riquísima, atractiva, estéril (una enfermedad diagnosticada diez meses después de la boda), señorial y positiva («piensa en positivo, Lothar», solía decirle), gozaba del privilegio de varios amantes. Bosch, cabezón, serio, solitario, callado y conservador, sólo tenía a Hendrickje, pero consideraba que, por este simple motivo, por el simple hecho de amarla, no podía retenerla en contra de su voluntad como a tantos delincuentes a los que odiaba. Respetar la voluntad del prójimo era parte del ideario de libertad que el joven
inspecteur
había respirado en Amsterdam durante su inquieta adolescencia, cuando vivía como
okupa
en un edificio del Spui. Fue casi perverso que el mismo Lothar que tiraba piedras a los antidisturbios desde la estatua del Golfillo ingresara años después en la policía municipal. En las escasas ocasiones en que todavía se pregunta por qué tomó esta decisión, cree hallar la respuesta en el retrato de su padre (retrocedamos a él), en esa mirada triste de calvinista escéptico. Su padre quería que estudiara Leyes, él quería ser útil a la sociedad, su padre quería que ganara dinero, él no quería trabajar con su padre. ¿Por qué no hacerse policía? Una decisión lógica. Una forma de «obtener lo mejor posible con los elementos disponibles». En parte, a Hendrickje le gustaba que él fuera policía. Eso le otorgaba cierta seguridad, cierta «estabilidad» a la fachada matrimonial. Las discusiones eran esporádicas, como los instantes de amor, y en este sentido el matrimonio fue un dechado de equilibrio. Pero una neblinosa mañana de noviembre de 1992 todo concluyó de repente: Hendrickje Michelsen regresaba en coche desde Utrecht cuando la carcasa de un tráiler la guillotinó. Sus sesos se esfumaron con el impacto, y con ellos su cabeza, su preciosa cabeza rubia pelicorta y caballuna, la misma que contemplamos en la foto, pero también su cuello grácil y parte de su torso. Había ido a Utrecht a visitar a uno de sus amantes. Bosch recibió la noticia mientras interrogaba a un sospechoso de asesinato múltiple. Se quedó paralizado, pero decidió proseguir con el interrogatorio. El sospechoso resultó, al final, terriblemente inocente. Y una tarde de marzo, cuatro meses después de aquella tragedia, aconteció un suceso sobrenatural en casa del viudo y solitario
inspecteur.
Llamaron a la puerta y, al abrirla, Bosch se encontró frente a una chica de pelo trigueño que dijo llamarse Emma Thorderberg. Vestía cazadora y vaqueros y traía una bolsa al hombro. Le explicó a lo que venía y Bosch, asombrado, la dejó pasar. La chica entró en el cuarto de baño y una hora después salió Hendrickje con vestido de rejilla, dio varios largos y parsimoniosos pasos con sus piernas desnudas y relucientes de recién resucitada y se colocó de pie en el comedor sin mirar al boquiabierto Lothar. El retrato era de Jan Carlsen. Como todo artista, Carlsen se había reservado el derecho a modificar el original, y había recortado la falda y el escote hasta lograr una imagen más tentadora. Por lo demás, la cerublastina igualaba ambas figuras: era como si Hendrickje estuviera viva.

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