Read Clara y la penumbra Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (40 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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El sol comenzó a rodar por la ventana y rozó sus pies. Al ascender por sus espinillas su piel imprimada destelló. A veces, el ruido de un motor o el paso fugaz de un vehículo por la vereda la sobresaltaban. Luego volvía la calma.

Poco después, la puerta de la cocina se abrió y entró Gerardo. Se había quitado el chaleco y lucía sus bíceps con la camiseta sin mangas y el logotipo de la Fundación. Manoseaba nerviosamente la tarjeta color turquesa con su foto y su nombre. Abrió el frigorífico, pareció pensarlo mejor, lo cerró sin sacar nada y se sentó frente a ella en el otro extremo de la mesa. «Pobre criatura», pensó Clara desde su Nirvana particular, infinitamente compasiva.

—Oye, mira, siento mucho lo sucedido, ¿oíste? —dijo Gerardo tras una pausa.

—No, no, qué va, al contrario —replicó ella de inmediato—. Fui una tonta. Lamento haberme puesto así.

Ambos estaban sentados de perfil y torcían el cuello (Gerardo hacia la izquierda, ella hacia la derecha) para mirar al otro mientras hablaban. Luego escuchaban la respuesta contemplando la ventana y el pequeño espacio de cielo azul y las sombras de las nubes.

—De todas formas, quería decirte que no te preocuparas. Si el Maestro la toma con alguien será conmigo, chica. Tú eres el lienzo y no tienes la culpa de nada, ¿okay?

—Bueno, vamos a ser optimistas —repuso ella—. A lo mejor Van Tysch viene tan sólo a supervisar el boceto, ¿no? Faltan apenas dos semanas para mi exhibición.

—Sí, quizá tengas razón. ¿Estás nerviosa?

—Un poco.

La coincidencia de sonrisas los sumergió en un nuevo silencio.

—Yo apenas lo he visto en un par de ocasiones —dijo Gerardo al cabo de un rato—. Y siempre a distancia.

—¿No has hablado
nunca
con él?

—Nunca. En serio, no te engaño. El Maestro no suele hablar con los asistentes porque no lo necesita. La cabeza visible de la Fundación es el Señor
Fuschus
-
Galismus...
Jacob Stein, quiero decir. Lo llamamos así porque siempre está diciendo esas palabras... Stein es quien te llama, te contrata, habla contigo, te da órdenes... Van Tysch tiene ideas y las escribe. Sus ayudantes nos las pasan, y nosotros, los asistentes técnicos, nos encargamos de ejecutarlas, y ya está. Es un tipo muy raro. Imagino que todos los genios son bastante raros. Conoces su vida, ¿no?

—Sí, algo he leído.

En realidad, Clara había devorado una a una todas las biografías del pintor y estaba al tanto de los pocos datos ciertos que se sabían sobre él.

—Su vida es un cuento de hadas, ¿no te parece? —dijo Gerardo—. De repente, un multimillonario norteamericano se encapricha con él y le lega toda su fortuna. Increíble. —Apoyó la nuca en las manos y observó el paisaje más allá de la ventana—. ¿Sabes cuántas casas tiene Van Tysch en la actualidad? Alrededor de seis, pero no son casas, sino palacios: un castillo en Escocia, una especie de monasterio en Corfú... Y fíjate, dicen que nunca las visita.

—¿Y para qué las quiere?

—No lo sé. Supongo que le gusta tenerlas. Él vive en Edenburg, en el castillo en que su padre trabajó de restaurador. Los que han estado allí vienen contando cada cosa que ya no sabes qué creerte. Dicen, por ejemplo, que no hay ni un solo mueble y que Van Tysch come y duerme en el suelo.

—Vaya exagerados.

Gerardo se disponía a replicar algo cuando se oyó un ruido. Una furgoneta había aparcado frente a la valla. El corazón de Clara bombeó la sangre con fuerza y todo su cuerpo se tensó. Pero Gerardo le hizo un gesto tranquilizador.

—No, no es él.

Sin embargo, era alguien a quien Gerardo y Uhl conocían, sin duda, porque Clara los vio avanzar juntos hasta la valla. De la furgoneta se bajó un negro con boina y chaleco de cuero. Detrás salieron, en albornoz, un tipo mayor y barbudo y una chica de largo pelo negro. La chica era bajita y su pelo llegaba hasta los tobillos. Ambos estaban descalzos y sus piernas se hallaban manchadas de barro y pintura roja, o quizás era sangre. Llevaban etiquetas color naranja colgadas del cuello, muñeca y tobillos, y parecían fatigados. Clara recordó que el naranja identificaba a los modelos de bocetos, los que servían para entrenar y dibujar a los bocetos originales. El negro era joven y esbelto y mostraba una perilla muy semejante a la de Gerardo. Sus botas estaban manchadas de barro. Un instante después, todos se despidieron y el negro y sus muñecos cansados y sucios volvieron a subir a la furgoneta y se alejaron.

—Era otro
assistant
amigo nuestro —le explicó Gerardo cuando regresó a la cocina—. Está trabajando en una granja cercana con modelos de bocetos, pero traía noticias frescas y vino a contarnos. Parece que han retirado la exposición de «Flores» del Museumsquartier de Viena.

—¿Por qué?

—Nadie se lo explica muy bien. En Conservación afirman que los lienzos necesitaban un descanso y que han preferido acortar la temporada del Museumsquartier en beneficio de otras. Pero nuestro amigo dice que van a hacer lo mismo con «Monstruos» en la Haus der Kunst de Munich, figúrate. No sé lo que está pasando. Ah, pero no pongas esa cara. «Rembrandt» sigue adelante —le dijo.

Por la tarde, Van Tysch seguía sin dar señales de vida y Clara ya no podía más. La ansiedad la estaba
humanizando,
arrebatándole su condición de objeto y transformándola en persona, en una muchacha nerviosa que deseaba comerse las uñas. Sabía muy bien que una ansiedad excesiva era peligrosa. Resultaba imprescindible librarse de aquel adversario porque el pintor podía llegar en cualquier momento y ella tenía que aguardarlo tersa y tranquila, lista para ser usada del modo que a Van Tysch se le ocurriera.

Optó por algunas flexiones intensas. Se encerró en el dormitorio, se quitó el albornoz y se echó de bruces al suelo con las piernas un poco separadas. Apoyándose en las manos y en la punta de los pies inició una serie de duras flexiones combinadas con respiraciones profundas que, al principio, no tuvieron otro efecto que hacer que su corazón bombeara más aprisa. Pero conforme proseguía, hacia abajo, hacia arriba, hacia abajo, hacia arriba, usando sus brazos y tendones, esculpiendo los músculos de sus extremidades, logró por fin olvidarse de sí misma y de la situación en la que se encontraba, y se entregó a la agotadora conciencia de ser un cuerpo, una herramienta.

Transcurrió un tiempo impreciso. No se percató de que alguien había entrado en la habitación hasta que casi lo tuvo encima.

—Eh.

Levantó la cabeza bruscamente. Era Gerardo.

—¿Qué? —preguntó, trémula.

—Calma. No hay nada nuevo. Es que he pensado que será mejor que te pintemos el pelo para que el Maestro nos diga su opinión sobre la tonalidad.

La operación se realizó en el cuarto de baño. Clara se recostó sobre el respaldo de una silla con las piernas extendidas y una toalla envolviendo su cuerpo. Gerardo utilizó una caperuza impregnada en un tono rojo caoba y un aerosol fijador.

—La mariposa sale de la crisálida. —Al tiempo que decía esto le desprendió la caperuza. Empezó a amasar el color rojo con sus manos enguantadas—. ¿No dijiste eso ayer, cuando te pregunté por qué querías ser una obra maestra? Respondiste que no lo sabías, «porque tampoco sabe el gusano por qué quiere ser mariposa». Yo te dije que me parecía una respuesta bonita pero falsa. Tú no eres ningún gusano, ¿sabes? Eres una chica muy atractiva, aunque ahora mismo puedas parecer, sin facciones, imprimada, con el pelo empapado de rojo, una muñeca de plástico a la que no han acabado de pintar. Pero por debajo de todo ese plástico, la verdadera obra de arte eres tú.

Clara no dijo nada. Contemplaba la cabeza de Gerardo al revés, inclinada sobre ella.

—Cierra los ojos... Voy a usar el fijador... Así... —Sintió el disparo de rocío sobre su pelo. Gerardo prosiguió—: Comprendo que estés disgustada conmigo, amiguita. Pero ¿sabes lo que te digo? Si se presentara la misma situación de esta madrugada, volvería a hacer lo mismo... Yo llego hasta cierto punto. No soy, ni nunca seré, un gran maestro de la pintura de personas... Ah, ahora está quedando bien el color... Espera, no hables... Justus sí pudo llegar a serlo, pero carece de ambición. Yo soy incapaz de asustar o hacer daño a una chica que me agrada, ni siquiera a causa de un gran cuadro. En mis manos, todo el hiperdrama se convierte... ¿Sabes en qué...? En hipercomedia. Reconozco que soy un poco payaso, ya me lo decía mi mamá. Así... Ahora hay que esperar unos minutos...

Ella escuchaba en silencio. Cuando volvió a abrir los ojos, Gerardo había desaparecido de su campo visual. El denso aroma del fijador taponaba su nariz. Entonces las manos de Gerardo regresaron. Sostenían un pequeño bote de pintura ocre y un pincel cónico fino.

—Para mí, hay una barrera —dijo mientras mojaba el pincel y lo acercaba al rostro de Clara—. Una barrera, amiguita, que el arte no podrá cruzar jamás. Son los sentimientos. Del lado de allá están las personas. Del lado de acá, el arte. Nada en el mundo puede romper esa barrera. Es infranqueable.

«Me está pintando cejas», pensó ella. Se puso rígida, quiso decirle que a lo mejor al Maestro no le gustaba que tuviese facciones, pero se calló. Notaba las curvas frías del pincel sobre su frente.

Con pulso seguro, con mano muy firme, Gerardo rubricó los arabescos y dirigió la húmeda punta hacia sus ojos. Ella los cerró y sintió una caricia de pájaro: aleteos trémulos; el inicio de los sutiles flecos de las pestañas, el marco de la mirada.

—Creo en el arte, amiguita, pero creo mucho más en los sentimientos. No puedo traicionarme a mí mismo. Prefiero mil veces un cuadro mediocre al desprecio de alguien que me agrada... Alguien a quien he empezado... a respetar y conocer. .. No te muevas ahora...

Cejas. Pequeñas gotas de pestañas pardas. Dibujos levísimos sobre los bordes de los ojos. Clara iba a hablar pero Gerardo la detuvo con un gesto.

—Silencio, por favor. El artista se dispone a rematar su tarea.

Una curva ascendiendo con pulcritud desde su comisura izquierda.

—Me parece que este mundo no sería tan perverso si todos opináramos igual... Qué difíciles son los labios siempre... ¿Por qué tendrán esta forma tan rara...? Será de decir mentiras.

La línea se prolongó hacia abajo. Clara sentía como si un pájaro caminara por el borde de su boca.

—Me gustas —dijo Gerardo y retrocedió para observarla de lejos—. Decididamente, me gustas. Me has quedado muy bella. Espera, que vas a verte.

Cogió algo del lavabo. Era un pequeño espejo redondo. Se acercó a ella.

—¿Preparada?

Clara asintió. Gerardo sostuvo el espejo como si fuera un sacerdote con una forma consagrada y lo situó al nivel de su rostro.

Ella miró.

Unas facciones la miraban.

Suaves ondas bajo la frente, cofres elípticos, simetría de curvas ocres. Enarcó las súbitas cejas, maravillándose de su recién nacida forma de expresar asombro. Parpadeó y recibió la caricia de unas pestañas móviles como gorriones que rodeaban el lenguaje de sus ojos, unos ojos que nunca habían enmudecido, que sólo habían sido desposeídos durante un tiempo de su apariencia pero que volvían a mostrarse colmados de luz. Sonrió y elevó las comisuras descubriendo que una brecha hendida en el rostro nunca, nunca podía ser una sonrisa; que la sonrisa era eso que Gerardo le había pintado, exactamente eso: un conjunto de formas que se distienden, el volumen alabeado que se mueve al tiempo que los ojos cumplen su misión y los párpados se entornan. Era maravilloso volver a tener facciones otra vez.

Gerardo sostenía el espejo donde flotaba su rostro como un regalo valioso.

—Ya puedo verte sonreír —dijo, muy serio—. Trabajito me ha costado, amiguita. Pero ya me sonríes.

A Clara le impresionaba su seriedad. Le parecía que lo había juzgado mal desde el principio. Era como si lo viera por primera vez. Como si hubiera algo dentro de Gerardo mucho más sabio y maduro que él mismo o que sus palabras. Pensó por un instante que el rostro de Gerardo también estaba pintado, delineado como el suyo, aunque con sombras borrosas. Fue una alucinación fugaz, pero por un momento le pareció que el secreto de la vida consistía en llegar más allá del dibujo de los rostros y alcanzar a las personas que yacen detrás.

No supo cuánto tiempo permaneció así, sentada frente a aquel espejo que él sostenía, mirándolo y mirándose. En un momento dado, volvió a oír su voz. Pero el espejo ya no estaba y Gerardo se inclinaba hacia ella con el semblante crispado, muy nervioso.

—Clara... Clara,
ya está ahí...
He oído su coche... Escúchame.. . Haz todo lo que él te diga... No discutas su manera de trabajar, ¿oíste...? Sobre todo, por encima de
todo,
no le discutas... Y no te sorprendas de que te pida
cualquier cosa...
Es un tipo muy extraño... Le gusta confundir a los lienzos... Ten cuidado con él. Ten mucho cuidado.

En ese instante oyeron la voz de Uhl llamándolos. Palabras en frenético holandés, ruido de puertas. Corrieron hacia el salón, pero no había nadie. La puerta de entrada estaba abierta y se oía una conversación en el porche. Avanzaron hacia allí y Clara se paró en seco.

Había un hombre de espaldas charlando con Uhl. El sol de la tarde recortaba su silueta a contraluz: una sombra austera y negra.

Uhl vio a Clara e hizo un gesto. Estaba muy pálido.

—Te presento... Te presento al señor Bruno van Tysch —dijo.

Entonces el hombre se volvió lentamente hacia ella.

TERCER PASO

EL ACABADO DEL CUADRO

Ahora es necesario perfilar a los personajes: otorgarles un aspecto, una entidad. Cuando los personajes quedan dibujados, sólo entonces puede afirmarse que el cuadro se acaba.

Tratado de pintura hiperdramática

BRUNO VAN TYSCH

—La cuestión es... si se
puede
hacer que las palabras signifiquen cosas diferentes. —La cuestión es... saber quién es el que manda, eso es todo.

CARROLL

El personaje sentado tras el escritorio es un hombre maduro y corpulento. Lleva un traje impecable de color azul oscuro y una tarjeta roja colgada del bolsillo superior de la chaqueta. Está sentado en el centro de un escritorio en ángulo obtuso con tres fotos enmarcadas en uno de los lados. La luz que llega desde atrás a través de dos ventanas altas incide en su calva bastante notoria, asediada de cabellos encanecidos. Sus rasgos poseen cierta nobleza: ojos garzos, nariz aguileña, labios finos, arrugas de un envejecimiento inclemente pero distinguido. Parece muy concentrado en lo que le dicen, pero, si lo observamos con más detenimiento, quizá lleguemos a la conclusión de que sólo
finge
concentración. El cansancio y la preocupación lo dominan, es incapaz de entender las palabras que le dirigen y, por tanto, apenas escucha. Tiene dolor de cabeza. Por si fuera poco, es lunes. Lunes 3 de julio de 2006.

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