—No comparto esa opinión —dijo Bosch—. Somos algo más que simple apariencia. Estoy convencido.
—Yo no —replicó Wood con voz extrañamente rota.
Se miraron a los ojos un instante. Para Lothar Bosch, fue un momento doloroso. Ella era tan bella que casi lo hacía llorar. Mirarla era un placer punzante. De joven había fumado marihuana y experimentado siempre la misma reacción en las noches en que se permitía ciertos excesos: una tenue felicidad que rodaba por una pendiente oscura y aceitada hasta una tenue tristeza. De alguna forma, sus placeres siempre habían dejado a su paso un rastro de lágrimas.
—Sea como fuere, El Artista es
arte
—dijo ella después de un silencio.
—¿Qué quieres decir?
—Hasta ahora hemos pensado que se trata de un experto, pero podríamos ir más allá. Tú mismo lo has dicho: es «increíble». Un simple experto en ceru sabría
usar
la ceru, pero nada más. Sería como un adorno: el artesano lo disfraza y se acabó. Ahora bien, ¿qué diferencia hay entre un adorno y una obra de arte? Pues que la obra de arte se
transforma.
Los retratos son obras de arte porque saben convertirse en el individuo al que representan.
—Un lienzo... —murmuró Bosch.
—Exacto. El Artista podría ser un antiguo lienzo experto en cerublastina. En su currículo figurarán, sin duda, varios retratos.
—Un lienzo que odiara a Van Tysch... Un lienzo que odia al pintor. Suena verosímil.
—Como hipótesis de trabajo puede funcionar. ¿Tenemos listas morfométricas de
todos
los lienzos del mundo? No sólo los que están en activo, también los retirados.
—Podríamos conseguirla a través de la red. Hablaré con Nikki. Pero investigar la morfometría de
todos
los modelos nos llevaría meses, April. Necesitamos acotar el terreno.
De repente la atmósfera había cambiado. Bosch se sentía ahora enérgico, activo, razonando junto a Wood. Ambos se inclinaban hacia adelante contemplando las fotos mientras hablaban.
—No podremos acotar el género...
—No, pero sí su experiencia profesional: uso de cerublastina, por ejemplo. Debe de superar la de un simple adorno, pero también la de una obra de arte marginal. Puede que haya hecho hipertragedia y art-shocks, pero sobre todo debe de haber hecho mucho arte transgenérico. Es un verdadero especialista en transgenerismo.
—Estoy de acuerdo —admitió Bosch.
—Y podríamos pensar que ha trabajado, o estado en contacto de alguna forma, con la Fundación: como boceto, como modelo de esquemas, como original, lo que se te ocurra... ¿Cuántos crees que nos quedarían después de esta criba?
—Varias decenas.
Wood suspiró.
—Limitemos la edad a... —Reflexionó un instante y movió la cabeza—. Bueno, hagámoslo según criterios lógicos. Por ejemplo, exceptuaremos a niños y ancianos. Puede ser un adolescente o un adulto joven. Tenemos sus datos morfométricos aproximados, eso nos servirá de ayuda. Habla con Nikki. Que busque a un modelo que haya trabajado con nosotros, joven, de cualquier sexo, con experiencia en ceru y transgenerismo y cuyos datos morfométricos correspondan. Una vez obtenida la lista con los posibles sospechosos, será preciso investigar paraderos actuales e ir descartando aquellos cuyas coartadas sean firmes. Necesitamos resultados para mediados de la semana próxima.
—Lo intentaremos. —Bosch se sentía eufórico—. Esto es fabuloso, April... ¡Vamos a adelantarnos incluso a ese sofisticado sistema de
Rip van Winkle!
Puede que hasta seamos nosotros quienes lo atrapemos. Me gustaría ver la cara que pone Benoit entonces...
La señorita Wood lo miraba fijamente. Tras una pausa dijo:
—Hay un pequeño problema, Lothar. Después de la reunión con la gente de
Rip van Winkle
ayer en Munich acompañé a Stein hasta el aeropuerto, ¿recuerdas?
—Sí, pero aún no sé lo que le dijiste.
—Metí la pata, quizá. Le conté cosas que no debí contarle. No puedo fiarme de nadie. De nadie, salvo del Maestro. Pero el Maestro es inaccesible.
—¿Por eso no me las has contado a mí? ¿Porque no te fías?
Bosch había hecho la pregunta con absoluta delicadeza. Nada en su tono de voz ni en su expresión inducía a pensar que se sintiera ofendido.
Wood no respondió. Miraba hacia el suelo. Bosch empezó a sentirse inquieto.
—¿Es algo muy grave? —aventuró.
Lenta, casi dolorosamente, Wood le refirió el asunto de Marthe Schimmel y el chico rubio platino. Bosch la escuchaba, lívido.
—Ese hijo de puta juega
con ventaja
—dijo Wood—. Alguien le pasa información desde
dentro.
¡Alguien lo ayuda! Llevo dos noches sin dormir pensando en eso... Es un alto cargo: dispone de códigos, conoce con antelación nuestras medidas de seguridad... Puede ser... ¿Quién...? Paul Benoit. Quizá sea Benoit. O Jacob Stein, aunque me resulta imposible creer que sea Stein, por eso se lo confesé ayer. Stein nunca dañaría una obra del Maestro, estoy segura: lo admira igual que yo, o más... Pese a todo, se ha negado a suspender la exposición de «Rembrandt»... Pueden ser Kurt Sorensen o Gert Warfell... O Thea... O puedes ser tú, Lothar. —Clavó sus ojos azules en Bosch. Su rostro era una superficie crispada y reluciente de maquillaje—. O
yo.
Sé que no lo soy, pero me gustaría que
tú
pensaras que
puedo serlo...
—April...
Jamás había visto a la señorita Wood tan alterada. Se había puesto en pie y casi temblaba. Parecía estar a punto de echarse a llorar.
—No estoy acostumbrada a trabajar así... No soporto fallar y
sé que voy a fallar...
—April, por Dios, cálmate...
Bosch se levantó, aturdido. Deseaba abrazarla, y, pese a que nunca lo había hecho ni se había atrevido siquiera a intentarlo, se acercó a ella y lo hizo. Sintió que envolvía una estructura tan frágil y efímera que casi le entró miedo. Ahora que estaba con ella, ahora que la
notaba,
April se le aparecía como una figurita de plata, algo mínimo y trémulo de pie al borde de una mesa y a punto de volcarse. Tal pensamiento le hizo perder todas las reservas y la estrechó con más fuerza, unió sus manos tras la espalda de Wood y la atrajo con firmeza hacia sí. Ella no lloraba, sólo temblaba. Apoyaba la barbilla en su hombro y temblaba. Bosch, incapaz de hablar, continuó abrazándola.
De pronto todo terminó. Unas manos lo apartaron con suavidad pero sin titubeos. Wood le dio la espalda. Cuando volvió a ver su rostro, Bosch reconoció de inmediato a la directora de Seguridad. Si ella se había dado cuenta de algo, si se había percatado de su afecto, no parecía concederle al tema ninguna importancia.
—Gracias, ya me siento mejor, Lothar. El problema es... El asunto es... Uno de nosotros quiere cargarse ciertas obras del Maestro, eso me parece claro. El motivo no nos importa por ahora. Quizá lo odia. O bien le pagan por colaborar. Sus antenas seguirán informando a El Artista, sus jodidas antenas seguirán enviándole información, y El Artista elaborará su plan, o lo modificará (porque estoy segura de que
ya
tiene un plan), de acuerdo a nuestras decisiones... De modo que no creo que podamos atraparlo. Nuestra única posibilidad consiste en
anticiparnos
a él. Saber cuál va a ser su próximo objetivo y tenderle una trampa
por nuestra cuenta.
Hizo una pausa. Había recobrado de nuevo su rigidez habitual. Fruncía el ceño mientras hablaba.
—El Artista va a intentar destruir uno de los cuadros de «Rembrandt»: partiremos de esta hipótesis. Pero ¿cuál? Son trece obras. Estarán expuestas en un túnel de quinientos metros de longitud construido con telones en el Museumplein. El interior del túnel se encontrará completamente a oscuras, salvo el resplandor procedente de los propios cuadros. No podremos usar ni siquiera infrarrojos para vigilarlos. Trece pinturas hiperdramáticas basadas en otras tantas obras de Rembrandt:
Lección de anatomía, La ronda nocturna, Cristo en la cruz, La novia judía...
Una exposición asombrosa pero también arriesgada. Si lográramos saber con antelación cuál elegirá, podríamos tenderle una trampa. Pero ¿cómo saberlo? Algunos de los cuadros ni siquiera están acabados. De hecho, los ayudantes de Arte siguen abocetando figuras en las granjas. ¿Cómo saber qué cuadro va a elegir El Artista esta vez, si ni siquiera están terminados?
Bosch decidió mostrarse tranquilizador.
—La exposición de «Rembrandt» no me preocupa, April: casi un ejército entero va a vigilar cada cuadro dentro y fuera del túnel, además de la policía regional y la KLPD. Y en el hotel habrá varios agentes de Seguridad montando guardia en el interior de las habitaciones. Los cuadros no van a estar solos ni un segundo. Controlaremos constantemente la identidad de nuestros hombres con análisis de huellas y de voz. Y serán agentes nuevos que acudirán a última hora. ¿Qué puede fallar?
Wood lo miraba fijamente. Entonces preguntó:
—¿Te han enviado ya la lista de los modelos originales que van a hacer las obras?
—No me la han pasado todavía. Sé que Kirsten Kirstenman y Gustavo Onfretti intervienen, pero... —Observó que el rostro de Wood volvía a mostrar preocupación. Se desesperó. Intentó animarla de alguna forma—. April,
no va a pasar nada,
ya lo verás. No es simple optimismo, es algo lógico. Vamos a conseguir salvar la colección «Rembrandt», estoy...
Wood lo interrumpió.
—Tú conoces perfectamente a uno de los modelos, Lothar.
Hizo una pausa. Bosch la contemplaba desconcertado.
—Tu sobrina Danielle hará un cuadro.
Los brazos que se lanzaron hacia ella en medio de la oscuridad parecían un dibujo de la noche.
Lanzó un grito e intentó rodar sobre el colchón mientras su cerebro se licuaba en un océano de horror. Algo aferró sus muñecas, una carga áspera y pesada se desplomó sobre su vientre. Quedó de espaldas, debatiéndose y gritando. Una araña controlada por una inteligencia superior palpó su boca sin labios, su boca donde los labios habían sido difuminados, y se aplastó contra ella. Era una mano. No pudo gritar. Otra mano presionaba su muñeca derecha. Luchó por recibir una bocanada de aire. La mordaza le despejaba la nariz, pero ella necesitaba
tragar
oxígeno. Sus pechos se aplastaban contra un pedazo de tela. Dos pequeños espejos flotaban a escasos centímetros de distancia de sus ojos: los vio perfectamente, incluso en la oscuridad, y le pareció que podía vislumbrar en ellos su propio rostro amordazado.
—Calla... Quieta... Quieta...
Ahora, por fin, sabía quién era (aquella voz, aquellos brazos, no podía haber dos personas iguales) y lograba
intuir
lo que ocurría. Pero el impacto previo había sido demasiado grande y no estaba preparada. Sabía que ellos necesitaban que
no estuviese
preparada. Aun así, quería estarlo. Si se encontraba a punto de traspasar el último límite, necesitaba reunir fuerzas. Se debatió. Una mano aferró sus cabellos.
—Voy a decirte... Te voy a decir... qué pasará... si no me complaces... tú... Si no me complaces...
A cada frase derramada en su oído seguía un violento tirón de pelo. Uhl le hacía ver las estrellas con ellos. Pero había cometido un error: había permitido que se recuperase demasiado. Clara volvía a ser dueña de su cuerpo y sus emociones. Aún estaba muy débil, pero podía responder. Apoyó los talones en el suelo y proyectó las caderas hacia arriba en un gesto que desconcertó a Uhl. Esperaba una respuesta más violenta, que no tardó en producirse. Recibió una bofetada. No muy fuerte, pero quedó aturdida.
—No vuelvas a... Qué quieres hacer, eh, qué...
Quedó inmóvil, jadeante, pensando en lo que haría a continuación. Sabía que si se entregaba, todo se detendría. Estaba
completamente segura de eso.
Pero no quería hacerlo. Si se arriesgaba, si plantaba cara a la actividad de Uhl, éste aumentaría la oscuridad de su pincelada. Si ella seguía negándose, la tensión superaría el límite y se produciría un «salto al vacío». Ella nunca había «saltado al vacío» con ningún pintor, era una técnica demasiado peligrosa. Podía llegarse a cualquier extremo: la dañarían, quizá gravemente. El daño podía resultar irreparable. Aunque no estaba trabajando en un art-shock, era evidente que el boceto era muy fuerte
(lo más duro y arriesgado).
Tenía mucho miedo, no quería sufrir, no quería morir, pero
no deseaba
detener el proceso. Ya no quedaba ninguna duda de que estaban pintándola y no quería frenarlos. Se entregaba a ellos como se había entregado a Vicky, a Brentano, a Hobber, a Gurnisch.
Sin soltar sus cabellos, Uhl se apartó como si deseara mostrar su rostro capturado a alguien. Un rayo de linterna la cegaba.
—Complacer, ¿eh...? ¿Vas a ser buena...? ¿Vas a complacer...?
Respondió lanzando una rodilla hacia las sombras. Entonces su agresor se echó sobre ella con redoblada furia. Volvió a debatirse ofreciendo resistencia. Estaba aterrorizada,
y precisamente por eso,
precisamente por eso, deseaba continuar. Temblaba, jadeaba, esperaba que sucediera algo horrible,
confiaba
en que sucediera algo
horrible,
confiaba en que la mano negra del arte, por fin, la condujera hacia aquella soberana oscuridad sin retorno, sin posibilidad de salvación. Deseaba que Uhl la pintara con tonos más intensos y sombríos: con tonos
holandeses.
Se revolvió como una gata, abrió la boca para intentar morder. Esperó otra fuerte bofetada y se preparó para recibirla.
En vez de eso, todo se detuvo. Oyó gritos. Uhl la soltó. Se quedó sola, boca arriba sobre el colchón. Apenas podía creerlo. Reconoció el ímpetu juvenil de la voz de Gerardo. Las luces se encendieron y la hicieron parpadear.
En la cocina, la calma era prodigiosa. Uhl había preparado café para Gerardo y Clara y sucedáneo de café para él. Explicó, en su torpe castellano, que tenía la tensión alta. Teniendo en cuenta lo que acababa de ocurrir en el dormitorio media hora antes, su comentario parecía una broma, pero nadie rió.
—¿Azúcar? —preguntó Uhl.
—No, gracias —dijo Clara.
Todavía jadeaban después del violento ejercicio de pintura. Clara presentaba algunas magulladuras de poca importancia que ni siquiera le dolían. Se había puesto el albornoz. Cuando Uhl se marchó de la cocina, Gerardo y Clara permanecieron un instante en silencio, bebiendo café. La mañana estaba cambiando de color en la ventana. Los pájaros habían iniciado su límpida conversación sobre un fondo de lejanos ruidos de vehículos. De repente, Gerardo la miró. Sus ojos estaban enrojecidos, como si hubiera llorado. Su perilla de mosquetero y su fino bigote parecían confabulados con el aspecto general de desánimo que asomaba a su rostro, y se mostraban peor recortados que de costumbre. Pero cuando habló un momento después, lo hizo en el tono jovial y firme de siempre.