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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (42 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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Se trataba de El Artista. Su hermano ignoraba aquella amenaza.

«Actúa con cautela. No permitas que sospeche que Danielle puede estar en peligro.»

—Me preguntaba, Roland... —Intentó darle a su voz un tono intrascendente—. Esto debe quedar entre tú y yo... Pero me preguntaba si no sería mejor exhibir una copia en vez de a Nielle.

—¿Una copia?

—Sí, deja que te explique. Cuando el modelo es menor de edad, los padres o tutores legales tienen siempre la última palabra...

—Hemos firmado un contrato, Lothar.

—Lo sé, pero no importa. Déjame hablar. Nielle seguirá siendo el modelo original de la obra a todos los efectos, pero durante una temporada otra niña ocupará su lugar. Eso es lo que se llama una copia.

—¿Otra niña?

—Los cuadros valiosos casi siempre tienen sustitutos, Roland. No importa que no sean parecidos físicamente: existen productos para disfrazarlos, ya sabes. Nielle seguiría siendo el original y cuando alguien la comprara nos encargaríamos de que fuera ella quien se exhibiera en casa del comprador. Pero esta medida evitaría que pasara por la exposición. Las exposiciones son siempre complicadas. Habrá mucho público y los horarios serán duros...

Se asombraba de sí mismo, de ser capaz de mostrar aquella espeluznante hipocresía. Sobre todo, le inquietaba pensar en su absoluta ausencia de compasión por la niña que sustituyera a Danielle. El plan era siniestro, y él mismo lo reconocía, pero se trataba de elegir entre su sobrina y una niña desconocida. Personas como Hendrickje hubieran optado por la sinceridad, por declarar abiertamente lo que sucedía o por aceptar que fuera Danielle quien se arriesgara, pero él no era tan perfecto como Hendrickje. Él era vulgar. Lo propio de la gente vulgar, comprendía Bosch, era comportarse así, de forma tan mezquina, tan laberíntica. Toda su vida había preferido el silencio a las palabras, y ahora no iba a hacer una excepción.

—¿Quieres decir que los padres tenemos la potestad de retirar a Danielle de la obra y hacer que pongan en su lugar a una sustituta? —preguntó Roland tras una pausa.

—Eso es.

—¿Y por qué deberíamos hacerlo?

—Te lo he explicado. La exposición será dura para ella.

—Pero ha estado casi tres meses entrenándose, Lothar. La han pintado en secreto en una especie de granja al sur de Amsterdam, y no...

—Te lo digo por experiencia. Una exposición de este calibre es muy fuerte...

—Oh, vamos, Lothar. —De repente el tono de su hermano era burlón—. No hay nada
malo
en lo que va a hacer Nielle. Para calmar un poco tu conciencia calvinista te diré que ni siquiera se exhibirá desnuda. No sabemos aún el título de la obra ni cómo será la figura, pero en el contrato que hemos firmado se advertía bien claro que no se exhibiría desnuda. Por supuesto, todos los ensayos los hace en completa desnudez, pero eso también se estipulaba en el contrato...

—Escucha, Roland. —Bosch intentaba no perder la calma. Sostenía el auricular con una mano mientras se daba furiosos masajes en la sien con la otra—. No se trata de cómo se exhiba Nielle ni de lo preparada que esté. Se trata de que la exposición será
muy dura.
Si tú aceptas, una sustituta podría ocupar su lugar en el Túnel. Exhibir una copia en vez del original es una práctica muy común en muchas exposiciones...

Hubo un silencio. Bosch casi quería rezar. Cuando Roland volvió a hablar, su tono de voz había cambiado: era más serio, más inflexible.

—Jamás podría hacerle esa jugarreta a Nielle, Lothar. Está muy ilusionada. Tengo escalofríos y fiebre cada vez que pienso en ella y en la enorme oportunidad que se le ha presentado. ¿Sabes lo que nos ha dicho Stein? Que jamás había visto a un
lienzo
tan joven y tan profesional al mismo tiempo. Así la llamó: lienzo... ¡Y añadió que, con el tiempo, nuestra hija podría llegar a convertirse, incluso, en una nueva Annek Hollech...! ¿Te imaginas a nuestra Nielle convertida en la
Annek Hollech del futuro?
¿Puedes imaginártelo?

El mundo había desaparecido para Bosch. Sólo existía aquella voz excitada que arañaba palabras en su oído.

—Te juro que me ha costado mucho acostumbrarme a ver a mi hija de esta forma, pero ahora estoy metido de lleno en el asunto y Hannah está conmigo. Queremos que Nielle se exhiba y sea admirada. Creo que es el sueño secreto de todo padre. Comprendo que la experiencia será fuerte, pero no lo será más que participar en una película o una obra de teatro, ¿no crees? Te sorprendería saber cuántos niños, hoy día, son cuadros famosos... ¿Lothar...? ¿Sigues ahí...?

—Sí —dijo Bosch—. Sigo aquí.

La voz de Roland, por primera vez, titubeaba.

—¿Hay algún problema que no me has contado, Lothar?

«Diez cortes, ocho de ellos en aspa. Los huesos saltaron en astillas y las vísceras quedaron reducidas a simple polvo, a ceniza de cigarrillo. ¿Qué te parece este problema, Roland? ¿Qué tal si te hablo de un loco llamado El Artista?»

—No, Roland, no hay ningún problema. Creo que la exposición saldrá muy bien y que Danielle estará magnífica. Adiós.

Cuando colgó, se levantó y se acercó a la ventana. El sol flotaba denso y dorado sobre los pequeños edificios y la zona verde del Vondelpark. Recordó que un informe meteorológico reciente pronosticaba mal tiempo para las fechas próximas a la inauguración. Quizá Dios permitiera que cayese un diluvio sobre los malditos telones y «Rembrandt» terminara suspendiéndose.

Pero sabía que no tendría tanta suerte: la historia demostraba que Dios protegía las artes.

A Benoit le gustaba de vez en cuando dar la impresión de que no le ocultaba nada a los cuadros. En su aterciopelado despacho de la séptima planta del Nuevo Atelier había ocho, y dos de ellos, al menos, eran lo bastante valiosos como para que el director de Conservación les demostrara, cada vez que podía, que los trataba con más respeto que a los seres humanos. Esto incluía, por supuesto, dialogar abiertamente con sus invitados sin necesidad de colocarles cobertores auditivos.

El despacho era un lugar pacífico y cómodo, almohadillado en azul. La luz destellaba intensamente en los hombros del delicado óleo de Philip Brennan, de sólo catorce años de edad, colocado detrás de Benoit. Bosch lo veía pestañear a ratos perdidos. Colgado del techo pendía una copia oficial de la
Claustrofilia 17
de Buncher en una caja de cristal con orificios para respirar. A espaldas de Bosch, un Cenicero de Jan Mann se abrazaba las piernas sosteniendo el plato con el trasero. En la ventana, la espléndida anatomía de una rubia Cortina de Schobber esperaba, en postura de ballet, orden de descorrerse. La comida fue servida por dos utensilios de Lockhead, chico y chica, de pasos suaves, gatunos, perfumados. La Mesa era de Patrice Flemard: una plancha rectangular apoyada en la espalda de una figura rapada y pintada de azul de manganeso que, a su vez, se apoyaba en la espalda de otra figura similar. Cada una estaba atada por las muñecas a los tobillos de la otra. La inferior era una chica. Bosch sospechaba que la superior también, pero resultaba imposible cerciorarse.

La comida, en realidad, fue un pequeño banquete. Benoit no perdonaba nada: sopa de anguilas y eneldo con algas hiladas, pierna de ciervo en nuez moscada y fondo de parra con ensalada de hierbas y endivias y un postre que semejaba la huella de un crimen reciente:
mousse
de arándanos y frambuesa en sopa de leche agria, todo confeccionado por un catering que servía diariamente al Atelier. Antes y después, Benoit se entregó al ritual de las medicinas. Ingirió en total seis cápsulas rojiblancas y cuatro grageas esmeraldas. Se quejaba de la úlcera, afirmaba que no podía permitirse nada de lo que comía y que, para permitírselo, debía compensarlo con fármacos. Aun así, probó el Chablis y el Laffite que las figuras de Lockhead depositaron sobre la Mesa con gestos elegantes. La respiración suavísima de la Mesa hacía oscilar el vino. Bosch comió mal y apenas bebió. La atmósfera del despacho lo aturdía.

Hablaron de todo lo que podían hablar en voz alta en presencia de la docena de personas que había en la habitación aparte de ellos (aunque el silencio hacía pensar que estaban solos): de «Rembrandt» y las discusiones con el alcalde de Amsterdam sobre la instalación de la estructura de telones en el Museumplein; de los invitados que acudirían a la gala de presentación; de la posibilidad cada vez más firme de que la familia real holandesa visitara el Túnel antes de la inauguración.

Cuando la conversación languideció, Benoit alargó la mano hacia el empinado culo del Cenicero y atrapó los cigarrillos y el encendedor del gran plato dorado que se equilibraba sobre sus nalgas. El Cenicero era claramente masculino y estaba pintado en azul turquesa mate y decorado con líneas negras que recorrían sus piernas depiladas.

—Vamos al otro salón —dijo Benoit—. El humo no es conveniente para los cuadros y adornos.

«Eres un artista de la hipocresía, abuelito Paul», pensó Bosch. Sabía que Benoit había previsto desde el principio aquella segunda charla en privado, pero quería que sus obras se llevaran la buena impresión de que lo hacía para no molestarlas mientras fumaba.

Se dirigieron al salón contiguo y Benoit cerró la pesada puerta de roble. Casi sin transición, comenzó:

—Lothar, la situación es caótica. Esta mañana me he reunido con Saskia Stoffels y Jacob Stein. Los norteamericanos han decidido frenar. La financiación de la nueva temporada está paralizada. El asunto de El Artista les preocupa, y no les está gustando nada la retirada masiva de cuadros de Van Tysch. Desde aquí intentamos venderles la idea de que El Artista es un problema europeo, un loco nacional, por decirlo así. El Artista no es exportable, les explicamos, actúa en Europa y sólo en Europa. Pero ellos dicen: «Sí, sí, muy bien, pero ¿lo habéis atrapado?».

Apagó el cigarrillo en un cenicero metálico. Era un cenicero normal y corriente: Benoit sólo gastaba dinero en los adornos de carne y hueso. Al tiempo que hablaba sacó un pequeño aerosol del bolsillo interior de su impecable chaqueta de Savile Row.

—¿Tienes idea de lo que cuesta mantener esta empresa, Lothar? Cada vez que me reúno en una sesión de finanzas con Stoffels me ocurre igual: sufro vértigos. Nuestros beneficios son inmensos pero el agujero es enorme. Además, Stein lo comentaba esta mañana, antes éramos pioneros. Pero ahora... Dios mío. —Abrió la boca, apuntó con el pequeño aerosol a la garganta y disparó dos veces. Lo agitó furiosamente y disparó una vez más—. Cuando Art Enterprises apareció en 1998, no le augurábamos dos años de futuro, ¿recuerdas? Ahora es líder de ventas en América y monopoliza el apetitoso sector de coleccionistas de California. Y esta mañana Stoffels nos informó de que los japoneses están mejor. Eres libre de creértelo o no, pero la facturación de Suke en 2005 superó a la Fundación y a Art Enterprises en casi quinientos millones de dólares. ¿Sabes con qué?

—Con adornos —contestó Bosch.

Benoit asintió con la cabeza.

—Han logrado darnos un golpe decisivo, incluso en Europa. Actualmente no hay nada, óyeme bien,
nada
que supere a la artesanía humana japonesa. Y lo peor es que los artesanos europeos están confiando en los japoneses para la gestión de sus obras. Esa magnífica Cortina de mi despacho... ¿Has visto qué figura tan perfecta...? Pues es de Schobber, un artesano austríaco, pero la distribuye Suke. Sí, tal como te lo digo... Te parecerá extraño, pero estoy deseando que El Artista pertenezca a Suke, te lo juro. Relacionar a ese jodido sicópata con Suke sería una buena forma de ponerlos en entredicho... Pero no tendremos tanta suerte.

Guardó el aerosol y colocó una mano ante la boca. Expulsó el aliento y lo olió. No pareció satisfecho con el resultado, o quizás era que la úlcera volvía a dolerle, Bosch no estaba seguro. Entonces se sentó y durante un instante permaneció en silencio.

—Malos tiempos para el arte, Lothar, malos tiempos para el arte. La figura del artista solitario y genial sigue vendiendo, pero
con independencia
del artista. Van Tysch se ha convertido en un mito, como Picasso, y los mitos ya están muertos aunque sigan vivos porque ya no necesitan crear para vender; les basta con firmar el tobillo, el muslo o la nalga de sus obras. Sin embargo, sus obras son siempre las que
mejor
se venden y, por tanto, las que
más
importan. Eso equivale a la muerte del artista, claro. Y éste es el destino del arte actual, su meta inevitable: la muerte del artista. Regresamos a los tiempos prerrenacentistas, cuando pintores y escultores eran considerados poco menos que hábiles artesanos. Ahora bien, la pregunta es... Si los artistas han dejado de ser útiles para el arte pero resultan
imprescindibles
para el negocio, ¿qué debemos hacer con ellos?

Benoit acostumbraba a plantear preguntas sin esperar una respuesta específica. Bosch, que lo sabía, guardó silencio permitiéndole proseguir.

—Esta mañana Stein sugirió algo curioso: cuando Van Tysch desaparezca, tendremos que
pintar
otro. El arte tendrá que crear a sus propios artistas, Lothar: no para
ser
arte, porque no los necesita, sino para producir dinero. Hoy día cualquier cosa puede ser una obra de arte pero sólo
un nombre
llegará a valer tanto como el de Van Tysch. De modo que tendremos que esforzarnos para
pintar a otro Van Tysch,
sacarlo de la nada, otorgarle los colores apropiados y hacerlo resplandecer en el mundo. ¿Cómo dijo Stein...? Espera que recuerde sus palabras exactas... Me las aprendí de memoria porque me parecieron... Ah, sí. «Debemos crear a otro genio que siga guiando los pasos ciegos de la humanidad, y a cuyos pies los poderosos puedan continuar depositando sus tesoros...»
Fuschus,
me encanta. —Se detuvo un instante y frunció el ceño—. Pero menuda tarea, ¿no? Crear la capilla Sixtina siempre fue más fácil que crear a Miguel Ángel, ¿no crees?

Bosch asintió sin demasiado interés.

—¿Cómo va vuestra investigación, Lothar? —preguntó Benoit de repente.

Bosch sabía percibir cuándo llegaba el turno, para Benoit, de las preguntas que
exigían
respuesta.

—Paralizada. Estamos esperando los informes de
Rip van Winkle.

«No confíes en nadie —le había advertido Wood—. Diles que nos hemos quedado quietos. A partir de ahora tendremos que jugar en solitario.»

—¿Y April? ¿Dónde está?

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