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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (19 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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—Sí. Me llevó al bosque de Edenburg... Allí encontró una expresión... Encontró algo en mi cara que le gustaba... Me dijo que era increíble... Que yo era... que era como un recuerdo suyo...

El pie izquierdo se movía en lentos círculos sobre la moqueta negra: una aguja torneada sobre un disco de vinilo. La firma del tobillo destellaba durante las órbitas.

—No me importaría no ser comprada. Sólo quisiera... que él no sufriera por mi causa... Yo he hecho todo lo que me ha pedido. Todo. Sé que es egoísta por mi parte pensar que él me debe algo a cambio, porque al pintarme en
Desfloración
me... me ha dado... lo mejor del mundo, lo sé, pero...

Se quedó callada.

—Dime —la animó el hombre.

Al elevar la vista, los ojos verdes de Annek brillaban un poco más.

—Me gustaría... me gustaría decirle... que no puedo evitar. .. no puedo evitar hacerme mayor... No es mi culpa... Me gustaría que mi cuerpo fuera de otra forma... —Su voz se quebraba—. No es mi culpa...

En ese instante sucedió algo increíble. El cuerpo de Annek se abrió en silencio por la mitad, como una flor, de la cabeza a los pies. La silla en la que se sentaba también quedó hendida. En medio de las dos mitades penetró con ímpetu un hombre mayor, de traje oscuro y ostentosa calva circundada de canas. Se detuvo bruscamente y dijo:

—Oh, lo siento. Estabas con un vídeo-escáner. No lo sabía.

Lothar Bosch se apartó y la figura tridimensional de Annek se recompuso en un silencio puro, como el agua se apresura a rellenar el vacío cuando el dedo sumergido la abandona. La señorita Wood pulsó el botón de pausa y la adolescente quedó inmóvil en medio de la habitación.

—Ya había terminado —dijo Wood, y bostezó—. Esto es más de lo mismo.

Presionó el rebobinado y Annek comenzó a ejecutar un terrorífico baile de San Vito. Entonces se quitó el visor de RA y lo dejó sobre la mesa, conjurando el espectro de la adolescente. La mesa era una mitad de elipse incrustada en la pared. Se trataba del único mueble de color madera que había en aquella pequeña cámara audiovisual del Museumsquartier. Todo lo demás era negro, incluyendo las sillas de patas finísimas. Wood ocupaba una de las sillas y su conjunto de rebeca y vestido rosados brillaba en la negrura. Junto a ella se erguía una pila de cintas de RA. En la pared, a su izquierda, sobresalían como gárgolas cámaras y reproductores.

Bosch, en elegante traje gris (la tarjeta roja de la solapa parecía un clavel de boda), ocupó la silla opuesta y desenvainó las gafas de lectura.

—¿Desde cuándo estás aquí? —preguntó.

Se preocupaba por ella. Llevaban cinco días en Viena, incluyendo aquel lunes 26 de junio, trabajando sin descanso. Estaban hospedados en el Ambassador, pero apenas utilizaban sus respectivas suites para otra cosa que para dormir. Y cada vez que Bosch acudía al Museumsquartier, por temprano que fuera, ella estaba allí haciendo algo. De repente pensó que, probablemente, Wood ni siquiera se acostaba por las noches.

—Desde hace un rato —dijo ella—. Me faltaban algunas entrevistas de Apoyo por revisar, y mi padre me aconsejaba no dejar trabajo pendiente.

—Un buen consejo —admitió Bosch—. Pero ten cuidado y no abuses de los visores de Realidad Aumentada. Pueden dañar los ojos.

La señorita Wood se estiró en el asiento y la rebeca se abrió como un par de alas y surtió perfume hacia Bosch. Pequeños montículos de senos tatuaron el vestido rosa. Bosch bajó la vista confundido. Le gustaba todo en aquella mujer: la llamarada de olor de sus perfumes, su cuerpo menudo y cristalino esculpido con arabescos, aun la extrema delgadez de aquellas piernas cuyas rodillas atisbaba por encima de la mesa. Y el luto de su voz grave, que ahora escuchaba.

—No te preocupes, también he dado algún paseo por los alrededores. Un lunes en Viena al amanecer puede resultar reconfortante. Y me he percatado de algo: la gente aquí compra mucho pan, ¿no te parece? He visto a varios tipos con una barra de pan bajo el brazo, como en París. Me pareció que se habían puesto de acuerdo para pasear el pan ante mis narices.

—En realidad, son hombres de Braun encargados de vigilarte.

La sonrisa de ella le hizo saber que había acertado con la broma. El tema de la comida era peligroso para Wood.

—No me sorprende —dijo Wood—, aunque harían bien en vigilar otras cosas. Nuestro pájaro se ha esfumado, ¿no?

—Por completo. Ayer fue domingo y no pude hablar con Braun, pero mis amigos de Investigación Criminal aseguran que no se ha efectuado ni un solo arresto. Y no te creas que las demás noticias son mucho mejores.

—Comienza. —Wood se restregaba los ojos—. Dios, mataría por un buen café. Un café negro, muy negro, un buen
schwarze
vienés, caliente y fuerte.

—Un adorno está sirviendo a la gente de Arte esta mañana. Le dije que pasara por aquí.

—Eres un ser perfecto, Lothar.

Bosch se sintió como si estuviera desnudo. Por suerte, el sonrojo se apagó al instante. A los cincuenta y cinco años ya no hay combustible para quemar un rubor duradero, pensaba. La sangre añeja pierde fuerza.

—Te voy conociendo —replicó.

Los papeles temblaban ligeramente entre sus dedos, pero su voz era firme. La señorita Wood se acodó sobre la mesa y apoyó los dedos en las sienes mientras lo escuchaba.

—Dijimos el otro día que este mueble tiene tres patas, ¿no? La primera se llama Annek, la segunda Óscar Díaz y la tercera podríamos denominarla la Competencia. —Tras observar que Wood asentía, prosiguió—: Bien, respecto de la primera, no hay nada. La vida de Annek fue desastrosa, pero no he encontrado gente capaz de hacerle daño por alguna circunstancia personal. Su padre, Pieter Hollech, es un enfermo mental. Actualmente cumple condena en una cárcel de Suiza por provocar un accidente de tráfico mientras conducía ebrio. La madre de Annek, Yvonne Neullern, obtuvo el divorcio y la custodia de su hija cuando Annek tenía cuatro años. Trabaja como reportera gráfica especializada en fotografiar animales. Ahora mismo está en Borneo. Conservación se ha puesto en contacto con ella para darle la noticia...

—Bien, la familia del cuadro queda descartada. Sigue.

—Los compradores previos de Annek tampoco ofrecen nada concreto.

—Wallberg se enamoró del lienzo, ¿no?

—Annek le gustaba, en efecto —asintió Bosch—. Wallberg la compró en tres obras:
Confesiones, Puerta entornada y Verano.
Este último era una
acción
no interactiva. ¿Recuerdas la reunión que tuvimos con Benoit, cuando nos dijo que era preciso aclarar lo que
realmente
sentía Wallberg hacia Annek...? No, no fue así. Dijo: «Deberíamos distinguir entre la pasión artística y la pasión erótica del señor Wallberg...».

La risa coral (más breve en Wood) lo animó. Su imitación de Benoit también había sido oportuna. «La estoy haciendo reír, Dios mío. Esto es genial.»De improviso, todo rastro de alegría desapareció de Bosch: fue algo tan brusco como la oscuridad imprevista de una cortina de nubes. Su mueca perdió luz, los labios se posaron en las comisuras.

—Pobre Annek —dijo.

Tras un lapso de parpadeos, exploró los papeles que tenía delante.

—Sea como fuere, Wallberg agoniza ahora en un hospital de Berkeley, California. Cáncer de pulmón. El resto de los compradores tampoco parecen sospechosos: Okomoto está en Estados Unidos, rastreando cuadros; Cárdenas sigue en Colombia y sus antecedentes continúan tan oscuros como antes, pero no molestó a Annek mientras se exhibía en
La guirnalda,
y tampoco ha molestado a las sustitutas... —Tosió y su dedo índice buscó el siguiente epígrafe—. En cuanto al vasto panorama de locos... Según nuestros datos, casi todos están ingresados en hospitales o cumpliendo condena en prisión. Quedan algunos como aquel inglés que llenó de pasquines la fachada del Nuevo Atelier acusando a la Fundación de comerciar con pornografía infantil...

—¿Qué tiene que ver en esto?

—Utilizó una foto de
Desfloración
para ilustrar los pasquines.

—Ya.

—Está en paradero desconocido. Pero seguiremos investigando. Y la pata «Annek» queda lista.

—Descártala. Pasemos a Díaz.

—Bueno, lo de Briseida Canchares...

—Descartada también. Esa ninfómana del arte no tiene nada que ver con lo ocurrido. Lo que más nos interesa es lo que dijo sobre una supuesta «indocumentada». Sigue. —Wood jugaba con su encendedor, una preciosa miniatura Dunhill en acero negro. Sus largos y delgados dedos lo hacían girar como un naipe de mago.

—Los amigos de Díaz en Nueva York lo definen como un ingenuo con buen corazón. Sus compañeros de gira son más «científicos», como tú dirías: según ellos, es un solitario inadaptado. No quería relacionarse con nadie y prefería buscar la diversión por su cuenta. Por cierto, el segundo registro de su casa de Nueva York no ha ofrecido ningún resultado. Todo dedicado a la fotografía, pero nada que ver con una supuesta obsesión por destruir cuadros ni por el arte. En su habitación del hotel de Kirchberggasse hemos encontrado la dirección y el teléfono de Briseida en Leiden y... atiende esto... una agenda con fotos de paisajes que en realidad es... un diario.

La cabeza de Wood, con su casquete de pelo corto y brillo de charol, ejecutó un movimiento tan rápido que Bosch pensó por un momento que el cráneo había crujido. Se apresuró a tranquilizarla.

—Pero no nos ofrece ninguna pista: Díaz acostumbraba a anotar localizaciones de paisajes para regresar a fotografiarlos cuando la luz fuera mejor. De vez en cuando habla de Briseida o de algún amigo, pero refiriéndose a asuntos banales. También escribe sobre su amor por el campo. Incluso hay un poema. Y algunas reflexiones sobre su trabajo, al estilo de «yo las veo como personas, no como obras». La última entrada es del 7 de junio. —Enarcó las cejas—. Lo siento: nada sobre un indocumentado, hombre o mujer.

—Mierda.

—Eso es lo que yo dije. Pero, en cambio, tengo una buena noticia. Hemos encontrado un café cerca del hotel Marriott aquí en Viena donde el barman recuerda a Díaz. Al parecer, era uno de los lugares que frecuentaba cuando dejaba a los cuadros en el hotel. El barman dice que solía pedir bourbon, lo cual no era típico entre sus clientes, y que por eso se fijó en él, y también por su acento americano y su tez oscura.

—Nueva York corrompió por completo a nuestro buen fotógrafo de paisajes —comentó Wood. Sus dedos aderezaban el peinado. Bosch observó que se movían como los de una médium: no era la conciencia de Wood la responsable de aquellos gestos suaves, inacabablemente estéticos, tan comunes en ella. La conciencia de Wood estaba concentrada en las palabras de Bosch («no en mí, en mis
palabras,
no te engañes, viejo») con la expresión de un náufrago que atisba en la negrura la luz de un barco.

—Pero hay un dato curioso —dijo él—. El barman asegura que la última vez que lo vio fue el jueves de hace dos semanas, el 15 de junio. Recuerda la fecha con exactitud por otra coincidencia: ese día era el cumpleaños de un amigo suyo y lo había dispuesto todo para abandonar pronto el local. Dice que Díaz estaba charlando en la barra con una chica desconocida, morena, delgada, atractiva, muy maquillada. Le pareció que hablaban en inglés. Los camareros la recuerdan a medias, porque esa noche había mucha clientela. Díaz y ella se marcharon juntos. El barman no los ha vuelto a ver desde entonces.

—¿Cuándo llamó Díaz a su amiga colombiana para pedirle información sobre permisos de residencia?

—El domingo 18 de junio, según nos dijo Briseida.

El perfil de Wood parecía tallado en piedra.

—Tres días: un buen período para intimar. Nuestro amigo Óscar se apiadó de la colombiana en menos tiempo.

—Cierto —admitió Bosch—, pero si metemos a Chica Desconocida en el saco, entonces puede que Díaz sea inocente del todo. Imagina por un momento que ella trabaje con cómplices. Se las arreglan para extraerle información a Díaz sobre la recogida del cuadro y el miércoles se introducen en la furgoneta y obligan a Díaz a conducir hacia el Wienerwald.

—¿Dónde está Díaz entonces? —preguntó Wood.

—Lo han obligado a acompañarlos, como rehén...

—¿Arriesgándose a que escape y los delate? No. Si Díaz no es culpable, entonces está
muerto.
Es una conclusión que me parece obvia. La pregunta fundamental es: ¿por qué su
cadáver
no ha aparecido todavía? Eso es lo que no acabo de entender. Incluso teniendo en cuenta que lo necesitaran para conducir la furgoneta, ¿por qué no ha aparecido dentro de ésta? ¿Adónde se lo han llevado? ¿Por qué ocultar el cadáver de Díaz?

—Eso equivale a pensar que Díaz también es culpable.

—Quitemos a la Indocumentada. ¿Qué nos queda?

—En ese caso, la teoría de la policía parece funcionar: Díaz hace la grabación y corta a Annek dentro de la furgoneta. Después conduce hasta un rincón apartado, envuelve a Annek en un plástico, la deja en la hierba y la desnuda. Coloca la grabación a sus pies y se larga hacia otro lugar cuarenta kilómetros al norte, donde le aguarda otro coche.

—A mí esa teoría ya no me funciona.

—¿Por?

—Díaz es un capullo —dijo la señorita Wood—. Escribe poemitas, fotografía paisajes y se deja manipular por chicas como Briseida. Si ha tenido algo que ver en esto, no ha actuado solo.

—Como agente de Seguridad, era muy competente —objetó Bosch—. Escogimos a los mejores para el traslado de cuadros al hotel, recuérdalo.

—No digo que fuera un mal agente de Seguridad. Digo que es un capullo. Un papanatas campestre. No ha podido montar solo todo este tinglado.

Suaves toques en la puerta y una lenta brisa perfumada. El adorno no era una Mesilla ni ningún otro Mueble sino un Aderezo de esquina, un pobre objeto desgraciado que trabajaba los lunes (día de descanso de las obras de arte en el Museumsquartier), uno de esos ornamentos que Decoración inventaba para distraer las habitaciones vacías, lo cual se percibía sobre todo en su inexperiencia a la hora de servir el café. Bosch demoró varios segundos en percatarse de que se trataba de un hombre joven, probablemente un chico de dieciocho o diecinueve años. El peinado era un garabato de bucles endrinos y simétricos en forma de volutas cribado de plumas plateadas. La túnica, larga y tubular, en terciopelo negro, desnudaba un escote drástico en la espalda, casi un defecto, que en su extremo inferior no alcanzaba a cubrir la mitad de unas nalgas prietas y pintadas, como todo el cuerpo, en castaño bruno. Depositó dos tazas de café sobre la mesa. Su maquillaje no desvelaba pensamientos o ánimos; era la máscara de un guerrero polinesio o un espíritu vudú. La etiqueta blanca colgada del cuello decía «Michel». La firma en la parte baja del lomo era de un tal Grath. Llevaba cobertores auditivos.

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