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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (23 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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—No eres alemana, ¿verdad? —le preguntó a los postres.

—No.

—¿Norteamericana?

Ella negó con la cabeza.

—Si no quieres, no me lo digas —indicó Marcus.

—No te lo digo —repuso ella.

—No me importa un comino de dónde seas.

Sus labios temblaban. Los de ella parecían dibujados sobre madera.

Pagó con rapidez y se marcharon. El
punk
que atendía en la recepción del motel casi tenía preparada la llave antes de verlo. El cuarto era pequeño y olía a humedad, pero en aquel momento podría haberse tratado de los salones de la Residenz o de un aseo público, a Marcus le daba igual. Empujó a Brenda hacia la oscuridad y buscó su boca con la suya. Ella se deshizo con facilidad de aquellas caricias, flexionó las rodillas y comenzó a resbalar como algo ingrávido por su torso. Marcus gimió cuando comprendió sus intenciones.

Aquello no era lo que había esperado. Confiaba en prolongar los preliminares mientras ella se desnudaba, o desnudarla él mismo, por ejemplo en el suelo, como le gustaba a Kate Niemeyer. La pintora era una de sus últimas relaciones estables y durante sus visitas a Munich habían hecho el amor en el motel de Marcus, en el hotel de ella, incluso, en cierta ocasión, en una galería de museo, lienzo y artista entrelazados. Pero Brenda iba demasiado rápido. Marcus estaba seguro de que explotaría antes de haber podido siquiera tocarla.

—Espera —murmuró, trémulo—. Espera un momento...

No ocurrió lo que temía. Ella sabía cuándo detenerse o aumentar el ritmo y qué lugares debía dejar intactos al principio. Tras un enervante preámbulo, la boca de Brenda envolvió su miembro como una funda de piel tórrida al tiempo que sus manos, aferradas a las nalgas de Marcus, lo atraían hacia ella. Dios, aquella chica era una bomba de vacío.
Kundalini,
la sierpe de la energía sexual, enderezó su braquicéfala cabeza dentro de él y preguntó qué ocurría. Marcus gimió, arañó la cal de las paredes, se mordió el labio en un increíble instante de descontrol. Cuando todo finalizó, continuaron en la misma posición, él con la frente apoyada en la pared paladeando el inequívoco sabor de su propia sangre —tenía los labios agrietados por los disolventes y la mordedura los había abierto—; ella arrodillada, paladeando también algo de Marcus. Aquel equilibrio de fluidos en sus bocas se le antojó a Weiss de una artística simetría.

Brenda se incorporó y Marcus encendió las luces de la pequeña habitación.

—Vaya —dijo—. Ha estado bien —agregó.

No obtuvo respuesta.
Amigos, qué silenciosa es esta chica.
Los ojos de Brenda lo miraban sin parpadeos: puntos redondos y negros en un círculo de vacío azul. Los labios no estaban manchados. El semblante —perfecto, delineado— poseía una cualidad de enajenación, de poderosa independencia de las emociones y sucesos que Marcus sólo pudo definir con una palabra: símbolo. Brenda, de repente, se le antojó simbólica, una especie de arquetipo de sus deseos. Pensó que si algo echaba de menos en compañía de aquella chica era un poco de individualidad, de imperfección. Por su mente desfilaron preguntas sin respuesta: ¿era preferible lo individual a lo arquetípico?, ¿la imperfección a lo perfecto?, ¿lo emocional a lo intelectual?, ¿lo natural a lo artístico? Cuando cayó en la cuenta de que todas estas divagaciones le habían sobrevenido a raíz de una mamada, casi creyó comprender el trágico destino de los seres humanos.

Quiso besarla, pero Brenda se apartó.

—¿Nos sentamos?

Antes de que ella se alejara, los dedos de Marcus habían logrado resbalar un fugaz instante por aquel cutis maravilloso.

Se percató (aunque le parecía increíble) de que era la primera vez que tocaba su piel desnuda. La textura era como la de un bebé un poco más firme de lo normal. Un bebé algo pasado de fecha. Entre las yemas de sus dedos quedó un punto (porque todo termina convertido en eso) sutil de aceite, una nadería viscosa. No creyó que fuera ninguna crema: Brenda tenía la piel más grasa de lo normal, eso era todo, había conocido casos así. Siempre se mantienen jóvenes. El secreto de la eterna juventud y de la muerte prematura es el mismo: la grasa. Quizá de esta simple, ínfima razón, se derive el triste hecho de que los únicos que pueden ser jóvenes para siempre son aquellos que mueren jóvenes.

No obstante, el mundo no debía de ser tan malo, después de todo, si la naturaleza podía producir seres como Brenda. Marcus se propuso disfrutarla palmo a palmo durante aquella noche interminable.

Recordó que disponía de una pequeña botella de Ballantines. Fue de aquí allí a lo largo de la habitación, preparando whiskies. Brenda se recostó en el único sillón que había y cruzó las piernas. Al alcance de su mano quedaba una mesilla repleta de los productos que Marcus necesitaba casi diariamente: lociones lipoescultoras, cremas cosméticas,
kits
de lentillas, aromas y tintes capilares. Junto a los diversos frascos reposaba una máscara negra. Brenda la cogió.

—Ten cuidado con eso, tengo que usarlo mañana —dijo Marcus. Estaba sirviendo los whiskies cuando de repente se detuvo—. ¡Oh, mierda...!

Acababa de darse cuenta de que había olvidado la bolsa de las pinturas (con los catálogos y la corona de plumas, joder) en el restaurante de Rudolf. Pero ya era demasiado tarde para recuperarla. «No importa —se dijo—, Rudolf me la guardará.»Brenda volvió a dejar la máscara en su sitio.

—Pensé que sólo te exhibías en Max Ernst.

Todavía dándole vueltas al tema de la bolsa olvidada, Marcus repuso distraídamente:

—No, también hago una obra de Gianfranco Gigli, una sustitución, pero sólo los martes. Mañana por la tarde me toca. De hecho, estoy en Munich principalmente por la obra de Gigli. ¿Te sirvo más?

—Lo que tú vayas a tomar.

A Marcus le gustó la respuesta y sirvió dos dosis generosas. La noche prometía ser larga. «Mañana, antes de irme, pasaré por el restaurante y recogeré la bolsa —pensaba—. No hay ningún problema.»

—¿En qué galería te exhibes como el Gigli? —preguntó Brenda.

Se disponía a ofrecer la mentira de siempre («voy de una a otra»), pero contempló la tranquila actitud de la muchacha y decidió que no tenía nada que ocultar.

—En ninguna —dijo.

—¿Estás comprado?

—Sí, por un hotel —sonrió («¡Mi gran secreto!», pensó, avergonzado)—. El Wunderbar, ¿lo conoces? Es uno de los más nuevos y lujosos de Munich. Su principal atractivo consiste en que se adorna con obras hiperdramáticas. Hoy día esto ya no constituye ninguna novedad, pero cuando se inauguró era casi el único hotel alemán de ese tipo. Yo soy el cuadro de una suite. ¿Qué te parece?

—Bien, si te pagan adecuadamente.

¡Cuánta razón tenía! Con una sola frase, Brenda le había demostrado que no había nada de qué avergonzarse.

—Me pagan muy bien. Y la verdad es que no me importa estar en un hotel. Soy un cuadro profesional, me da igual dónde me coloquen. El problema son los inquilinos. —Torció el gesto y bebió un sorbo—. Pero, si te parece, vamos a cambiar de tema...

—De acuerdo.

Brenda no quería nada, no pedía nada, no mostraba ninguna curiosidad. Y esa actitud de cofre cerrado desmontaba las defensas de Marcus.

—Bueno, qué importa que lo sepas. Pero no lo comentes con nadie, porque a nadie le interesa. ¿Sabes quiénes están hospedados en esa suite...? Suena irónico, pero se les considera uno de los más grandes cuadros de la historia del arte. —Había pronunciado aquellas palabras con calculado desprecio, cargadas de ironía—. Nada menos que las dos figuras de
Monstruos,
de Bruno van Tysch.

Si había pretendido causar alguna reacción en la muchacha, no lo había conseguido. Brenda permanecía tranquila, las piernas cruzadas (aquel brillo perfecto de sus muslos desnudos, tan similar al lujo de sus zapatos: la naturaleza es más artística que el arte cuando imita al arte, ¿no, Marcus?).

Marcus estaba dejándose llevar por emociones largo tiempo reprimidas. Ahora que por fin le había contado a alguien la parte desagradable de su trabajo, no podía detenerse.

—A veces me ocurre algo extraño, Brenda. No entiendo el arte moderno. ¿Puedes creerlo? Esa exposición... «Monstruos»... Supongo que la has visto alguna vez, o has oído hablar de ella. Esta temporada se exhibe en la Haus der Kunst. Te aseguro que uno de los grandes misterios del arte consiste en saber por qué el creador de «Flores» se dedicó después a pintar esa colección... Serpientes vivas en el pelo de una chica, un enfermo terminal, un tarado... y esos dos criminales sebosos para los cuales hago de cuadro. —Hizo una pausa y bebió otro sorbo—. Está mal que una obra de arte no entienda el arte, ¿no crees...? —Ella compartió brevemente su sonrisa. De repente el semblante de Marcus se ensombreció—. Pero no es eso. Son esos dos cerdos. A mí me toca soportarlos un solo día a la semana, pero cada vez me cuesta más esfuerzo... Oyéndolos me dan ganas de... de vomitar... Me parece increíble que ese par de degenerados sea una de las grandes pinturas de todos los tiempos y que lienzos como yo, en cambio, tengamos que adornar las habitaciones donde se hospedan...

Poseído por una furia repentina, se llevó el vaso a los labios y descubrió que estaba vacío. Brenda lo escuchaba absolutamente inmóvil. Marcus se avergonzó un poco de haber abierto su corazón de aquella forma delante de una desconocida (por mucho que le costara creerlo, Brenda seguía siendo una desconocida, a fin de cuentas). Contempló su vaso vacío y levantó la vista hacia ella.

—En fin, no vamos a estropear una noche como ésta hablando de trabajo, ¿no? —dijo—. Aún tengo pintura encima. Voy a ducharme y vengo en seguida. Sírvete más whisky. Ponte cómoda.

Brenda sonrió ligeramente.

—Te esperaré en la cama.

En la ducha, Marcus Weiss recordó de repente a qué se parecían los ojos de Brenda: era la misma mirada de la
Venus Verticordia,
de Dante Gabriel Rossetti. Una copia de aquel cuadro prerrafaelista estaba enmarcada y colgada en la pared del salón de su apartamento de Berlín. La diosa sostenía una manzana y una flecha y miraba directamente al espectador mostrando uno de los senos, como dando a entender que el amor y el deseo, a veces, pueden resultar peligrosos. A Marcus le gustaban Burne-Jones, Duncan, Rossetti, Holman Hunt y otros prerrafaelitas. En su opinión, nada podía igualar el misterio y la belleza de las mujeres pintadas por estos artistas, el aura sagrada que desprendían sus figuras. Pero el arte es menos hermoso que la vida, y eso Marcus lo sabía, o creía saberlo, aunque pocas veces había encontrado pruebas tan palpables de la veracidad de tal aserto como Brenda. Ningún prerrafaelista hubiera podido inventar a Brenda, y ahí estaba la causa —sospechaba él— de que la vida siempre aventajara al arte en su carrera hacia la realidad. ¿Quién sabe? Quizá no era demasiado tarde para la vida, aunque ya lo fuera para el arte. Quizá la vida lo aguardaba en algún sitio: hijos, una compañera, estabilidad, el nirvana burgués donde poder reposar para siempre.
Disfrutemos un poco de la vida, amigos, al menos por esta noche.

Salió del baño y cogió una toalla. Se había quitado la etiqueta del cuadro de Niemeyer, ya que al día siguiente no la necesitaría. Su erección volvía a ser intensa. Se sentía, si cabe, más excitado que antes, durante su impetuosa entrada en el cuarto. Por si fuera poco, la bebida no lo había afectado. Estaba seguro de poder continuar activo hasta el amanecer, y con una chica como Brenda ello no iba a resultar difícil.

La habitación estaba a oscuras otra vez, salvo la escasa luz de los neones de la calle filtrada por la persiana. Bajo esa penumbra parpadeante Marcus pudo distinguir a la muchacha. Le había dicho que lo esperaba en la cama y allí estaba. Se había cubierto con las sábanas hasta el cuello. Sus ojos miraban al techo.
Venus Verticordia.

—¿Tienes frío? —preguntó Marcus.

No hubo respuesta. Brenda continuaba inmóvil, con la vista fija en un punto de la oscuridad. No era una actitud muy normal para iniciar otra sesión de amor, pero Marcus ya estaba más que acostumbrado a su enigmático comportamiento. Llegó hasta el borde de la cama y apoyó una rodilla.

—¿Quieres que te descubra poco a poco, como las sorpresas? —sonrió, inclinándose y apoyando las manos.

En ese instante sucedió algo que Marcus, al principio, apenas pudo creer. El rostro de Brenda tembló y osciló, torciéndose en un ángulo imposible, como una mortaja que se deslizara por encima de un cadáver. Luego
se movió.
De hecho, se arrastró hacia la mano de Marcus como una rata fláccida, un roedor moribundo. Fueron un par de segundos irracionales, buen material para una de las numerosas anécdotas que Marcus coleccionaba.
Ahora os contaré el día en que el rostro de Brenda se desprendió y caminó hacia mi mano. Menuda sensación, amigos.
Como en estado de trance, Marcus observó el conjunto desinflado de nariz, labios y ojos vacíos escurriéndose por la almohada hasta llegar a sus dedos. Retiró la mano como si hubiese recibido una quemadura y lanzó un gemido sofocado de horror, antes de percatarse de que estaba contemplando una especie de máscara confeccionada con algún tipo de material plástico, probablemente cerublastina. En la almohada, el copioso cabello rubio atado con una cola permanecía hueco e inmóvil, tan absurdo como un techo sin paredes.

Os voy a contar el día en que Brenda se transformó en canica, en guisante, en minucia, en Nada. Os contaré el horrible día en que Brenda se transformó en un punto del microcosmos.

Apartó las sábanas y descubrió que lo que había tomado al principio por el cuerpo de la chica no era sino su ropa (la chaqueta y la falda, incluso los zapatos) retorcida y hecha un guiñapo. Esa clase de bromas que gastan los colegiales para hacer creer que hay alguien dormido bajo la manta.

Pero, la máscara...
La máscara
era lo incomprensible.

Una ráfaga de escalofríos le hizo entrechocar los dientes.

—Brenda... —murmuró en la oscuridad.

Oyó el ruido a su espalda, pero estaba desnudo y en cuclillas sobre la cama, y reaccionó demasiado tarde.

Líneas.

Su cuerpo era un haz de líneas. Por ejemplo, el pelo: suaves curvas hasta la nuca. O los ojos: elipses que albergaban redondeles. O el círculo concéntrico de los senos. O la ínfima raya del ombligo. O la huella de gaviota del sexo. Se palpó. Llevó la mano derecha al cuello, la hizo descender por la hondonada entre los pechos y el angosto músculo del vientre. Luego abrazó la curvatura de sus bíceps. Al tacto todo era distinto. Se percibió un poco más viva: superficies mullidas, exprimibles, deformables; contornos donde la mano podía demorarse, dulces laberintos aptos para dedos o insectos. Tocándose adquirió volumen.

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