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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (47 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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—Era restaurador, tengo entendido.

—Era un pintor frustrado —definió Oslo con un ademán—. Había aceptado aquel trabajo de restauración de lienzos en el castillo de Edenburg, pero su sueño dorado era ser artista. Resultó mediocre en ambos oficios. Solía azotar a Bruno con pinceles, ¿lo sabías?

—No estoy al tanto de la vida de mi jefe —respondió Wood con una breve sonrisa.

—Usaba pinceles de mango muy largo para acceder mejor a algunos de los cuadros colgados en las altas paredes del castillo. Los pinceles que quedaban inservibles por el uso no los tiraba. No creo que los guardara especialmente para azotar a Van Tysch, pero a veces lo hizo.

—¿Te contó eso Van Tysch?

—Van Tysch no me ha contado nada. Es un cofre cerrado. Me lo contó Victor Zericky, su gran amigo de la infancia, su único amigo, quizá, porque Jacob Stein es tan sólo un idólatra. Zericky es historiador y sigue viviendo en Edenburg. Me concedió un par de entrevistas y pude reunir algunos datos.

—Continúa, por favor.

—Todo podría haber acabado aquí: un niño maltratado por su padre que después, tal vez, se hubiera convertido en otro restaurador y otro artista frustrado... Peor aún que Maurits, porque Bruno ni siquiera sabía dibujar bien —Oslo emitió una risita—. Sin embargo, no podemos negarle ese talento a su padre... Zericky me ha enseñado algunas acuarelas de Maurits que Van Tysch le regaló: son muy buenas... Pero entonces vino el milagro, el «cuento de hadas», como dicen los documentales de la Fundación: Richard Tysch, el millonario de Norteamérica, se cruzó en su vida. Y todo cambió para siempre.

Wood estaba tomando algunos datos en una libreta que había sacado del bolso. Oslo hizo una pausa y dejó vagar la mirada por la oscuridad creciente del jardín.

—Richard Tysch fue el hombre que hizo posible que el Maestro se convirtiera en el amo de un imperio. Era un loco, un multimillonario inútil y excéntrico, heredero de una fortuna que dilapidó y de varias empresas del acero que se apresuró a vender en cuanto su padre murió. Había nacido en Pittsburg, pero se creía heredero directo de los
Pilgrim Fathers,
los pioneros holandeses en Estados Unidos, y le obsesionaba averiguar datos sobre su estirpe. Indagó en el origen de su apellido. Al parecer, los Van Tysch de Rotterdam se dividieron en dos ramas durante el período floreciente de la Compañía de las Indias Occidentales. Un antepasado se trasladó a Norteamérica y de él procedían los Tysch del acero y los negocios. Richard Tysch quería conocer a la «otra rama», la mitad europea de su familia. En aquella época, las únicas dos personas con ese apellido eran el padre de Bruno y su tía Dina, que vivía en La Haya. Tysch viajó a Holanda en 1968 y visitó por sorpresa a Maurits. Tenía previsto hacer un viaje rápido, sin mayor importancia. Charlaría con Maurits sobre arte (se había enterado de que era restaurador), se llevaría algún recuerdo y regresaría a Estados Unidos cargado de fotos y de «raíces» históricas. Pero se encontró con Bruno van Tysch.

Oslo contemplaba las filigranas de la empuñadura de su bastón. Las acarició distraídamente mientras continuaba.

—¿Has visto fotos de Bruno cuando era niño? Era increíblemente atractivo, con su pelo negro espeso, su tez pálida y sus ojos oscuros, una mezcla de latino y anglosajón. Un verdadero pequeño fauno. Tenía fuego en los ojos, ¿no te parece? Victor Zericky afirma, y yo le creo, que era capaz de hipnotizar a la gente. Las niñas del pueblo estaban locas por él, incluso las mayores. Y te aseguro que no pocos hombres lo deseaban. En aquella época tenía trece años. Richard Tysch lo conoció y perdió por completo la razón. Lo invitó a pasar el verano en su mansión de California, y Bruno aceptó. Supongo que a Maurits no le pareció mal, teniendo en cuenta lo generoso que era aquel dios recién llegado del otro lado del Atlántico. A partir de entonces siguieron viéndose cada verano y manteniendo una dilatada correspondencia durante los períodos escolares de Bruno. Van Tysch destruyó esa correspondencia después. Hay quien habla de una relación al estilo Sócrates y Alcibíades, y hay quien aventura cosas más desagradables. Lo único cierto es que, seis años después, Richard Tysch le legó toda su fortuna a Bruno y se disparó su escopeta de caza en la boca. Lo encontraron sentado en un tronco de columna en su
palazzo
de las afueras de Roma. Su cerebro decoraba los mosaicos de la pared. Actualmente, el
palazzo
pertenece a Van Tysch, así como el resto de sus propiedades en Europa. Fue un testamento sorprendente, ya puedes imaginarte. Por supuesto, su escasa y mal avenida familia lo impugnó, pero sin éxito. Si a eso añadimos que Maurits había muerto dos años antes, podremos concluir que Bruno, de repente, dispuso de todo el dinero y la libertad del mundo.

Algo distrajo a Oslo y lo interrumpió: dos operarios habían llegado al jardín y ayudaban a la modelo del retrato de Wood a saltar fuera del estanque. Ya había finalizado su exhibición. Oslo estuvo contemplando la operación de retirada de la obra mientras hablaba.

—Hay que reconocer que Bruno supo emplear bien ambas cosas. Viajó por Europa y América y se estableció un tiempo en Nueva York, donde conoció a Jacob Stein. Antes había estado en Londres y París, y trabado contacto con Tanagorsky, Kalima y Buncher. No es extraño que el arte hiperdramático lo entusiasmara: había nacido para ordenarle a otros lo que tenían que hacer. Fue siempre un pintor de personas, incluso antes de que Kalima teorizara sobre el nuevo movimiento. Utilizó su fortuna para convertir el arte HD en el más importante de este siglo. La verdad, le debemos mucho a Van Tysch —agregó Oslo con más cinismo del que pretendía.

—Por este lado no sacaremos nada —dijo la señorita Wood, golpeando la libreta con el lápiz—. Según lo que me cuentas, Van Tysch podría tener tantos enemigos como admiradores.

—En efecto.

—Habrá que enfocarlo de otra manera.

En el jardín, la modelo del retrato de Debbie Richards se había desnudado por completo y uno de los operarios doblaba cuidadosamente la ropa pintada al tiempo que otro le tendía el albornoz. Wood observó el cuerpo de la chica (que incluso descalza era varios centímetros más alta que ella) y se preguntó vagamente si Oslo la veía a ella así de atractiva. Las líneas de la máscara de cerublastina resultaban perceptibles alrededor de su cuello. ¿Cómo sería su verdadero rostro? No lo sabía; no quería saberlo.

Mientras reflexionaba, Wood se quitó las gafas de sol y se frotó los ojos. Oslo pensó: «Dios mío, qué delgada está, qué demacrada». Barruntó que los problemas nerviosos de la señorita Wood en relación con la comida habían aumentado en aquellos últimos años. El «perro guardián» se estaba quedando en los huesos.

Él la había conocido cuando aún era cachorro.

Fue en Roma, en 2001, durante unos cursos sobre cuidado de cuadros exteriores que impartía Oslo en la ciudad. Nunca supo qué le atrajo tanto de aquella chica delgada de apenas veintitrés años. A primera vista parecía sencillo saberlo: April Wood era hermosa, vestía con llamativa elegancia y su cultura e inteligencia resultaban notables. Pero había algo en ella que provocaba el inmediato rechazo de la gente. En aquel tiempo trabajaba como directora de Seguridad para Ferrucioli y, pese a que ya era rica, vivía sola y carecía de amigos íntimos. Oslo creyó descubrir qué era lo que la marginaba: un odio lento y profundo como un veneno subterráneo. La señorita Wood derramaba odio por todos sus poros.

Con la infinita paciencia que le caracterizaba a la hora de ayudar a los demás, Oslo se propuso ofrecerle el antídoto adecuado. Logró reunir algunos datos sobre su vida. Supo que su padre, un marchante inglés afincado en Roma, había presionado a April cuando era adolescente para que se hiciera lienzo. Y supo que ella estaba en tratamiento por un problema de anorexia nerviosa que venía arrastrando desde la época en que su padre quería hacer de ella una obra de arte a toda costa. «Llamaba a varios pintores mediocres para que me abocetasen desnuda —le confesó April un día—. Luego tomaba fotos y las enviaba a los grandes maestros. Pero descubrí a tiempo que no tenía paciencia para ser lienzo. Entonces me dediqué a protegerlos.» Sin embargo, para ella, «proteger cuadros» significaba exactamente eso. Era como si no los considerara seres humanos. Las discusiones entre ellos a este respecto eran frecuentes. Entonces Oslo comprendió que el peor veneno de Wood
era Wood.
Un antídoto contra aquel veneno sólo habría logrado hacerle más daño.

Cuando Wood entró en la Fundación como flamante directora de Seguridad, la distancia que los separaba aumentó. En 2002 los encuentros se espaciaron más y en 2003 la ausencia tendió su frío relente sobre ambos. La palabra «fin» no se había pronunciado nunca. Seguían siendo amigos, pero sabían que todo lo que había existido entre ellos había terminado.

Él creía que todavía la amaba.

Wood dejó las gafas sobre el escritorio y lo miró.

—Hirum, seré sincera contigo: estoy en desventaja frente al tipo que destruye los cuadros.

—¿En desventaja?

—Alguien de nosotros lo ayuda. Alguien de la Fundación.

—Dios mío —murmuró Oslo.

Durante un ligerísimo instante, una débil fracción de segundo, a él le pareció que ella se convertía de nuevo en una niña. Oslo sabía que detrás de aquella fortaleza inexpugnable se escondía, temerosa, una pobre y solitaria criatura que asomaba de vez en cuando a su mirada, pero comprobarlo en aquel momento lo sobresaltó. Sin embargo, el instante pasó pronto. Wood volvió a tensar las riendas de su rostro. Ni siquiera con cerublastina podría elaborarse una máscara más perfecta que las facciones
reales
de la señorita Wood, pensaba Hirum Oslo.

—Ignoro quién puede ser —prosiguió ella—. Quizás alguien comprado por un grupo de la competencia. En todo caso, capaz de suministrar información
privilegiada
sobre turnos de agentes de custodia, lugares de confinamiento y cosas así. Estamos
vendidos,
Hirum, por dentro y por fuera.

—¿Lo sabe Stein?

—Fue al primero a quien se lo conté. Pero se negó a ayudarme. Ni siquiera va a intentar que la próxima exposición se suspenda. Ni Stein ni el Maestro quieren inmiscuirse en el asunto. El problema de trabajar para grandes artistas es que tienes que averiguarte la vida por ti mismo. Ellos están a otra altura, en otro nivel. Me consideran un perro guardián, incluso me llaman así, y no les censuro: ése es exactamente mi oficio. Hasta ahora se han mostrado satisfechos conmigo. Pero ahora estoy sola. Y necesito ayuda.

—Me has tenido siempre, April, y me tienes ahora.

Se oyeron risas procedentes del jardín. Eran jóvenes de ambos sexos. Se acercaban a la pérgola hablando y riendo, como una excursión de estudiantes. Vestían ropa deportiva y llevaban bolsas al hombro pero las pieles brillaban tersas como espejos pulidos bajo las recientes luces eléctricas que habían comenzado a encenderse entre los árboles. La aparición fue casi sobrenatural: ángeles de cuerpos delineados, seres de un universo remoto del que Hirum Oslo y April Wood se consideraban desterrados y a los que era muy difícil mirar sin añoranza. Tras disculparse con Wood, Oslo se levantó y abrió la puerta del despacho.

Wood comprendió de inmediato que se trataba de un ritual diario: los cuadros de Oslo se despedían así de su dueño. Reconoció al Chalboux y al Moritz entre ellos. Oslo les hablaba y sonreía. Bromeaba. Ella pensó en su propia casa de Londres. Tenía más de cuarenta obras y casi la mitad de adornos humanos. Algunos eran tan caros que seguían posando incluso cuando se ausentaba, aunque permaneciera fuera durante semanas. Pero Wood no cruzaba ni dos palabras con ninguno. Apagaba sus cigarrillos sobre Ceniceros que eran hombres desnudos, encendía Lámparas adolescentes de sexo depilado y virgen, dormía junto a un óleo formado por tres jóvenes pintados de azul en perenne equilibrio, se aseaba al lado de dos muchachas arrodilladas que sostenían con la boca jaboneras de oro, y en ningún momento, ni siquiera cuando por fin se marchaban a descansar tras una jornada completa de trabajo en su casa, se le había ocurrido hablarles. Sin embargo, Oslo se relacionaba con sus cuadros como si fuera un padre cariñoso.

Tras despedirse de sus lienzos, Hirum Oslo regresó al asiento y encendió la lámpara del escritorio. La luz destelló en los ojos fríos y azules de Wood.

—¿A qué hora tienes que irte? —preguntó.

—A la que quiera. Tengo un avión privado esperándome en Plymouth. Y si no quiero conducir, puedo llamar a un chófer para que me recoja. No te preocupes por eso.

Oslo juntó las yemas de los dedos. Su semblante reflejaba preocupación.

—Has pensado en la policía, imagino.

La sonrisa de Wood estaba lastrada por el cansancio.

—Ese tipo tiene detrás a la policía de Europa entera, Hirum. Recibimos ayuda de organismos y departamentos de defensa que sólo se ponen en marcha en casos muy concretos, cuando está en juego la seguridad o el patrimonio cultural de los países miembros. La globalización ha dejado muy anticuados los métodos de Sherlock Holmes, supongo, pero yo soy de las que prefieren los métodos anticuados. Además, los informes de estos sistemas van a parar al gabinete de crisis, y estoy convencida de que uno de los miembros de ese gabinete es el tipo que colabora con nuestro hombre. Pero lo peor de todo es que no dispongo de tiempo. —Hizo una pausa y añadió—: Sospechamos que va a intentar destruir uno de los cuadros de la nueva colección, y lo hará
ahora,
durante la exposición. Quizá dentro de una semana o de dos, tal vez antes. Puede que incluso ataque el mismo día de la inauguración. No va a esperar mucho más. Hoy es martes 11 de julio, Hirum. Quedan cuatro días. Estoy de-ses-pe-ra-da. Mis hombres trabajan día y noche. Hemos diseñado planes de protección muy complejos, pero ese tipo también tiene un plan, y nos esquivará como nos ha esquivado antes. Va a cargarse otro cuadro. Y yo tengo que impedirlo.

Oslo meditó un instante.

—Descríbeme un poco su
modus operandi.

Wood le contó el estado en que habían sido encontrados los cuadros y el uso del cortalienzos. Y añadió:

—Graba la voz de los lienzos diciendo cosas curiosas que, suponemos, les obliga a leer. Te he traído copias escritas de ambas grabaciones.

Sacó unos papeles doblados del bolso y se los entregó. Cuando Oslo terminó de leer, el jardín estaba a oscuras y en silencio.

—«El arte que sobrevive es el arte que ha muerto» —reflexionó—. Es curioso. Parece una declaración de principios sobre el arte hiperdramático. Tanagorsky decía que el arte HD no sobreviviría porque estaba
vivo.
Puede parecer una paradoja, pero así es: se hace con personas de carne y hueso, y por tanto es efímero.

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