—Se ha marchado urgentemente a Londres. Su padre ha empeorado.
Era cierto que Wood había tenido que regresar a Londres el fin de semana debido al estado de salud de su padre. Pero le había dicho a Bosch que seguiría trabajando desde allí. La naturaleza de ese trabajo no la conocía ni siquiera él, pero le parecía obvio que la señorita Wood había diseñado su propio plan de contraataque. Bosch confiaba en aquel plan.
Se despidió de Benoit en cuanto pudo. Necesitaba descansar un poco. En la puerta, el director de Conservación lo detuvo con un gesto mientras volvía a rociarse la garganta de aerosol contra el mal aliento.
—Si puedes, calienta un poco los traseros de la gente del BAH. Están montando una fiesta para la semana de la inauguración. La policía habla de unos cinco mil procedentes de varios países. Eso estaría muy bien.
El grupo BAH era una de las organizaciones internacionales que más se oponían al arte hiperdramático. Su fundadora y líder, la periodista Pamela O'Connor, acusaba a artistas como Van Tysch o Stein de violación de derechos humanos, pornografía infantil, trata de blancas y degradación de la mujer. Sus quejas eran escuchadas y sus libros de denuncia se vendían muy bien, pero ningún tribunal le hacía caso.
—No creo que tiren cohetes, Paul —observó Bosch—. La gente de Pamela O'Connor se cansa incluso de escribir pancartas.
—Lo sé, pero me gustaría que los irritaras un poco, Lothar.
Necesitamos cierto grado de escándalo. En esta inauguración todo juega en contra nuestra, empezando por el título. ¿A quién diablos le importa Rembrandt hoy día, salvo a cuatro o cinco gilipollas especialistas en arte antiguo?
¿
Quién va a pagar por venir a ver un homenaje a Rembrandt? El público vendrá a ver
lo que ha hecho Van Tysch con Rembrandt,
que no es lo mismo. Esperamos numerosos visitantes, pero necesitamos el doble o más. Las colas deberían llegar a Leidseplein. Un altercado entre miembros del BAH y de nuestro equipo de seguridad sería ideal... Varios periodistas situados en el lugar oportuno, fotos, noticias... La verdad es que grupos como el BAH son muy útiles. Stein, incluso, nos ha propuesto que lo financiemos en secreto, ¿puedes creerlo?
Bosch podía creerlo.
—Haz todo lo posible por caldear el ambiente —le guiñó un ojo Benoit.
—Intentaré pensar en positivo —replicó Bosch.
Se marchó sin haber hablado con Benoit del tema que más le importaba: la presencia de Danielle en la exposición.
La muchacha que está de pie junto al árbol lleva tan sólo un albornoz blanco y corto atado a la cintura, impropio para salir a la calle o permanecer quieta al aire libre. Pero otras cosas nos intrigan más de su aspecto. Por ejemplo, alguien le ha dibujado cejas, pestañas y labios con un pincel y su cabello es de un color bermellón reluciente y huele a óleo. La piel que podemos contemplar, la de la cara, cuello, manos y piernas, revela un lustre artificial, como si estuviera plastificada. Sin embargo, por rara que sea su apariencia, algo en su mirada, algo que nada tiene que ver con el disfraz de pintura ni con su absurdo vestuario, un rasgo profundo, previo a toda figura y todo dibujo, pero visible, colocado ahí, dentro de sus ojos, nos impulsaría quizás a detenernos e intentar conocerla mejor. Un niño quedaría fascinado ante los maravillosos colores de su cuerpo. A un adulto le intrigaría más su forma de mirar.
El hombre que está de pie frente a ella es uno de los mayores artistas de este siglo; en el futuro será considerado uno de los más grandes de todos los tiempos. Saber esto nos llevará a pensar que su aspecto está marcado por la celebridad. Es un hombre alto y esbelto, de unos cincuenta años. Viste completamente de negro y lleva unas gafas colgando del cuello. El rostro es alargado y estrecho, rematado por abundante pelo azabache que clarea en las patillas. La frente es amplia y está surcada de líneas. Dos líneas más negras, como engrosadas por la insistencia del lápiz, forman las cejas. Los ojos son grandes y oscuros pero los párpados penden ligeramente, de manera que la mirada se muestra a medias, siempre capaz de mirar más. La nariz es recta y ostentosa. El rictus de los labios está enmarcado por un bigote y una perilla compactos. No hay ni una sola mancha de barba en sus mejillas. Nos esforzamos por abstraer sus facciones del recuerdo de fotos y reportajes, del conocimiento del hombre al que pertenecen, y, tras meditar con detenimiento, concluimos por fin que no: no hay nada especial en esta fisonomía, todo lo especial que tiene este rostro lo añado
yo
con lo que sé sobre él. Podría ser el médico que me atiende en la consulta, el asesino cuya foto destella una sola vez en la televisión, el mecánico que me devuelve el coche revisado.
Él no le había dirigido la palabra todavía. Había hablado con Uhl en holandés y Gerardo se apresuró a traducir sus instrucciones. Debía ponerse el albornoz y acompañarlo: al Maestro le gustaba pintar al aire libre. Salieron en silencio, Van Tysch caminando delante de ella. La temperatura de aquella tarde de viernes era excelente, quizás un poco fresca, pero a ella no le importaba. Tampoco le importó olvidar las zapatillas. Estaba demasiado nerviosa para preocuparse por esos detalles. Además, aunque el terreno de grava era incómodo, se hallaba acostumbrada a andar descalza. Van Tysch abrió la cancela y Clara se escabulló antes de que la puerta se cerrara. Atravesaron la vereda y continuaron por el césped hasta llegar al
Plastic Bos,
donde Gerardo la había llevado el día anterior. Los rayos de sol penetraban entre las ramas bajas. Eran como pinceladas de oro ejecutadas con tiralíneas. Van Tysch se detuvo y ella lo imitó. Se quedaron mirándose durante un rato.
El
Plastic Bos
se extendía como un charco en medio del pequeño bosque de pinos. Su área de veinte metros de largo por seis de ancho la demarcaban once árboles falsos que se diferenciaban de los de verdad sobre todo porque eran más bonitos y porque sus hojas producían una melodía de granizo cuando el viento soplaba con fuerza. A Clara no le parecía mal el
Plastic Bos.
Pensaba que encajaba con Holanda, país de paisajes de Vermeer y Rembrandt; de ciudades para duendes como Madurodam, con casitas, canales, iglesias y monumentos a escala; de diques y pólders donde las tierras han sido inventadas por la voluntad humana en su terca pugna con el mar. Se encontraba descalza sobre la tupida alfombra de césped de silicona, junto a uno de los árboles. El sol que descendía le daba en la cara pero ella procuraba no parpadear.
Quería mantener los ojos bien abiertos porque a tres metros de distancia estaba Bruno van Tysch.
—¿Le gusta Rembrandt? —fue lo primero que dijo él, en correcto castellano.
Su voz era grave y majestuosa. En el teatro griego, voces como aquélla encarnaban a Zeus.
—No conozco mucho su pintura —respondió Clara. Su lengua, imprimada y amarilla, se había movido con esfuerzo.
Van Tysch repitió la pregunta. Era evidente que su respuesta no le había satisfecho. Clara buscó dentro de sí misma y extrajo toda su sinceridad.
—No —dijo—. La verdad es que no me gusta.
—¿Por qué?
—Pues no sé. Pero no me gusta.
—A mí tampoco —replicó el pintor inesperadamente—. Por eso no me canso de mirar sus cuadros. Es conveniente enfrentarnos una y otra vez a lo que no nos gusta. Lo que no nos gusta es como un amigo honrado: nos ofende diciéndonos la verdad.
Hablaba en un tono apagado y cansino. Clara pensó que era un hombre inmensamente triste.
—Nunca lo había visto de esa manera —murmuró ella—. Es muy interesante esa opinión.
Pensó que Van Tysch no necesitaba de sus elogios y apretó los labios.
—¿Su padre ha muerto? —preguntó él de repente.
—¿Perdón?
Volvió a repetir la pregunta. Por un momento a Clara le pareció extraño que Van Tysch hubiera cambiado de tema con tanta brusquedad. El hecho de que conociera detalles de su biografía, sin embargo, no le sorprendía en absoluto. Supuso que el Maestro indagaba en la vida de cada uno de los lienzos que contrataba.
—Sí —respondió.
—¿Por qué se asusta tanto por las noches?
—¿Qué?
—Cuando mis ayudantes la despertaban haciendo ruidos en la ventana. ¿Por qué ponía esa cara de horror?
—No lo sé. Tenía miedo.
—¿De qué?
—No sé. Siempre he tenido miedo de que alguien entre en mi casa de noche.
Van Tysch se acercó y movió la cabeza de Clara como una gema bajo la luz, sujetándola de la barbilla. Luego se apartó de ella dejando su cabeza ladeada hacia la derecha. Los rayos del sol enguirnaldaban las ramas. La atmósfera del bosque de plástico era húmeda, prismática, y las tangentes de luz se desmenuzaban en colores puros.
Él parecía observarla, pero ella no podía estar segura de eso.
—Mi madre era española —comentó Van Tysch.
Los increíbles cambios de tema eran, al parecer, la norma en el diálogo con aquel hombre. Clara lo aceptó sin problemas.
—Sí, lo sé —repuso ella—. Y usted habla muy bien el castellano, por cierto.
Otra vez se dio cuenta de su inútil elogio. Van Tysch prosiguió, como si no la hubiese escuchado:
—Yo nunca la conocí. Mi padre rompió todas sus fotos cuando ella murió, y nunca pude verla. Mejor dicho, la vi en los dibujos que le hizo. Eran acuarelas. Mi padre era buen pintor. Vi por primera vez a mi madre en las acuarelas de mi padre, de modo que no estoy muy seguro de que él no la embelleciera aún más. A mí me pareció muy, muy, muy hermosa. —Había pronunciado aquel triple «muy» con lentitud, evocando un sonido distinto cada vez, como si quisiera descubrir significados ocultos en la palabra entonándola de diversas maneras—. Pero quizá todo se debía al arte de mi padre. No sé si las acuarelas eran mejores o peores que el original, nunca lo he sabido, nunca he querido saberlo. No conocí a mi madre, eso es todo. Más tarde comprendí que eso es lo normal. Quiero decir que lo normal es
no conocer.
Hizo una pausa y se acercó. Movió la cabeza de Clara hacia el lado opuesto pero pareció cambiar de idea y volvió a girarla del lado en que se encontraba. Retrocedió unos pasos y se acercó otra vez. Apoyó una mano en su nuca y le hizo inclinar la cabeza. Se puso las gafas de lectura que colgaban de su cuello y miró algo. Se las quitó y retrocedió unos pasos.
—Su padre también debió de morir joven —dijo.
—¿Mi padre?
—Sí, su padre.
—Murió a los cuarenta y dos años de un tumor cerebral. Yo tenía nueve años.
—Entonces tampoco lo conoció. Sólo le quedan imágenes de él. Pero nunca lo conoció.
—Bueno, un poco sí. A los nueve años ya me había hecho alguna idea sobre él.
—Siempre nos hacemos alguna idea sobre las cosas que no conocemos —replicó Van Tysch—, pero eso no significa que las conozcamos mejor. Usted y yo no nos conocemos, pero ya nos hemos hecho una idea el uno del otro. Usted no se conoce a sí misma, pero ya se ha hecho una idea sobre usted.
Clara volvió a asentir. Van Tysch prosiguió.
—Nada de cuanto nos rodea, nada de cuanto sabemos o ignoramos, nos es completamente desconocido ni completamente conocido. Los extremos son invenciones fáciles. Sucede igual con la luz. No existe la oscuridad
total,
ni siquiera para un ciego, ¿no lo sabía? La oscuridad está poblada de cosas: formas, olores, pensamientos... Y observe la luz de esta tarde de verano. ¿Diría usted que es pura? Mírela bien. No me refiero sólo a las sombras. Mire
entre los resquicios
de la luz. ¿Advierte los diminutos grumos de tiniebla? La luz está bordada sobre una tela muy oscura, pero es difícil verlo. Hay que madurar. Cuando maduramos, entendemos por fin que la verdad es un punto intermedio. Es como si los ojos se nos acostumbraran a la vida. Comprendemos que el día y la noche, y quizá la vida y la muerte, no son sino grados de un mismo claroscuro. Descubrimos que la verdad, la única que merece tal nombre, es la penumbra.
Tras una pausa, como si hubiera reflexionado sobre lo que acababa de decir, repitió:
—La única verdad es la penumbra. Por eso todo es tan terrible. Por eso la vida es tan absolutamente insoportable y terrible. Por eso todo es tan espantoso.
A Clara no le pareció que pusiera emoción en lo que decía. Era como si pensara en voz alta mientras trabajaba. La mente de Van Tysch canturreaba en el vacío.
—Quítese el albornoz.
—Sí.
Mientras ella se desnudaba, él preguntó:
—¿Qué sintió al morir su padre?
Clara estaba doblando el albornoz sobre una rama. El aire envolvía su cuerpo desnudo e imprimado como la caricia de un agua muy pura. La pregunta la hizo interrumpirse y mirar a Van Tysch.
—¿Al morir mi padre?
—Eso es. ¿Qué sintió?
—No mucho. Quiero decir... No creo que lo sintiera tanto como mi madre y mi hermano. Ellos lo conocieron más y fue más duro para ellos.
—¿Lo vio usted morir?
—No. Murió en el hospital. Estaba en casa cuando le dio una crisis, una convulsión. Se lo llevaron al hospital y no me dejaron ir a verle.
Van Tysch continuaba mirándola. El sol se había movido un poco e iluminaba parcialmente su rostro.
—¿Ha soñado con él después?
—Algunas veces.
—¿Cómo son esos sueños?
—Sueño con su... con su cara. Su cara se me aparece, me dice cosas raras, luego se va.
Un pájaro cantó y enmudeció. Van Tysch entornaba los ojos mirándola.
—Camine hacia allí —le dijo. Señalaba la sombra de un árbol falso.
La hierba plástica se aplastó dócilmente bajo sus pies descalzos. Van Tysch elevó el brazo derecho.
—Ahí está bien.
Se detuvo. Van Tysch se había colocado las gafas y se acercaba. El no la estaba tocando, apenas la
trazaba
con órdenes breves, pero ella ya se percibía distinta, con una fisonomía diferente, mejor
dibujada
que nunca. Estaba convencida de que su cuerpo haría todo lo que él le dijese sin esperar a que su cerebro lo aprobara. En cuanto a su mente, intentaría rendirla también a sus pies. Toda. Por completo. Lo que él dijera, lo que él quisiera. Sin límites.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Van Tysch.
—¿Cuándo?
—Ahora.
—¿Ahora?
—Sí, ahora. Dígame lo que está pensando. Dígame
exactamente
lo que está pensando ahora.
Decidió hablar casi sin necesidad de que las palabras acudieran a su cerebro.