Read Clara y la penumbra Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (46 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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El otro cuadro era mejor, pero se inscribía dentro de la misma tendencia. Wood ya lo conocía y no precisó acercarse para leer su título:
Muchacha en la sombra
de Georges Chalboux. El cuerpo de
Muchacha en la sombra
era menos agraciado que el del Moritz. Parecía una estudiante universitaria que hubiera decidido gastarle una broma a alguien quitándose toda la ropa y quedándose inmóvil. Los atriles de ambos cuadros ostentaban los implementos característicos del mantenimiento de las obras humanistas: pequeñas bandejas con botellas de agua mineral y galletas que el cuadro podía ingerir en cualquier momento, letreros que podían colgarse de la pared e informaban de que la obra se había ido a descansar o estaba ausente, incluso un cartel que proclamaba: «Esta persona está trabajando de obra de arte. Por favor, respétela».

Wood apartó la vista de los cuadros e hizo balancear el mínimo bolso de un lado a otro mientras paseaba por el salón. Odiaba el arte humanista francés en todas sus ramas: el «sincerismo» de Corbett, el «democratismo» de Gerard Garcet y el «liberalismo absoluto» de Jacqueline Treviso. Cuadros que te pedían permiso para ir al baño o simplemente iban sin pedírtelo, exteriores que corrían a guarecerse si comenzaba a llover, obras que pactaban contigo las horas de trabajo e incluso la postura que debían adoptar, que se metían en tus conversaciones con otras personas, que tenían derecho a quejarse si algo les parecía mal o a pedirte que les dieras un poco si te veían comer cualquier cosa que les gustara. En lo que a ella respectaba, seguía prefiriendo el hiperdramatismo puro.

Oyó un ruido y se volvió. Hirum Oslo se aproximaba por la vereda del jardín cojeando y apoyándose en su bastón. Vestía un jersey y un pantalón en crema y una camisa roja Arrows. Era un hombre alto y apuesto. Su tez oscura contrastaba con los acentuados rasgos anglosajones heredados de su padre. Llevaba el pelo negro corto muy peinado hacia atrás y sus cejas eran densas y expresivas. Wood lo encontró igual que siempre, quizá un poco más delgado, con sus ojos tristes heredados de su madre hindú. Sabía que tenía cuarenta y cinco años, pero aparentaba casi cincuenta. Era un hombre preocupado, atento a todo lo que ocurría a su alrededor, deseoso de descubrir a una persona con problemas para poder tenderle la mano. Aquella profusión de solidaridad lo envejecía, en opinión de Wood: era como si parte de la lozanía de Oslo hubiera sido entregada a los demás.

Caminó hasta la puerta de cristal para recibirle. Oslo le sonrió, pero primero se detuvo a hablar con el cuadro de Chalboux.

—Cristina, puedes descansar cuando te apetezca —le dijo en francés.

—Gracias —sonrió el cuadro con un gesto de la cabeza.

Sólo entonces se volvió hacia Wood.

—Buenas tardes, April.

—Buenas tardes, Hirum. ¿Podríamos hablar sin que hubiera cuadros delante?

—Claro, vamos a mi despacho.

El despacho no estaba en la casa sino en un anexo al otro extremo del jardín. A Oslo le agradaba trabajar en medio de la naturaleza. Wood observó que no había perdido su afición: cultivaba plantas raras y las identificaba con pequeños letreros, como si fueran obras de arte. Mientras dejaba paso a Wood en un tramo más estrecho flanqueado de enormes cactus, Oslo le dijo:

—Estás muy atractiva.

Ella sonrió sin responder. Quizá para evitar el silencio, él añadió con rapidez:

—La retirada de cuadros de Van Tysch en Europa no es por razones de restauración, ¿verdad? ¿Me equivoco al pensar que tiene relación con tu presencia hoy aquí?

—No te equivocas.

Oslo avanzaba con lentitud debido a su cojera, pero la señorita Wood no tenía ningún problema en acomodarse a su paso. Parecía disponer de todo el tiempo del mundo. Las sombras se hicieron más espesas cuando penetraron bajo el frescor de los robles. Un murmullo de agua se dejaba oír desde algún lugar.

—¿Qué tal el viaje? ¿Encontraste mi cubil con facilidad?

—Sí, tomé un avión hasta Plymouth y alquilé un coche. Tus indicaciones fueron exactas.

—Según para quién —opinó Oslo sonriendo—. Hay cerebros que se extravían en cuanto salen de Two Bridges. Hace poco me visitó uno de esos artistas que quieren poner música en sus cuadros. El pobre hombre estuvo dando vueltas durante dos horas.

—Veo que al fin encontraste tu refugio perfecto: un rincón solitario en medio de la naturaleza.

Oslo dudó en interpretar aquellas palabras de Wood en sentido plenamente positivo, pero, a pesar de ello, sonrió.

—Es mucho más agradable que Londres, desde luego. Y el clima es excelente. No obstante, hoy ha amanecido nublado. Si llueve, guardaré los exteriores. Nunca los dejo bajo la lluvia. Por cierto —Wood detectó un extraño cambio en su tono de voz—, te vas a llevar una sorpresa...

Habían llegado al sitio del que procedía el ruido del agua. Era un estanque artificial. De pie en el centro había un exterior.

Tras una pausa durante la cual Oslo intentó en vano explorar los sentimientos de Wood, dijo:

—Es de Debbie Richards. Honestamente, creo que Debbie es una gran retratista. Utilizó una foto tuya. ¿Te molesta?

La chica se hallaba de pie sobre una pequeña plataforma. El corte de pelo a lo
garçon
era exacto y las gafas Ray Ban muy similares a las que ella usaba, al igual que el traje sastre de minifalda pintado en verde. Había una importante diferencia (Wood no pudo menos que fijarse en aquel detalle): las piernas, desnudas, estaban corregidas y aumentadas. Eran largas y torneadas. Resultaban mucho más atractivas que las suyas. «Pero ya se sabe que un buen pintor siempre te embellece», pensó, cínicamente.

El retrato permanecía inmóvil en la postura en que había sido colocado. Tras él se alzaba una pared de piedra natural y a su derecha runruneaba una pequeña cascada. ¿Quién sería aquella chica tan parecida a ella? ¿O era todo un efecto de la cerublastina?

—Suponía que no te gustaban los retratos con ceru —comentó ella tras un silencio.

La risa de Oslo fue sobria.

—No me gustan, en efecto. Pero en este caso era imprescindible cierto parecido con el original. Lo tengo desde hace un año. ¿Te ha sentado mal que encargara un retrato tuyo? —agregó, mirándola con preocupación.

—No.

—Pues entonces no hablemos más sobre el tema. No quiero hacerte perder tiempo.

El despacho se hallaba en el interior de una pérgola de cristal. A diferencia del salón, era un caos de revistas, ordenadores y libros apilados en inestables columnas. Oslo insistió en despejar un poco la mesa y Wood le dejó hacer en silencio. Sin saber por qué con exactitud, se encontraba aturdida. Nada en su aspecto, sin embargo, lo evidenciaba. Pero los nudillos de la mano que aferraba el bolso estaban blancos.

Aquello había sido un golpe bajo, un maldito golpe bajo. No podría haber sospechado jamás que Oslo todavía quisiera recordarla, y de aquella forma tan romántica. Era algo absurdo, sin sentido. Hacía años que Hirum y ella no se veían. Por supuesto, ambos habían oído hablar del otro con cierta frecuencia, más ella de él. Desde que Hirum Oslo desertara de la Fundación y se convirtiera en el gurú del movimiento natural
-
humanista, casi no había publicación de arte que no lo mencionara para ensalzarlo o denostarlo. En aquel momento Oslo estaba guardando un manoseado ejemplar de su última obra,
Humanismo en el arte HD,
que Wood había leído. Durante el viaje en avión se había dedicado a planear la entrevista y había decidido comentarle algunos de los párrafos del libro: de esa forma —pensó— evitarían charlar sobre el pasado. Pero el pasado estaba allí, no había lugar en aquel despacho que no lo contuviera, no existía conversación alguna que lo evitara. Y, para colmo, el inesperado retrato de Debbie Richards. Wood volvió la cabeza y miró hacia el jardín. Divisó el retrato en seguida. «Lo ha colocado de modo que pueda verlo desde su sillón mientras trabaja.»Cuando Oslo terminó de recoger, se enfrentó a aquella pálida y delgada figura de gafas negras. «¿Se habrá enfadado? —pensaba—. Nunca muestra sus verdaderos sentimientos. Nunca sabes lo que realmente tiene por dentro.» Decidió de repente que su presunto enfado no le importaba. Ella era la menos indicada para reprocharle sus recuerdos.

—Siéntate. ¿Quieres tomar algo?

—No, gracias.

—Estoy preparando mi pequeña intervención de la semana que viene. Se va a celebrar una gran retrospectiva de exterioristas franceses. Habrá conferencias y mesas redondas. Pero, además, soy el principal responsable de la conservación de treinta de los cuadros, entre ellos diez menores de edad. Estoy intentando que los menores se exhiban menos tiempo y tengan más sustitutos. Y aún no he recibido los informes de exploración del terreno. Será en el Bois de Boulogne, pero necesito saber exactamente la ubicación. En fin...

Hizo un ademán como pidiendo disculpas por hablar de problemas que sólo a él concernían. Hubo una pausa. Oslo, que luchaba por evitar el incómodo silencio, respiró aliviado cuando Wood habló.

—Te va muy bien como asesor de Chalboux, por lo que veo.

—No puedo quejarme. El natural-humanismo francés comenzó con poco y ahora está de moda en gran parte de Europa. Aquí en Inglaterra aún somos reacios a importarlo, porque predomina la influencia de Rayback. Y también porque tendemos a preocuparnos menos por el prójimo. Pero algunos artistas ingleses ya están cambiando de actitud y se adhieren a la corriente humanista. Han descubierto de repente que pueden hacer grandes obras de arte y, al mismo tiempo, respetar a los seres humanos. No obstante, la situación en general es penosa.

Oslo hablaba en el tono sosegado de siempre, pero Wood podía percibir su emoción. Sabía que el tema le motivaba.

Un instante después, él suavizó su expresión.

—Pero supongo que no has venido desde Londres para interesarte por mis pequeñas responsabilidades. Cuéntame un poco sobre ti, April.

La señorita Wood obedeció con reticencia pero terminó hablando mucho más de lo que había supuesto. Comenzó con un ligero repaso a su vida privada. Su padre estaba en las últimas, le dijo, y la habían llamado urgentemente desde el hospital para advertirle que la muerte podía producirse de un momento a otro. Ella estaba muy ocupada en Amsterdam, pero se había visto obligada —así dijo, «obligada»

— a trasladarse a Londres durante aquellos días, por si se producía lo peor. Sin embargo, no había perdido el tiempo. Desde su casa de Londres había puesto faxes, enviado y recibido correo electrónico y mantenido conferencias con especialistas de todo el mundo y colaboradores de su equipo. Por último, había decidido contar también con la ayuda de Oslo. «Pero a mí ha preferido venir a verme», pensó él con un repunte de extraña alegría.

—Estamos en crisis, Hirum —concluyó Wood—. Y el tiempo se nos acaba.

—Haré cualquier cosa por ayudarte. Dime qué es lo que ocurre.

Wood lo puso al corriente en menos de cinco minutos. No le contó todo lo que había sucedido, pero dejó que lo imaginara. Tampoco le dijo el título de las obras que habían sido destruidas. Oslo la escuchaba en silencio. Cuando ella terminó, él preguntó de inmediato, en tono angustiado:

—¿Qué cuadros han sido, April?

Wood lo miró un instante antes de responder.

—Hirum, lo que te voy a revelar es absolutamente confidencial, supongo que lo comprendes. Hemos logrado congelar la información. Salvo un pequeño grupo que hemos llamado «gabinete de crisis», nadie sabe nada, ni siquiera las compañías de seguros. Estamos preparando el terreno.

Oslo asentía con sus ojos negros y tristes muy abiertos. Wood le dijo el título de los dos cuadros y, durante un momento, hubo silencio. El murmullo del estanque se oía tamizado por los cristales. Oslo miraba hacia algún punto del suelo. Por fin dijo:

—Dios mío... Esa pequeña niña... Esa chiquilla... No lo lamento tanto por los dos criminales, pero esa pobre chiquilla...

Monstruos
era un cuadro tan valioso, o incluso más, que
Desfloración,
pero Wood conocía perfectamente las teorías de Oslo. No había venido a discutir sobre eso.

—Annek Hollech... —decía Oslo—. Hablé con ella por última vez hace un par de años. Era encantadora pero se sentía perdida en ese mundo terrible de obras humanas. No ha sido sólo ese loco quien la ha asesinado. La hemos matado un poco entre todos. —De repente se volvió hacia Wood—. ¿Quién? ¿Quién puede estar haciendo esto? ¿Y por qué?

—Quiero que me ayudes a saberlo. Se te considera uno de los especialistas más importantes en la vida y la obra de Bruno van Tysch. Quiero que me digas nombres y motivos. ¿Quién puede ser, Hirum? No me refiero a quién está destruyendo los cuadros sino a quién le paga para que sean destruidos. Piensa en una máquina. Una máquina programada para cargarse las obras más importantes del Maestro. ¿Quién tendría motivos para programar una máquina así?

—¿En quién estás pensando tú? —preguntó Oslo.

—Alguien que lo odiara lo suficiente como para querer hacerle mucho daño.

Hirum Oslo se retrepó en el asiento, parpadeando.

—Todo el que ha conocido a Van Tysch lo ama y odia profundamente. Van Tysch consigue producir obras maestras a base de crear estas contradicciones en las personas. Ya sabes que el principal motivo que me distanció de él fue comprobar que sus métodos de trabajo eran crueles. «Hirum —me decía—, si trato a los cuadros como personas, nunca haré con ellos obras de arte.»«Pero a quién se lo estoy diciendo —pensaba Oslo—. Mírala ahí sentada, con ese rostro cincelado en mármol. Dios mío, creo que la única persona que realmente la ha conmovido alguna vez ha sido Bruno van Tysch.»

—Bien es verdad que no puede decirse que la vida le haya ayudado a ser de otra forma. Su padre, Maurits van Tysch, era, probablemente, peor. ¿Sabías que colaboró con los nazis en Amsterdam...?

—He oído algo al respecto.

—Vendió a sus propios compatriotas, a judíos holandeses; los entregó a la Gestapo. Pero lo hizo con habilidad, apenas quedaron testigos. Jamás se pudo demostrar nada en su contra. Supo nadar y guardar la ropa. Incluso hoy día hay quien discute que Maurits fuera colaboracionista. No obstante, en mi opinión, ésa fue la razón de que emigrara al pequeño y pacífico pueblo de Edenburg inmediatamente después de la guerra.

En Edenburg conoció a aquella chica española, hija de exiliados de la guerra civil, y se casaron. Ella era casi treinta años más joven que él, e ignoro qué fue lo que le atrajo de Maurits. Sospecho que Maurits poseía esa cualidad que después su hijo heredaría por triplicado: la de dominar a los demás y convertirlos en marionetas de sus propios intereses. Al año de nacer Bruno, la madre murió de leucemia. Es fácil imaginar cómo terminó de amargar esto el carácter de Maurits. Y escogió a su hijo para desahogarse...

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