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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (16 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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Jorge conocía aquel término de igual forma que ella sabía lo que era una endoscopia o un TAC. El argot de tu pareja es lo primero que se te pega, a veces lo único. Sin embargo, existía una ligera diferencia: él torcía el gesto cuando la oía decir cosas como «hiperdramático», «imprimar» o «quietud». Pensaba que era un poco injusto por su parte, pero, ay, desgraciadamente inevitable. La profesión de Clara le desbordaba. Es verdad que la de Beatriz, su ex mujer, no le entusiasmaba en modo alguno (la copulación de las bacterias, Dios mío), y la de su hermana Arabia (decoración) y, no digamos, la de su hermano Pedro (crítico de arte) le parecían excéntricas, pero la biología, la decoración o la crítica de arte son profesiones que uno puede comprender. Trabajar como cuadro, sin embargo, superaba todas sus capacidades reflexivas.

—Perdona, pero creo recordar que te han «imprimado» en otras ocasiones, o al menos eso me has dicho, y no...

—Nunca de esta forma, Jorge, nunca de esta forma. Estás viendo un trabajo de especialistas. Ha sido en F&W, la mejor casa. Si te contara todo lo que me han hecho...

—Hasta tus ojos...

—Sí, el iris, la conjuntiva y la retina. Y el resto del cuerpo, incluyendo los orificios y oqueda... ahhmmmmm... des —concluyó y sacó la lengua.

Un estambre tembloroso asomando entre el labelo de los labios. Jorge había visto orquídeas con aparatos reproductores del mismo tono que aquella cosa. Pero no sólo la lengua: todo el paladar. «¿Desteñirá?», se preguntó su machismo relampagueante. A ella le encantaba provocarle aquel asombro.

—No te preocupes, la imprimación nunca es permanente. Debajo sigo teniendo el aspecto de siempre. Pero aún no has visto lo mejor.

¿Qué otra cosa había que ver? Parpadeó, se acercó más.

—No se trata de mi piel, sino de lo que llevo colgando —lo ayudó Clara.

Entonces lo descubrió. Una cartulina entre sus pechos atada a su cuello con un hilo negro. Y otra similar en la muñeca derecha y otra más en el tobillo derecho. Color amarillo anaranjado, amarillo fuerte, amarillo emperador de la China. Ella le había dicho alguna vez que ese color, justo ese color, era el de las etiquetas de...

—Ajá. —Clara sonrió triunfal al ver que él, por fin, comprendía—. ¡Me ha contratado la Fundación Van Tysch!

Una maleta —razonaba Jorge— también lleva etiquetas con el color de la compañía aérea en la que vuela, pero al fin y al cabo es una maleta y a nadie le sorprende eso. Sin embargo, a saber lo que pensaría quien contemplara a aquella chica de top y falda blanco perla, cabello y piel como el plástico de una muñeca, sin pestañas ni cejas, casi sin rasgos faciales, pero atractiva pese a todo, sí, incluso, por alguna razón morbosa e inexplicable,
especialmente
atractiva, con tres etiquetas amarillas colgando del cuerpo. ¿Un maniquí japonés de última generación? ¿Una
entertainer
para los vuelos intercontinentales? A juicio de Jorge, cualquier cosa. Campanilla sin alas de libélula; una criatura feérica recién salida de los pinceles de uno de esos ingleses románticos que tanto detestaba Pedro y vestida con un conjunto veraniego.

—Pero no te preocupes —lo tranquilizó ella—, que nadie me verá. Me han traído a Barajas en una furgoneta blindada, pero no hemos entrado por la zona de pasajeros sino por la de carga y descarga de mercancía frágil, como suelen hacer con los lienzos imprimados que trasladan de un país a otro. —Sus ojos chispeaban en amarillo—. Esta habitación es para uso exclusivo del material artístico que transporta KLM. Tengo que esperar aquí hasta que me avisen para subir al avión que me llevará a Holanda.

La habitación gozaba de escasas comodidades: tan sólo un banco amarillo (donde ella había reposado antes de que Jorge llegara) y una repisa al estilo de una barra de bar angosta a lo largo de una de las paredes. Prefirieron acomodar el trasero en la repisa.

—¿Te va a pintar...? —murmuró Jorge como en sueños, sin atreverse a pronunciar el nombre dorado—. ¿Te va a pintar Van...?

Clara, que se ajustaba el escote del top, tendió una mano con rapidez y le colocó un amarillento dedo en los labios, en medio del bigote gris. Jorge olió a productos químicos.

—No lo digas. Seguro que me trae mala suerte si lo dices. Aún no lo sé con seguridad. Además, recuerda que en la Fundación hay varios artistas. Podría ser Rayback, Stein, Mavalaki...

—Pero... la colección «Rembrandt»...

—¡Sí, sí, ya! ¡Esa colección es
suya
y aún hay tiempo de que yo sea uno de sus cuadros! ¡Pero, por favor, no lo digas! ¡Soy tan feliz con lo que tengo que no quiero pensar en nada más...!

Se miraron. Clara resplandecía bajo los tubos fluorescentes. Jorge se sentía un tanto oscuro. No compartía nada con aquella figurita alienígena, aquella porcelana a medio terminar (por Dios, le producía dentera ocular verla así, aquel amarillo era para sus ojos como una uña patinando sobre el encerado; hubiera estado dispuesto a añadirle esa capa de rosa carne que le faltaba). Comprendía su excitación, pero no podía dar un paso más. ¿Quién se lo reprocharía? Era radiólogo, tenía cuarenta y cinco años y el pelo encanecido y brillante como el algodón que imita la nieve en los abetos de Navidad, pero este rasgo constituía una de las dos únicas excepciones luminosas de su existencia. Su bigote era gris, por ejemplo. Y cinco años de matrimonio fracasado con una bióloga, Beatriz Marco, le habían convencido de que su vida no resplandecía más que su bigote. Clara era la otra excepción luminosa. La había conocido el año anterior, en primavera, un día en que el sol parecía empeñado en pintarlo todo de amarillo. Su hermano Pedro lo había invitado a un cóctel en casa de una coleccionista, una belga afincada en Madrid llamada Edith que deseaba mostrar al mundo su flamante adquisición:
La reina blanca,
la última obra de Victoria Lledó. Por aquella época, los trámites de divorcio traían a Jorge de cabeza. No le faltaba trabajo (su consulta de radiología se hallaba satisfactoriamente asediada), pero se encontraba más solo que el rey de ajedrez del bando perdedor. No imaginaba que conocer a
La reina blanca
cambiaría su vida. Un infalible sexto sentido («lo heredaste de tu padre», decía su madre) le hizo aceptar aquella invitación decisiva que su hermano había improvisado con el mero propósito de distraerlo.

Edith No-sé-quién-weke, pródiga en túnicas y perfumes, los paseó por su choza de La Moraleja enseñándoles su colección completa de obras hiperdramáticas: hombres y mujeres pintados y quietos, colocados en el salón, la biblioteca y la terraza. «¿Qué coño hacen ahí parados? —se interrogaba Jorge, abismado en la fatigada hermosura de los rostros—. ¿En qué piensan mientras los miramos?»Estaban llegando al jardín, donde se exhibía la obra de Vicky Lledó.

—Es una
outside performance
—dijo Edith, y se volvió hacia Pedro—: Aquí las llaman
acciones
de exterior, ¿verdad?

—¿Qué significa eso? —preguntó Jorge.

—Son cuadros HD en los que las figuras se mueven y ejecutan cosas planeadas por el artista —repuso Pedro, didáctico—. Se llaman «exteriores» porque se exhiben al aire libre, y
acciones
porque se desarrollan cada cierto tiempo y se repiten en un ciclo continuo que nada tiene que ver con la presencia de público. Si se exhibieran como cualquier otro espectáculo y el público tuviera que acudir a una hora determinada para verlos, serían
encuentros.

—Entonces, ¿esto es como un art-shock?

Edith y Pedro compartieron una sonrisa de complicidad.

—Los art-shocks, querido hermano, son
encuentros
interactivos, es decir, espectáculos con horario en los que el propietario del cuadro o sus amigos pueden participar si lo desean. La mayoría son de tipo sexual o violento y completamente ilegales. Pero no pongas esa cara de cabrón, macho, porque hoy no vas a tener tanta suerte:
La reina blanca
no es un art-shock sino una
acción
no interactiva. O sea, un cuadro que hará algo cada cierto tiempo sin participación directa del público. En fin, lo más inocente de lo más inocente, ¿no es verdad, Edith? —La belga asentía con una risita afable.

Jorge se preparó para aburrirse. No sospechaba lo que estaba a punto de presenciar.

El jardín era amplio y se hallaba protegido de la curiosidad con un muro muy alto. La obra se exhibía sobre el césped. Era un cubículo sin techo con tres paredes blancas y un suelo de baldosas ajedrezadas. En la pared del fondo, a ras del suelo, se distinguía una abertura rectangular a través de la cual destellaba la hierba. En el interior del cubículo había una mesa, sillas, bocadillos, agua y una percha, todo de color blanco. Una muchacha de opulento pelo rubio vestida con un traje de novia muy blanco se recostaba lánguida sobre las baldosas. Rostro y manos resplandecían con lividez etérea. De pronto, mientras Jorge miraba, se puso a cuatro patas, gateó hacia la abertura, introdujo la cabeza, retrocedió, la introdujo otra vez. La imagen resultaba chocante, como una película surrealista.

—¿Veis? —explicaba Edith—. Quiere salir por ese agujero, pero no puede, porque con el vestido de novia no cabe...

—La metáfora es simple —dijo Pedro—: está harta de vivir encerrada en el matrimonio burgués.

Inútiles esfuerzos por introducir los encajes festoneados. Retroceso. Vuelta a intentarlo. Cintura cimbreante, trasero en alto, caderas encajadas en el marco. Jorge sufría contemplándola: él se sentía, en cierto modo, en idéntica situación con Beatriz.

—La chica comprende —proseguía Edith— que tiene que quitárselo para lograr su propósito... Ah, mira: ahora se lo quita y lo cuelga de la percha... Vence sus prejuicios, por así decir, se desnuda y escapa... —Y, haciendo un gesto hacia sus invitados—: Vamos al otro lado del jardín para ver la continuación.

Su hermano tuvo que darle un codazo.

—Jorge nunca había visto un cuadro
acción
en vivo —se reía Pedro.

—Es hermoso, ¿eh? —Edith guiñaba un ojo.

Se sintió caminando en sueños hacia la parte posterior del jardín, tras el cubículo. Había allí un espacio cuadrado recubierto de arena húmeda que también pertenecía a la obra. La muchacha yacía recostada sobre él. Parecía feliz. El sol estallaba en diminutos puntos de fulgor sobre su cuerpo pintado como en un lienzo de Seurat. Jorge (la boca abierta) nunca había visto una desnudez tan perfecta. Los pechos no eran muy grandes, pero sobresalían exactos en aquel torso con suaves peldaños de costillas. La ondulación del vientre era genuina, no un artificio de la contracción muscular. A él se le antojó que podía abarcar la cintura con sus manos. Las piernas derrochaban longitud: era fácil equivocarse al tornear piernas así, pero Jorge las exploró a cámara lenta con ojos radiológicos sin descubrir ningún defecto a todo lo largo del asfalto muscular. Ni siquiera los pies y las manos (siempre tan difíciles, ay, para un pintor y para la genética) resultaban erróneos: dedos largos y equilibrados, grosor justo, tendones que destacaban sólo para señalar que estaban vivos. Sus arquetipos culturales, sincronizados a la belleza de fines del siglo XX y principios del XXI, fueron unánimes: una obra maestra.

Pero no sólo la forma sino el gesto, las expresiones contradictorias de un rostro a la vez malicioso e ingenuo, el subrayado de las articulaciones, el uso de músculos que en cuerpos como el de Jorge dormían toda la vida hasta que las convulsiones de la agonía los despertaban (quizá). Era el conjunto más armónico que había contemplado en su vida. La muchacha daba vueltas rebozándose en arena fresca. Luego se levantó e inició una danza brutal —su pelo convertido en un torbellino de lingotes—, gritó y fabricó un taparrabos con hojas de morera ajustándolo a su elástica cintura. Durante todo aquel furioso ejercicio su piel exudaba pintura: un tono muy claro de limones exprimidos que su hermano definió como «amarillo gutagamba». En la mente febril de Jorge la palabra adquirió rumor de danza sagrada. Mientras entraba en la casa a por más bebida y regresaba velozmente al jardín para asistir a la continuación, murmuraba para sí: «Gutagamba. Gutagamba». Se convirtió en un ritmo obsesivo.

La tarde declinaba. El cuadro llevaba una hora y media de desarrollo. Como colofón de su bacanal privada, la chica se masturbó: lenta, imperiosamente, de espaldas sobre la arena. Jorge no creyó que fingiera.

—Pero, entonces —continuaba narrando Edith en su castellano foráneo y musical—, después del éxtasis comienza a sentir hambre y sed. También frío. Y recuerda que el alimento, el agua y el vestido están dentro de la habitación. De modo que vuelve a deslizarse por el agujero, entra en el cubículo, come, bebe, se pone otra vez el traje de novia y vuelve a ser la chica casta y educada del principio. Y el cuadro vuelve a empezar después de un descanso. Está cargado de mensaje, ¿eh?

—Típico de Vicky Lledó —definió Pedro mesándose la barba—. La liberación completa de la mujer será imposible mientras el hombre siga chantajeándola con los aparentes beneficios del estado de bienestar.

Aquella noche el lienzo regresaba a Madrid en taxi. Jorge se ofreció a llevarlo (por fortuna, Pedro prefirió marcharse por su cuenta). Vestida con jersey, vaqueros y pañuelo al cuello, no le pareció menos excitante que desnuda, despeinada y bronceada de sudor y arena. Su ausencia de cejas y el brillo de su piel resultaban llamativos. Ella le explicó que estaba «imprimada». Era la primera vez que él oía esa palabra. «Imprimar significa preparar un lienzo para ser pintado», definió ella. Durante el trayecto, con las manos pegadas al volante, le hizo algunas preguntas y obtuvo algunas respuestas: tenía veintitrés años (a punto de veinticuatro) y era modelo de arte HD desde los dieciséis. A Jorge le deleitó su desenvoltura, su inteligencia, su forma de mover las manos al hablar, el tono suave pero decidido de su voz. Ella le explicó cosas fantásticas sobre su trabajo. «Los modelos de arte HD no son actores, no te confundas: son obras de arte y hacen
todo
lo que los pintores deciden que hagan, sí, todo, sin trabas de ninguna clase. El hiperdramatismo se llama así precisamente porque va
más allá
del drama. No hay fingimiento alguno. En el arte HD todo es real, incluyendo el sexo, cuando lo hay, y la violencia.» ¿Qué sentía ella haciendo todo eso? Pues lo que se suponía que debía sentir, lo que el pintor quería que sintiera. En el caso de
La reina blanca:
claustrofobia, libertad absoluta, incomodidad y regreso a la claustrofobia. «Increíble profesión», admitió él. «¿Y tú en qué trabajas?», preguntó ella. «Yo soy radiólogo», replicó él.

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