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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (15 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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Teníamos discusiones de ese tipo. Yo terminaba preguntándole: «¿Y por qué sigues vigilando cuadros, Óscar?». Él respondía: «Porque me pagan como en ninguna otra parte». Pero lo que de verdad le gustaba era saber cosas sobre mí. Le hablé de mi familia en Bogotá, de mis estudios... Se entusiasmó con la idea de poder volver a vernos este año en Amsterdam, porque él tenía trabajo que hacer en Europa...

—¿Le dijo qué clase de trabajo?

—Custodiar cuadros durante la gira de la colección «Flores» de Bruno van Tysch.

—¿Le habló sobre eso?

—No mucho... Se lo tomaba como un encargo más... Me dijo que iba a estar un año en Europa y que los primeros meses los pasaría entre Amsterdam y Berlín... Me pedía que le hablara de mi investigación... Le encantaba saber que Rembrandt coleccionaba cosas como cocodrilos disecados, familias de conchas, collares tribales y flechas... A mí me interesaba, por otra parte, conseguir un permiso para visitar el castillo de Edenburg, y pensé que él podría ayudarme.

—¿Por qué quería usted visitar Edenburg?

—Para ver si era verdad lo que dicen sobre Van Tysch: que colecciona espacios vacíos. Los que han estado en Edenburg aseguran que en el castillo no hay muebles ni adornos, sólo habitaciones desnudas. No sé si será cierto, pero pensé que podía constituir un buen... un buen colofón para mi trabajo...

—En Amsterdam siguió viendo a Óscar, ¿verdad? —inquirió el hombre.

—Una sola vez. El resto fueron llamadas telefónicas. Él no paraba de ir con la colección de Berlín a Hamburgo, de Hamburgo a Colonia... No tenía mucho tiempo libre. —Briseida se frotaba los brazos. Sentía frío, pero trataba de concentrarse en las preguntas.

—¿Qué le contaba por teléfono?

—Me preguntaba qué tal me encontraba. Quería verme. Pero creo que lo nuestro, si es que hubo algo, había terminado.

—¿Y la vez que lo vio?

—Fue en mayo. Óscar estaba en Viena. Había conseguido una semana libre y me llamó. Yo vivía en Leiden y quedamos en vernos en Amsterdam. Él se hospedó en un hotelito cerca de la plaza del Dam.

—Un viaje muy apresurado, ¿no?

—Se sentía aburrido en Europa. Sus amigos estaban en Estados Unidos.

—¿Qué hicieron en Amsterdam?

—Pasear por los canales, comer en un indonesio... —De repente Briseida decidió perder la paciencia—. ¡Qué más quiere que le cuente! ¡Estoy cansada y muy nerviosa! ¡Por favor...!

La ventana de Poli Malo se convirtió en la mujer de gafas negras. Briseida casi saltó del asiento.

—Supongo que también follaban, ¿no? Quiero decir, además de todas esas interesantes conversaciones sobre arte y fotografía de paisajes...

No hubo respuesta.

—¿Sabe a lo que me refiero? —dijo la mujer—. Al sacapún, sacapún que suelen practicar machos y hembras, a veces los machos por un lado y las hembras por otro, a veces en común.

Briseida decidió que aquella desconocida era la persona más desagradable que había visto en su vida. Aun a la exacta distancia de una pantalla de ordenador, con el rostro plegado, bidimensional y luminoso, la cabeza reducida por los jíbaros del
software,
aquella mujer la crispaba más allá de lo soportable.

—¿Follaban, sí o no?

—Sí.

—¿Era una inversión o una cuenta corriente?

—No sé lo que dice.

—Le pregunto si usted obtenía algo a cambio, por ejemplo un abono de visitas a Edenburg, o si lo hacía por hacer algo con la mitad inferior de Óscar.

—Váyase a la mierda. —Las palabras brotaron de Briseida sin esfuerzo ni temor, como amantes desesperados—. Váyase a la mierda. Quémeme los ojos, si quiere, pero váyase a la mierda.

Esperaba venganza, pero, para su sorpresa, no sucedió nada.

—¿Había amor? ¿Entre Óscar y usted?

Desvió la vista hacia las paredes verdes del apartamento de Roger.

—No pienso contestar a esa pregunta.

Esta vez sí sucedió, y de forma tan centelleante que sus ojos transitaron del verde de la pared al del pincel en un solo cambio de plano. Se encontró, de improviso, completamente inmovilizada y accesible, como una parturienta primeriza. Gruesos guantes de jardinero ceñían su rostro. La presión contra su mandíbula apenas le dejó vociferar que contestaría, por supuesto, que iba a contestar cualquier cosa que le preguntaran, por favor, por favor... (Por suerte, en inglés es más fácil:
please
puede soltarse con un ligero salivazo.) Escuchó un clic, una diminuta sílaba de abeja, y de nuevo comprobó que su ojo estaba intacto.

—¡No! ¡No había amor! ¡No lo sé! ¡No sé si él me quería. ..! ¡Yo lo consideraba un amigo...! —Sentía las plantas de los pies húmedas y pegajosas. Comprendió que había pisado su propio vómito, pero qué importaba eso ya, ahora que estaba llorando y que la mujer de la pantalla (impasible busto cuarteado por su llanto) la veía llorar—. ¡Por favor, déjenme...! ¡Les he dicho todo lo que sé...!

—Vamos, vamos, reconózcalo —dijo la mujer—. Hubo cierto interés, ¿verdad? ¿Qué atracción experimentaría usted, si no, por un calvo a quien obligaban a llevar peluquín en el trabajo y que le hablaba de paisajes y de Safo de Lesbos? No tiene usted problemas con los hombres, me parece: movió un poco el culo en Amsterdam y Roger Levin la vio y la invitó a hospedarse en su casa. ¿Fue así?

Era una manera cruel de resumir lo sucedido. Una semana antes, en Amsterdam, Briseida había visitado la exposición «Plaisirs» de Maurice Marchal, un pintor que le interesaba porque coleccionaba objetos fetichistas y sólo pintaba hombres en erección. Roger Levin también se encontraba en la galería esa tarde, por pura casualidad, según le explicó después. Había viajado a Amsterdam con el fin de entrevistarse con las altas jerarquías de la Fundación y obtener datos sobre la esperadísima inauguración de «Rembrandt» prevista para el 15 de julio. De paso, pretendía comprar un Marchal para una amiga. Si había que creerle, lo primero que le atrajo de Briseida fue el abanico moreno de su pelo rozando las empinadas nalgas. Briseida se había agachado para observar uno de los cuadros, un joven musculoso en cuclillas con el pene erecto en vertical exacta pintado de verde Veronés. Roger había aprovechado la simetría para acercarse y comentarle en inglés que la postura de ella era la misma que la del cuadro. No fue una frase muy inteligente, pero superaba la media de primeras frases que le habían dirigido en tales ocasiones. Levin tenía una cara simpática e infantil y vestía traje con chaleco. Su pelo formaba un criadero de caracoles con brillantina. La verdad, estaba irresistible, incluso en medio del paisaje que los rodeaba, con más de una decena de hombres desnudos y coloreados enarbolando el miembro. Pero su principal atractivo era su padre, y Roger se apresuró a mencionarlo. Briseida sabía que Gastón Levin era uno de los marchantes más importantes de Francia. Con la misma naturalidad con que parecía improvisarlo todo, a Roger se le había ocurrido que Briseida lo acompañara de vuelta a París y se hospedara unos días en su casa metalizada de la
rive gauche.
¿Por qué no?, pensó ella. Era una oportunidad única para conocer de cerca los negocios de una gran familia de intermediarios de cuadros.

Por suerte, Poli Malo había desaparecido de nuevo.

—Después de Amsterdam, ¿ya no ha vuelto a ver a Díaz? —prosiguió el hombre.

—No. Me llamó hace dos semanas por última vez... El domingo 18, creo...

—¿Le dijo algo nuevo?

—Quería preguntarme cómo se obtenía un permiso de residencia en un país de la Comunidad Europea. Sabía que yo había conseguido uno gracias a la beca de la universidad.

—¿Por qué le interesaba saber eso?

—Me dijo que había conocido a alguien recientemente, un indocumentado, y quería echarle una mano.

Briseida se percató de que había dicho algo importante para
ellos.
La tensión del hombre en la pantalla fue casi tangible.

—¿Le habló de esa persona?

—No. Creo que era una mujer, pero no estoy segura...

—¿Por qué lo cree?

—Óscar siempre es así —sonrió Briseida—. Le encanta ayudar a las damas.

—¿Qué le dijo exactamente?

«Es inmigrante, pero carece de papeles —le había dicho Óscar—. Como tú has estado viviendo en Europa varios meses, he pensado que sabrías cómo conseguir algún tipo de visado.» No quiso darle más detalles, pero Briseida estaba casi segura de que hablaba de una mujer. Y eso había sido todo.

—¿Quedaron en llamarse de nuevo cuando se despidieron?

—Me dijo que me llamaría, pero no cuándo. Al marcharme de Amsterdam, dejé el teléfono de Roger a mis amistades para que Óscar pudiera localizarme, pero no me ha llamado todavía.

—¿Hizo alguna averiguación sobre lo que él le pedía?

—Pregunté en mi embajada algunos datos, poca cosa... ¿Puedo sonarme la nariz, por favor?

—Bueno, no vamos a conseguir nada más. Dile a Thea que lo limpien todo, les den chocolate a los loros y se larguen —murmuró la señorita Wood, y apagó su ordenador portátil con un gesto de rabia.

Lo del chocolate a los loros no iba a ser cosa fácil y Bosch lo sabía. Roger Levin era un cretino, pero a esas alturas estaría muy enfadado por haber sido sacado de la cama a la fuerza mientras gozaba junto a su última conquista, y habría telefoneado ya (o estaría a punto de hacerlo) a su magnífico papá. Era cierto que, mientras su hijo jugaba al ajedrez en los subterráneos de la mansión Roquentin (y empleaba toda su astucia en comerse al alfil de las blancas, Solange Tandrot, dieciocho años, rubia rizada, afilada y anoréxica —pero no lo logró, y tuvo, en cambio, que comerse obligadamente a Robert Leyoler, un robusto peón de diecinueve—), Gastón había sido avisado la noche anterior de lo que iba a suceder mediante una llamada telefónica. Bosch le había explicado que la única que les interesaba era la colombiana y que no iban a molestar a su hijo (falso, naturalmente: iban a interrogarlos por separado). Levin padre había dado su consentimiento, pero aun así había que ser precavidos. La influencia de Levin no podía echarse en saco roto. Era un marchante de poca monta, pero muy astuto, que vivía rodeado de lujo en un edificio decorado al estilo años veinte en el
quai
Voltaire. Se comentaba que su mujer colgaba la ropa en los brazos extendidos de un Max Kalima original, la
Judith,
cuya modelo, Annie Engels, se arqueaba junto a la chimenea del salón. Sea como fuere, con la familia Levin no se podía bromear. Por fortuna, Bosch conocía el punto débil del marchante. Levin estaba enamorado de ciertos originales de la primera época del Maestro. Pretendía adquirirlos a un «precio especial» para revenderlos luego en Estados Unidos. La negociación con Stein se encontraba en punto muerto: Levin sabía que, si se portaba mal, Stein bloquearía la venta. Con la Fundación Van Tysch tampoco se podía bromear.

—¿Quiénes eran, Roger? No pertenecían a la policía, ¿verdad? ¿Los conocías?

Roger se observaba en el espejo una contusión en el omoplato derecho, quizá debida a un golpe propinado por la mujer soldado. Sea como fuere, le dolía. Disimularía el hematoma con crema corporal. Se sentía humillado por lo sucedido, y aún le temblaban las piernas, pero se consolaba pensando que no había sido, como temió al principio, una invasión de polis de verdad (tenía una habitación hermética en el piso de abajo llena de adornos ilegales cuya existencia incluso su padre ignoraba), y que no habían estropeado ninguno de sus hermosos óleos de la planta superior.

—Eran... eran gente de mi cuerda —contestó. Su padre le había prohibido que comentara el incidente con la chica.

—¿De tu cuerda?

—¡Sí, como la gente que viste ayer en la mansión de Roquentin! ¡Gilipollas a los que pagan por llevar armas y custodiar cuadros...! ¡Qué importa quiénes eran...!

—Buscaban a un amigo mío que trabaja en la Fundación Van Tysch... ¿Por qué...?

—¡Y yo qué sé!

—Iremos a la policía.

—Mejor será dejar correr el asunto —dijo Roger—. Cuestiones de negocios, ya sabes...

Briseida siguió secándose con la toalla sin decir nada. Acababa de ducharse y de comprobar que se encontraba ilesa tras aquella increíble sesión de pintura. Es decir, de tortura. Pero pensó que, en cuanto se vistiera, empacaría sus cosas y se marcharía de casa de Roger Levin. Había sido un error aceptar su invitación. Estaba casi segura de que gran parte de la responsabilidad de lo sucedido era de Roger y del mundo de facinerosos que lo rodeaba.

¿Y Óscar? Deseaba sinceramente que no le hubiese ocurrido nada malo, pero un presentimiento del cual no podía librarse le decía que no iba a volver a verlo jamás.

—Cada vez estoy más segura de que Díaz no ha tenido nada que ver en esto —dijo la señorita Wood.

—Entonces, ¿por qué ha desaparecido? —preguntó Bosch.

—Es lo que no comprendo.

El cigarrillo ecológico, aplastado en el cenicero, era una arruga color verde.

—Pero ¿qué es esto? —preguntó Jorge.

—Soy yo —dijo Clara.

No podía creerlo. La criatura que lo miraba desde aquella amarillez era un ser de otro mundo, un demonio de cuento chino, un duende de piel azufrada. Clara, sí, pero menos. Clara y Yema. O Clara
corregida:
porque él recordaba que el alabeo de sus clavículas nunca había sido tan suave ni la sombra bajo sus pómulos tan imprecisa. Y el contorno de sus músculos. Y su silueta. Era ella, pero distinta. Y quienes la habían dibujado así no disponían de color carne, sólo de lápices amarillos muy tenues en tono limón. Acostumbrado a atisbarla en el incesante carnaval de los óleos, una parte de su cerebro no se sorprendió. Sin embargo,
aquello era
algo más que pintura.

—Si quieres, me quito la ropa —dijo ella (hasta la voz resultaba diferente: ¿cierto eco de cristal?)—. Pero te advierto que el resto es más de lo mismo.

Jorge se acercó cautelosamente. En el rostro de la criatura, la brecha de los labios se curvó hacia arriba.

—No muerdo, ¿sabes? Ni soy contagiosa.

Estaba de pie, en postura de alumna buena, con las manos en la espalda. Su vestuario —top hasta la mitad del vientre con tirantes en equis y minifalda subrayada de arrugas— parecía juvenil y normal. «Pero es material acolchado —le explicó ella—, propio para el traslado de lienzos.» Los zapatos eran sandalias planas y cerradas como patucos.

—¿Qué te han hecho?

—Me han imprimado.

—¿Imprimado?

—Ajá.

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