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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (35 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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—Quieta —oyó.

El pintor volvió a arrojarse sobre ella pero Clara se evadió con facilidad y lo golpeó otra vez con las piernas. No quería lastimarlo pero deseaba saber qué ocurriría si seguía sin ceder. Ahora sabía —o sospechaba— que Uhl estaba pintándola con un método muy simple: añadía un toque de violencia si la conducta de ella era violenta, pero atenuaba con algo de suavidad si la conducta era suave. Cuando ella
cedía,
él apartaba el pincel. Clara quería averiguar dónde finalizaría aquel viaje hacia la negrura absoluta que el pintor parecía proponerle.

De súbito, todo adquirió el ritmo incontrolable de una lucha frenética. Uhl la sujetó de los brazos, ella pataleó, las gafas de Uhl cayeron al suelo y produjeron un ruido extrañamente desagradable, y su propietario, enrojecido, alzó la mano preparado para golpearla. Entonces ella sintió miedo. «Puede estropearme», pensó. No era la posibilidad de ser golpeada lo que le asustaba. En algunos art-shocks había recibido golpes del público o de otros lienzos, pero todo estaba planeado así por el artista y pactado de antemano con ella. Lo que le daba miedo era el descontrol. «Está cada vez más nervioso, y puede hacerme daño y estropear mi imprimación.»Aquel pensamiento la condujo a relajarse. Uhl, entonces, se arrojó sobre ella y rastreó con la lengua su barbilla y su garganta.

Pero volvió a detenerse.

Clara siguió en el suelo, jadeante, mientras Uhl se ponía en pie con cierto esfuerzo. Parecían dos deportistas al término de un ejercicio violento. Ella observó con fijeza sus ojos. Sin embargo, nada había en aquel rostro salvo la mirada hundida en el vidrio de unas gafas que en ese momento Uhl procedía a colocarse con educada pulcritud. Poco después el pintor se alejó y abandonó el salón en dirección al porche.

Todo había dado un giro tan espectacular que Clara apenas quería ir a comer cuando llegó la hora del descanso. No deseaba interrumpir aquellos bocetos para sumergirse en la frialdad de lo cotidiano. Pero se obligó a hacerlo, porque sabía que era necesario detenerse un instante en su frenética escalada. Antes pasó por el baño, se lavó, se desprendió todos los rastros de Uhl de su boca y su cuello y se observó en el espejo. No tenía marcas, salvo alguna leve rojez en las muñecas. La piel imprimada era mucho más resistente que la normal, y Uhl habría tenido que pintarla con más violencia para dejarle huellas duraderas. Sonrió, y su rostro adquirió aquella expresión malévola que tanto gustaba a Bassan. «Ya te he pillado: usas la fuerza si yo respondo igual. Quieres dibujarme agresiva», se dijo. Los ojos le ardían, pero sabía que era debido a mantenerlos abiertos durante las posturas. Los enjugó con una solución salina.

Comió desnuda frente a Gerardo. Uhl estaba en paradero desconocido. Gerardo ya había terminado de comer y la observaba con calma.

—¿Volviste a ver al hombre de la ventana? —le preguntó.

Al pronto no supo a lo que se refería.

—Sí, pero llamé a Conservación. Me dijeron que eran agentes de Seguridad y me quedé más tranquila. Dormí muy bien el resto de la noche.

—Fue lo que yo te dije: vigilantes.

—Ajá.

Hubo un silencio. Ella terminó el sándwich y empezó a untar queso en una rebanada de pan integral. Le dolían todos los músculos, pero eso era lo de menos. Se sentía alegremente rabiosa, efervescente como un líquido de burbujas agitado durante horas. Miraba de vez en cuando hacia la puerta para vigilar la posible entrada de Uhl. Recordaba su aliento. Recordaba su violencia. Y también cómo lo interrumpía todo cuando ella cedía. Pero ¿qué habría ocurrido
si no hubiese cedido?
¿Hasta dónde habrían llegado las pinceladas, qué remoto tono de oscuridad habría podido alcanzarse? Eso era lo que la obsesionaba. ¿Qué sucedería si la próxima vez decidía
no entregarse
de ninguna forma, no ceder bajo ningún concepto? Las posibilidades eran abrumadoras.

—¿Cómo te ha ido esta mañana?

La pregunta de Gerardo la hizo parpadear. Desde luego, lo que menos le apetecía en aquel momento era una charla banal.

—Bien —dijo.

Entonces él se acodó en la mesa, se inclinó hacia ella y adoptó un tono sombrío.

—Oye, tengo que decirte algo.

Se miraron en silencio. Clara aguardó masticando suavemente.

—Justus está enfadado.

Ella no dijo nada. Su corazón se aceleró.

—Y no es bueno que Justus se enfade, porque si Justus se enfada, tú y yo nos vamos a la calle, ¿oíste?

—¿A qué te refieres? —preguntó con aire inocente.

Gerardo parecía buscar las palabras adecuadas. Se contemplaba las manos sobre el mantel.

—Nosotros... Nosotros tenemos algunas reglas con los lienzos femeninos jóvenes, tú me entiendes. Y los lienzos deben respetarlas. No me gusta hablar de esto, pero a veces resulta necesario, como en tu caso, porque parece que no te enteras de nada, chica.

—¿De qué tengo que enterarme?

—De que estás en una posición privilegiada. Eres un lienzo contratado por la Fundación Van Tysch, y eso es una gran suerte, ya lo creo. Pero esa suerte puede terminar en cualquier momento. Justus es
senior assistant,
ya te dije. En fin, es un pintor de cierta importancia acá en la Fundación. Deberías tenerlo en cuenta. No te lo digo para que te asustes, sino para que comprendas... y hagas lo que tienes que hacer, ¿okay?

—Pues no comprendo nada.

Él resopló, impaciente, y se retrepó en el asiento.

—Mira, chica, pareces boba. Te lo advierto: Justus podría expulsarte hoy mismito si le apeteciera.

—¿Y qué se supone que debo hacer para que no me expulse?

—Lo sabes perfectamente. No eres tan tonta. A él le gustas mucho. Tú verás.

Aquel diálogo fascinante no acababa de cuajar dentro de ella. Supuso que todo se debía a la torpeza de Gerardo, a sus gestos hoscos y artificiales, a su voz demasiado controlada y a sus maneras tímidas de niño haciendo de malo en un juego. Lo más delicioso para ella era que Gerardo
podía estar diciendo la verdad.
No había forma de saber con absoluta certeza que todo aquello era una farsa, tal como le parecía.

—¿Me estás amenazando? —inquirió Clara.

Gerardo enarcó una ceja.

—Te estoy diciendo, simplemente, que Justus es el jefe y que después de él voy yo, y que tú estás a nuestro
entero y absoluto servicio.
Y que si quieres ser pintada por un gran maestro de la Fundación lo mejor que puedes hacer es no disgustar a los asistentes, ¿oíste?

Una vibración, un escalofrío de puro arte recorrió su cuerpo. Por primera vez experimentó cierta
aprensión
ante las palabras de Gerardo, y eso le gustó. Había recibido una bonita pincelada y su estado de absoluta desnudez contribuía a otorgarle el apropiado efecto de oscuridad. Cruzó los tobillos, se removió en el asiento y murmuró, desviando la vista de él:

—De acuerdo.

—Espero que te muestres más amable con Justus a partir de ahora, ¿okay?

Ella asintió con la cabeza.

—No oí tu respuesta —dijo él.

Aquella nueva presión del pincel volvió a agradarle. Contestó con rapidez.

—Sí, de acuerdo.

Gerardo entornó los párpados mirándola de forma extraña y no hablaron más.

Probó a «mostrarse amable» durante los bocetos de la tarde. La habían colocado sobre las puntas de los pies, como una bailarina. Pasó el tiempo. Como estaba de pie, pudo observarse en los espejos del salón. Uno de ellos sólo reflejaba la mitad de su anatomía, una silueta partida, un caos de líneas y volumen. La dejaron así durante bastante rato hasta que Uhl, de improviso, se acercó a ella por la espalda.

Ella le devolvió el beso desde el primer momento y con más ardor del que él había puesto al comenzarlo. Movió la lengua dentro de la oscura boca de Uhl, lo estrechó entre sus brazos y presionó su desnudez contra su ropa.

Fue como la picadura de una avispa. El pintor se apartó de ella con violencia y salió de la habitación. No hubo más intentos esa tarde.

«De modo que, si
cedo,
todo se interrumpe —razonó—. ¿Y si
no cedo?»
Aquella segunda opción le daba mucho miedo.

Se propuso experimentarla.

Estaba excitada, pero esa noche cayó en la cama como un fardo. Sospechó que era cosa de las pastillas que tomaba. Cuando despertó, supuso que era jueves 29 de junio. Se sentía preparada para un nuevo asalto. No recordaba nada de lo sucedido durante la noche: era como si se hubiera desmayado. Pero había vuelto a dormir con las persianas cerradas, y si algún agente de Seguridad se había acercado a la casa, ella no lo había notado. Además, empezaba a olvidarse de sus temores nocturnos, ya que los diurnos reclamaban toda su atención.

Aquella mañana la abocetaron de pie, con la espalda completamente arqueada hacia atrás. Eran posiciones difíciles y los lapsos del temporizador se le hacían eternos. Casi al mediodía logró controlar sus temblores y la incomodidad de sus vértebras se convirtió en simple paso del tiempo. Uhl no había vuelto a molestarla, lo cual le sorprendía. Se preguntaba si su entrega de la tarde anterior lo habría inhibido por completo.

Después de comer, Gerardo la invitó a dar un paseo. La idea le sorprendió un poco, pero decidió acceder porque estaba deseando salir. Se puso un albornoz y unas zapatillas de plástico acolchadas y recorrieron juntos la vereda de grava del jardín hasta la valla. Luego continuaron por la carretera.

El lugar, tal como había imaginado, resultaba muy bonito a plena luz del día. A izquierda y derecha se extendían más jardines y vallas con nuevas casas de tejados rojizos. Al fondo, un bosque pequeño, y, en medio, la carretera por la que había venido la furgoneta. Para su deleite, distinguió en el horizonte la inequívoca silueta de varios molinos. Parecía una típica postal de Holanda.

—Todas estas casas pertenecen a la Fundación —explicó Gerardo—. Aquí abocetamos a la mayoría de las figuras. Preferimos este ambiente porque nos permite estar aislados. Antes, todos los bocetos se hacían en el Viejo Atelier, que está en Amsterdam, en el barrio de Plantage. Pero ahora abocetamos acá y, si es necesario, perfilamos en el Atelier.

Gerardo se comportaba como si se sintiera
liberado.
Apoyaba con delicadeza una mano en su hombro para indicarle cosas y sonreía espléndidamente. Era como si la atmósfera del trabajo en el interior de la casa lo agobiara a él aún más que a ella. Caminaron por la cuneta escuchando una banda sonora de campo civilizado: piar de pájaros entremezclado con trasiego de maquinaria lejana. De vez en cuando un avión subrayaba el cielo con su breve rugido. A Clara le dolían un poco los músculos de la espalda. Pensó que podía deberse a las forzadas posturas de la mañana. Se asustó, porque no quería estropearse en plena fase de bocetos. Estaba pensando en eso cuando Gerardo volvió a hablar.

—Esto es un descanso. Descanso oficial, quiero decir. Me comprendes, ¿no?

—Ajá.

—Puedes hablar con tranquilidad.

—Vale.

Lo comprendía perfectamente. Algunos pintores con los que había trabajado utilizaban consignas para avisarle de que el trabajo hiperdramático se había interrumpido. Con lienzos humanos a veces era necesario separar lo que era la realidad del borroso contorno del arte. Gerardo quería decirle que, a partir de ese instante, él sería él, y ella, ella. Le avisaba de que había dejado atrás los pinceles y deseaba pasear y charlar un rato. Después, todo continuaría.

Sin embargo, aquella decisión la confundía. Los descansos constituían una práctica habitual en cualquier sesión de pintura HD, pero era preciso determinar con cuidado el momento exacto en que se producían, porque toda la construcción pictórica podía venirse abajo en un abrir y cerrar de ojos. Y aquel momento no le parecía a ella el más indicado. El día anterior, el mismo joven con quien ahora paseaba la había amenazado para que aceptara someterse a los caprichos sexuales de su colega. Había sido una pincelada especialmente intensa, pero también muy frágil, un contorno sutil que podía estropearse si no se dejaba secar. Quiso creer que Gerardo sabía lo que estaba haciendo. Además, aquel descanso también podía ser fingido.

Tras un silencio, Gerardo la miró. Sonrieron.

—Eres un lienzo muy bueno, amiguita. Te lo digo por experiencia. Material de primera clase, caramba.

—Gracias, pero me considero del montón —mintió Clara.

—No, no: eres muy buena. Justus opina lo mismo.

—Vosotros tampoco sois malos.

La incomodidad que experimentaba era cada vez mayor. Hubiese preferido regresar de inmediato a la casa y entregarse a una situación hiperdramática tensa. Aquella charla banal con uno de los asistentes técnicos le daba miedo. Le parecía inconcebible que Gerardo quisiera desarrollar con ella un aburrido intercambio del tipo de: «¿Qué te gusta hacer a ti y qué me gusta a mí?». Ella sólo podía soportar a Jorge en tales conversaciones, pero Jorge era su vida cotidiana, no el arte.

«Cálmate —pensó—. Déjale llevar las riendas. Es un pintor de la Fundación, un profesional. No va a cometer ninguna torpeza con su lienzo.»

—Justus es mejor que yo —continuó diciendo Gerardo—. En serio, amiguita: es un pintor extraordinario. Yo llevo dos años de asistente. Antes trabajaba de aprendiz de artesano. A Justus acababan de ascenderlo a
senior.
Nos hicimos amigos, y me recomendó para este puesto. He tenido mucha suerte, no contratan a cualquiera. Además, no me gustaba pintar adornos, ¿sabes? Lo mío son las obras de arte.

—Ya.

—Pero lo que de verdad me gustaría es convertirme en pintor profesional independiente. Tener, incluso, mi propio taller y mis lienzos contratados. Lienzos como tú: buenos y caros. —Ella se echó a reír—. Se me ocurren muchas ideas, sobre todo para exteriores. Me gustaría dedicarme a vender exteriores para coleccionistas de países cálidos.

—¿Por qué no lo haces? Es un mercado que está bien.

—Se necesita dinero para montar un taller así, amiguita. Pero un día lo haré, no creas. Por ahora me conformo. Estoy ganando bastante plata. No todo el mundo llega a ser asistente técnico en la Fundación Van Tysch.

Clara había dejado de irritarse por el tono de suficiencia de Gerardo. Lo admitía como parte de su gran vulgaridad. Lo que le irritaba cada vez más era aquel diálogo. Estaba deseando regresar a la casa a continuar con los bocetos. Ni siquiera el bello paisaje y el aire libre que la rodeaban lograban mejorar su ánimo.

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