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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga, Policíaco

Clara y la penumbra (32 page)

BOOK: Clara y la penumbra
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—Por favor, Lothar, ¿cómo entró? Dime tan sólo esto. ¿Cómo entró? No quiero ponerme nervioso, Lothar. Sólo explícame... Quiero que April y tú me expliquéis, nos expliquéis
ahora
mismo cómo diablos
entró
en la suite ese hijo de puta, Lothar, cómo hizo para entrar en una suite hermética y forrada de alarmas, con cinco agentes de Seguridad en vigilancia permanente en los ascensores, escaleras y puertas del hotel... ¿Me lo quieres explicar?

—Si me dejas decir algo, Paul, te lo explicaré —repuso Bosch con calma—. No tuvo que entrar: ya estaba dentro. El hotel Wunderbar se adorna con obras hiperdramáticas. En la suite había una, un óleo de Gianfranco Gigli...

—Un discípulo de Ferrucioli, un inepto —precisó Benoit—. Sus obras se venderían al peso si no fuera porque se suicidó.

—Por favor, Paul.

—Perdona. Estoy nervioso. Continúa.

—Para hacer la obra de Gigli se turnaban cuatro modelos a la semana. Este tipo, de alguna forma, logró hacerse pasar por uno de ellos, un tal Marcus Weiss, cuarenta y tres años, de Berlín. A Weiss le tocaba hacer la obra los martes. Cuando supimos lo ocurrido fuimos al motel donde se hospedaba y lo descubrimos atado de pies y manos a la cama de su habitación y estrangulado con un alambre. La policía calcula que su muerte se produjo la noche del lunes. No pudo ser él quien se presentó en el Wunderbar al día siguiente con las pinturas y el disfraz de la obra de Gigli.

—¿He entendido bien? —preguntó Rudolf Kobb, de la Cancillería—. ¿Un tipo que se disfraza de alguien que se disfraza de otra cosa?

—Un tipo que se disfraza de modelo de una obra de arte que se exhibía
dentro
de la suite —matizó Bosch.

—No, no, no, Lothar. —Benoit cambió de postura y ajustó la raya de su pantalón—. No me convenzo, lo siento, pero no me convenzo. ¿Quién fue el capullo que le dejó entrar en la suite?

—No fue responsabilidad de mis hombres, Paul. En todo caso, yo no tengo inconveniente en asumirla por ellos. A las siete en punto de la tarde del martes un individuo con el aspecto de Marcus Weiss, las etiquetas que llevaba Marcus Weiss y la documentación de Marcus Weiss llegó al Wunderbar. Mis hombres revisaron sus papeles, comprobaron que todo estaba en regla y lo dejaron pasar. Habían estado haciendo lo mismo con Weiss en las semanas previas.

—¿Y por qué no registraron su bolsa?

—Paul, era una obra de arte y
no
nos pertenecía. No era de la Fundación. No podemos registrar la bolsa de una obra que no es nuestra.

—¿Quién dio la alarma?

—Saltzer. Telefoneó a la suite a eso de las doce por pura rutina. No respondió nadie, y ahí quizá resida el único error que cometió. Prefirió esperar abajo y repetir la llamada más tarde. Según me dijo, a veces los gemelos no respondían al teléfono por capricho. Empezó a intrigarse a partir de la tercera llamada y subió. Eso nos permitió controlar mejor el asunto que en Viena, porque fuimos nosotros los que descubrimos los cuerpos y llamamos a la policía cuando nos interesó. Y soy capaz de disculpar su error, Paul. El tipo ya
estaba dentro.

—Estaba dentro, de acuerdo —intervino Kurt Sorensen—, pero ¿cómo logró salir después?

—Lo tuvo más fácil, sin duda. Accedió a la escalera y llegó a otra planta. Desde allí cogió otro ascensor. Probablemente utilizó un nuevo disfraz para no despertar sospechas. Nuestros hombres estaban entrenados para impedir que alguien
entrara,
pero no para evitar que alguien
saliera.

—¿Entiendes ahora, Paul? —rugió Gert Warfell en dirección a Benoit—. Ese cabrón es todo un experto.

Tras un incómodo silencio, el Hombre Clave habló en tono jovial.

—Perdonen que cambie un momento de tema, pero quería decirles que tuve la oportunidad de pasar por la Haus derKunst ayer y ver la colección de «Monstruos». Debo felicitarles. Es increíble. —Parecía dirigirse a todos, pero miraba directamente a Stein—. Algunas cosas no las entendí, sin embargo. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, exhibir a un enfermo de sida en fase terminal?

—Es arte,
fuschus
—repuso Stein sin alzar la voz—. El único sentido del arte es el arte en sí.

—Yo también la he visto —intervino el representante de Europol, Albert Knopffer—. A mí me impresionó mucho esa niña de ocho o nueve años con una especie de niñito africano en los brazos que en realidad es un modelo masculino deforme, ¿no? Me dio escalofríos.

—Sería para estar todo el día hablando de esas obras —dijo el Hombre Clave llevando la mano hacia el recipiente de caramelos—. A mí me parecen incluso más profundas que las «Flores». Bueno, puntualicemos. Son de otro estilo, no pueden compararse. Pero a mí me parecen más profundas. Enhorabuena.

—Son obras del Maestro —dijo Stein.

—Sí, pero usted colabora con él. Enhorabuena a los dos.

Stein agradeció el cumplido con un gesto de la cabeza.

—¿Por qué no cuentas ahora lo de la chica llamada Brenda, Lothar? —pidió Sorensen—. Sólo para ilustrar a nuestros amigos —agregó y sonrió hacia el Hombre Clave.

Kurt Sorensen era el hombre que mediaba entre la Fundación y las compañías de seguros, y había aprendido a mostrarse conciliador con todo el mundo. A Bosch, sin embargo, no le agradaba. No sólo su físico, su palidez y sus cejas negras de vampiro, sino también su carácter, le resultaban irritantes. Presumía de saberlo todo, de estar a la última, de conocer siempre la información más verosímil.

—Ahora mismo, Kurt. —Bosch barajó los papeles que tenía sobre las rodillas—. Según nuestros informes, Weiss se exhibía en otra obra durante el resto de la semana, un óleo de Kate Niemeyer en la galería Max Ernst de Maximilianstrasse.

El lunes, después del trabajo, una chica lo estaba esperando a la salida de la galería. Weiss la presentó a una amiga suya, también lienzo. Le dijo que se llamaba Brenda y que era marchante. La amiga de Weiss, a la que interrogamos ayer, afirma que Brenda parecía un cuadro. Tengo que aclarar que los cuadros saben reconocerse muy bien entre sí. Por lo visto, Brenda tenía toda la apariencia de un lienzo profesional joven: cuerpo atlético, piel tersa, belleza llamativa. Weiss y su amiga Brenda, a la que no sabemos ni cómo ni cuándo conoció, fueron a cenar a un restaurante y después se marcharon al motel donde él se hospedaba. Al día siguiente por la tarde Weiss salió solo, saludó y dejó la llave en recepción. El recepcionista conocía muy bien a Weiss y dice que no observó nada raro en él salvo la bolsa que llevaba bajo el brazo. No se fijó bien, pero asegura que no era la que acostumbraba llevar y que, por cierto, había olvidado el día anterior en el restaurante. Nadie vio a la chica salir de la habitación en ningún momento del día, y estoy convencido de que el recepcionista de turno se hubiera fijado en ella en caso contrario. Tampoco entró nadie en la habitación de Weiss durante ese lapso. Por otra parte, el Weiss que salió el martes por la tarde
no podía ser
el Weiss real, que llevaba más de doce horas muerto en la habitación...

—Ergo... —dijo Sorensen.

—Eso nos hace suponer que el Weiss falso y la chica son la
misma
persona. Bajo el brazo, con toda seguridad, llevaba los accesorios del disfraz de Brenda.

—Lo cual nos permite relacionarlo con el caso de la indocumentada —acotó Sorensen en dirección al Hombre Clave—. ¿No es así, Lothar?

—En efecto. Creo que ustedes ya lo saben. Óscar Díaz conoció en Viena a una indocumentada de la que no quedan rastros. Después aparecen un falso Díaz y el cadáver del verdadero estrangulado con un cable y flotando en el Danubio. Podemos suponer que nuestro hombre ha vuelto a repetir su táctica.

—Si es que se trata de
una sola
persona —observó Benoit.

—Es verdad —afirmó Gert Warfell, el encargado de la sección de Prevención de Robos y Sistemas de Alarmas de la Fundación, un tipo impetuoso con cara de bulldog—. Pueden ser varios individuos, un equipo completo de expertos en ceru actuando en común. Puede ser un hombre o una mujer, o varios hombres o mujeres. Puede ser... Joder, puede ser cualquiera.

La mujer del grupo de personas que Bosch había definido como
importantes
modificó su postura en el asiento, se aclaró la garganta y habló por vez primera. Su pelo rubio platino parecía grabado con cincel. Exhibía un traje de color acero y medias opacas a juego. Sus ojos eran del mismo color que el traje y las medias; Bosch suponía que sus pensamientos también eran de acero. Le habían dicho que se llamaba Roman. Echaba chispas por sus ojos metálicos.

—En resumidas cuentas —dijo en un inglés altisonante y americano—, si he entendido bien, caballeros, hay un individuo, o grupo de individuos, que se ha propuesto destruir los cuadros del señor Bruno van Tysch. Ya se ha anotado dos éxitos y, al parecer, nada le impide anotarse otro. Me pregunto, entonces, qué seguridad puedo ofrecer a mis clientes. ¿De qué forma voy a convencerlos de que sigan invirtiendo en la creación, mantenimiento y custodia de unas obras que
cualquiera
puede destruir en
cualquier
momento?

Se alzaron varias voces, pero fue Benoit quien las resumió todas.

—Señorita Roman, nos hemos reunido aquí, precisamente, con la esperanza de resolver este asunto... —El cuello de su espléndida camisa morada empezaba a arrugarse con el sudor—. Nuestro sistema de Seguridad ha cometido fallos, en efecto, y soy el primero en reconocerlo y lamentarlo, como habrá podido comprobar... Pero estos señores... —Hizo un gesto vago hacia el Hombre Clave— ... estos señores no pertenecen a la sección de Seguridad de nuestra compañía. Estos señores a los que hemos pedido ayuda... ¿Sabe quiénes son estos señores...?



quiénes son estos señores —contestó Roman, impasible—. Lo que me gustaría saber es
cuánto
nos van a
costar
estos señores.

De nuevo hubo otra pugna de voces. Pero todo cesó de repente cuando tomó la palabra el Hombre Clave.

—No, no, no, no. Nosotros no costaremos nada a la Fundación Van Tysch, señorita Roman. Puntualicemos.
Rip van Winkle
es un sistema de defensa de la Comunidad Europea. Puntualicemos.
Rip van Winkle
es un sistema con cargo a los fondos de cohesión de los países miembros. —Hizo una pausa para atesorar caramelos del recipiente de la Bandeja. Uno de ellos se le cayó y rebotó sobre el vientre tenso y desnudo de la muchacha—. Puntualicemos, por favor. Ni el señor Harlbrunner ni el señor Knopffer ni yo estamos aquí porque nos paguen más ni porque tengamos intereses económicos en el asunto. Somos piezas de
Rip van Winkle.
Piezas, señorita Roman. Puntualicemos. Si estamos aquí, repito, si
estamos
aquí, es únicamente porque los asuntos que afectan al patrimonio cultural y artístico europeo nos afectan a todos como ciudadanos de países con una larga tradición. Si un grupo terrorista amenazara el Partenón,
Rip van Winkle
intervendría. Y si las obras de Bruno van Tysch están amenazadas por una organización terrorista, sea cual fuere,
Rip van Winkle
intervendrá. No es cuestión de dinero, señorita Roman, sino de obligación moral. —Se llevó el puñado de caramelos a la boca y echó la cabeza hacia atrás.

—Se empieza hablando de obligaciones morales y se termina firmando obligaciones bancarias —sentenció la señorita Roman sin provocar risas—. Pero si
Rip van Winkle
no va a representar una carga adicional para mis clientes, nosotros no tenemos nada que objetar.

—A propósito —se oyó un vozarrón de trueno en un inglés germanizado—, ¿es cierto lo que me han dicho?

¿Que la pérdida de esos dos gordos equivale a perder la
Mona Lisa?
Era un hombre de cara rojiza y enorme mostacho blanco. Parecía el típico bebedor de cerveza bávaro de las postales de la Hofbräuhaus. Se llamaba Harlbrunner. Su especialidad (así lo había presentado el Hombre Clave) era la dirección de los comandos de asalto del sistema
Rip van Winkle.
En ese momento se hallaba de pie junto a la Mesa de los frutos secos coleccionando almendras en su enorme mano velluda y blanca, pero contemplaba con absorta curiosidad las piernas abiertas y barnizadas de la parte superior de la Mesa.

Por un instante hubo un silencio distraído por miradas discretas. Era como si los demás estuvieran decidiendo si valía la pena contestar o no a aquella pregunta. Entonces intervino Benoit.

—Nadie puede... Nadie podrá
nunca
valorar adecuadamente la pérdida de
Monstruos.
El mundo en que vivimos, el planeta que habitamos, la sociedad que hemos construido... Nada será ya igual sin esta obra. En
Monstruos
se encontraban las claves de lo que somos, lo que hemos sido y lo que...

—Joder, los destripó como a cerdos —dijo en voz alta Knopffer, de Europol, interrumpiendo a Benoit. Se había levantado para coger las fotos que se hallaban sobre el vientre de la otra Mesa, en el centro de la alfombra, y ahora las contemplaba. La respiración de la Mesa había provocado que una de las fotografías cayera a la alfombra.

—¿Y por qué estas marcas? —preguntó Rudolf Kobb, de la Cancillería, a quien Knopffer pasaba las instantáneas.

—Diez heridas cada uno, ocho de ellas en aspa —informó Bosch—. Igual que con
Desfloración.
Los coloca desnudos con las piernas abiertas, pero les deja las etiquetas. No sabemos por qué hace siempre las mismas heridas. Usa un cortalienzos portátil. Lo emplean algunos restauradores para cortar tablas. Y deja siempre una grabación. Ésta la encontramos en el suelo, entre los dos cadáveres. Podemos escucharla ahora, si quieren.

—Queremos —dijo el Hombre Clave.

Bosch se iba a levantar, pero Thea van Droon, que se encontraba a su lado, lo hizo por él. Thea era la supervisora de los comandos de asalto de la Fundación y acababa de regresar de París tras el interrogatorio de Briseida Canchares. Al abandonar Thea su asiento, permitió a Bosch contemplar mejor a la señorita Wood, que se retrepaba un asiento más allá con el mentón hundido en el pecho y las flacas piernas estiradas. «No habla, no participa —pensó, dolorido—. Sabe que ha vuelto a fallar y lo considera humillante.» Le hubiera gustado confortarla, asegurarle que todo iba a arreglarse. Quizá lo hiciera después.

Thea se aseguró de que los cobertores auditivos estaban perfectamente colocados en los oídos de los dos muchachos desnudos que formaban la Mesa. La grabadora portátil poseía amplificadores para mejorar la audición. El aparato estaba colocado sobre el esternón del primer muchacho y los amplificadores se apoyaban en los muslos del segundo. Thea pulsó un botón.

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