Come, Reza, Ama (16 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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Pero ¿qué sucede si, por voluntad propia o por necesidad reticente, resulta que no participas en esta reconfortante órbita familiar? ¿Qué sucede si te sales del círculo? ¿Dónde te sientas en la reunión? ¿Cómo puedes dejar huella en los anales del tiempo para no pasar por esta tierra sin relevancia alguna? Tendrás que hallar otro propósito, otro baremo con el que juzgar si has triunfado como ser humano o no. A mí me encantan los niños, pero ¿qué pasa si no tengo hijos? ¿Qué tipo de persona soy entonces?

Virginia Woolf escribió: «Sobre el amplio continente de la vida de una mujer se proyecta siempre la sombra de una espada». Una de las caras de esa espada, según ella, es la de las convenciones, las tradiciones y el orden, donde «todo es correcto». Pero la otra cara de esa espada, si estás tan loca como para elegirla y llevar una vida ajena a las convenciones, es donde «todo es confusión» y «nada sigue un curso normal». En su opinión, si una mujer rebasa la sombra de esa espada, puede llevar una vida mucho más interesante, pero también será más peligrosa.

Yo me alegro de que, al menos, tengo lo que escribo. Eso la gente lo entiende.
Ah, se separó de su marido para dedicarse a su carrera artística
. Pues es verdad aunque no lo sea del todo. Muchos escritores tienen una familia. A Toni Morrison, por poner un ejemplo, tener un hijo no le impidió ganar esa fruslería conocida como el premio Nobel de Literatura. Pero Toni Morrison siguió su camino y yo he de seguir el mío. El
Bhagavad Gita
—la base sánscrita fundamental del yoga— mantiene que más vale vivir tu propio destino imperfectamente que vivir a la perfección el destino de otra persona. Por eso he comenzado a vivir mi propia vida. Por imperfecta y torpe que me parezca, al fin empieza a asemejarse a mí, la mire por donde la mire.

Pero, dicho todo esto, tengo que admitir que —comparada con la vida de mi hermana, que tiene una casa, un buen marido y unos hijos— yo me siento bastante inestable últimamente. Ni siquiera tengo una dirección habitual y eso, a la provecta edad de 34 años, es casi un crimen. Ahora mismo todas mis pertenencias están en casa de Catherine, en cuyo último piso tengo un aposento provisional (al que todos llamamos el «cuarto de la tía soltera» por la ventana abuhardillada perfecta para mirar los páramos vestida de novia caduca, añorando la juventud perdida). Catherine parece encantada con esta solución, que a mí me parece estupenda, aunque soy consciente de que, si me paso haciendo de trotamundos, corro el peligro de convertirme en «la rara de la familia». Aunque, bien mirado, puede que ya lo sea. El verano pasado mi sobrina de 5 años estaba jugando con una amiguita en casa de mi hermana. Cuando pregunté a la niña por su fecha de cumpleaños, me dijo que el 25 de enero.

—Huy, huy —le dije—. ¡Eres Acuario! He salido con muchos Acuarios y sé que sois bastante complicados.

Las dos niñas me miraron entre perplejas y asustadas, con un desconcierto propio de sus 5 años. De pronto me asaltó la imagen de la mujer que puedo acabar siendo como no tenga cuidado: «tía Liz, la Loca». Esa divorciada que lleva una túnica
mumu
hawaiana y el pelo teñido de rojo; la que no come productos lácteos, pero fuma mentolados; la que siempre acaba de volver de un crucero astrológico o se acaba de separar de su novio «el de la aromaterapia»; la que lee el tarot hasta a los niños pequeños y dice cosas como: «Si traes a la tía Liz otro tinto de verano, cielo, te dejo ponerte mi sortija anímica...».

Puede que, en breve, tenga que volver a ser una ciudadana consistente, eso lo sé.

Pero aún no...
por favor
. Todavía no.

31

En las seis semanas siguientes voy a Bolonia, Florencia, Venecia, Sicilia, Cerdeña, otra vez a Nápoles y, por último, a Calabria. Casi todos son viajes cortos —una semana aquí, un fin de semana allí—, justo el tiempo suficiente para vivir el ambiente de un sitio, para darse una vuelta, para preguntar a la gente que va por la calle dónde se come bien para ir a probarlo. Al final abandono mis clases de italiano, porque me obligan a quedarme encerrada en un aula en vez de viajar por Italia, donde se puede practicar en vivo y en directo.

Estas semanas de periplo espontáneo son un glorioso bucle temporal en el que vivo algunos de los días más relajados de mi vida, corriendo a la estación de tren para comprar billetes aquí y allá, tomándole por fin el pulso a mi libertad porque por fin me he dado cuenta de que
puedo ir a donde me dé la gana.
Llevo una temporada sin ver a los amigos que tengo en Roma. Giovanni me dice por teléfono:
«Sei una trottola»
(«Eres como una peonza»). Una noche, en un hotel de un pueblecillo mediterráneo, en una habitación que da al mar, el sonido de mi propia risa me despierta en mitad de un sueño muy profundo. Me pego un susto tremendo.
¿Quién se está tronchando de risa en mi cama?
Al darme cuenta de que soy yo, vuelvo a reírme. Lo que no recuerdo es lo que estaba soñando. Creo que salían unos barcos, o algo así.

32

Lo de Florencia es sólo un fin de semana; el viernes por la mañana hago un corto viaje en tren para ir a visitar al tío Terry y la tía Deb, que han venido de Connecticut para conocer Italia y también para ver a su sobrina, por supuesto. Cuando llegan, a última hora de la tarde, los llevo a dar un paseo para ver el Duomo, que siempre es un espectáculo impresionante, como demuestra la reacción de mi tío:

—¡La leche! —dice, añadiendo tras una pausa—: Aunque puede que no sea lo más adecuado para alabar una iglesia católica...

Vemos
El rapto de las sabinas
—violadas ahí mismo, en mitad del jardín de las esculturas, sin que nadie haga nada para impedirlo— y hacemos los honores a Miguel Ángel, al Museo de las Ciencias y a las vistas que se contemplan desde las colinas que rodean la ciudad. Y me despido de mis tíos, dejándolos que disfruten del resto de sus vacaciones sin mí, y me voy sola a la próspera y holgada Lucca, una pequeña ciudad toscana famosa por sus carnicerías, que exhiben las mejores piezas de toda Italia con una sensualidad inigualable, como si dijeran «pruébame, que estás deseando». Salchichas en todos los tamaños, colores y versiones imaginables, como piernas de mujer embutidas en unas provocativas medias, se bambolean desde los techos de las tiendecillas. Voluptuosos jamones cuelgan de las ventanas, engatusando a los viandantes como las prostitutas del barrio rojo de Ámsterdam. Los pollos tienen un aspecto tan rollizo y satisfecho, aun estando muertos, que te los imaginas prestándose orgullosamente al sacrificio tras competir unos con otros para ver cuál llegaba a ser el más tierno y rechoncho. Pero en Lucca no sólo es maravillosa la carne; también están las castañas, los melocotones, los pasmosos higos que llenan los escaparates. Dios mío, qué higos...

La ciudad también es famosa, cómo no, porque en ella nació Puccini. Sé que ese tema debería interesarme, pero me interesa mucho más el secreto que me ha contado uno de los fruteros locales: las mejores setas de la ciudad se comen en un restaurante que está justo enfrente de la casa donde nació Puccini. Así que me paseo por Lucca, preguntando en italiano a la gente: «¿Sabes dónde está la casa de Puccini?», hasta que un amable lugareño me acompaña hasta allí. Lo más probable es que se quede muy sorprendido cuando le digo
Grazie
y me doy media vuelta, yendo justo en dirección contraria a la entrada del museo, hasta entrar en el restaurante de enfrente, donde espero a que escampe la lluvia mientras me como un plato de
risotto ai funghi
.

Ahora no recuerdo bien si fue antes o después de Lucca cuando fui a Bolonia, una ciudad tan hermosa que mientras estuve allí no pude parar de cantar: «¡Bolonia es el apellido y el nombre es Bonita! ¡Bonita Bolonia!». Los sobrenombres tradicionales de la ciudad —con su maravillosa arquitectura de ladrillo rojo y su célebre opulencia— son la Roja, la Gorda y la Bella. (Sí, estuve a punto de usarlos como título para este libro.) Efectivamente, se come mucho mejor aquí que en Roma, o puede que pongan más mantequilla a los guisos. Hasta el
gelato
es mejor (me siento un poco traidora al decirlo, pero es verdad). Las setas que tienen aquí son como unas enormes lenguas orondas y sensuales y el
prosciutto
recubre las pizzas como un fino velo de encaje drapeado sobre el sombrero elegantón de una dama. Y, cómo no, de aquí es la salsa boloñesa, que se carcajea desdeñosamente de cualquier otra versión de un ragú.

Estando en Bolonia caigo en la cuenta de que en inglés no hay una expresión equivalente a la de
buon appetito
. Es una pena, pero también es muy revelador. También descubro que las paradas de tren italianas son como un tour por los nombres de las comidas y las bebidas más famosas del mundo: siguiente parada,
Parma
... Siguiente parada,
Bologna
... Siguiente parada,
Montepulciano
... En los trenes dan de comer, por supuesto, unos sándwiches diminutos y una buena taza de chocolate caliente. Cuando llueve, lo mejor es tomar un tentempié y seguir el viaje. En una de las ocasiones en el compartimento de tren me toca un joven italiano bastante guapete que duerme hora tras hora mientras afuera llueve sin parar y yo voy comiéndome una ensalada de pulpo. El tío se despierta poco antes de que lleguemos a Venecia, se rasca los ojos, me mira atentamente de pies a cabeza y murmura en voz muy baja:
Carina
. Que quiere decir «chica mona».

Grazie mille
, le digo con retintín. Mil gracias.

Al oírme, se queda sorprendido. No se imaginaba que yo supiera italiano. Yo tampoco me lo imaginaba, la verdad. Pero después de una charla de casi veinte minutos me doy cuenta de que sí lo hablo. He cruzado no sé qué barrera y resulta que sé hablar italiano. No lo voy traduciendo; lo hablo por las buenas. Por supuesto que digo algo mal en todas las frases y sólo manejo tres tiempos verbales, pero estoy comunicándome con este tío sin demasiado esfuerzo. Vamos, que
me la cavo
, como dirían ellos, que quiere decir «me las arreglo», aunque la expresión italiana es con el verbo «descorchar», así que en realidad significa algo así como: «Sé lo suficiente de este idioma como para bandeármelas en una situación difícil».

A todas éstas, ¡el tipo está ligando conmigo! La verdad es que no puedo decir que me moleste. El chico no está mal del todo. Aunque de chulería va bien servido, eso sí. En un momento dado me dice en italiano con intención de piropearme a su manera:

—No estás demasiado gorda para ser americana.

—Y tú no eres demasiado grasiento para ser italiano —le contesto en inglés.


Come?
—me pregunta.

Se lo repito en italiano, aunque modificando la frase ligeramente:

—Y tú eres tan encantador como todos los italianos.

¡Sé hablar este idioma! El chico cree que me gusta, pero estoy coqueteando con las palabras. Dios mío... ¡al fin me he soltado! ¡Me he descorchado la lengua y el italiano me fluye hacia fuera! El tío quiere que nos veamos en Venecia, pero no me interesa lo más mínimo. Estoy perdidamente enamorada, sí, pero del lenguaje, así que lo dejo ir. Además, ya tengo una cita en Venecia. He quedado con mi amiga Linda.

Linda la Loca, como yo la llamo, aunque no está loca, vive en Seattle, una ciudad húmeda y gris. Quería venir a Italia a verme, así que le he dicho que se una a esta etapa de mi viaje, porque me niego —me niego rotundamente— a ir a la ciudad más romántica del mundo yo sola. Ni hablar, ahora, no; este año, no. Me da por imaginarme a mí misma más sola que la una, sentada en la popa de una góndola que lleva un gondolero cantarín, deslizándome entre la bruma mientras... ¿leo una revista? Es una escena patética, parecida a subirse una cuesta sola, pedaleando en una de esas bicicletas tándem para dos. Así que Linda me va a hacer compañía, compañía de la buena, además.

A Linda la conocí (con su pelo rasta y sus
piercings
) hace casi dos años en Bali, cuando fui a hacer el reportaje sobre el yoga vacacional. Después de aquello también nos fuimos juntas a Costa Rica. Linda es una persona con la que me gusta mucho viajar, una especie de duendecilla embutida en unos pantalones de terciopelo rojo, incansable y entretenida y sorprendentemente organizada. Linda tiene una de las almas más intactas del mundo, además de una total incomprensión de la depresión y una autoestima que jamás se planteó dejar de estar alta. Una vez me dijo, mirándose en un espejo: «Es verdad que no soy una de esas que están maravillosas se pongan lo que se pongan, pero no puedo evitar quererme a mí misma». También tiene una maravillosa capacidad para mandarme callar cuando me pongo a darle la matraca con preguntas metafísicas tipo: «¿Cómo es la naturaleza del universo?». (La respuesta de Linda: «Lo que yo me pregunto es: "¿Por qué lo preguntas?"».) Linda quiere dejarse crecer las rastas del pelo hasta poder entretejerlas en un armazón de alambre sobre su cabeza, «como un jardín ornamental» donde tal vez pueda anidar algún pájaro. Los balineses la adoraban. Y los costarricenses también. Cuando no está cuidando de sus lagartos y hurones, dirige un equipo de programadores informáticos en Seattle, donde gana más dinero que cualquiera de nosotros.

Cuando nos encontramos en Venecia, Linda mira el mapa de la ciudad con gesto enfurruñado, le da la vuelta, localiza nuestro hotel, se orienta y anuncia con su humildad característica: «A esta ciudad le vamos a ver hasta el culo».

Su alegría y su optimismo no tienen nada que ver con esta ciudad apestosa, indolente, semihundida, tenebrosa, callada y extraña. Venecia parece el sitio idóneo donde sufrir una muerte lenta y alcoholizada, o donde perder a un ser amado, o donde perder el arma causante de la pérdida de ese ser amado. Al ver Venecia me alegro de haberme instalado en Roma. Me da la sensación de que aquí habría tardado más en dejar de tomar los antidepresivos. Venecia tiene la hermosura de una película de Bergman; la admiras, pero no es el sitio donde más te apetece vivir.

La ciudad entera está desconchada y marchita, como los aposentos clausurados de una mansión venida a menos, a cuyos dueños les saldría tan caro adecentarlos que prefieren clavarles unos tablones y olvidarse de los objetos valiosos que contienen. Pues así es Venecia. Las aguas grasientas del Adriático estrujan los cimientos de unos edificios torturados desde el siglo XVI, cuando se construyó este experimento de feria de las ciencias.
Oye, ¿y si construimos una ciudad metida en el mar?

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