Basilio II organizó las defensas de Constantinopla con un vigor incansable, y en el 988 llevó a sus varegos al otro lado de los estrechos. Aplastó a los contingentes rebeldes y ejecutó a los prisioneros con deliberada crueldad. Su objetivo era tanto quebrantar los espíritus de sus oponentes como sus ejércitos.
Al año siguiente combatió contra las fuerzas principales de los dos generales en Abydos, en la orilla occidental de Asia Menor. Una vez más, según la historia, Bardas Focas exigió el combate cuerpo a cuerpo, esta vez con el mismo emperador. Basilio II no vio ninguna razón para complacer al bravucón general, y cuando Focas cargó en dirección hacia él, ordenó a sus arqueros que le derribaran. Focas tiró de las riendas de su caballo en su carga, desmontó y murió no se sabe si de una flecha o de un paro cardíaco. Escleros continuó la rebelión algún tiempo más, pero se estaba haciendo viejo y gordo. Sufría de artritis y su vista estaba empeorando. Finalmente renunció y aceptó un indulto de Basilio y un rimbombante título.
Por fin Basilio II, que ya tenía treinta y cuatro años y llevaba en posesión del título de emperador veintiséis, era emperador de verdad. No había nadie en ningún sitio de su reino que pudiera competir con él, y se empeñó en ser su propio general a partir de entonces.
Se dedicó sombríamente a su reforma agraria, y esta vez consiguió dividir los enormes latifundios de los grandes terratenientes y distribuirlos entre los campesinos. Tal medida tuvo el doble efecto de debilitar a los aristócratas, al privarles de ingresos con los que podían reclutar un ejército, y a la vez creó una clase de pequeños terratenientes fieles a la corona que les había apoyado.
Pero Vladimiro de Kiev estaba más allá de las fronteras. Todavía quería a la princesa real Ana, que le había sido prometida años atrás. Basilio se resistía a condenar a su hermana a una corte pagana de bárbaros, pero Vladimiro consiguió convencerle cortando el abastecimiento de agua de la ciudad de Quersonea, el puesto de avanzada situado en la lejana península de Crimea, y después tomando temporalmente esta ciudad.
Por consiguiente, Basilio envió a la novia prometida a condición de que Vladimiro se convirtiera al cristianismo. Vladimiro lo hizo, y en el 989 se convirtió en el primer príncipe ruso cristiano, siguiendo los pasos de su abuela Olga. En consecuencia, es San Vladimiro para los cronistas eclesiásticos de Rusia, y Vladimiro el Grande para los historiadores seglares.
Pero ya era tiempo para volverse de nuevo hacia el norte y seguir el largo duelo con los búlgaros. Durante el reinado de Juan I, cuando se anexionó a toda Bulgaria oriental, dio la impresión temporal de que los restos del reino se iban a marchitar y el imperio no tenía que preocuparse más de él. Sin embargo, en el 976, Samuel se proclamó gobernante del país. Era hijo de un gobernador búlgaro de una de las provincias occidentales donde los ejércitos bizantinos no habían penetrado.
Era un hombre fuerte y capaz, pero posiblemente no se le habría presentado la oportunidad de dirigir una renovación del poder búlgaro si no hubiera sido porque Basilio II estaba envuelto en la guerra civil contra los generales. Puesto que Basilio estaba ocupado, Samuel logró volver a ocupar toda Bulgaria oriental y a penetrar en el norte de Grecia. En el 981, Basilio intentó detenerle, pero fue derrotado, en parte porque los terratenientes feudales, descontentos ante sus medidas agrarias, no lucharon con gran entusiasmo en su favor. Humillado, Basilio se retiró, decidido a vengarse algún día.
A principios de la década del 990, Bulgaria era tan grande y poderosa como lo había sido antes de los tiempos de Juan Tzimisces. Sus ejércitos invadían Grecia con regularidad, y Samuel estableció una capital casi inexpugnable en Ohrid, en las duras montañas occidentales, cerca de lo que hoy día es la frontera entre Yugoslavia y Albania. Sin embargo, para entonces Basilio II, que había derrotado finalmente a los generales, ponía en marcha una nueva política agraria y reorganizaba el ejército para la gran tarea de su vida: terminar, por mucho tiempo, con la amenaza búlgara.
En el 996 dispuso de la fuerza suficiente para infligir una importante derrota a los búlgaros cuando éstos intentaron invadir de nuevo Grecia. Los búlgaros se retiraron con muchas bajas, y Basilio pasó a la ofensiva. Al comenzar el año 1000, Grecia estaba enteramente a salvo, y se dio la orden de partir hacia el norte, a través de los pasos montañosos, a la propia Bulgaria. Empujados hacia adelante por su incansable emperador, que dirigía personalmente sus ejércitos, los bizantinos tomaron una fortaleza búlgara tras otra, consiguiéndolas por la fuerza o por el soborno.
Empujaron a los búlgaros cada vez más hacia atrás. Cuando Samuel intentó invertir los papeles, lanzando un vigoroso ataque hacia el sur para golpear la retaguardia y obligar a una retirada imperial, sus líneas de comunicación quedaron rotas y fue derrotado. En 1005, Basilio había alcanzado el Adriático en Dyrrhachium (hoy la ciudad de Durres, en la costa de Albania).
En general, los búlgaros intentaron evitar la batalla directa con los disciplinados bizantinos dirigidos por su terrible emperador; pero de vez en cuando surgían las tentaciones, y en 1014 tuvieron una que no pudieron resistir. En el valle del río Struma, a unas cien millas al norte de Tesalónica, los búlgaros decidieron que tenían ventaja y entraron en combate con los bizantinos. Durante algún tiempo, parecía que la batalla iba a acabar en empate, pero una unidad bizantina rodeó el flanco del enemigo y penetró en su retaguardia. El ejército búlgaro se derrumbó en un desorden increíble, y Samuel se escapó por los pelos. Basilio tomó 15.000 prisioneros.
Lo que ocurrió después fue una de esas horribles atrocidades de la guerra. Basilio II decidió terminar de una vez para siempre con una guerra que había durado casi cuarenta años, quebrando el ánimo de los búlgaros. Lo hizo cegando a todos, menos a 150 de aquellos miles de prisioneros! A los dichosos 150 sólo les cegó un ojo. A cada cien ciegos les correspondía un guía tuerto para llevarles de vuelta a la capital.
Samuel, que estaba en Ohrid, recibió la noticia de que su ejército volvía. Estaba perplejo. ¿Habían escapado de la captura? ¿Habían sido apresados y liberados por alguna razón? Salió apresuradamente para ir al encuentro de sus hombres y se encontró contemplando a miles de ciegos desamparados. El golpe fue fatal. Tuvo un ataque de apoplejía allí mismo, y murió dos días más tarde.
Algunos búlgaros siguieron manteniendo un aire de desafío, pero la fría política de crueldad de Basilio había dado en el blanco. El ánimo búlgaro estaba quebrantado Con sólo enterarse de que el terrible emperador se aproximaba, se dispersaron y huyeron. En 1016, Ohrid cayó en sus manos, y al comenzar 1018 las fuerzas imperiales ocuparon toda Bulgaria.
Basilio que había sido tan cruel en su comportamiento bélico fue benigno al hacer las paces. Con tal de que los búlgaros aceptaran el gobierno del emperador, podían vivir en paz con su propia Iglesia y disfrutar de un considerable autogobierno. Los notables búlgaros fueron a Constantinopla, vivieron en condiciones de igualdad con la población local, y se casaron allí. Una vez hecho todo esto, Basilio volvió triunfante a través de Grecia, visitando la antigua Atenas y entrando en Constantinopla saludado como Basilio Bulgaroktonos, «el matador de búlgaros».
La campaña búlgara fue la victoria ofensiva bizantina más notable desde que Belisario reconquistara las provincias italianas, cuatro siglos y medio antes; y su resultado fue más que una simple anexión de tierra. Con los Balcanes ocupados y colonizados, y con los búlgaros integrarlos en la nación y el ejército, Basilio dependía menos de los hombres de Asia Menor, la ciudadela del feudalismo.
En efecto, Basilio II triunfaba en todas partes. Sus generales ganaron terreno en la parte oriental de Asia Menor, penetrando muy profundamente tanto en Armenia como en el sur de Italia. En 1025, Basilio II proyectó una expedición naval a Sicilia con la intención de volver a tomar la isla y ampliar después sus dominios continentales hacia el norte. Sin embargo, el destino implacable es irresistible. El 15 de diciembre de 1025, murió el viejo emperador, que ya tenía setenta años. Había llevado el título de emperador durante sesenta y dos años, y había gobernado por sí mismo durante cuarenta y nueve. En aquel medio siglo, nunca había dejado de luchar, y en raras ocasiones había sido vencido.
No dejó herederos, y su hermano Constantino VIII, que había sido emperador asociado durante todo este tiempo, gobernó solo hasta 1028, y luego murió a su vez. Había llevado los mantos imperiales y había estado sentado en el trono imperial durante sesenta y cinco años, y en todo ese tiempo había tenido tanto de soberano como el propio trono donde se sentaba.
Cuando murió Basilio II, la extensión del imperio era mayor de la que había tenido en los últimos trescientos años, y así continuó durante medio siglo más. Abarcaba ahora todos los Balcanes hasta el Danubio, y toda Asia Menor oriental, casi hasta el mar Caspio. Incluía el sur de Italia y las islas de Creta y Chipre, de manera que era hegemónico en el Mediterráneo oriental.
Es cierto que en superficie no se le podía comparar con lo que había sido en los siglos VI y VII, desde Justiniano hasta Heraclio, pero la extensión territorial en sí no lo es todo. Cuando Justiniano terminó sus grandes conquistas, lo que quedaba era una tesorería vacía y una nación agotada, grandes zonas de la cual estaban totalmente enemistadas. Esta situación era todavía más grave con Heraclio tras su victoria sobre los persas. A pesar del enorme tamaño del imperio en aquellos días, era estructuralmente poco firme y se había derrumbado al entrar en contacto con los árabes. No sucedió lo mismo en tiempos de Basilio II. Al morirse, dejó tras sí una tesorería repleta y un imperio homogéneo y unido.
En los tiempos de Justiniano y Heraclio, existía el Imperio Persa que había luchado contra Constantinopla en igualdad de condiciones. Incluso Heraclio, después de sus grandes victorias, sólo consiguió hacer retroceder a Persia hasta la línea que había ocupado antes de los comienzos de la guerra. En ese sentido, la guerra fue únicamente un empate, conseguido al precio de la propia ruina.
Por su parte, Basilio II no sólo había derrotado al enemigo más importante, Bulgaria, sino que prácticamente lo había destruido como nación y lo había absorbido en el imperio. En ninguna parte se encontraba un adversario que pudiera pensar en desafiarle. Las diversas tribus del norte (los magiares, los rusos, los pechenegos y demás) podían incomodar al imperio, pero no amenazarlo. El poderoso mundo del Islam (poderoso, al menos cuando estuvo unido) se despedazó en reinos rivales que en aquellos momentos constituían un problema y una amenaza mucho más grande para sí mismos que para cualquier territorio cristiano.
En cuanto a los reinos de Europa (Francia, Germanía e Inglaterra) que tienen tanto peso en nuestras historias occidentales, se encontraban más allá del horizonte bizantino. Estaban lejos y eran débiles, con sus barones ocupados en destructivas guerras interminables, y eran tan bárbaros (ante los ojos de los bizantinos) como los magiares y los rusos. En 1025, cuando murió Basilio II, el Imperio Bizantino no tenía igual en el mundo. Había llegado a la mismísima cumbre de su poder.
También en el terreno artístico había alcanzado su punto culminante. El siglo X fue el comienzo de una edad dorada de dos siglos. Las iglesias llegaron a la cima de la magnificencia de una arquitectura sutil y de un mosaico esplendoroso durante este período. Tanto Italia como Rusia, dos polos opuestos del espectro, copiaron los estilos bizantinos con entusiasmo, e incluso en el mundo islámico se sintió su influencia.
Intelectualmente, el imperio experimentó un renacimiento cuando la edad oscura que había seguido a los desastres del siglo VII, a manos de los persas y árabes, se desvaneció por fin. La Universidad de Constantinopla volvió a cobrar vida y entró en un período de florecimiento. León Diaconis, o «León el Diácono», fue el historiador más importante de la época. Estuvo presente en la mayoría de las campañas, desde la recuperación de Creta hasta la gran guerra contra Bulgaria; y escribió una historia en diez tomos que abarca el período desde el 959 hasta el 975, es decir, los gobiernos de Romano II, Nicéforo II y Juan I.
El reinado de Basilio II fue también testigo de una de las obras de ficción más notables del Imperio Bizantino. En algún momento a mediados del siglo X, un escritor o varios escritores desconocidos compusieron el poema épico
Digenis Akritas
. El nombre se refiere al héroe, y significa literalmente «Doble descendencia, el Luchador de la Frontera». El héroe era efectivamente una fusión de dos razas, ya que se le describía como el hijo de un noble árabe (convertido al cristianismo) y una mujer griega. El relato épico cuenta la vida del héroe en la frontera oriental, las mujeres que amó y los enemigos contra quienes luchó. Es asombrosamente similar a las historias caballerescas que poco después iban a aparecer en Occidente, y tiene la misma atmósfera caballeresca, de romanticismo y crueldad, las mismas virtudes y vicios que forman parte del feudalismo y la casta militar.
Todo esto se combinó con el hecho de que Constantinopla nunca fue más activa, ni tan importante como centro comercial y de negocios, y nunca fue más próspera. Mediante el alquiler de tiendas, la venta de monopolios y derechos de aduana, ríos de oro fluían hacia las arcas gubernamentales.
Pero existían defectos en este magnífico cuadro. Durante su vida, Basilio II había vencido a los terratenientes feudales y había conseguido mantenerles a raya. Sin embargo, no estaban muertos. En las décadas posteriores a la muerte de Basilio, recobraron su poder. Durante más de medio siglo, en efecto, el imperio iba a ser el campo de batalla entre los señores feudales y los burócratas, entre los rústicos terratenientes de Asia Menor y los pulidos funcionarios de las grandes ciudades. Esta disputa llevaba en su interior las semillas de la destrucción.
Los monjes, que habían derrotado a los emperadores iconoclastas dos siglos antes, también continuaban siendo una fuerza destructiva, tanto económica como espiritualmente. Su poder había aumentado bajo el gobierno del piadoso Nicéforo II, que patronizó al monje Atanasio de Trebisonda. En el 963, Atanasio estableció el primer monasterio auténtico en la cima empinada del Monte Atos, en el noreste de Grecia. Juan I continuó apoyando a Atanasio, y el monasterio sigue siendo hasta hoy el más conocido e importante del mundo oriental de la cristiandad. Es notable por la insólita circunstancia de que, aunque está dedicado a la Virgen María, no se ha permitido entrar a una mujer en la montaña durante más de nueve siglos.