Aunque le llamaran emperador, Balduino no tenía el poder que habían disfrutado incluso los últimos emperadores bizantinos. Por de pronto, su gobierno era más nominal que real. Otras zonas del imperio fueron repartidas entre otros cruzados. Un cruzado se convirtió en el Rey de Tesalónica y gobernó todo el norte de Grecia. Otro adquirió el título del Príncipe de Acaya y gobernó el sur de Grecia. Entre estos dos estaba el duque de Atenas.
Por su parte, Venecia tomó las islas, incluida Creta, y retuvo las tres quintas partes de la ciudad de Constantinopla. Un veneciano recibió el título de patriarca de Constantinopla, y con él se unieron las dos mitades de la Iglesia (aunque sólo en teoría). Ninguna de las regiones subsidiarias gobernadas por cruzados mantuvo gran fidelidad hacia Balduino, quien sólo gobernaba directamente Constantinopla y unas cien millas a su alrededor.
Tampoco faltaban enemigos exteriores, puesto que éstos no se esfumaron simplemente porque los cruzados hubieran sustituido como gobernantes a los nativos. Bulgaria se había ensanchado hasta casi llegar a sus fronteras actuales, y estaba a pocas millas del mar Egeo.
Ni siquiera los mismos griegos habían desaparecido de la escena. La porción noroeste del imperio cayó bajo el gobierno de Miguel Ángel Comneno, un miembro de la familia real, y se la conoció con el nombre de Despotado de Epiro.
Varios jefes griegos habían escapado a Asia Menor. Teodoro Lascaris que, al igual que el desdichado Alejo V, era yerno de Alejo III, estableció su capital en Nicea y comenzó la dinastía de los Lascáridas que gobernaron el Imperio Niceano. Otros dos miembros de la familia real, David y Alejo Comneno, organizaron las secciones de la costa septentrional de Asia Menor, que recibieron el nombre de Imperio de Trebisonda, con su capital en la ciudad costera del mismo nombre, cerca del extremo oriental del mar Negro. La isla de Rodas tenía un gobierno bizantino propio.
De manera que el menguado Imperio Bizantino de Isaac II sufrió una parcelación en un cúmulo de estados todavía más pequeños, algunos latinos, otros griegos, indefensos ante cualquier enemigo decidido y que contribuyeron a su propia miseria con sus luchas mutuas. El medio siglo siguiente contempló una serie deplorable de luchas complicadas de unos contra otros. El reino ampliado de Bulgaria estaba entonces gobernado por Kaloyan, hermano menor de Pedro y Juan Asen. Invadió el Imperio Latino, y cuando Balduino de Flandes intentó detenerle en 1205, el «emperador» fue derrotado y capturado. Había tenido en las manos la dudosa gloria del poder imperial durante un año.
Balduino tuvo como sucesor a su hermano Enrique I, que fue el más afortunado de los emperadores latinos. Consolidó todo el poder que mantenía en Grecia, obligando a los terratenientes feudales a reconocerle como emperador, valiera esto lo que valiera. Afortunadamente para él, Kaloyan se murió en 1207 y la amenaza búlgara remitió durante algún tiempo.
Enrique reconoció que el mayor peligro procedía del Imperio de Nicea, porque el emperador niceano, Teodoro I, iba ensanchando lentamente su territorio y derrotando realmente a los turcos (que estaban divididos y luchaban entre sí) para hacerlo. Por consiguiente, Enrique invadió Asia Menor en 1212 y tomó aquellas zonas de la península más cercanas a Constantinopla. En aquel momento, el Imperio Latino alcanzó su apogeo.
Cuando murió Enrique I en 1216, los latinos tenían una gran necesidad de alguien que protegiera sus posesiones. El cuñado de Enrique, Pedro de Courtenay, fue elegido emperador latino. Estaba en Francia en aquellos momentos y al partir apresuradamente hacia su trono fue capturado por las tropas de Teodoro de Epiro. Pedro murió en la cautividad y nunca gobernó. Su segundo hijo, Roberto de Courtenay, llegó a ser emperador latino en 1219. Al mismo tiempo, Teodoro de Nicea murió y fue sucedido por su yerno, Juan III, que echó a los latinos de Asia Menor y tomó algunas de las islas egeas.
En 1228 murió Roberto y su hermano más joven, de sólo once años, le sucedió con el nombre de Balduino III. Nada podía hacer el niño sino defender desesperadamente esa única gran ciudad y esperar el fin.
Entretanto, las cosas iban bien para Nicea. Durante esa época hubo una migración explosiva de los mongoles hacia el oeste, la mayor y más temida de todas las oleadas nómadas que llevaban miles de años saliendo en tropel de Asia central. China, Persia y Europa oriental habían tenido que soportar los choques más arduos, pero en 1244 un contingente mongol derrotó a los turcos en Asia Menor oriental y avanzó hacia el oeste, hacia Ancyra. En aquel momento, los turcos estaban deshechos, Juan III de Nicea hizo una alianza con los mongoles y amplió su territorio hacia el este a expensas de los turcos. Ya poseía fuerza suficiente como para invadir las provincias europeas y tomar Tesalónica.
El sucesor de Juan, Teodoro II, derrotó incluso a los búlgaros en 1255, y quedó claro que Nicea era la verdadera heredera del Imperio Bizantino. En 1258, sin embargo, murió Teodoro y su hijo de ocho años ascendió al trono con el nombre de Juan IV. Lo conseguido por Nicea podía haberse perdido entonces si no llega a ser porque Teodoro tenía un primo segundo, Miguel Paleólogo.
Miguel era un hombre inteligente, enérgico y sin ningún escrúpulo. Una vez que se consideró dudosa su fidelidad, se decidió someterle a una prueba. Tenía que llevar una bola candente tres veces desde el altar de una iglesia hasta la barandilla del santuario; si era inocente, la mano no se le quemaría. Miguel dio su aprobación a la prueba con tal de que el patriarca (que, debido a su inocencia, no podía temer nada) le entregara la bola candente. El patriarca decidió que la prueba no era necesaria y que Miguel era inocente.
Con un niño emperador en el trono, Miguel dio su golpe. El regente fue asesinado, y Miguel asumió el cargo. El primero de enero de 1259, se convirtió en emperador asociado con la denominación de Miguel VIII. La ambición de su vida era volver a tomar Constantinopla. Los latinos que la gobernaban estaban virtualmente indefensos, y todo lo que se interponía entre la ciudad y Miguel eran las naves venecianas. Con este propósito, Miguel contrató naves genovesas, prometiendo a Génova todos los privilegios que en el pasado había tenido Venecia.
Daba la casualidad de que las concesiones a los genoveses no eran necesarias. La flota veneciana partió neciamente a una empresa quimérica en el mar Negro, y durante su ausencia, el 25 de julio de 1261, el ejército de Miguel asestó el golpe. Constantinopla cayó sin lucha. Balduino II huyó. El Imperio Latino había llegado a su final, y tras un intervalo de cincuenta y siete años, un emperador bizantino estaba de nuevo en Constantinopla.
Viendo el mapa, da la impresión de que el Imperio Bizantino había sido restaurado de hecho. Una gran parte de Asia Menor occidental y de los Balcanes estaba bajo el gobierno de Miguel VIII. Pero las apariencias eran engañosas. Venecia conservaba el dominio de Creta y de muchas de las islas egeas. Los barones latinos eran los dueños de algunas zonas de Grecia central. Epiro y Trebisonda seguían estando regidos por los gobernantes rivales de la estirpe bizantina. Todos eran enemigos empedernidos de Miguel.
Además, las zonas del imperio que gobernaba estaban en ruinas. Constantinopla estaba hecha añicos. La mitad de la ciudad había sido demolida, y dentro de sus vagos confines, su menguada población sólo podía soñar con glorias pasadas. El palacio imperial había quedado destruido, y a Miguel le faltaban fondos para las reparaciones. Lo que Miguel VIII había resucitado era sólo un imperio fantasmagórico.
Por supuesto, lo hizo lo mejor posible. De una forma u otra, tenía que vencer a sus enemigos y sobrevivir, y para esto no dudó en actuar sin principios. Hizo que cegaran y exiliaran a su joven emperador asociado, Juan IV, para gobernar solo. Tomó el Peloponeso, y en él la ciudad de Mistra se convirtió en la fortaleza de la cultura bizantina tardía. Hizo retroceder a los gobernantes de Epiro y les confinó en una simple franja de costa. Incluso derrotó a los búlgaros.
El peligro mayor, sin embargo, procedía de Occidente. Balduino II, el último emperador latino, estaba exiliado, pero seguía con vida. Casó a su hijo con la hija de Carlos de Anjou, un noble francés. Carlos se había hecho cargo de Sicilia después de que se extinguiera la dinastía de gobernantes normandos, y heredó la inquieta ambición de éste. Carlos se consideraba heredero del Imperio Latino y deseaba apoderarse de Constantinopla. Al igual que hizo Roberto Guiscardo dos siglos antes, Carlos desplazó su ejército a través del estrecho a los Balcanes, y antes de 1272 se había establecido sólidamente en tierra firme.
Miguel VIII tuvo que decidir una acción drástica. Envió emisarios a un concilio eclesiástico que se celebraba en Lyon, en Francia, en 1274 y accedió a una reunión de las ramas oriental y occidental de la Iglesia, aceptando las condiciones romanas. Al aceptar Miguel VIII humildemente la supremacía papal, el complacido papa Gregorio X prohibió a Carlos de Anjou que siguiera con sus proyectos de derribar a quien ahora era un hijo fiel de la Iglesia.
Pero aunque Miguel VIII fuera favorable a la unión, la población bizantina no quería saber nada. Pese a que Miguel utilizó el terror en su esfuerzo para obligar al clero oriental y al pueblo a dar su conformidad, éstos se obstinaron en seguir su camino y el papa sufrió una desilusión cada vez mayor. En 1280, Martín IV fue proclamado papa. Era francés y sentía una simpatía total hacia Carlos de Anjou, y no se fiaba de Miguel VIII. El nuevo papa excomulgó a Miguel y dio luz verde a Carlos de Anjou.
Miguel VIII estuvo a la altura de la situación. Derrotó a Carlos en el campo de batalla y formó una alianza con Pedro III de Aragón, un reino en el este de España. Pedro le disputaba la posesión de Sicilia a Carlos de Anjou, y por esta razón estaba dispuesto a ayudar a Miguel. En 1282, las intrigas de Miguel consiguieron provocar un levantamiento de los sicilianos contra sus gobernantes franceses. Un día a la hora de las vísperas, los sicilianos se apoderaron repentinamente de todos los franceses que pudieron encontrar en la isla, y los mataron. Con estas Vísperas Sicilianas se esfumó la amenaza de Carlos de Anjou.
Miguel VIII murió en 1282, en apariencia vencedor de todos sus enemigos, después de un reinado de un cuarto de siglo. Fue el primero de la dinastía Paleóloga, y el más capaz. Le sucedió su hijo mayor con el nombre de Andrónico II.
Andrónico II era justamente lo contrario de su padre: devoto, gentil y sabio. Su primera acción fue terminar con la sumisión de su padre frente al papado y reafirmar la primacía del patriarca. Esta medida le dio popularidad entre el pueblo bizantino, pero hizo mucho más difícil conseguir la ayuda de Occidente que el imperio iba a necesitar cada vez más. Tal como estaban las cosas, Andrónico encontró que la política exterior demasiado ambiciosa de Miguel había vaciado la tesorería. Tampoco había forma dé reunir ni de mantener un ejército bizantino, y el emperador tuvo que depender casi por completo de los genoveses.
Los genoveses se establecieron en el suburbio de Gálata, rodeado por su propia muralla, creando así un estado dentro del estado. Su guerra interminable con Venecia se mantenía por todo el mar Egeo, donde Venecia tenía fuertes bases. Venecia obligó también al imperio a concederle privilegios dentro de Constantinopla. En algunas ocasiones, los dos grupos de italianos se enfrentaban dentro de Constantinopla, mientras los nativos, cada vez más reducidos, sólo podían contemplarlos desamparadamente (y a veces recibir los golpes que suelen caer sobre los observadores inocentes).
Lo peor fue que aparecieron nuevos enemigos. Los serbios formaban hasta entonces una tribu eslava en el noroeste de los Balcanes, que generalmente había sido dominada por los bizantinos o por los búlgaros. En 1281, su jefe era Milyutin, un gobernante capaz, que aprovechó al máximo la debilidad de los bizantinos. Se extendió progresivamente hacia el sureste, traspasando el territorio del imperio y recluyendo a los debilitados búlgaros en los trechos inferiores del río Danubio. Andrónico II, que no tenía modo de combatir el empuje serbio, se vio obligado a sufrir una humillación imperial al dar a su hija en matrimonio al monarca eslavo.
Y en Asia Menor, los turcos se movían de nuevo. Alrededor de 1290, un jefe turco llamado Osmán estableció un pequeño reino en el noroeste de Asia Menor, y cada vez se hizo más poderoso y peligroso. Su tribu recibía el nombre de turcos Osmanlies, aunque en el Occidente era mucho más corriente el deformado nombre de turcos otomanos.
Para combatir a los turcos, activos de nuevo, Andrónico II decidió depender de mercenarios. El Imperio Bizantino había utilizado a menudo mercenarios, y en general de modo acertado. ¿Por qué no intentarlo otra vez? Andrónico contrató a 6.000 soldados catalanes, puesto que Aragón había tenido relaciones amistosas con el imperio durante el reinado anterior. La Gran Compañía Catalana, como se llamaba, resultó ingobernable desde el principio. Atacó a los italianos en Constantinopla, causando estragos. Cuando fue enviada a Asia Menor, luchó contra los turcos y con eficacia, pero a la Compañía sólo le interesaba el botín, y le daba igual luchar contra sus empleadores que contra cualquier enemigo.
Los catalanes se volvieron contra Constantinopla, exigiendo unas pagas aún mayores que las que el emperador les podía conceder. Cuando se dieron cuenta que no podían abrir brecha en las murallas de la ciudad, asolaron la campiña. Después de que su jefe fuera asesinado en 1305, se dedicaron al pillaje, asolando todo el norte de Grecia. Con el tiempo se desplazaron hacia el sur, arrebataron Atenas a los barones latinos que todavía la gobernaban, y establecieron allí su propia dinastía durante cerca de tres cuartos de siglo.
Andrónico II no tenía necesidad de más problemas, pero surgió uno nuevo en forma de una guerra civil. Su hijo, que había gobernado con él como emperador asociado, era Miguel IX. Miguel IX tenía un hijo, Andrónico, cuya querida tenía otro amante. El joven Andrónico contrató a unos asesinos para deshacerse del rival, y por accidente el hermano más joven de aquél cayó apuñalado. Miguel IX, que estaba enfermo, murió poco después, y el conmocionado emperador Andrónico II decidió excluir a su nieto de la sucesión por ese fratricidio involuntario.
El joven Andrónico, ofendido, se sublevó. Era una estúpida guerra civil por un trono que cada vez tenía menos sentido, pero durante el último período del imperio se multiplicaron las guerras civiles a medida que el premio ansiado era más microscópico. Estas guerras civiles finales recibieron apoyo exterior, para confusión y destrucción de los bizantinos. Desde luego, sin ayudas de fuera no se podrían haber celebrado. En este caso los serbios apoyaron al viejo Andrónico, y los búlgaros al joven. En 1328 ganó este último. El viejo Andrónico II fue destronado después de un desastroso reinado de cuarenta y seis años, y murió cuatro años más tarde. El nieto accedió al trono con el nombre de Andrónico III.