Constantinopla (33 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

BOOK: Constantinopla
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Los turcos otomanos

Andrónico III empezó a actuar como si fuera a ampliar el imperio. Por ejemplo, tomó una isla de los genoveses. También venció a Epiro, absorbiendo la última parte de su territorio y terminando con el siglo y cuarto de su existencia como potencia bizantina independiente. Sin embargo, quienes crecían realmente eran los enemigos del imperio.

En 1330 Esteban Dechanski, el hijo ilegítimo de Milyutin, dirigió a los serbios en una resonante victoria sobre los búlgaros. Al año siguiente el hijo de Dechanski, Esteban Dushan, se apoderó del trono y elevó a Serbia a la cumbre de su poder. Los búlgaros reconocieron su soberanía, y Esteban Dushan gobernó sobre casi todos los Balcanes, hasta cerca del Golfo de Corinto.

En Asia Menor, los turcos otomanos también continuaron haciéndose más fuertes. En 1326, poco antes de que Andrónico III se convirtiera en emperador, habían tomado la ciudad de Brusa, y en 1337 conquistaron Nicomedia. Todas las posesiones bizantinas en Asia Menor, que habían mantenido vivo al imperio durante el intervalo del Imperio Latino, se esfumaban rápidamente.

Cuando Andrónico III llegó al final de su gobierno, todo lo que quedaba del imperio era Constantinopla, Tesalónica, Mistra y sus respectivas zonas circundantes. Eran tiempos tristes. En 1330 se podía haber celebrado el milenio de la fundación de Constantinopla por Constantino I, pero los motivos que habían podido hacer digna la celebración no existían, por desgracia.

Cuando murió Andrónico III en 1341, le sucedió su hijo de nueve años, Juan V. Sin embargo, la autoridad más importante del imperio era Juan Cantacuzeno. Cantacuzeno había apoyado a Andrónico III en su guerra civil contra su abuelo, y había dirigido a las fuerzas bizantinas en su pequeña victoria frente a Epiro. Creía que no se podía dejar el trono a un niño, y se proclamó emperador (habitualmente se le llama Juan VI).

Cantacuzeno recibió el apoyo de los terratenientes feudales y de una nueva secta de místicos surgida entre el clero oriental. El pueblo apoyó al Juan V legítimo. Se produjo de nuevo una deprimente guerra civil que pudo llevarse a cabo en gran medida gracias al apoyo extranjero, ya que los serbios y los turcos ayudaban para continuar la guerra y extraer beneficios de ella. Durante aquellos años Constantinopla no se libró de ninguna desgracia. En 1346 un terremoto produjo daños en Hagia Sofía, y en 1347 la peste negra, que había matado a gran cantidad de gente en todo el mundo, atacó la ciudad y llevó a la tumba a las dos terceras partes de su población.

En los años de la peste negra, Cantacuzeno consiguió apoderarse de la agobiada ciudad e intentó poner fin a la guerra civil. Se casó con una biznieta de Miguel VIII para establecer su propia legitimidad y dio a su hija en matrimonio a Juan V. Los matrimonios no resolvieron el problema. Juan V se recuperó y volvió a la batalla. Cantacuzeno recibió dinero de los lejanos rusos para que pudiera reparar la venerada Hagia Sofía; en lugar de eso, lo utilizó para contratar mercenarios turcos. Tampoco resolvió nada. En 1354, Juan V fue el vencedor final (en lo que valiera su victoria) y Cantacuzeno se retiró a Mistra, donde vivió hasta la notable edad de noventa años y escribió una historia en cuatro libros del período en que había dominado el imperio.

Si hacía falta algo para convertir en totalmente seguro el hecho de que el imperio no podía seguir sobreviviendo durante mucho tiempo fue esta guerra civil. Los enemigos del imperio parecían estar preparando el golpe final. Los serbios, mandados por Esteban Dushan, se hicieron tan fuertes que ni siquiera Constantinopla parecía fuera de su alcance. Esteban Dushan asumió el título de emperador, y en 1355 avanzó hacia Constantinopla. Posiblemente nunca hubiera podido conseguir destruir las murallas, pero no tuvo que pasar por la prueba. Murió repentinamente durante su marcha, y con su muerte el Imperio Serbio comenzó a debilitarse.

Todavía peor que la amenaza serbia era la de los turcos. Durante sus desesperados días finales, en 1353, Cantacuzeno había invitado a los turcos a los Balcanes para que lucharan contra los serbios que entonces apoyaban a Juan V. Los turcos llegaron, no como grupos de mercenarios al servicio de Cantacuzeno, sino por su propia cuenta. En 1354 establecieron una base en Gallipoli, en el lado europeo de los estrechos, a 110 millas al suroeste de Constantinopla. Los turcos habían entrado en Europa por primera vez; nunca más saldrían de ella.

Después de que Cantacuzeno perdiera la guerra civil, los turcos se quedaron y Juan V no pudo echarles. Tampoco podían los ya debilitados serbios. Los turcos se expandieron sistemáticamente, y en 1365 habían tomado toda Tracia, la región al norte del mar Egeo. Establecieron su capital en Adrianópolis, a 110 millas al oeste de Constantinopla. El reino otomano rodeaba ya a Constantinopla por todos los lados, tanto en Asia como en Europa; nunca antes, durante la larga historia bizantina, el mismo enemigo había estado en ambos continentes.

Juan V intentó encontrar ayuda en cualquier parte. Los búlgaros y los serbios estaban en una situación caótica. Hungría, la potencia más cercana, pertenecía a la Iglesia occidental, y por consiguiente era difícil de conmover. En 1369 intentó a la desesperada lo que Miguel VIII había intentado también un siglo antes: una unificación con la iglesia occidental. Pero el imperio había dado vertiginosos tumbos en aquel siglo, y el emperador tenía que ser mucho más humilde. Miguel VIII había enviado emisarios; Juan V se presentó en persona. Llegó a Avignon, en el sur de Francia, y allí apareció ante el papa Urbano. Reconoció la supremacía papal y pidió ayuda occidental.

No obstante, era inútil. Ningún peligro, ninguna amenaza, procediese de donde procediese, podía mover a la población oriental a reconocer al papa. La sumisión del emperador era algo vacío y no hubo ayuda. En 1371, Juan se vio sin recursos y creyó que únicamente podía seguir en el trono si reconocía a los turcos como sus amos. Cuando lo hizo, su hijo Andrónico se sublevó, y hubo otra guerra civil. En 1376, Andrónico, con la ayuda de los genoveses, se apoderó del trono y reinó con el nombre de Andrónico IV; pero en 1378 Juan V, con la ayuda de los turcos, lo recuperó.

Los turcos triunfantes sellaron su hegemonía en los Balcanes con su victoria sobre los serbios en una gran batalla en Kossovo, en 1389. Este fue el fin del Imperio Serbio y dio a los turcos la soberanía sobre los eslavos de los Balcanes, una soberanía que no se rompería durante cuatro siglos y medio.

En 1391 murió Juan y después de un gobierno de cincuenta años que habían sido testigos de guerras civiles, derrotas, epidemias, desastres; de todo lo que fuera horrible. Sus días finales se adecuaron a ello, porque llegaron noticias de que Filadelfias, el último reducto bizantino en el interior de Asia Menor había caído en manos de los turcos. El hijo segundo de Juan, Manuel, era rehén de los turcos. Al llegar noticia de la muerte de su padre, consiguió escabullirse de los turcos, ir corriendo a Constantinopla y allí fue coronado con el nombre de Manuel II.

El soberano turco en aquellos momentos era Bayaceto I, el primero que tomó el título de sultán (un término árabe que significa «soberanía»). Bayaceto se molestó tanto con esa hazaña que puso sitio a Constantinopla, hasta que Manuel II le compró mediante un tributo. Sin embargo, Bayaceto tenía puesto un dogal alrededor de la ciudad, y cuando quisiera podía estrecharlo.

Manuel II lo sabía, y sabía también que la única salvación posible estaba en Occidente. Durante algún tiempo, pareció como si pudiera venir esta ayuda. El creciente poderío turco comenzaba a alarmar a las naciones occidentales. El papa Bonifacio IX predicó una cruzada contra los turcos, y el rey Segismundo de Hungría se comprometió a llevar adelante la iniciativa. Llevó a un gran ejército a Bulgaria, pero en 1396, en Nicópolis, en el río Danubio, fue totalmente destruido por los turcos.

Sospechando que pudieran hacer más intentos por el estilo mientras Constantinopla siguiera enviando llamamientos desesperados, Bayaceto resolvió tomar la ciudad y terminar con el asunto. Manuel II viajaba por Europa occidental con una triste y desesperanzada dignidad, visitando a Carlos VI de Francia, y, en 1400, incluso a Enrique IV de Inglaterra. Todo el mundo le hacía promesas; pero nada más que promesas. Parecía que Constantinopla iba a caer, pero sucedió algo inesperado (y nada menos que en el Oriente), y Bayaceto fijó su atención en otra parte. Los mongoles, que habían aterrorizado al mundo occidental un siglo y medio antes, habían permanecido postrados; pero apareció entre ellos un nuevo conquistador. Era Timur (conocido por el nombre de Tamerlán en Occidente). Se estaba adueñando de un reino gigantesco en Oriente Medio, y los turcos tuvieron que olvidarse de Constantinopla durante algún tiempo y fijarse en el este.

En 1402, Tamerlán condujo su ejército a Asia Menor y destrozó por completo a las fuerzas turcas en Angora, capturando a Bayaceto. Poco después murió Tamerlán (ya era un hombre viejo); pero los golpes recibidos por los turcos les aquietaron, y tardaron veinte años en recuperarse. A lo largo de aquellos veinte años de inesperada tranquilidad, Miguel intentó reorganizar su pequeño imperio y se dedicó a sus trabajos eruditos y literarios.

Sin embargo, en 1422, cuando los turcos recobraron el aliento, volvieron a la carga contra Constantinopla. Manuel se vio obligado a vender algunas porciones de su reino para conseguir dinero. Vendió Tesalónica a los venecianos aquel mismo año.

En 1425 murió Manuel II y le sucedió su hijo, con el nombre de Juan VIII. Los dominios de Juan se limitaban a Constantinopla y a una parte del Peloponeso. Tesalónica, que había sido vendida a los venecianos, fue tomada por los turcos en 1430. Es cierto que los bizantinos pudieron ampliar sus posesiones en el Peloponeso, pero fue a expensas de los harapientos barones latinos que tenían en su poder trozos de territorio desde 1204.

Al igual que su padre, Juan se fue a Occidente, pidiendo servilmente ayuda. Asistió a un concilio eclesiástico en Florencia, en Italia, en 1439 y reconoció la supremacía del papa Eugenio IV. La misma comedia se volvía a repetir de nuevo. El emperador se sometió, pero su pueblo no. En realidad, cada vez que un emperador bizantino se sometía al papa, el pueblo bizantino se enfurecía tanto con Occidente que lo temía más que a los turcos, lo cual facilitó las cosas a estos últimos.

Por supuesto, los occidentales hicieron otro intento. Un general húngaro, Juan Hunyadi había conseguido algunas victorias frente a los turcos y ahora dirigió un ejército hacia el este para luchar contra sus fuerzas principales. Llegó más lejos que Segismundo, medio siglo antes. Llegó a la costa del mar Negro, y allí, en Varna, se produjo una batalla que los turcos vencieron una vez más de forma aplastante.

La última oportunidad

En 1448 murió Juan y le sucedió en el trono su hermano más joven con el nombre de Constantino XI. Constantino había organizado la expansión del poder bizantino (si se puede emplear esta palabra) en el Peloponeso, y después le tocó la tarea de hacer algo con Constantinopla.

Pronto tuvo frente a sí a un nuevo sultán otomano, Mohammed II, que subió al trono en 1451, y cuyo objetivo era capturar Constantinopla. Mohammed hizo las paces con todo el mundo, mostrándose dispuesto a pagar cualquier precio para concentrar todas sus fuerzas contra la ciudad.

Constantino XI, en una situación desesperada, intentó una vez más en 1452 reconocer la supremacía papal; pero incluso al borde del abismo, su pueblo demostró que no estaba dispuesto a seguirle. Un alto funcionario bizantino expresó este sentimiento con la famosa frase: «Mejor el turbante del turco que la tiara del papa». No era simplemente locura. Con los turcos, los bizantinos serían libres para practicar su propia versión del cristianismo; con el papa no.

Así que el 3 de abril de 1453 comenzó el sitio de Constantinopla. La arruinada ciudad ya no contaba con un millón de habitantes. Amontonada dentro de sus desmoronadas murallas, había una población de 30.000 personas, y no más; de éstas, sólo se podía contar con 5.000 para la defensa. Había 3.000 aliados occidentales más, los más eficaces de los cuales eran los genoveses, dirigidos por Giovanni Giustiniana. Por extraño que parezca, su nombre era la versión italiana de Justiniano, una especie de triste recordatorio del gran emperador que había gobernado el imperio en su apogeo, nueve siglos antes. Contra los defensores, los turcos llevaron una fuerza de 80.000 a 100.000 hombres.

Aun con esta desigualdad de efectivos, el pueblo de Constantinopla todavía podía contar con sus maravillosas murallas, que habían resistido todos los intentos de ruptura por la fuerza (pero no por la traición, y en convivencia con quintas columnas situadas dentro de la ciudad) a lo largo de once siglos. Pero había aparecido algo nuevo en el mundo, y los días de los muros inexpugnables ya habían pasado.

Doscientos años antes, había llegado al Occidente desde China, traído tal vez por los mongoles. Se había perfeccionado ya una técnica mediante la cual se empleaba la explosión de la pólvora para hacer salir gigantescos proyectiles de largos tubos metálicos a gran velocidad. Mohammed disponía del mejor cañón de este tipo que Europa había visto nunca. Comenzó a bombardear las murallas, utilizando balas de piedra que pesaban 1200 libras. Ante ellas hasta los muros más fuertes se agrietarían, desconcharían y derrumbarían.

Los defensores lucharon a la desesperada, con un valor digno de los mejores días del imperio. Luchaban durante el día y se reponían por la noche. El 18 de abril, rechazaron un asalto frontal de los turcos. Luego, el 22 de abril, el obstinado Mohammed hizo que arrastrasen sus naves a través de una estrecha lengua de tierra situada entre el mar y el Cuerno Dorado, y cuando los habitantes de Constantinopla se despertaron, descubrieron que estaban siendo bombardeados por los dos lados y que se encontraban aislados de cualquier posible salvación o abastecimiento por mar. Pero no se rindieron: esperaban un milagro que salvaría a su ciudad, tal como había ocurrido, una y otra vez en el pasado.

El bombardeo continuó, y el 29 de mayo Giustiniana fue herido en la mano. Aterrorizado, se retiró de la batalla, y sus genoveses con él, pese a las fervorosas súplicas de Constantino. El 29 de mayo de 1453, Mohammed ordenó un último asalto. Cayeron las murallas, y los turcos entraron en tropel. Constantino XI se despojó de su insignia imperial, tomó las armas y se metió entre la masa de combatientes más próxima. Cayó y nunca se encontró su cadáver.

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