Alrededor del 1100, Suidas recopiló una gigantesca enciclopedia que contenía las biografías de escritores griegos y bizantinos, muchas citas de obras literarias antiguas e inmensas cantidades de otros materiales (de valor desigual). Teodoro Prodomus escribió mucho, tanto en prosa como poesía.
La figura literaria más insólita del período, no obstante, fue Anna Comnena, hija mayor de Alejo I. Adoraba a su padre y aspiraba a ser emperatriz. Para que esto pudiera suceder, esperaba que su padre excluyera a su hermano Juan (cinco años menor que ella) del trono y se lo concediera al marido de Anna, Nicéforo Bryennius, hábil soldado y hombre honorable.
Sin embargo, Alejo resistió a todas las presiones y dispuso que su hijo le sucediera con el nombre de Juan II. Después del ascenso de Juan, Ana siguió intrigando contra él, pero Bryennius se negó a seguir a su mujer en esto. Su mujer le acusó de cobardía, pero su motivo fue, al parecer, esa virtud extremadamente rara que se llama honor. Bryennius continuó siendo fiel a Juan, le acompañó en sus campañas y escribió una historia de la familia Comnena.
Anna Comnena, disgustada, se retiró a un convento y dedicó su tiempo a escribir el
Alexiad
en griego ático, el idioma clásico de los antiguos. Fue una continuación del libro de su marido y una biografía de su padre. Está muy bien construido y presenta a los cruzados desde el punto de vista oriental, lo que representa un sano contrapeso a los habituales prejuicios occidentales. Ciertamente, esta princesa imperial fue una de las historiadoras más importantes que la civilización haya producido jamás.
Bajo la dinastía Comnena, Constantinopla alcanzó la cima de su fama, en parte porque muchos occidentales la vieron y escribieron sobre ella. Más que nunca, fue la ciudad imperial del mundo, un modelo frente al cual las demás ciudades palidecían hasta reducirse a la insignificancia. Tampoco tenía sólo magnificencia. Juan II donó un hospital de cincuenta camas dividido en cinco pabellones. Había salas separadas para las mujeres y para la cirugía. El hospital empleaba a diez médicos, una médico y varios ayudantes. No había nada semejante en el Occidente. Menos asombroso, la mujer de Juan, la piadosa Irene de Hungría, donó un gran monasterio, y finalmente fue canonizada.
Juan era tan capaz como su padre y continuó fielmente su política. Se esforzó mucho por conservar la paz y la amistad, hasta donde pudo, con Occidente. Reconocía el poder excesivo de los venecianos en la capital pero era consciente de que sería impolítico intentar echarles. En lugar de ello se negó simplemente a darles más poder y atrajo a comerciantes de las ciudades italianas rivales como, Génova y Pisa, para que fueran una especie de contrapeso. Se podía contar con que los genoveses y los pisanos eran anti-venecianos, y el emperador no se vería envuelto en sus disputas.
El resultado de la prudencia de Juan fue que su cuarto de siglo de reinado resultó comparativamente pacífico para el imperio, un intervalo muy necesario. Por supuesto, la paz no fue total. Juan aumentó las conquistas de su padre en Asia Menor, y en 1122 empleó el tiempo necesario para derrotar a los pechenegos por última vez, después de lo cual desaparecieron por entero de la historia.
El gran objetivo de su vida fue la reconquista de Antioquia, que estaba todavía en poder de los cruzados. A lo largo de repetidas campañas en el sur de Asia Menor, se fue haciendo cada vez más fuerte, hasta que por fin en 1142 llevó a su ejército a la misma Antioquia. Parecía que a los cruzados de la ciudad no les quedaría más remedio que rendirse. Pero en este momento intervino algo fortuito. Mientras continuaba el sitio, Juan se fue a cazar. Mató a un jabalí, pero a la vez se hirió accidentalmente con una de sus propias flechas. La herida no era seria, pero se infectó, y Juan murió de aquella infección el 8 de abril de 1143.
Le sucedió su hijo Manuel I, de veinte años. Era el tercer emperador capaz seguido de la dinastía Comnena. De hecho, en algunas cosas representó la cumbre de la fama del imperio, si no de su poder. Supuso un nuevo paso en el cambio de actitudes. Su abuelo, Alejo, buscó la ayuda de Occidente pero no se fió por completó de los occidentales. Su padre, Juan, deseó la amistad de Occidente. Manuel admiraba sumamente a los occidentales; tanto, que quería ser uno de ellos.
Se imaginaba un caballero al estilo occidental, luchaba en los torneos, y fue, desde luego, elogiado y admirado por los occidentales. Sus dos mujeres eran princesas occidentales, no creyó hacer ningún mal concediendo a los comerciantes occidentales privilegios aún mayores en el imperio, y nombró a occidentales para cargos políticos importantes. Hasta se sintió tentado por la idea de reunir las dos mitades de la Iglesia bajo las condiciones de los occidentales.
El resultado fue que se hizo bastante impopular entre sus propios súbditos, que tenían que pagar fuertes contribuciones para subvencionar la magnificencia de su emperador. Para colmo, no compartían en absoluto la fascinación de su gobernante por las cosas occidentales, se sentían humillados por el poder y la arrogancia de los occidentales y odiaban y temían a los sacerdotes occidentales.
En realidad, las relaciones de Manuel con el Occidente no fueron siempre una balsa de aceite. Todavía seguía en pie el problema de los cruzados. En Tierra Santa, los turcos estaban contraatacando y consiguiendo victorias, y parecía aconsejable pedir nuevos refuerzos a occidente. Se predicó una Segunda Cruzada, y esta vez los contingentes occidentales llegaron en 1147 bajo la jefatura de reyes: de Luis VII de Francia y de Conrado III de Alemania, que se llamaba a sí mismo Emperador Romano.
A pesar de todo el cariño que sentía por Occidente, a Manuel no le agradaron estos contingentes. No reconoció el título imperial de Conrado III, a quien se dirigía como «Rey de los alemanes», y ni Conrado ni Luis podían presentarse ante Manuel sin unas ceremonias humillantes. Naturalmente, esta situación no aumentó el cariño occidental por el «Rey de los griegos».
Manuel puso todo su empeño en evitar que los cruzados chocaran con sus súbditos, y apresuró su paso hacia Asia Menor. Bajo la inepta dirección de los reyes occidentales, la nueva Cruzada fue un desastre. Manuel no hizo nada para ayudarles, y los cruzados se vieron obligados a marcharse sin haber logrado ningún triunfo.
Tal vez esta triste demostración de ineptitud animó a Manuel a intentar una ofensiva occidental por su propia cuenta. Los normandos en Italia seguían con su lucha inalterada, que duraba ya un siglo, con el imperio, y Manuel pensó en atacarles con la ayuda de la flota veneciana. En 1151, desembarcó un ejército bizantino en la costa italiana, pero ya en 1154 este intento de desplazarse hacia el oeste había abortado. Pero con su acción, Manuel había alentado a los italianos a rebelarse contra el sucesor de Conrado, Federico I, un joven y vigoroso monarca que recibió el sobrenombre de Barbarroja.
Tanto la política interior como la exterior de Manuel se llevaron a cabo con la ilusión de que el Imperio Bizantino era una gran potencia. Por supuesto, si se mira el mapa del imperio durante el reinado de Manuel, puede pensarse que la batalla de Manzikert sólo fue un episodio, que el imperio de Basilio II estaba casi intacto, y que Constantinopla estaba todavía en su apogeo. Lo único que se había perdido desde Basilio II era el sur de Italia, Armenia y unas zonas del interior de Asia Menor. Además, el imperio dominaba pequeños territorios en el noroeste y el sureste que no había poseído Basilio. Y lo que se había perdido, Manuel intentó recuperarlo.
Desgraciadamente, las apariencias engañan. La extensión de territorio podía ser casi la misma, pero se habían producido muchos cambios. La fuerza económica del imperio bajo Basilio II se había perdido casi por completo. La capital estaba repleta con 10.000 venecianos, además de cantidades menores de genoveses y pisanos, que consumían los beneficios del comercio y humillaban a la población nativa. Los reinos de los cruzados de Siria y Tierra Santa, aunque débiles militarmente, formaban un camino alternativo para el comercio entre Oriente y Occidente utilizado por la flota italiana, dejando de lado Constantinopla. El intento de Manuel de desempeñar el papel de gran potencia sobre una base económica en decadencia sólo sirvió para debilitar aún más al imperio.
Finalmente, estaba el Occidente que cada década se hacía más poderoso y confiado a medida que el Imperio Bizantino, pese a su arrogante apariencia de magnificencia, se volvía más débil. Occidente era ya más fuerte que Oriente; solo que, cegados por el espectáculo, los occidentales no se dieron cuenta de ello. Sin embargo, no se podía ocultar la verdad por mucho más tiempo.
Seducido él mismo por las apariencias, Manuel no se preocupó por los peligros que le acuciaban. Estaba seguro de que podía resolverlos todos. En 1176, decidió marchar hacia el este contra los turcos. Los turcos ofrecieron la paz, y los generales de rango superior se la aconsejaron; pero Manuel quiso la guerra.
Llevó a su ejército a la frontera, y lo dirigió a través de un estrecho valle cerca de un lugar fortificado llamado Myriocéfalos. No se dio cuenta de que todas las alturas a lo largo de ambos lados del valle estaban ocupadas por los turcos. Los turcos siguieron esperando hasta que el ejército bizantino estuvo incautamente diseminado a lo largo de diez millas de valle estrecho y luego atacaron. En un día de batalla, las fuerzas imperiales fueron exterminadas Manuel escapó, pero se cuenta que jamás volvió a sonreír.
La derrota confirmó lo ocurrido en la batalla de Manzikert casi exactamente un siglo antes. La ofensiva contra los turcos, que únicamente había sido posible con la Primera Cruzada, se dio por concluida. Se había perdido la iniciativa conseguida por Alejo. Ni siquiera con ayuda occidental era posible derrotar a los turcos, y resultaba evidente que iban a quedarse permanentemente en Asia Menor.
Manuel murió en 1180, después de un reinado, como el de su abuelo, de treinta y siete años. Los tres emperadores de la dinastía comnena, Alejo, Juan y Manuel, habían gobernado durante noventa y nueve años. Fue el último período en que el imperio demostró vigor: el final de la gloria.
El heredero de Manuel era un niño de once años que reinó con el nombre de Alejo II. Era hijo de la segunda de las mujeres occidentales de Manuel, María de Antioquía. El niño era demasiado joven para gobernar, y su madre hizo de regente. Así, el imperio cayó todavía más bajo el dominio occidental. Mientras Manuel había sido simplemente un admirador de las cosas occidentales, el nuevo emperador era medio occidental y estaba bajo la influencia de una madre totalmente occidental.
De forma imprudente, la madre se permitió depender por completo de elementos occidentales residentes en Constantinopla, y hacia 1182 la población griega estaba a punto de estallar. Había otro miembro de la casa real, Andrónico Comneno, que esperaba su oportunidad. Era primo de Manuel I e hijo de un hermano más joven de Juan II. Era guapo, fuerte, inteligente, encantador y sin escrúpulo alguno. Se había pasado la vida consiguiendo unas veces audaces victorias, y sufriendo otras derrotas por su descuido. Corría tras las mujeres con éxitos llamativos, y conspiró contra Manuel sin tener ninguno. Pasó un tiempo considerable en prisión, y mucho tiempo en el exilio errando por todo el Oriente, desde la Caucasia hasta Tierra Santa.
Durante los últimos años de vida de Manuel, volvió a casa. Parecía hastiado de su vida turbulenta, dispuesto a echar raíces y se humilló contrito ante el emperador. Fue nombrado gobernador de Ponto, una región de la zona costera del noroeste de Asia Menor, que estaba todo lo lejos de Constantinopla que Manuel consideró conveniente. Cuando Manuel murió, Andrónico tenía unos setenta años, pero no era tan viejo como para no seguir con atención los acontecimientos. Cuando pensó que el populacho de Constantinopla habla sido empujado demasiado lejos y estaba a punto de estallar, reunió un ejército y comenzó a marchar hacia el oeste.
Los hombres se reunieron bajo su estandarte con entusiasmo, encantados con un príncipe Comneno que era totalmente griego, y las noticias de su avance fueron la señal para Constantinopla. El pueblo enloqueció en una orgía de destrucción, matando a todos los occidentales que pudo encontrar, y destrozando sus casas, sus iglesias, sus almacenes y todo lo que se le puso por delante.
Andrónico fue recibido triunfalmente en la capital y nombrado emperador asociado en 1183. El joven Alejo se vio obligado a firmar la condena a muerte de su madre, y poco después él mismo fue liquidado. Andrónico gobernó solo como Andrónico I, y para fortalecer la legitimidad de su reinado, se casó con la joven mujer de Alejo.
Ya emperador, Andrónico intentó cambiar la orientación pro-occidental que caracterizaba cada vez más la política gubernamental en las últimas décadas. Intentó también mejorar la acción del gobierno aplicando rígidas normas de honestidad, y, sobre todo, limitando el poder de la nobleza feudal. Sentía (con alguna justificación) que estaba llegando la hora del imperio y que la reforma, si se hacía, tenía que hacerse enseguida. No tenía tiempo para condescendencias, y por ello intentó llevar todo a cabo mediante la fuerza.
Como era natural, la nobleza se volvió en contra suya, y el odio a Andrónico se hizo cada vez más intenso. Andrónico tal vez podría haberse salvado si hubiera cultivado el amor del pueblo como un contrapeso; pero, en su duro intento de rejuvenecer el Estado, suspendió las carreras de caballos en el hipódromo como un lujo impropio de los tiempos. Indudablemente tenía razón, pero al adoptar esta medida se enajenó por completo al pueblo de la capital.
Pese a todo esto, se podría haber salvado si no se hubieran producido complicaciones externas; pero se produjeron. Los enemigos de siempre, los normandos, amenazaban de nuevo. El reino normando del sur de Italia y Sicilia estaba ya bajo el gobierno de Guillermo II, y había alcanzado el apogeo de la eficacia y de la prosperidad. El sur de Italia no había estado nunca en una posición tan favorable desde los momentos culminantes del poder romano, y aquello jamás volvería a repetirse. Guillermo II era muy consciente de las campañas de sus antepasados contra el imperio, y las noticias de la matanza de occidentales en Constantinopla le daban la causa virtuosa que necesitaba para iniciar de nuevo la vieja guerra.
Durante algún tiempo pareció como si los días de Guiscardo hubieran vuelto. Los normandos desembarcaron en la costa albanesa en 1185, tomaron Durazzo, partieron hacia el interior hasta Tesalónica, en el mar Egeo, que tomaron también, y en represalia por la matanza anterior, mataron a 7.000 de sus habitantes griegos.