Ningún efluvio divino parecía rodear a Heraclio. El imperio era presa del caos y su decadencia continuó sin detenerse. El acceso al trono de Heraclio no actuó como la varita mágica para dar marcha atrás a los acontecimientos.
Cosroes II, que había invadido el imperio claramente sólo para vengarse de la muerte de Mauricio, tenía que haberse sentido satisfecho. Después de todo, Mauricio había sido vengado y Focas, su asesino, muerto con mayor crueldad aún. Sin embargo, pocas personas son consecuentes, y Cosroes 11 ya había ido demasiado lejos como para detenerse. Había conseguido el nombre de Khosrau Parvez («Cosroes el victorioso») entre sus cortesanos, y estaba demasiado satisfecho con este nombre para abandonarlo. Además, la victoria tiene su inercia y, con sus ejércitos avanzando hacia el oeste tan magníficamente, ¿cómo iba él a pedirles que se parasen?
Incluso durante los primeros años del reinado de Heraclio, las victorias de Cosroes continuaban una tras otra. En el 613 sus ejércitos tomaron Damasco, y en el 614 la misma Jerusalén. Y para colmo, fue robada la Vera Cruz.
Era la cruz en la que, supuestamente, se había crucificado a Jesucristo. Según la leyenda, fue desenterrada en el 326 por unos cavadores que trabajaban bajo la dirección de Elena, la madre del emperador Constantino I, y se la identificó por los milagros que se podían hacer con ella. Después, los soldados persas, tratándola sin respeto, como si fuera un objeto ordinario de madera, la llevaron a Ctesifon, la capital persa.
Antes del 615, la conquista de Asia Menor era un hecho y las fuerzas persas estaban en Calcedonia sobre el Bósforo, contemplando al otro lado las torrecillas de Constantinopla. El Imperio Bizantino fue expulsado por completo de Asia, y las antiguas provincias cristianas estaban en manos de los incrédulos adoradores del fuego de Persia.
Durante aquellos primeros años de derrotas, Heraclio se había esforzado desesperadamente por reorganizar y fortalecer los asuntos interiores. Intentó reformar las finanzas, ajustar los procedimientos administrativos y reforzar al ejército. Una de las medidas que tomó fue más bien vil. Prisco, el general que había ayudado a Heraclio a conseguir el trono y que estaba en las primeras líneas con su ejército, fue persuadido para que fuera a Constantinopla y allí le obligaron a hacerse monje. Se puede sostener que cuando hay una situación de urgencia, sólo se puede permitir una cabeza del ejército y, de haber dejado a Prisco suelto, podría haber provocado una guerra civil. No obstante, no fue un acto muy decoroso.
La innovación de mayor alcance de Heraclio fue comenzar la reestructuración del imperio en subdivisiones, en su mayoría orientadas militarmente a partir del precedente establecido por el exarcado de Rávena. Esto significaba hacer al imperio militarmente eficaz.
Se llamó a las subdivisiones
temas
(del término griego aplicado a una división de tropas), de forma que el mismo nombre respiraba militarismo. Cada
tema
estaba bajo el control de un gobernador militar con funciones civiles subordinadas. Se dieron granjas a los soldados en forma de concesiones hereditarias. Se garantizaba la tierra para la familia con tal de que cada generación fuera educada para servir en el ejército. El intento tenía como fin crear una población de sólidos campesinos-soldados, y en cierta medida prosperó. En especial, Asia Menor sirvió como reserva de excelentes militares durante cuatro siglos.
En todos sus esfuerzos, Heraclio recibió la ayuda de uno de los hombres más notables que jamás poseyera el título de patriarca de Constantinopla. Fue Sergio, que llegó a patriarca en el 610, el mismo año en que Heraclio fue proclamado emperador. Los dos trabajaron juntos tan de cerca como lo habían hecho Justiniano y Teodora y, desde luego, la ayuda de Sergio fue esencial. Sergio puso a disposición de Heraclio las riquezas de la Iglesia, y hubiera sido casi imposible que el emperador llevara a cabo su programa de reorganización sin este dinero para financiarlo.
Sergio fue la salvación del imperio en un momento crucial de una forma menos concreta. En el 618, los ocho años de esfuerzos heroicos y agotadores por parte del emperador no parecían notarse mucho. Los persas todavía estaban en el Bósforo, a la vista de las torrecillas de Constantinopla, y comenzaban a entrar en Egipto encontrándose con una resistencia muy débil por parte de su población monofisita. Del oeste llegaron noticias de que las últimas fortalezas imperiales en España habían caído en manos de los visigodos, y del norte llegó la noticia de que los ávaros estaban de nuevo invadiendo los Balcanes.
En un momento de desesperación, Heraclio hizo lo que había planeado antaño Justiniano. Propuso abandonar Constantinopla y retirarse a Cartago. Allí tal vez tuvieran la fortuna de rescatar una provincia del hundimiento universal. Fue en aquel momento cuando Sergio mantuvo una tranquila firmeza y asumió el papel de Teodora. Con una serena confianza en la victoria final, devolvió la determinación a Heraclio y le mandó de nuevo a su trabajo. Sin embargo, hubo muchos más años de angustia. En el 619, las fuerzas persas habían tomado todo Egipto y parecía que iban a lanzarse también sobre Cartago.
Pero en Egipto los persas se detuvieron. Los católicos de Cartago no habrían cedido con la misma pasividad que los monofisitas de Siria y Egipto, y Cosroes se dio cuenta de que llegar hasta Cartago significaría alargar demasiado las líneas de comunicación. (En realidad, eran ya demasiado débiles.) Para atacar a las provincias europeas del imperio, era necesario tener una flota, de la que carecía Cosroes. Por estas razones, aunque había conquistado la mayor parte del Imperio Bizantino, Cosroes estaba momentáneamente paralizado. Tuvo que mantenerse a la expectativa, esperando que Heraclio pidiera o aceptara una paz en malas condiciones.
Pero Heraclio estaba preparado por fin para un contraataque. Dio dinero a los ávaros porque necesitaba tiempo a cualquier precio, y en el 622 se lanzó de cabeza en Asia Menor.
Este es uno de loe muchos casos en los que la historia demuestra la utilidad de una flota. Sin naves, Heraclio no podía haber hecho más de lo que hacía Cosroes. Sólo podía sentarse a orillas del Bósforo y mirar fijamente al enemigo al otro lado. Con una flota, no obstante, trasladó su ejército dando la vuelta al flanco del enemigo y lejos de la retaguardia.
Las naves imperiales transportaron el ejército a Issus, en el extremo noroeste del Mediterráneo, en el ángulo agudo donde se encuentra Asia Menor con Siria.
Con gran rapidez, las fuerzas persas acudieron para enfrentarse con Heraclio, pero las fuerzas cuidadosamente entrenadas del emperador lucharon y maniobraron bien. Heraclio consiguió golpear al enemigo desde la primera línea y desde la retaguardia, y obtuvo una magnifica victoria en enero del 623.
Por desgracia, los detalles de lo que vino después son poco claros. No hubo ningún historiador que recogiera las hazañas de Heraclio como Procopio lo había hecho con Belisario. Parece que después de la victoria en Issus hubo una marcha hacia el norte para entrar en Armenia. Loa persas, que temían ver completamente aislado a su ejército en Asia Menor, tuvieron que retirarse. Durante los tres años siguientes, Heraclio dirigió tres campañas en Armenia, en las cuales restauró el prestigio imperial y casi derrotó a Persia. Los persas evitaron que Heraclio les empujara desde el sur por Armenia hacia la zonas centrales de Persia, y en este aspecto se llegó a un punto muerto.
Hacia el 626, Cosroes el Ya-No-Victorioso estaba bastante desesperado. Intentó a su vez atacar tras las líneas enemigas. Pero no lo pudo hacer eficazmente con su ejército porque le faltaba una flota. No obstante, pudo hacerlo de otro modo. Podía hacer un llamamiento a los ávaros y éstos estarían encantados (para sus propios fines) en cooperar.
En julio del 626, unos 80.000 ávaros y eslavos llegaron hasta las murallas de Constantinopla y comenzaron el asalto a la ciudad. Almismo tiempo los ejércitos persas, para esquivar a Heraclio, marcharon hacia el oeste y esperaron en Calcedonia la caída de la ciudad imperial o que Heraclio se apresurara a acudir a salvarla, abandonando así su incómoda posición a lo largo de las vías de abastecimiento, o las dos cosas.
Por desgracia para los persas no se produjo ninguna de las dos. Heraclio permaneció en el extremo oriental del mar Negro, empeñado en llevar a cabo sus proyectos estratégicos y muy dispuesto a abandonar Constantinopla a su destino. Tenía confianza en sus murallas y en Sergio. Y podía tenerla. Dentro de la ciudad, el patriarca Sergio organizó la defensa con tranquila firmeza. Las murallas eran fuertes; las naves trajeron los abastecimientos necesarios. Los ávaros por fin conscientes de que fracasaban y seguirían fracasando, empezaron una lenta y sombría retirada.
Fueron los persas los que perdieron los estribos. Las tropas de Calcedonia, al oír el alborozo en la ciudad al otro lado de los estrechos cuando se retiraron los ávaros y sabiendo que Heraclio estaba todavía en la retaguardia, tiraron sencillamente la toalla. Se rindieron.
En todas partes, las fuerzas persas perdieron la esperanza y sólo pedían una oportunidad para volver a casa. Las fuerzas imperiales volvieron a tomar Egipto y Siria a los desfallecientes ejércitos persas, pero Heraclio no se contentó con recuperar lo que había perdido. Era necesario dar una dura lección a los persas de una vez por todas. Heraclio consiguió la alianza y la ayuda de los nómadas kazaros, que entonces ocupaban las llanuras al norte del mar Negro, consciente de que de esta manera podía contar con que inmovilizarían a los fastidiosos ávaros al norte del Danubio. Con el flanco del Danubio libre, Heraclio podía penetrar aún más dentro de Persia.
Invadió Mesopotamia, y penetró en el mismísimo corazón del Imperio Persa para llegar a zonas que ningún ejército imperial había visto desde hacía, gres siglos. Cerca de las ruinas de una ciudad llamada Nínive, que había sido la capital del Antiguo Imperio Asirio doce siglos antes, se libró la batalla final. En diciembre del 627, los soldados que hablaban griego se encontraron con los soldados de habla persa para mantener una batalla más de la serie que había comenzado con la batalla de Maratón, once siglos antes.
Fue una lucha desesperada que se prolongó a lo largo de las horas de luz. Terminó con una aplastante victoria para Heraclio, que la continuó con una hábil e implacable persecución hasta casi la capital persa (nunca más un ejército imperial llegaría tan lejos de su punto de partida).
Durante dieciséis años, Cosroes II había luchado contra el Imperio Bizantino. En los primeros ocho años lo había conseguido casi todo, y en los ocho últimos perdió casi todo. Fue una asombrosa demostración de esas vertiginosas ascensiones seguidas por caídas catastróficas que se han repetido varias veces desde entonces; la más reciente es la de Adolfo Hitler.
Cosroes no había abandonado del todo, pero sus súbditos sí. La única manera de conseguir la paz era con la muerte de Cosroes, y esto les venía muy bien. Los señores persas mataron a Cosroes II y a la mayoría de sus hijos en el 628 (un triste fin para el Victorioso) y, bajo el estandarte del hijo que quedaba, hicieron la paz con el imperio.
De acuerdo con las condiciones de paz, todo territorio perdido fue devuelto a los bizantinos. Como también lo fue la Vera Cruz. En el 629, en una celebración emotiva y solemne Heraclio llevó en persona la Vera Cruz en procesión a través de Jerusalén. Fue restaurada en su lugar después de haber estado quince años en las manos profanas de los infieles.
En el 630, exactamente tres siglos después de la fundación de Constantinopla, el imperio se mantenía en pie. Habían pasado ciento cincuenta años desde la caída del Imperio Romano, pero lo que había sido la mitad oriental de aquel imperio todavía seguía intacto bajo un poder ininterrumpido desde los días de Augusto.
Todas las provincias de lo que antaño formó el Imperio Romano de Oriente seguían sometidas al sólido dominio de Constantinopla, bajo Heraclio en el 630, lo mismo que bajo Constantino I en el 330. Ciertamente, los Balcanes estaban infestados de ávaros y eslavos, pero pese a que ambos pueblos podían molestar, su poder político era insignificante.
Además, había zonas de lo que una vez había sido el Imperio Romano de Occidente que Constantinopla gobernaba todavía. Muchas de las conquistas hechas por Justiniano aún se conservaban. África del Norte continuaba formando parte del imperio. Todas las islas del Mediterráneo eran bizantinas. Una buena porción de la propia Italia seguía bajo el control de Constantinopla. El imperio que había «caído» un siglo y medio antes era todavía una entidad poderosa, abarcaba aún un sector del Mediterráneo casi tan grande como antes, y era sin comparación la unidad militar más fuerte en Europa.
El porvenir se presentaba más optimista de lo que nunca había estado durante siglos. Los guerreros germánicos del Occidente, los visigodos, los francos y los lombardos poseían máquinas de guerra ineficaces que sólo podían mordisquear las lejanas periferias del imperio. Los visigodos podían adquirir unas cuantas ciudades aisladas de la costa en España; los lombardos hostilizar al exarcado de Rávena. Y en cuanto a los francos, no podían hacer otra cosa, al parecer, que luchar los unos contra los otros.
Esto significaba que Persia era la única potencia civilizada que había luchado contra el imperio en términos de igualdad, y estaba arruinada. Su derrota fue verdaderamente catastrófica. Después de la muerte de Cosroes II, el trono persa, cada vez más endeble, disputado por un pretendiente tras otro y con el país hundido en el caos, parecía totalmente incapaz de constituir una amenaza durante muchos años.
Sin lugar a dudas, la larga guerra con Persia había debilitado también al imperio. Tanto militar como financieramente, estaba agotado (mucho más de lo que parecía). Si un nuevo enemigo, tan poderoso como los persas, que apareciera de repente y amenazara al imperio, los extenuados bizantinos sólo podrían reunir poca voluntad o fuerza para hacerle frente. ¿Pero quién iba a preocuparse por esta posibilidad en el año 630, puesto que en aquellos tiempos no parecía existir en el mundo una potencia con capacidad de igualar siquiera al debilitado imperio?
Pero curiosamente se estaba formando un poder así, y en un lugar totalmente ignorado. En la gigantesca y seca península de Arabia, que a lo largo de los milenios de la historia civilizada sólo había ejercido un influencia marginal, apareció un profeta. Era Mahoma, los fragmentos de la teología judaica y cristiana, junto con sus propias imaginativas adiciones, creó la religión del Islam («rendirse», es decir a Dios). Sus propias enseñanzas, recogidas en el Corán, servían como libro santo.