El imperio cambió también en otras cosas, no menos significativas por ser menos importantes. En los tiempos de Justiniano, desapareció la majestuosa toga que se asocia inalterablemente con la aristocracia romana. En su lugar, apareció una larga capa con brocados de un estilo que los romanos de los días florecientes del imperio hubieran considerado bárbaro. Justiniano preparaba con esmero su imagen como un emperador plenamente ortodoxo, puesto que proyectaba la última estrategia occidental. Pensaba hacer la guerra y presentarse a las gentes del occidente como el libertador católico. Los tiempos se presentaban maduros, ya que no había grandes hombres en el mundo occidental. Los Teodoricos, Clodoveos, Gensericos y Alaricos habían muerto todos, sustituidos por hombres mucho menos competentes. Para adaptarse a los tiempos, Justiniano necesitaba dos cosas: un general, y la paz en el Este para poder concentrarse en el Oeste.
En el Oriente había persas, y desafortunadamente Justiniano había heredado una guerra contra ellos. No podía haber sido de otra forma. Durante casi 600 años Roma había lucharlo con sus vecinos orientales (igual daba si se llamaban partos o persas) por una línea fronteriza que casi no había cambiado en todo aquel tiempo. Es muy difícil encontrar otro caso en la historia en que una guerra continuara con tanto ahínco en una frontera particular y se consiguiera tan poco.
Habitualmente, los persas vencían en las batallas campales, ya que en general superaban en número a los bizantinos, quienes tenían como primer objetivo evitar las batallas. La estrategia bizantina era construir sólidas fortificaciones que grupos pequeños y resueltos pudieran defender contra fuerzas mucho más numerosas. Contra estas fortificaciones embestían en vano los persas y, al final a pesar de sus victorias en el campo, tenían que acceder una vez más a una paz que nada resolvía. Un joven llamado Belisario acabó con esta situación. Había nacido en Tracia, al norte de los Balcanes, y posiblemente era de ascendencia eslava. Por lo menos, su nombre puede ser eslavo y significa el «príncipe blanco», o el «amanecer blanc». Tenía poco más de veinte años cuando empezó a llamar la atención durante la guerra persa, al dirigir ataques por sorpresa acompañado de sus hombres muy en el interior de Armenia. En el 530, cuando sólo tenia veinticinco años, consiguió una victoria asombrosa en Dara, en el norte de Mesopotamia (a unas 700 millas al sureste de Constantinopla), contra un ejército persa que estaba acostumbrado a ganar en campo abierto. El ejército persa contaba con más hombres que el de Belisario. Justiniano decidió que éste era su general. En el 532 firmó la paz con los persas, y trajo a Belisario a Constantinopla.
Justiniano encontró inmediatamente un buen empleo a Belisario pero no exactamente el que hubiera esperado. Las facciones de Azules y Verdes seguían su turbulenta oposición, y cada vez eran más frecuentes las luchas callejeras. Desde luego, bajo las banderas de los Azules y los Verdes, delincuentes comunes se dedicaban al saqueo y al vandalismo indiscriminadamente y con impunidad. En general la facción de los Azules era la ganadora. Era la que defendía el catolicismo y, por lo tanto, Justiniano se puso de su parte.
Los Verdes se irritaron por ello, y cada año se volvían más rebeldes. Tampoco faltaban intrigantes entre los hombres importantes del imperio que se sentían muy felices de aprovecharse de los Verdes y de su resentimiento para sus propios fines. Por ejemplo, dos sobrinos del antiguo emperador Anastasio suministraban subrepticiamente a los Verdes armas y dinero. Por supuesto, según modelos más modernos, tenían más derecho al trono que Justiniano; pero no debemos olvidar que el cargo de emperador era, en teoría, electivo y no hereditario.
La tempestad estalló en enero del 532, durante un gran festival en el hipódromo. Mientras se sucedían estruendosamente una carrera de carros tras otra a lo largo de la pista, los Verdes se volvían cada vez más bulliciosos, gritando y chillando sus quejas al emperador que permanecía sentado en un silencio severo.
Al comenzar la vigesimosegunda carrera, Justiniano ya no aguantó más. Hizo que un pregonero ordenara a los Verdes que se callasen, y cuando no lo hicieron mandó que les insultara. Durante un rato se desarrolló un curioso diálogo entre el emperador y los Verdes, que destruyó la dignidad imperial y provocó en los Verdes un frenesí sanguinario.
Los Verdes salieron a las calles. Había estallado la guerra civil: lo que siguió fue una frenética orgía de destrucción, y la mitad de Constantinopla desapareció en llamas. Los alborotadores gritaban:
Nika! Nika!
(«¡victoria!»), y debido a ese llamamiento se conoce desde entonces este incidente como la «Insurrección Nika».
Totalmente alarmado, Justiniano intentó apaciguar a los alborotadores con concesiones, pero ya los extremistas controlaban la situación. Sus ofertas, que habrían sido aceptadas con agradecimiento el día anterior, fueron recibidas con ominosa desconfianza.
Justiniano se retiró a su palacio, que era casi una fortaleza, y reflexionó sobre lo que tenía que hacer. Los días pasaban, la ciudad (o lo que quedaba de ella) estaba envuelta en humo y llamas en manos de los alborotadores, e incluso la plebe coronó emperador a uno de los sobrinos de Anastasio.
Sólo parecía existir una salida. Los terrenos del palacio lindaban con el Bósforo. Había naves esperando. En la reunión del consejo donde estaban presentes Teodora y el joven Belisario, Justiniano se dio totalmente por vencido. Propuso reunir todos los tesoros que se pudieran recoger en las naves que esperaban y retirarse a algún lugar seguro, lejos de Constantinopla. Posiblemente ya se presentaría una oportunidad para devolver la pelota.
Se podía haber hecho así, y la carrera de Justiniano seguramente habría llegado a su fin. Sin embargo, en este momento se levantó Teodora. Serenamente anunció que Justiniano era completamente libre para huir. «Ahí están tus naves», dijo con marcado desprecio. Por su parte, ella no tenía intención de marcharse. Ser gobernante significaba correr el riesgo de la rebelión y la muerte: en esto consistía el juego, y pensaba hacerle frente. Era mejor morir siendo una emperatriz que vivir como una refugiada. Dijo: «Por lo que a mí concierne, me adhiero a la máxima de los tiempos antiguos de que el trono es un glorioso sepulcro».
Dicho esto, Justiniano difícilmente podía asumir el papel del cobarde. El también se quedaría. Se dirigió a Belisario para preguntarle si el general podía dominar la situación y Belisario contestó afirmativamente. Tenía 3.000 soldados a su disposición, que llevó sin ruido y secretamente al hipódromo donde los principales alborotadores se habían reunido esperando enfurecidos la victoria total.
Belisario cerró las salidas y se lanzó contra ellos con una repentina furia. Había muchos más amotinados que soldados, pero fueron sorprendidos dentro de una zona reducida. No estaban preparados, y probablemente estaban en su mayor parte medio borrachos. Los soldados comenzaron a matar a diestro y siniestro, y el pánico terminó el trabajo. Fue una carnicería. Antes de que hubiera terminado, había unas 30.000 personas muertas, y Constantinopla se postraba, arruinada y silenciosa, a los pies de Justiniano. Los sobrinos de Anastasio fueron asesinados, y el poder de las facciones del hipódromo se rompió para siempre.
Los motines que habían destruido prácticamente a Constantinopla terminaron por hacerla más grande que nunca. Era necesario construir la ciudad de nuevo, y Justiniano se dedicó con gran energía y entusiasmo a la tarea para que Constantinopla renaciera más hermosa que nunca de sus cenizas.
Justiniano empleó a dos arquitectos, Isidoro de Mileto y Antemio de Tralles (las dos ciudades están situadas en el suroeste de Asia Menor), y su obra se mantuvo en pie durante nueve siglos. Ciertamente hubo modificaciones, pero mientras duró el Imperio, Constantinopla la Hermosa continuó siendo esencialmente la misma que habían construido Isidoro y Antemio durante el reinado de Justiniano.
Los modernos proyectistas de ciudades la habrían considerado sin duda inadecuada, porque tenía pocas auténticas vías públicas y casi toda la ciudad era una conejera de angostas calles, donde vivían grandes cantidades de personas en unas condiciones pésimas. Pero en este aspecto no era peor que la mayoría de las ciudades de aquellos tiempos, y se debe tener en cuenta que parte de su miseria se debía a su propia magnitud. En los tiempos de Justiniano, Constantinopla contaba, según algunos cálculos, con una población cosmopolita de 600.000 personas, y hubo momentos en su historia en que la población alcanzó el millón, más o menos la máxima cantidad que cualquier ciudad podía aguantar antes de la Revolución Industrial sin que se provocaran hambrunas masivas.
Por otra parte, tras las trece millas de murallas y los cincuenta portalones de Constantinopla, existían maravillas que ninguna ciudad contemporánea poseía. Algunas eran sólo para exhibir, hermosísimos palacios e iglesias, con estatuas y obras de arte cubiertas de oro. Otras tenían un valor mucho más real. Había hospitales gratuitos y lugares de beneficencia para los pobres, había alumbrado público y brigadas contra incendios; también existía un abastecimiento suficiente de agua fresca y un alcantarillado que funcionaba bastante bien. Ninguna ciudad de Europa occidental de aquellos tiempos, ni de los mil años posteriores, pudo igualar en esto a Constantinopla.
También estaba bien preparada para la guerra. Tras aquellas millas de murallas se guardaban prudentemente cisternas de agua y graneros llenos para el caso algún cerco. Una gran cadena se podía extender en la entrada al Cuerno Dorado, cuando fuera necesario, para no dejar penetrar a las naves enemigas. Ya fuera en paz o en guerra, Constantinopla se convirtió en la ciudad más opulenta y mejor organizada que había existido en la tierra hasta aquellos tiempos.
Además, bajo Justiniano, los bizantinos desarrollaron un arte peculiar. El aspecto más característico era el mosaico, que se componía de pequeños trocitos de vidrio de colores brillantes, o de un vidrio transparente sobre hojas de oro, ordenados para formar escenas de la Biblia, retratos de Jesús o del emperador.)
En sí mismos, y en especial para gentes acostumbrada a la pintura normal, puede parecer que los mosaicos son una manera muy tosca de representar la figura humana y que los resultados parecen más bien caricaturas. Sin embargo, esto no tiene en cuenta su tratamiento de la luz. El brillo y resplandor del vidrio refleja el rielar del color que da a los objetos representados una especie de luminosidad que parece salir desde adentro. Dentro de una iglesia, los mosaicos cobraban vida con una iluminación casi extramundana que impresionaba intensamente.
Las iglesias constituyeron la otra gran contribución artística de los bizantinos: la arquitectura. Alrededor del 480, los arquitectos de Asia Menor habían perfeccionado un sistema de colocar una cúpula hemisférica sobre un soporte cuadrado, de tal manera que la parte inferior de la cúpula podía ser perforada por muchas ventanas sin sacrificar su estabilidad. Se podían hacer cúpulas inmensas sin peligro de derrumbamiento.
Este nuevo tipo de construcción tuvo la oportunidad de alcanzar casi la perfección después de la destrucción de Constantinopla. La Insurrección Nika había destruido totalmente la iglesia de Hagia Sofia, el edificio religioso más importante de Constantinopla, y Justiniano se dedicó a reconstruirla con gran magnificencia.
Se limpiaron las ruinas, se delimitó una zona más amplia, y durante seis años diez mil hombres trabajaron duramente para construir la que estaba destinada a ser la casa de Dios más hermosa de toda la historia. Se tallaron columnas de hermosas piedras, entre ellas un feldespato de color rojo-púrpura llamado pórfido y un mármol verde veteado llamado mármol serpentino. Los muros eran de mármol pulido de varios colores, y había mosaicos por doquier. Sólo los soportes de hoja de oro de los mosaicos cubrían una zona de cuatro acres.
Pero lo más magnífico de todo era la cúpula. Estaba tan inteligentemente diseñada, tan hábilmente perforada con ventanas, que todo el interior de la iglesia, 108 pies transversalmente y 180 pies de altura, estaba bañado por la luz del sol que cubría los mosaicos llenando la iglesia de belleza. La enorme cúpula parecía no tener ningún sostén, sino que estuviera suspendida de los cielos (cuando la dañó un terremoto veinte años después, la volvieron a construir todavía mayor).
Nunca durante su larga historia intentó el Imperio Bizantino algo más grande ni espléndido que la Hagia Sofia de Justiniano. Era el producto por excelencia del arte bizantino, y sigue existiendo hoy, catorce siglos más tarde para que los hombres puedan maravillarse ante ella (aunque debido a las vicisitudes de la historia, ya no es una iglesia).
En el 537, la nueva Hagia Sofia ya estaba terminada, y en su consagración Justiniano, incapaz de dominar su alegría, gritó: «¡Salomón, te he superado!». Cuando se consideran los recursos comparativos del imperio de Justiniano y el reino de Salomón, no cabe duda de que Justiniano tenía toda la razón. Para festejar su consagración, Justiniano celebró un banquete para el pueblo que, según relatos posteriores, supuso la matanza de más de diez mil ovejas, bueyes, cerdos, aves y ciervos.
Sin embargo, debemos admitir que el costo del esfuerzo de Justiniano para acondicionar Constantinopla se hizo a expensas del resto del imperio. Para hacer Constantinopla tan impresionante y hermosa, era necesario aprovechar toda la energía que el imperio podía reunir, y poca quedó después para las demás ciudades. En esencia, en tiempos de Justiniano el imperio presentaba signos de convertirse en un reino de una única ciudad, rodeada de simples pueblos, y la tendencia no hizo sino acentuarse con el tiempo.
Pero ya durante la reconstrucción de Constantinopla, Justiniano estaba preparando su gran ofensiva hacia el Oeste, la ofensiva cuyo fin era arrebatar a los germánicos sus conquistas y restaurar el imperio de Constantino I y Teodosio I.
El reino vándalo de África del Norte, con su capital en Cartago, era el primer objetivo. Estaba aislado de los otros por el mar, y no podía contar con ayuda de sus hermanos germánicos.
En el 533, Belisario recibió el mando de una flota de unas 500 naves, que transportaban 15.000 soldados y el mismo número de marineros, 5.000 caballos y todos los suministros necesarios. Era una fuerza expedicionaria mucho más pequeña de la que había enviado León I medio siglo antes, y puesto que ésta fracasó tan miserablemente, ¿cómo se creía que con ésta ahora podían triunfar? Pero Justiniano contaba con varios factores. Entonces la flota tenía como comandante a un badulaque, Basilisco, y enfrente estaba el gran Genserico. Pero ya no quedaban Gensericos entre los vándalos, y a la cabeza de las fuerzas imperiales estaba Belisario.