Todo ocurrió tal como había esperado Justiniano. Belisario desembarcó en África del Norte, mantuvo a sus hombres bajo una disciplina férrea y prohibió el saqueo y los malos tratos a los civiles, derrotó a los asustados vándalos en dos batallas feroces y decisivas, y enseguida dominó África del Norte. El reino de los vándalos desapareció para siempre en el basurero de la historia.
Las victorias de Belisario frente a los reinos germánicos, entonces y más tarde, fueron en parte el resultado de su habilidad en el trato con sus hombres y de su manera de hacerles maniobrar durante la batalla. Y también se debió en parte a los nuevos adelantos en la técnica de guerra. El ejército bizantino había adoptado los estribos metálicos inventados por los hunos, y esto hizo que su caballería fuera una fuerza de choque muy eficaz, capaz de una carga tumultuosa sin miedo de caídas, Además, adoptaron el
catafracto
de los persas. Se trataba de un jinete totalmente cubierto de armadura (al igual que su caballo), y la misma palabra significa «completamente encerrado». Estos
catafractos
eran además arqueros y formaban la espina dorsal del ejército bizantino. Hacían los primeros asaltos desde lejos al tiempo que cargaban. Puesto que estaban acorazados y fuera del alcance de los tiros, eran absolutamente invulnerables. Cuando el enemigo se encontraba bastante desconcertado, unos jinetes armados de lanzas entraban a caballo para la lucha cuerpo a cuerpo y la matanza.
Los ejércitos germánicos no sabían enfrentarse con una fuerza así, y con un hombre como Belisario dirigiendo los
catafractos
, no es sorprendente que los germánicos sufrieran repetidas derrotas frente a los ejércitos imperiales, inferiores en número. Ciertamente, cuando en un momento posterior de su carrera, Belisario hizo desfilar a los soldados germánicos prisioneros a través de una ciudad conquistada, al tiempo que les seguía con su ejército victorioso, las mujeres germánicas se sintieron avergonzadas y humilladas. No sólo los conquistadores eran menos que los conquistados, sino que eran más pequeños y menos fuertes que los guerreros que habían derrotado. Las mujeres llamaron cobardes a sus hombres, pero eso significa que no entendían que la victoria en la guerra era algo más que el simple heroísmo individual.
Los germánicos no podían buscar el desquite adoptando el sistema bizantino. El
catafracto
era algo más que un caballo y un arco y algo de armadura. Hacían falta años de entrenamiento para que un hombre pudiera dominar a su caballo con sus rodillas y apuntar su arco con precisión en cualquier dirección mientras cabalgaba a todo galope En el 534, Belisario volvió a Constantinopla como vencedor absoluto, con el último rey vándalo prisionero en su séquito. Justiniano le recompensó haciéndole cónsul (el cargo continuó existiendo tan sólo siete años más) y le elogió efusivamente. Sin embargo, no todo iba bien. Justiniano contaba con el éxito de Belisario, pero no espesaba que fuera tan grande. Un general podía ser proclamado emperador con mucha facilidad (como ocurrió con el tío de Justiniano) y un general muy popular difícilmente podía evitarlo.
Lo prudente era sacar rápidamente a Belisario del país. En el 535, Justiniano le envió fuera de nuevo; esta vez contra el reino ostrogodo de Italia. El ejército de Belisario tenía el doble de tamaño del que acabó con los vándalos, pero se esperaba que los ostrogodos serían (y eran) enemigos más formidables.
Una vez más, la versión justiniana de la estrategia occidental comenzó a dar resultados. La isla de Sicilia cayó en manos de Belisario enseguida, y la población católica, al igual que en África, saludó a sus hombres con enorme alegría. Luego Belisario invadió Italia y marchó contra Roma antes de que los ostrogodos pudieran reaccionar y montar una contraofensiva.
Pero entonces Justiniano dejó de ayudarle. Deseaba la victoria de Belisario, pero no con tanta facilidad. Quiso quitar algo de brillo al héroe para que no le creara problemas a su vuelta a Constantinopla. Por consiguiente, se propuso no enviarle refuerzos. Belisario tuvo que luchar con una cantidad insuficiente de hombres y de dinero, con la deprimente sensación de faltarle el apoyo de su país.
Con todo, aunque a Justiniano se le echa habitualmente la culpa de esta situación, se puede decir algo en su favor. Existían razones para no enviar refuerzos. El ejército bizantino había conseguido sus victorias no con un despliegue de vastos ejércitos, sino utilizando unos relativamente pequeños, aunque profesionales al cien por cien. En toda su historia el ejército bizantino nunca tuvo más de 120.000 hombres en total, y éstos tenían muchas fronteras que defender.
Después de un entrenamiento tan meticuloso, no se podía despreciar con tanta alegría al
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individual. Había que conservarlo. La estrategia militar bizantina consideraba que su objetivo primordial era evitar las batallas. Fuera cual fuera la manera de conseguir un objetivo militar (la diplomacia, el tacto, la traición, incluso el soborno) resultaba más barata a la larga que una batalla estéril. Tal vez Justiniano creía con más o menos sinceridad que Belisario podría y debería arreglárselas con una cantidad limitada de hombres.
Y, en realidad, este criterio dio resultado durante siglos, aunque carecía de encanto romántico. Los feroces guerreros del Occidente, que no contaban más que con el peso y el número para vencer en las batallas, y desdeñaban la vida humana, despreciaban a los bizantinos como cobardes. Su valoración nos ha llegado a través de una historia occidentalizada, y en consecuencia el imperio es casi universalmente infravalorado. Pero incluso una mirada rápida a su larga historia, a sus muchas victorias, a su tenacidad frente a la derrota, es suficiente para mostrarnos que los bizantinos eran cualquier cosa menos cobardes.
A pesar de la parsimonia de Justiniano en el envío de hombres, Belisario hizo progresos, sostuvo el largo cerco de Roma y luego sitió a la capital ostrogoda de Rávena. Aquel sitio se prolongó inútilmente durante algún tiempo, y Justiniano se sintió tan preocupado que envió a un miembro de la casa imperial a Italia para que comprobara cómo estaba la situación.
Este hombre era Narsés, un armenio que se había ganado el respeto de Justiniano durante la Insurrección Nika. Con considerable valor, se había movido calladamente entre los alborotadores, y mediante la persuasión y juiciosos sobornos consiguió apartar a muchos de los Azules del partido de la rebelión. (Estos eran partidarios de Justiniano, y se habían unido a los motines deseosos de no perder nada de los saqueos y la destrucción.)
Narsés fue nombrado para un cargo más elevado, y con el tiempo llegó a ser el gran chambelán, de manera que no había nadie con mayor influencia en palacio, salvo los mismos Justiniano y Teodora. Justiniano tenía una confianza absoluta e ilimitada en él, porque Narsés poseía aquella cualidad única que hacía imposible que aspirara al trono imperial: era un eunuco.
La llegada de este viejo eunuco (tenía sesenta años en aquel momento) a Italia en el 538 no fue exactamente recibida con agrado por Belisario. No era difícil adivinar que la única función de Narsés era la de espía, y los dos no se llevaron bien.
Con el tiempo, la situación se hizo tan incómoda para Narsés que volvió a casa, pero después llegaron noticias (o tal vez las llevó Narsés) de que los ostrogodos sitiados por Belisario en Rávena habían ofrecido rendirse al general, pero no al emperador. Era casi como si los ostrogodos estuvieran negociando unos términos favorables ofreciéndose a apoyar a Belisario si éste intentaba tomar el trono (¿de qué otra manera podía aceptar unos términos que Justiniano rechazaría?).
No estamos seguros si la historia es cierta o no; quizá la inventó Narsés para vengarse de Belisario. En cualquier caso, parece que Justiniano la creyó, porque provocó en él para siempre un profundo recelo con respecto a las verdaderas intenciones de Belisario. Apresuradamente, intentó llegar a un acuerdo a larga distancia con los ostrogodos sin tener en cuenta a Belisario. Ofreció dividir Italia, quedándose él con el Sur y dejando el Norte a los ostrogodos. Belisario rechazó este acuerdo y estrechó el asedio, incluso en contra de los consejos de sus propios oficiales. Y acertó porque los hambrientos ostrogodos se tuvieron que rendir.
Justiniano debió ponerse furioso. Ciertamente, Belisario había conseguido una gran victoria, y no había en él indicios creíbles de deslealtad, entonces ni después; pero había salido de la situación mostrándose más resuelto que el emperador. Desde luego, Justiniano, debido a su reacción de pánico con respecto al sitio, había quedado más bien en ridículo. Enfurecido, hizo volver a Belisario en el 540, y enseguida se vio que Belisario era por sí mismo un ejército. Después de que dejara Italia, las fuerzas imperiales empezaron a perder, y con el paso del tiempo pareció que iban a ser totalmente expulsados de Italia.
Por supuesto, Justiniano podía justificarse. Los persas, conscientes del creciente compromiso de Justiniano en el Oeste, invadieron Siria sin previo aviso en el 540 y llegaron al Mediterráneo. Sitiaron Antioquia, e hicieron la oferta de dejarla tal cual a cambio de media tonelada de oro. Al ser rechazada la oferta, los persas tomaron la ciudad y la saquearon.
Justiniano tuvo que enviar rápidamente a un ejército a Siria y lo puso bajo el mando del retornado Belisario. Belisario consiguió mantener a raya a los persas, pero esta vez Justiniano demostró de nuevo su mezquindad en el apoyo que le prestó. Sin embargo, Belisario hizo la vida lo suficientemente difícil a los persas como para que se vieran obligados a una tregua en el 545, a cambio de una tonelada entera del oro de Justiniano.
La guerra con los persas no era el único desastre con que tenía que enfrentarse Justiniano. Los Balcanes eran una úlcera sangrante ya que continuaban las incursiones eslavas y búlgaras. En parte, aquellas incursiones eran una señal de desesperación, porque los depredadores eran empujados en su retaguardia por una nueva erupción de nómadas asiáticos. Eran los, ávaros, de raza y cultura muy parecidas a las de los hunos, de un siglo antes. Habían comenzado a llegar en tropel al este de Europa, invadiendo los territorios de los eslavos y los búlgaros, y empujándoles hacia adelante. Si añadimos a esto el hecho de que durante varios años, a partir del 542 Constantinopla sufrió una grave epidemia de peste bubónica, no se puede sino sentir extrañeza de que Justiniano se mantuviera firme.
Y, sin embargo, lo hizo. Con los persas en el Este y los eslavos en el Norte, y la peste en el mismo corazón, Justiniano continuó fiel a la estrategia occidental. Incluso antes de que hubiera firmado la paz con Persia, envió a aquel paciente trabajador, Belisario, de regreso a Italia para ver lo que se podía hacer para frenar a los resurgentes ostrogodos: Ni siquiera entonces, se atrevió a dar a Belisario tropas suficientes para hacer posible una victoria. Atrapado como siempre entre la necesidad de derrotar a los godos y su resistencia a conceder a Belisario la celebridad de una victoria, Justiniano hizo inevitable que, después de cuatro años de campañas indecisas, Belisario no consiguiera más que estancarse.
En el 548 le hizo volver para siempre a Constantinopla. (En el mismo año, la emperatriz Teodora murió de cáncer. No tenía todavía cincuenta años.) El retorno de Belisario no terminó con el problema de los ostrogodos. Justiniano necesitaba a alguien tan bueno como Belisario, pero a alguien de quien pudiera fiarse. ¿Y dónde se podía encontrar a un hombre así? A la postre el emperador se decidió por Narsés, el eunuco.
Es asombroso que Justiniano pudiera creer que un eunuco sabría mandar tropas, pero Narsés había luchado contra los bárbaros en los Balcanes en el 551 y lo había hecho muy bien. Mediante una jugada calculada, Justiniano le envió a Italia en el 552, cuando tenía setenta y cuatro años. Y entonces Narsés demostró ser un verdadero monstruo de energía; tal vez el general más inverosímil que haya alcanzado grandes victorias.
Ciertamente, Narsés tenía una cosa que no tenia Belisario: la confianza del emperador. Disfrutó de una porción mayor de hombres y dinero del que necesitaba, y es preciso admitir que la aprovechó bien. En el 552, infligió la derrota final a los ostrogodos y destruyó su reino. Gradualmente aniquiló todos los demás centros de resistencia y estableció el dominio bizantino por toda Italia, convirtiendo a Rávena en capital como lo había sido anteriormente de los últimos emperadores occidentales, y más recientemente de Odoacro y Teodorico.
De nuevo, Italia se encontró con que formaba parte del Imperio Romano, unos ochenta años después de que hubiera «caído». No fue ésta una situación temporal. Algunas zonas iban a continuar formando parte del imperio durante cinco siglos, y la cultura bizantina dejaría en ellas una huella permanente.
Los bizantinos construyeron iglesias en su propio estilo, con sus mosaicos, por toda Italia. Todavía existen algunas de ellas. En la ciudad de Venecia, que tuvo una larga relación con el imperio a lo largo de la Edad Media, la famosa iglesia de San Marcos conserva todavía hoy el sabor bizantino. Y en la iglesia de San Vitale en Rávena aún se pueden encontrar unos retratos de mosaico de Justiniano y Teodora.
El elaborado rito bizantino, visto desde cerca en Italia, impresionó en gran medida a los occidentales. Una gran parte del rito vaticano es de origen bizantino, y los ritos de coronación de los monarcas británicos de hoy también le deben gran parte de su inspiración.
Gracias al gobierno bizantino, Italia continuó siendo más culta de lo que hubiera podido ser, y nunca se hundió tato en la oscuridad como los territorios bajo dominio franco de lo que hoy son Francia y Alemania. La distante luz bizantina iluminó incluso a los francos y los ingleses a través de los monjes irlandeses que estudiaron griego en Italia y después llevaron consigo su erudición oriental en sus viajes de misioneros.
Tampoco fue Italia la conquista final de la gran ofensiva. En el 554, un cuerpo expedicionario fue enviado a España, donde el reino visigodo estaba en un estado de anarquía. El tercio meridional de aquella península volvió a estar bajo el dominio romano.
Sin embargo, todas estas victorias lejanas no sirvieron para conservar los Balcanes, donde año tras año los depredadores hacían lo que querían. Justiniano utilizó el soborno para enemistar a una tribu con otra o para tenerlas a todas tranquilas. Pero aunque una política de sobornos a veces da resultados, en otras ocasiones resulta contraproducente. En este caso fue contraproducente, porque los depredadores se dieron cuenta de que el imperio era una fuente de dinero fácil, y descubrieron que cada vez podían obtener más con la continuación de sus incursiones.