Constantino IV murió en el 685, después de haber reinado diecisiete años, y su hijo le sucedió con el nombre de Justiniano II. Fue el tataranieto de Heraclio, y con él la dinastía empezó su quinta generación, pasando de padre a hijo carnal (no adoptado). No había ocurrido nada semejante en los siete siglos de historia imperial anterior. Sin duda, esto hizo que el pueblo bizantino se acostumbrase a la sucesión hereditaria. La idea de la legitimidad de una familia real comenzó a hacerse más natural.
Justiniano II fue un hombre capaz, que llevó a cabo una política exterior muy vigorosa. Hizo un tratado de paz muy ventajoso con los árabes, quienes se sentían menos belicosos después de su humillante derrota en Constantinopla, y luego volvió su atención hacia los eslavos. En el 690 les derrotó, pero después demostró tener alguna imaginación creativa. En lugar de desencadenar una matanza masiva, haciendo crecer así una irritación que con el tiempo se transformaría en represalias, envió dos centenares de miles de ellos a Asia Menor, donde se mezclaron con la población y sirvieron como una nueva fuente de efectivos militares.
En realidad, la dinastía de Heraclio, bajo la presión primero de los persas y luego de los árabes había tenido que adoptar en general una actitud más liberal hacia la amenaza menor de los eslavos, y nómadas asiáticos del Norte. Existían muchos métodos de lucha contra aquellos «bárbaros» además de la guerra. Estaba el dinero, por supuesto, y el soborno implícito en la concesión de rimbombantes títulos. Aquellas técnicas eran tan viejas como la misma Constantinopla. Además, los bizantinos aprendieron a utilizar el espionaje, y sus misiones enviadas entre los bárbaros del Norte tenían siempre los ojos abiertos.
Durante los períodos de paz, el Imperio recibía con agrado a los miembros de las clases dirigentes de los eslavos y otros pueblos y se ocupaba con sumo gusto de proporcionarles una buena educación en Constantinopla. Cuando los desórdenes civiles entre diversas tribus del Norte provocaban la huida de alguno de sus gobernantes, Constantinopla estaba siempre dispuesta a darle asilo, y le trataba con esmero, según exigía su posición. Después de todo, algún día podría volver a su trono y tendría una oportunidad de mostrar su gratitud, como había hecho Cosroes II a comienzo de su reinado.
En general, una educación bizantina ayudaba a crear una política pro-imperial entre los que la recibían. Heraclio mismo fue incluso más lejos, porque no llevó el orgullo imperial hasta el punto de rechazar alianzas matrimoniales que pudieran fomentar la política exterior de Bizancio.
Durante el curso de la campaña persa, Heraclio formó una alianza con los nómadas kazaros, que vivían al norte del mar Negro. De este modo se aseguró su ayuda contra los ávaros y pudo aprovecharse también de los contingentes kazaros en su gran ejército que marchaba contra Persia, contingentes cuyas acciones fueron decisivas en las batallas posteriores. Heraclio había dado a su hija en matrimonio al jefe kazaro.
La alianza kazara estuvo vigente desde entonces, y el mismo Justiniano II se casó con una hermana del jefe de esta tribu. En consecuencia, los orgullosos constantinopolitanos tuvieron que ver a una princesa kazara gobernándolos como emperatriz. La capital cosmopolita estaba libre, sin embargo, del racismo en el sentido moderno de la palabra. Se habría rebelado si la religión del emperador les hubiera resultado inadmisible, pero mientras la reina de Justiniano fuera fiel al rito ortodoxo, la aceptarían.
Ciertamente, esta simpatía hacia los bárbaros tenía sus riesgos. La paz árabe no fue duradera (nunca lo fue), y en el 692 los bizantinos perdieron una batalla en el sureste de Asia Menor, cuyo resultado fue un acuerdo cuyos términos eran más rigurosos que los pactados en el tratado anterior. Se culpó de la derrota a uno de los contingentes eslavos que habían sido asimilados, y muy posiblemente los eslavos no habían sido asimilados hasta el punto de que se sintieran contentos luchando en las filas de su antiguo enemigo. (También es posible que fueran simplemente un chivo expiatorio utilizado para encubrir las ineptitudes de algún oficial.)
La derrota dañó el prestigio interior de Justiniano, pero peor todavía fue que le entró la manía de construir, y eso significó impuestos más elevados, extraídos de forma despiadada. La población, agobiada, bramaba bajo esta presión. Amenazaba una rebelión, a la que sólo le faltaba una cabeza. Esta apareció en forma de un general: Leoncio.
Leoncio había luchado bien en Armenia a comienzos del reinado de Justiniano II, pero esto no le había ahorrado el desagrado del emperador. (Desde luego, un general a menudo goza de menos aprecio cuanto mayores son sus triunfos, como se demostró durante el reinado del primer Justiniano.) Leoncio pasó algún tiempo en la cárcel, pero fue puesto en libertad en el 695 y nombrado gobernador militar de Grecia.
Es posible que pensara que este nombramiento era simplemente un ardid para mantenerle fuera de la capital, así que actuó rápidamente antes de marcharse. Se colocó a la cabeza de la población rebelde de Constantinopla y en un golpe rápido se apoderó de la persona del emperador. Podía haber ordenado la muerte de Justiniano II, pero recordando que había sido un leal servidor del padre del emperador, Constantino IV, actuó de un modo que entonces se consideró misericordioso. Leoncio mandó que le cortaran la nariz a Justiniano, pensando que con una desfiguración tan grotesca seguramente no podría aspirar al trono imperial de nuevo. Luego le exilió a Quersona, en el extremo sur de la península de Crimea. Justiniano II había gobernado durante diez años hasta su destronamiento.
El reinado de Leoncio se estropeó por los continuos desastres en Occidente. Ya las fuerzas islámicas llevaban medio siglo probando fortuna desde Egipto. Poco a poco ganaron terreno, tanto geográficamente como en los corazones y espíritus de los nativos de África del norte. De hecho, a finales del siglo VII no se podía hablar ya de fuerzas árabes, puesto que el núcleo del ejército africano estaba compuesto por nativos norteafricanos, gente a las que siglos más tarde los europeos occidentales llamarían bereberes.
No obstante, mientras la ciudad de Cartago siguiera estando segura en manos imperiales, el dominio islámico de África del Norte sería inestable. Aunque los árabes y los bereberes habían hecho incursiones hasta el Atlántico, no podían avanzar en gran número hasta que cayera Cartago, y aunque los bizantinos enviaron una flota para defenderla, sólo retrasaron lo inevitable. En el 608 Cartago cayó.
La ciudad había tenido una historia rica y fascinante. Según la leyenda, fue fundada en el 814 antes de Jesucristo, fue el centro de un poderoso imperio comercial marítimo y la gobernaron hombres que remontaban su ascendencia hasta los fenicios. Había luchado contra Roma, llegando a un punto muerto en el siglo III, pero finalmente fue derrotada y destruida en el 146 a. C. por los vengativos romanos. En el 44 a. C. fue fundada de nuevo bajo la dirección de Julio César, y una vez más se convirtió en una ciudad próspera e importante, aunque entonces su cultura era enteramente romana. Durante casi un siglo, desde 439 hasta 535, había estado en manos de los vándalos, pero en este último año Belisario se adueñó de ella. Después de un siglo y medio de gobierno bizantino, durante el cual había servido de agente de salvación contra la amenaza persa, desapareció.
Desapareció no sólo con respecto a la cultura romana y a la religión cristiana, sino que entró en decadencia y murió como ciudad, después de una vida que había durado quince siglos. La aldea cercana de Túnez creció a la vez que Cartago declinaba. Túnez se convirtió en un gran centro islámico, y es la capital de la región que fue una vez territorio perteneciente a Cartago. Hoy la región es la nación de Tunicia. Una vez que Cartago desapareció, todo el norte de África, desde el mar Rojo hasta el océano Atlántico, se convirtió en islámico, y lo sigue siendo hoy.
La pérdida de Cartago debilitó la presencia bizantina en el Mediterráneo occidental. Los bizantinos no se atrevían a enviar hombres y naves a islas tan lejanas como las Baleares, Córcega y Cerdeña. Habían poseído todas ellas desde los días de Belisario, casi dos siglos antes, pero ya era momento de abandonarlas. En efecto, de las grandes conquistas del reinado de Justiniano I todo lo que quedaba era Sicilia, el sur de Italia y el Exarcado de Rávena.
La malhumorada flota imperial, vencida y humillada, se detuvo en Creta en el viaje de vuelta, y allí se sublevó. Un general llamado Aspimar fue proclamado emperador con el nombre de Tiberio III, y condujo sus tropas a Constantinopla. Leoncio fue apresado en el 698, después de haber sido emperador sólo durante tres años. Le dieron exactamente el mismo trato que él había dado a su predecesor: le cortaron la nariz, y también le recluyeron; si no en una aldea lejana, al menos en un monasterio. Tiberio III empezó a gobernar con bastante eficacia, y su hermano, Heraclio, obtuvo victorias frente a los árabes.
¿Pero qué había pasado con Justiniano III? En Quersona, este hombre enérgico, enloquecido por el mal trato recibido, maquinaba su venganza. Los kazaros no estaban a mucha distancia, y estaba emparentado con su jefe por matrimonio. Por fin, consiguió su ayuda para llevarle hacia el Oeste, al reino búlgaro del Danubio meridional.
Escoltado por un ejército búlgaro, Justiniano llegó a Constantinopla en el 705, cuando Tiberio III llevaba siete años de emperador. De alguna forma consiguió entrar en la capital durante la noche, tres días después de su llegada (sin duda contó con un grupo de simpatizantes en la ciudad), y súbitamente fue aceptado como emperador de nuevo, aunque sin nariz. Ha recibido el nombre de Justiniano Rhinotmetus (nariz cortadaª) que le dieron los cronistas posteriores debido a su aspecto.
La falta de nariz y un exilio de diez años habían desequilibrado notablemente a Justiniano, y éste empezó por vengarse públicamente de manera ostentosa. El destituido Tiberio III fue conducido por la fuerza al hipódromo, como también lo fue Leoncio, a quien sacaron del monasterio. Justiniano II estaba sentado en un sillón, con la multitud de Constantinopla que le aclamaba, mientras unas magníficas carreras de carros celebraban su restauración.
En cuanto a los dos hombres que se habían atrevido a sentarse en un trono y a denominarse emperadores durante el exilio de Justiniano, estaban atados y tirados en el suelo ante el trono, y Justiniano mandó que les pisaran con fuerza sus cuellos. Mientras se hacía esto, las multitudes cantaban a grito pelado el décimotercer verso del salmo 91, que dice: «pisaréis al león y a la víbora». En griego, la palabra que corresponde a león es «leon», y la víbora es «aspis». Sin duda, el verso le parecía ideal al exultante Justiniano para celebrar su restauración; porque ¿no era «león» claramente Leoncio y la víbora Tiberio (cuyo nombre verdadero era Aspimar), y no se les estaba pisando?
Investido por esta certidumbre del favor divino y con un ansia demencial de venganza, Justiniano desencadenó un régimen de terror en la ciudad. Después de ejecutar a los dos ex-emperadores tras el espectáculo del hipódromo, dio órdenes para la ejecución en masa de todos aquellos que habían obrado en su contra o fueran sospechosos de haberse opuesto a él.
Aunque los árabes avanzaban otra vez por Asia Menor, Justiniano se olvidó de ello. De lo que tenía sed era de la sangre de sus enemigos en el imperio. La ciudad de Rávena se había alegrado de su caída, como también lo había hecho la ciudad de Quersona, donde pasó algún tiempo exiliado. El enloquecido Justiniano decidió que hacía falta destruir por completo a las dos ciudades. Era necesario derribar todos los edificios y matar a todos los habitantes.
Pero al recibir las noticias del destino que le reservaban Quersona se preparó para resistir y pidió ayuda a los kazaros. Los kazaros consideraron provechoso responder a esa petición, y el ejército imperial que marchaba hacia Crimea sabía que habría problemas. Malhumorados por la cruel tarea que les habían reservado y por la idea de tener que luchar en una batalla de gran envergadura para llevarla a cabo, las tropas se rebelaron.
Las tropas proclamaron emperador a su general, Filípico, y luego regresaron a Constantinopla. La capturaron en el 711. En aquel momento Justiniano estaba en Asia Menor, y se envió a unos soldados para hacerle prisionero antes de que tuviera tiempo de reaccionar. Detenido sólo seis años después de su triunfante restauración, esta vez no le dieron tiempo a retornar. Le mataron.
Mataron a la vez a su joven hijo en Constantinopla, y así finalizó la dinastía del gran Heraclio. Hubo seis emperadores de esta dinastía que ocuparon el trono durante exactamente 101 años (si no tenemos en cuenta los diez años del exilio de Justiniano).
Por feliz que estuviera Constantinopla por haberse librado de un emperador loco y vengativo, el que vino después no fue especialmente bueno. Las fuerzas armadas que habían puesto a Filípico en el trono se desilusionaron pronto con él. En el 713 un grupo de conspiradores del ejército le raptó cuando estaba un tanto ebrio después de un alegre banquete, le cegó y le dejó abandonado en el vacío hipódromo. Eligieron a un funcionario de la corte para sustituirle, y lo aclamaron como emperador con el nombre de Anastasio II.
El nuevo emperador se esforzó por tomarse en serio sus deberes e iniciar una serie de reformas militares. Pero para entonces las fuerzas armadas se habían acostumbrado a aprovecharse de la anarquía. Un contingente de tropas del noreste de Asia Menor sitió a Constantinopla a lo largo de seis meses durante el año 715. Anastasio huyó y se retiró a un monasterio. Después, las tropas elevaron a otro funcionario del palacio, una nulidad completa, y le aclamaron emperador con el nombre de Teodosio III. Resultó ser incapaz de hacer nada.
Seis años de anarquía y caos provocados por el ejército fueron testigos de los grandes éxitos realizados por el Islam. De forma sistemática, se fue apoderando de Asia Menor. Se adueñó de Amasia, importante ciudad situada a 375 millas al este de Constantinopla en el 712, y antes del 716 algunas correrías de sus bandas alcanzaron el mar Egeo. Toda Asia Menor estaba ocupada por las hordas islámicas, o directamente amenazada por ellas. Más que nunca, los ejércitos del Islam parecían imparables. En el Lejano Oriente, penetraron en la India y llegaron a las fronteras de China. En el extremo occidental, una partida avanzada de berberiscos islámicos entró en España en el 711 y en poco tiempo ocupó casi todo el país.