En el 715, Solimán ascendió al trono de los califas en Damasco, y verdaderamente, el imperio que gobernaba, crecido en menos de un siglo desde la nada, era suficiente como para deslumbrar a cualquiera. Desde el extremo oriental hasta el extremo occidental, los dominios de Solimán se extendían a lo largo de 4.500 millas, y bajo el estandarte del califa existía el reino más grande y poderoso que el mundo había conocido hasta entonces.
Pero con todo, en el centro de aquella gigantesca expansión territorial estaba la ciudad de Constantinopla, todavía cristiana, todavía hostil, todavía intacta. Era un inexplicable absceso en la hermosa expansión del mundo, visto desde Damasco, y se decidió su caída. Se preparó una gigantesca expedición para poner sitio a la ciudad, tanto por tierra como por mar, y que en el 717 salió bajo la dirección del hermano del califa. Cuarenta años antes, Constantinopla había resistido un asedio similar, pero esta vez el califa estaba inexorablemente decidido a que no volviera a ocurrir.
Realmente la situación parecía peor para Constantinopla de lo que había sido en ocasiones anteriores. Entonces Constantino IV, gobernante eficaz y soldado capaz, ocupaba el trono. Esta vez lo ocupaba Teodosio III, un incompetente inimaginablemente inepto, que gobernaba una ciudad totalmente desmoralizada por años de anarquía y golpes políticos.
Aun así, el Imperio Bizantino tenía la extraordinaria fortuna de que, a través de una historia larga y llena de altibajos, cuando todo parecía perdido, surgía de la nada el hombre adecuado. Casi un siglo antes, Heraclio había aparecido para sacar el imperio de las fauces del enemigo; esta vez fue un general llamado León.
Se cree generalmente que León había nacido en Isauria, en la parte sur-central de Asia Menor; por esto se le llama habitualmente León el Isáurico y se le considera compatriota de Zenón, el primer emperador bizantino, Parece más probable, según recientes investigaciones, que procediera de una familia del norte de Siria, y que sería más correcto llamarle León el Sirio. Una equivocación de algún escribiente parece haber dado lugar al error. A pesar de ello, no es probable que, sea o no un error, el nombre de León el Isáurico desaparezca alguna vez.
León nació en el 680, y todavía era un niño cuando Justiniano II seguía la política de desplazar a las familias, sacando a familias griegas de las partes amenazadas de Asia Menor para reforzar lo que quedaba con inmigrantes eslavos. La familia de León y él mismo fueron llevados a Tracia.
León entró en el ejército con buenos resultados. Justiniano II le promocionó, y durante todas las vicisitudes políticas que se produjeron, se dedicó con firmeza a su tarea militar y continuó su ascenso. Fue gobernador militar de uno de los
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de Asia Menor durante el reinado de Anastasio II, e hizo lo que pudo para retrasar la penetración árabe y hacer que los invasores la pagaran cara.
Existe un relato de que, cuando todavía era un niño campesino, un agorero le había profetizado que algún día llegaría a emperador. Tal vez sea verdad. Pero había más de un precedente de humildes campesinos que llegaban a través del ejército al trono. Estaba, por ejemplo, Justino I. Y los agoreros, deseosos de agradar y de recibir buenas propinas, eran con toda probabilidad muy generosos en sus predicciones de grandeza imperial a todos los niños del campo con los que se encontrasen. Aun así, las profecías, incluso cuando son falsas, pueden influir en la historia, y cuando llegó el momento, León bien pudo haber recordado al agorero y actuado en consecuencia.
En el 717, ante la inminencia del gran ataque árabe contra Constantinopla, hacía falta ciertamente un golpe militar más si se quería tener a un emperador capaz de enfrentarse con la situación. León decidió que él era el hombre en cuestión, y marchó sobre Constantinopla. Teodosio III, con gran alivio sin duda, abdicó e ingresó en un monasterio.
El 25 de marzo del 717, León fue coronado como el emperador León III. Ya era hora. Los árabes ya se habían puesto en marcha. Llegaron al Bósforo, transportaron contingentes a Europa y, al comenzar el mes de agosto del 717, Constantinopla sufrió el cerco más estrecho por tierra y mar que había sufrido desde 673. Pero, desgraciadamente para los árabes, llegaron seis meses tarde. Si hubieran llegado en el 716, es posible que la ciudad desmoronada hubiera caído, con consecuencias incalculables para el mundo. Sin embargo, en el 717 León III estaba en el poder, y bajo su vigorosa autoridad nadie pensaba en derrotismos.
Se utilizó de nuevo el fuego griego, y la flota árabe sufrió graves daños y tuvo que retirarse lo bastante lejos como para dejar respirar a Constantinopla. León hizo unas fuertes incursiones fuera de la ciudad, mientras las fuerzas bizantinas en Asia Menor atacaban las vías de comunicación del ejército árabe. El califa Solimán murió inesperadamente a principios del sitio, y durante la confusión que invariablemente sigue a un cambio de gobernante en una monarquía absoluta, las fuerzas árabes situadas en el campo de batalla se vieron privadas de un sólido apoyo en su patria. Luego, durante el invierno de 717-718 hizo un frío extraordinario y las nevadas fueron de una intensidad sin precedentes. Manadas de caballos y camellos murieron, y los soldados árabes sufrieron atrozmente.
Por fin, cuando empezó a hacer mejor tiempo de nuevo, León había conseguido la ayuda del soberano búlgaro, a la vez que el ejército árabe, tan grande y resplandeciente un año antes, se hallaba extenuado por el hambre. León continuó sus victorias, golpeando a los árabes con éxito creciente; el 15 de agosto del 718, los residuos de las fuerzas árabes levantaron el sitio y partieron. Sólo cinco barcos, de una flota original de 800, consiguieron llegar a su patria.
Nunca más volverían los árabes a Constantinopla. Nunca más la situación mundial sería tan favorable para ellos. León III había salvado a Europa por segunda vez, y no haría falta salvarla de nuevo. Ciertamente, el Islam haría asombrosos avances, pero no bajo la dirección árabe. Y llegaría el día en que Constantinopla caería por fin, pero no frente a los árabes, y no antes de que la civilización europea occidental, todavía en su infancia, se hubiera vuelto bastante fuerte para salvarse a sí misma.
Poco tiempo después del fracaso en Constantinopla, el Islam penetró profundamente en Occidente. Desde su nuevo punto de partida en España, las fuerzas islámicas (los bereberes o los moros, en lugar de los árabes) realizaron correrías por lo que es hoy el suroeste de Francia. Al final, les derrotaron las fuerzas de los francos en un campo de batalla cerca de la ciudad de Tours, en el 732.
Los escritores occidentales han considerado tradicionalmente esta batalla de Tours como el punto crítico, como el lugar y el momento en el que la marea del Islam fue detenida y obligada a retroceder para siempre. Probablemente es una exageración. En Francia, el mundo del Islam actuaba en el extremo de una vía de comunicación a miles de millas del núcleo de su reino. Aun teniendo en cuenta la política islámica de conversión, aquella vía de comunicación había sido estirada hasta el punto de ruptura. El ejército moro en Francia era poco más que una fuerza de reconocimiento. La batalla de Tours fue una señal de que los moros tendrían necesidad de una ofensiva mayor para seguir avanzando, y su situación en España no era tan óptima como para apoyar una gran ofensiva; así que se retiraron y pasaron a la defensiva: una defensiva que mantendrían tenazmente durante siete siglos y medio. Sin embargo, si Constantinopla hubiera caído, las principales fuerzas islámicas habrían avanzado en Europa occidental desde el sureste por una ruta mucho más directa, y la situación habría sido considerablemente diferente.
Pero en la mente del Occidente, la batalla de Tours fue el punto crítico y la salvación de Europa, y el doble sitio de Constantinopla fue olvidado o pasado por alto. Cuando Occidente entró por fin en contacto con Constantinopla, no sintió hacia ella reverencia alguna, ningún agradecimiento por los favores pasados (aunque no nos engañemos, Constantinopla luchó para sí y no por Europa). Sólo hubo desprecio mutuo.
Altiempo que destruía a los sitiadores árabes, León empezó a proyectar también otra reorganización del Imperio. Era necesario ampliar el sistema de
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iniciado por Heraclio, y militarizar de hecho a todo el Imperio. Pero el problema consistía en que de este modo los generales conseguían con demasiada facilidad una peligrosa cantidad de poder. El mismo León, que había dado el salto desde el cargo de gobernador de un
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a emperador, pensaba que no debía repetirse el proceso. Su solución fue hacer más pequeños los
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, disminuyendo el poder, tanto económico como militar, que detentaban los generales.
Un intento de aumentar la eficacia en otro terreno resultó más difícil de llevar a cabo, y casi provocó una guerra civil. Aunque León III salvó Constantinopla y la cristiandad, su intento de reforma religiosa iba a convertirle en anatema ante los ojos de la Iglesia. El problema eran los íconos, que es el nombre griego de las imágenes que se usaban en los ritos religiosos.
Los estrictos dogmas del judaísmo prohibían la realización de imágenes de seres vivos, puesto que al existir estas imágenes se daba invariablemente una fuerte tendencia a adorarlas como ídolos. Pocas personas se contentaban con la adoración de un Dios abstracto y sin imagen, e incluso los mismos judíos cayeron víctimas de vez en cuando de los ritos llenos de color que rodeaban a algún ídolo tradicional.
Los primeros cristianos seguían siendo opuestos al arte religioso, pero a medida que el cristianismo se hizo menos judaico y más griego, cambió la situación. Los griegos se dedicaban abrumadoramente al arte y no podían evitar el hacer reproducciones, en dos o tres dimensiones, de Jesús, de la Virgen María y de los santos. Después de todo, no eran los ídolos bestiales de dioses imaginarios o figuras monstruosas con cabezas de animales; eran imágenes de figuras santas o divinas que habían pasado por la tierra como seres humanos. Servían como símbolos para concentrar la atención de los que rezaban en los individuos en quienes pensaban con devoción, y servían como historias bíblicas ilustradas para los que no sabían leer. Embellecían más las iglesias y alegraban los corazones de los cristianos. Entonces, ¿por qué eran malos? Razonamientos como éstos tuvieron éxito, y los iconos llegaron a ser una parte indispensable de la Iglesia Cristiana, tanto en Occidente como en Oriente. No es sorprendente que fueran especialmente numerosos en Grecia.
Pero no todos los cristianos veían con buenos ojos los íconos. Había quienes sostenían que los íconos violaban el mandamiento contra la construcción de ídolos. Argüían que, mientras que en la teoría estos íconos eran meramente símbolos, el pueblo llano los adoraba como si fueran divinos en sí mismos. El vulgo no era sofisticado, y no se podía esperar de él que entendiera las sutilezas del simbolismo. Tener íconos era tentarles con un pecado mortal.
Un punto importante para los cristianos que se oponían a los íconos era el hecho de que el cristianismo era ridiculizado por las religiones más estrictas (al menos en este respecto), como el judaísmo y el Islam. Se podía prescindir de los judíos; eran pocos y débiles. El Islam, sin embargo, era poderoso; el desprecio de sus partidarios provocaba vergüenza en muchos. En efecto, algunos cristianos debieron pensar que el cristianismo era objeto de castigo por su idolatría, y que era voluntad de Dios que el Islam expansionista, que carecía de ídolos, fuera la fuerza de castigo.
La oposición a los íconos era particularmente fuerte en Asia Menor, donde a lo largo de décadas el cristianismo se había defendido desesperadamente de los ejércitos islámicos. León III, hombre piadoso, procedía de una familia opuesta a la tradición de los íconos. A medida que pasaron los años y se esforzó por rehacer el Imperio de los golpes que había sufrido durante las dos décadas de cuasi anarquía desde el primer destronamiento de Justiniano II, se fue convenciendo progresivamente de la perversidad de esta creencia; se encontró con la oposición de muchos, y en especial de los monjes. Los monjes eran numerosos en el Imperio. Había casi cien monasterios en Constantinopla, y los monjes se contaban entre los primeros partidarios de una Iglesia fuertemente ritualizada. Los monjes defendían los íconos, los milagros y toda clase de adornos sensuales que convertían a la religión en una especie del mundo del espectáculo e impresionaban y atraían a la gente. Esta actitud se había ido desarrollando gradualmente desde los tiempos del propio Constantino I.
Después de descubrir la Vera Cruz, Elena, la madre de Constantino I, descubrió también (al menos así se lo creía) otras reliquias de la crucifixión, como los clavos que atravesaron las manos y los pies de Jesús, la corona de espinas, la esponja que había elevado el vinagre hasta sus labios, y la lanza que había traspasado su costado. Fueron llevados a Constantinopla, y a partir de entonces se puso de moda coleccionar reliquias. Todas las iglesias tenían su porción de huesos y demás parafernalia de tal o cual santo, todo ello dotado del místico poder de hacer milagros.
Un manto que se creía de la Virgen María fue llevado a Constantinopla en torno al 470, y cantidades incontables de reliquias marianas llenaron las iglesias y monasterios a partir de entonces. Con el tiempo, se empezó a considerar a la Virgen como la principal protectora de la ciudad. La gente creía en ello con el mismo tipo de sentimientos con que los atenienses paganos sentían la influencia protectora de Atenea, y los romanos paganos la de Juno.
Los monjes, como poseedores y guardianes de tales materiales de efectos milagrosos, ejercían una enorme influencia entre los menos cultos, sobre todo entre las mujeres, y no tenían ningún deseo ni intención de renunciar a ella. Los monasterios se hicieron ricos y poderosos más por los adornos religiosos que por su contenido ético.
León III estaba decidido a acabar, o al menos a disminuir el poder de los monjes por varias razones. Por una parte, no podemos descartar la piedad sincera. León debía de creer honestamente que los íconos eran idolátricos y perversos, y que al estimular la idolatría los monjes cumplían una función diabólica.
En segundo lugar, debió de percatarse de que las teorías monacales debilitaban al Estado. Al alentar al pueblo de Constantinopla y del Imperio a vivir sometidos al poder sobrenatural de la Virgen María o a la influencia de tal o cual reliquia, debilitaban la voluntad del pueblo y le impedían que actuara por sí mismo. Y no sólo esto: los monjes y los arrendatarios de las tierras que aquellos dominaban (y eran muchas hectáreas) no estaban obligados al servicio militar, lo cual disminuía los efectivos militares.