Constantinopla (15 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

BOOK: Constantinopla
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Constancio intentó desesperadamente prepararse para el golpe. Desarrolló aún más el sistema, tal como lo había iniciado Heraclio, y en concreto fortaleció la posición en Asia Menor.

Pero con una flota, los árabes no tenían que esperar a que Asia Menor estuviera sometida antes de atacar la capital. Sus naves les llevarían allí directamente. Los árabes probaron su flota primero contra Chipre, la isla situada en el ángulo del Mediterráneo entre Asia Menor y Siria. En el 649 tomaron temporalmente la isla, y en el 654 invadieron la isla de Rodas, frente a la costa suroeste de Asia Menor.

Por supuesto, los árabes eran novatos en el mar, pero utilizaron tripulantes que no lo eran, y después de la aventura de Rodas decidieron que habían practicado lo suficiente y se prepararon para dirigirse hacia Constantinopla. Constancio decidió cortar el proyecto en sus primeras etapas. Envió una flota con la intención de destruir a los árabes tan lejos de Constantinopla como fuera posible.

Las dos flotas se encontraron al este de Rodas en el 655, con el propio Constancio al mando de las galeras imperiales. Pero la verdad es que, hicieran lo que hicieran, los árabes parecían invencibles. La flota imperial fue destruida. Constancio escapó al naufragio general con dificultad y volvió huyendo a Constantinopla.

Durante algún tiempo, la capital dio la impresión de estar abierta al enemigo; pero los árabes no podían aprovecharse de inmediato de la situación. Su flota no había salido totalmente ilesa y tuvo que retirarse para hacer reparaciones y rehacerse. Antes de que pudieran finalizar la tarea el único enemigo al que los árabes no podían derrotar, ellos mismos, les asestó otro golpe. Otman, su califa, fue asesinado en el 656, y le sucedió el yerno dé Mahoma, Alí, cuyo corto reinado sufrió el constante azote de la guerra civil. La expedición naval contra Constantinopla tuvo que ser aplazada, y la capital obtuvo un respiro bien recibido durante dos décadas.

Como los árabes estaban ensimismados en sus propios asuntos, Constancio II tuvo la oportunidad de ocuparse de sus restantes fronteras. Para entonces, los ávaros se habían deteriorado hasta el punto de no presentar problemas, y Constancio derrotó a los eslavos, Después miró aún más allá. Tal vez para compensar las pérdidas orientales, soñaba con conquistas en Occidente, e incluso en convertir de nuevo a Roma en la capital del imperio.

En el 661, Constancio y una gran parte de la corte atravesó Grecia, pasando el invierno en la antes gloriosa Atenas. Al año siguiente estaba en el sur de Italia, y en el 663 en Roma, donde no se había visto ningún emperador en los dos últimos siglos. Fue una experiencia decepcionante para Constancio. Roma estaba en decadencia y ofrecía un aspecto realmente muy triste para quien estuviera acostumbrado a las glorias de Constantinopla.

Además, no encontró la manera de animar a sus fuerzas para que lucharan contra los lombardos, y difícilmente podía tener su capital en un lejano rincón del imperio expuesto a la actividad de un enemigo indomable. Es más, sus intentos para poner en marcha a sus soldados no fueron del gusto de éstos. Cuando Constancio estaba en Siracusa (Sicilia) en el 668, los soldados se amotinaron y le asesinaron.

El hijo mayor de Constando subió al trono enseguida con el nombre de Constantino IV. Se había quedado en Constantinopla durante la ausencia de Constancio en Occidente, y estaba bastante ocupado.

Los árabes estaban demostrando, por desgracia para el imperio, que eran peligrosamente diferentes a los persas en un aspecto esencial. Los persas habían sido zoroastrianos adoradores del fuego, y su religión atraía poco a los cristianos. Tampoco fue el zoroastrismo una religión que se preocupara mucho del proselitismo; no se esforzaba en convertir a los cristianos. El resultado era que los invasores persas se encontraban aislados en las provincias conquistadas y demasiado diseminados. Tenían que abandonar las conquistas cuando sus vías de comunicación empezaban a romperse.

Sin embargo, el Islam era una religión dedicada al proselitismo, que rivalizaba con el cristianismo en este terreno. Los árabes hicieron todos los esfuerzos posibles para convertir a los no creyentes. Y lo que es más, la nueva religión consiguió partidarios entre los cristianos porque se fundamentaba en el judaísmo y el cristianismo y rendía cuidadoso homenaje a Jesús y María (aunque jamás aceptó la divinidad de aquél).

Los cristianos de Siria y Egipto (y además los zoroastrianos de Persia) adoptaron con facilidad el Islam. Los cristianos monofisitas, debido a su odio a la ortodoxia de Constantinopla, encontraron en el Islam una alternativa menos ofensiva. Y además, los cristianos, aunque eran libres para seguir con su culto, tenían que pagar un impuesto especial bajo el dominio islámico y estaban excluidos de la administración del Estado. Para no tener que pagar el impuesto y lograr cargos oficiales, muchos cristianos disimulaban su conversión al Islam, encontrándose luego con que al hacerse mayores sus hijos, se adherían sinceramente a la nueva religión. De esta manera, Siria y Egipto llegaron a ser poco a poco predominantemente islámicas, e incluso sus idiomas nativos retrocedieron frente al árabe, la lengua santa del Corán.

Esto significaba que los árabes no estaban tan condicionados por sus vías de comunicación como lo habían estado los persas. Cada provincia conquistada se convirtió en un nuevo eslabón de la máquina islámica de guerra con que conquistar la siguiente provincia o en marineros para tripular las flotas contra Constantinopla. Así sucedió que aunque los persas, después de haber conquistado Egipto, no podían marchar más al oeste, los árabes sí lo hicieron. Los ejércitos árabes, ya que Egipto estaba bastante en la retaguardia y se convertía con gran entusiasmo al Islam, pudieron continuar a buen ritmo su marcha hacia el oeste hasta que, en el momento de la subida al trono de Constantino IV, amenazaban realmente a la misma Cartago. Constantino IV no estaba en posición de hacer frente de inmediato a esta amenaza. Antes de nada, tenía que acudir corriendo a Siracusa para aplastar la sublevación del ejército y vengar la muerte de su padre. Después tuvo que volver apresuradamente a Constantinopla. El retraso que supuso este asunto puramente interno sólo agravó el problema exterior. En el 669 los árabes invadieron Sicilia por primera vez triunfalmente, y en el 670 fundaron la ciudad de Kairouan a setenta y cinco millas de Cartago. Era la base desde la cual podían llevar a cabo ataques contra el territorio cada vez más reducido del Cartago bizantino.

Ahí había otro ejemplo de cómo el sistema islámico ampliaba sus conquistas con éxito. La población berberisca nativa de África del Norte adoptó el Islam, y se unió a los ejércitos árabes, de forma que no sólo el imperio, sino también el cristianismo perdían terreno con rapidez (el Islam se estaba extendiendo también hacia el este, desde Persia, hacia el centro de Asia, y pese a que esto no parecía tener una importancia inmediata para el Imperio Bizantino, significaba que los árabes disfrutaban de una reserva cada vez mayor con que ampliar sus ejércitos).

El gran sitio-uno

En el 673, los árabes pudieron dar por fin un paso decisivo. Su guerra civil había terminado. Un general árabe, Muawiya, se había convertido en califa y estableció su capital en Damasco, que formaba parte de la antigua Siria bizantina. Con él empezó la dinastía Omeya. La nueva estabilidad significaba que ahora podía ponerse en práctica la amenaza, pendiente desde hacía tiempo, de una ofensiva contra Constantinopla.

Un gran ejército islámico se abrió paso por la fuerza atravesando toda Asia Menor hasta Calcedonia. Medio siglo antes habían sido las tropas persas las que miraban a través del Bósforo; esta vez fueron las tropas islámicas. Y los árabes también tenían su flota, y por vez primera en su historia Constantinopla se vio asediada tanto por mar como por tierra.

Desde abril hasta septiembre del 673, los árabes atacaron la ciudad y el destino de la cristiandad estuvo seriamente en suspenso. Si hubiera caído Constantinopla, parece dudoso que cualquier parte del imperio hubiera podido resistir mucho tiempo más. Y una vez que las provincias imperiales estuvieran en manos árabes, la población de esas provincias probablemente se habría convertido con el tiempo al Islam. Después de unas cuantas décadas necesarias para la consolidación, los ejércitos islámicos podían haber invadido el oeste de Europa. Tras ellos habrían estado las riquezas de Constantinopla, y con ellos, formando una parte de su ejército, hombres del Asia Menor y los Balcanes, convertidos en ardientes devotos del Islam, que llevarían consigo la ciencia militar heredada del imperio.

Es difícil acertar en cuanto al «sí» de la historia, pero parece razonable suponer que no existía nadie en Europa occidental en el siglo VII, y tampoco en el VIII (antes de Carlomagno), que hubiera podido detener el Islam. Posiblemente toda Europa se habría hundido, y el cristianismo como religión mundial habría desaparecido. Ciertamente habrían permanecido algunas comunidades cristianas, como ocurre en la actualidad en las tierras árabes, pero serían pocas y estarían diseminadas, sin encontrarse en mejor situación de la que han tenido los judíos.

Así, pues, la Constantinopla acorralada de 673 no sólo se defendió a sí misma, sino a toda Europa y a toda la cristiandad. Todo dependía de aquella ciudad. Y resistió. Durante meses resistió inflexiblemente. En primer lugar, gracias a las maravillosas murallas que la habían salvado tantas veces (y que la seguirían salvando). Pero las murallas no podían fabricar los alimentos, y estrangulada tanto por mar como por tierra, Constantinopla podía haberse rendido aun con sus murallas intactas, a menos que encontrasen los medios para romper el dominio de las naves enemigas.

Cómo lo hizo constituye uno de los relatos más dramáticos de la historia, porque intervino un arma verdaderamente secreta, un arma cuya naturaleza se desconoce aún hoy. El relato está oscurecido por la leyenda, pero el arma parece haber sido inventada por Calínico, un alquimista de Egipto o Siria (ni siquiera se sabe de dónde) que consiguió escapar desde su tierra natal a Constantinopla. No representaba mucho la salvación de una sola persona frente a la enorme pérdida de aquellas provincias, pero él solo, según parece, salvó al resto del imperio.

Calínico realizó una mezcla que ardía con una llama candente y parecía poseer el milagroso poder de encenderse y quemar con especial viveza al entrar en contacto con el agua. Se podía echar la mezcla en calderas o a chorro por tubos. Tan pronto como estaba en contacto con el agua, se prendía fuego. Si flotaba hacia las naves enemigas, éstas quedaban envueltas en llamas.

Una y otra vez, las naves árabes quedaron fuera de combate o destrozadas por este «fuego griego». Peor incluso que el propio fuego tuvo que ser el terror supersticioso que les entró a los marineros al contemplar una llama que desafiaba al agua. A la postre, pues, fue el fuego griego, más que cualquier otro factor aislado, lo que quebró la voluntad árabe de triunfar (aunque no debemos menospreciar la fuerza de las murallas de Constantinopla, o la firmeza desesperada de sus ciudadanos).

El imperio guardó celosamente el secreto de la composición del fuego griego, y lo utilizó después en otras ocasiones. El secreto fue tan bien guardado que sólo podemos especular sobre la naturaleza de su composición. Su base era algún derivado del petróleo, y tal vez tenía también cal viva. La cal viva se combina con el agua generando un calor considerable y pudo servir para prender fuego al derivado del petróleo.

Antes del 677, los árabes creían que ya había llegado el momento para retirarse, pero la retirada (como suele ocurrir) resultó más difícil que el avance. La flota árabe desmoralizada por la acción combinada de un temporal y el hostigamiento por parte de los bizantinos, fue destruida al sur de Asia Menor, y el ejército árabe que marchaba penosamente hacia el este quedó hecho pedazos.

El sitio de Constantinopla fue un fracaso colosal y carísimo, y representó la primera derrota importante que los árabes habían experimentado después de casi medio siglo de constantes victorias. El prestigio bizantino ascendió en consecuencia. La pérdida de las provincias fronterizas parecía de menor importancia una vez que el centro resistió en unas condiciones dramáticas y casi milagrosas. A partir de entonces, durante cuatro largos siglos, Constantinopla y su base militar en Asia Menor fueron el escudo de la Europa cristiana contra la amenaza islámica.

Pero esto no quiere decir que el imperio ganara en todos los lugares. Al igual que la amenaza persa de medio siglo antes fue una señal para el avance de los ávaros en los Balcanes, así la amenaza árabe lo fue entonces para el de los eslavos. Cuando todavía Constantinopla se encontraba cercada, los incursores eslavos estaban hostigando las murallas de Tesalónica, que era la segunda ciudad del imperio. En particular, los búlgaros aprovecharon la confusión bizantina para establecer el primer Imperio Búlgaro que se extendía no sólo por lo que es hoy Rumania, al norte del Danubio, sino por gran parte de lo que es ahora Bulgaria, al sur del Danubio.

Tampoco se engañó el gobierno bizantino en lo que respecta a que la victoria de Constantinopla representara algo más que una lucha defensiva. Las posibilidades de una verdadera contraofensiva que consiguiera la recuperación de las provincias del sur eran nulas. Por lo tanto, no tenía sentido mantener el compromiso monotelita simplemente para ganarse a un pueblo que ya estaba perdido para siempre, y cuyos componentes estaban abandonando en cantidad creciente el cristianismo. De modo que en el 680 se celebró un gigantesco concilio ecuménico de la Iglesia en Constantinopla, que dejó de lado cualquier rastro del compromiso con el monofisismo. El catolicismo ortodoxo había conseguido la victoria.

En ese concilio, el patriarca de Constantinopla alcanzó la cima de su poder. Los patriarcas rivales de Alejandría, Antioquia y Jerusalén estaban sumergidos por la creciente oleada del Islam. Todavía subsistían, pero gobernaban una congregación impotente y mermada, y detentaban el poder que les quedaba bajo la mirada vigilante de una fe hostil y rival.

Además, el papa de Roma, el único eclesiástico que podía desafiar al patriarca, aunque fuera en teoría, estaba bajo el dominio del exarcado de Rávena, que actuaba como representante del emperador. La destitución y exilio de Martín I demostró que el papa no podía esperar ejercer el poder contra la voluntad del emperador: al menos no en aquellos tiempos.

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