Y, en último lugar, los monjes se opusieron con todas sus fueras a cualquier intento de obligarles a pagar impuestos por su enorme riqueza. Tampoco el patriotismo o la preocupación por el peligro nacional les tentaba a ofrecerse espontáneamente al Estado.
Por lo tanto, León asestó un golpe a los monjes al simplificar el ritual eclesiástico. Una de las maneras más fáciles de hacerlo era abolir los íconos. En 726 se publicó el primer decreto contra su uso, y los funcionarios del emperador comenzaron a viajar por el reino entrando en las iglesias para romper o aplastar los íconos. Incluso hacían pedazos los crucifijos, que consideraban como una especie de imagen. Estos funcionarios eran los Iconoclastas, («rompedores de íconos»), y con ellos comenzó la Controversia Iconoclasta.
Desde luego, la iconoclastia provocó la oposición de los partidarios de las imágenes: los Iconodulas; es decir, los que «veneran imágenes», siendo la veneración menos fuerte que la adoración (puesto que si se admitía la adoración, los partidarios de las imágenes se convertían en idólatras). Los primeros Iconodulas eran los monjes, y se esforzaron por convencer al pueblo de que destruir una imagen de Jesús o de María era la blasfemia más terrible y significaba la condenación irrevocable. El califato de Damasco había decretado en el 723 (sólo tres años antes), de acuerdo con los dictados de su conciencia, la destrucción de todos los íconos en las iglesias cristianas situadas dentro de sus dominios. Por tanto, lo que hacía León III parecía una herejía islámica.
Los Iconodulas tenían su mayor fuerza en Grecia, que se rebeló contra el emperador en el 727. Un hombre llamado Cosmas fue proclamado emperador y partió con una flota rumbo a Constantinopla. La flota no era un rival para la marina imperial y su fuego griego, y la rebelión fue aplastada sin dificultades.
Aunque la oposición continuó (y, desde luego, no cesó nunca), León siguió adelante. El ejército, que era abrumadoramente Iconoclasta, le apoyó con vigor, puesto que de su apoyo dependía la liberación de las riquezas controladas por los monasterios y de los reclutas exentos del servicio militar.
Si bien León podía hacer cumplir sus edictos, más o menos, en Grecia y Asia Menor, la situación cambiaba en Italia, donde el control imperial se había debilitado. Miles de refugiados iconodulas, junto con sus íconos, huyeron al sur de Italia, que seguía siendo territorio imperial pero hacía caso omiso de los edictos iconoclastas.
En cuanto al exarcado de Rávena, que incluía a Roma, se podía dar por perdido por completo. El papa no estaba dispuesto a ceder ni un ápice ante la iconoclastia. No sólo porque el papa la consideraba herética, sino porque éste no podía aceptar en absoluto ningún cambio importante en el ritual procedente de un edicto imperial. Era el papa y sólo el papa quien dirigía la Iglesia en cuestiones de ritual, y éste era un asunto en el que no podía hacer concesiones.
Además, León III, en su intento de reorganizar las arruinadas finanzas del Imperio, había vuelto a establecer un riguroso sistema de impuestos en las provincias italianas, lo cual sentó muy mal a los terratenientes italianos, sobre los cuales las tasas recaían con más peso porque en los recientes años de anarquía no se habían recaudado impuestos en Occidente. Y daba la casualidad de que el papa Gregorio II era el mayor terrateniente de Italia.
Los papas habían intentado librarse mucho antes del dominio imperial si no hubiera sido por los lombardos. Contra los lombardos, las fuerzas imperiales en el exarcado habían sido una poderosa defensa que no podía abandonarse a la ligera. Ahora, sin embargo, entre la iconoclastia y los impuestos, el papado decidió a la desesperada que el mal menor eran los lombardos, y pidió su ayuda. Los lombardos, gozosos por la invitación, avanzaron en tropel por el exarcado y casi tomaron Rávena. Las fuerzas imperiales consiguieron hacerles retroceder en el 731, pero los dados estaban ya echados. La época del imperio en Roma había acabado.
Lo cristianos de habla latina de Occidente sabían poco de los sutiles pormenores de la Controversia Iconoclasta, y tampoco les importaba. Lo que sí sabían era que había un emperador en Constantinopla que se dedicaba a destrozar las imágenes de Jesús, María y de todos los santos. El horror del hombre medio fue inimaginablemente intenso, y el papa gozó de un apoyo total en Occidente.
A pesar de todo lo que León pudo hacer, no podía obligar al papa Gregorio II a cambiar de opinión ni a que renunciara a su cargo (ya habían pasado para siempre los tiempos en los que un emperador podía destituir a un papa y llevarlo por la fuerza a Constantinopla para juzgarle). El resultado fue que León se desprestigió, y se perdió todo respeto por el nombre del emperador. De esta manera, se rompió otro lazo que había vinculado a Oriente y Occidente.
El sucesor de Gregorio II fue Gregorio III, cuya actitud hacia la iconoclastia fue aún más intransigente que la de su predecesor. Tan pronto como se sentó en el trono papal, excomulgó a todos los iconoclastas incluido el emperador. Desde la perspectiva del imperio, esto era una traición abierta, pero las ciudades italianas apoyaron al papa y éste continuó siendo intocable. Gregorio III dirigió su mirada más allá de los lombardos hacia los todavía más poderosos francos, que incluso habían ganado la batalla de Tours contra los moros de España, consiguiendo un prestigio inconmensurable.
Poco podía hacer el frustrado emperador para castigar al papa, salvo declarar fuera de la jurisdicción papal (en el 733) a ciertas zonas que estaban todavía bajo un sólido control bizantino (Sicilia, el sur de Italia y la costa iliria) y colocarlas bajo el dominio directo del patriarca (iconoclasta) de Constantinopla. El papa nunca reconoció el cambio. El emperador pudo todavía mantener una borrosa presencia en el exarcado, sobre todo porque los papas nunca se fiaron enteramente de los lombardos,.
Pese a los reveses y las dificultades que surgieron con motivo del movimiento iconoclasta, el reinado de León fue un éxito. Consiguió reorganizar las finanzas del imperio y encauzar a éste de nuevo por el camino de la prosperidad. Su reorganización del sistema de
temas
hizo que el imperio fuera suficientemente fuerte para hacer imposibles otras penetraciones árabes en Constantinopla. En efecto, cuando los árabes lanzaron otra invasión de Asia Menor en el 739, León les venció por completo antes de que hubieran llegado a 200 millas de Constantinopla. León también mejoró las cosas en el norte con una alianza con el gobernante kazaro. Para fortalecer la alianza, se casó a la hija de éste con el hijo y heredero de León.
León también reorganizó el código de Justiniano, actualizándolo en griego. En su conjunto, lo modificó en el sentido de una mayor humanidad y benevolencia. Se abolieron las diferencias en los castigos según la posición social. Todos los hombres, con excepción de los esclavos, sufrían de igual manera por el mismo delito, y en cuanto a los esclavos, se hizo más fácil la concesión de libertad.
Ciertamente, el puritanismo cristiano apareció en algunos de los cambios. Se abolió el concubinato, que todavía Justiniano había permitido, y se veía con malos ojos el matrimonio de parientes, aunque fueran lejanos. Se hizo más difícil conseguir el divorcio y aumentaron las sanciones por tener hijos ilegítimos. León se preocupó también de que los pequeños propietarios rurales tuvieran suficiente protección y de que la pena de muerte se aplicara a menos delitos. La ejecución fue sustituida por mutilaciones como cegar o amputar las manos, la nariz o la lengua.
Si la iconoclastia hubiera triunfado finalmente, no hay duda que León III, el salvador de la cristiandad, destructor de los árabes, reorganizador del imperio, sereno reformador del derecho, habría pasado a la historia como uno de sus héroes más importantes e ilustrados. Pero como al final la iconoclastia no triunfó, su recuerdo quedó a merced de los cronistas, que en su mayor parte eran monjes y para quienes se trataba de un herético endemoniado. El resultado ha sido que su gran nombre ha quedado injustamente oscurecido en la historia.
León III murió el 18 de junio del 741, cuando tenía algo más de sesenta años y tras haber gobernado durante veinticuatro. Inició una nueva dinastía, llamada habitualmente la Isaúrica, puesto que su hijo mayor le sucedió con el nombre de Constantino V.
Constantino fue un soberano violento y autocrático, pero era un soldado capaz y extremadamente enérgico. Su padre había salvado el imperio y le dio nuevas posibilidades; tras él, el hijo pasó a la ofensiva en dos direcciones.
Durante la primera parte de su reinado, presionó hacia el Este contra el Islam. No consiguió que los árabes retrocedieran mucho, pero hizo campañas en Siria y Armenia y destruyó una flota islámica a la vez que echaba a los árabes de Chipre. Durante la parte final de su reinado, hizo campaña tras campaña contra los búlgaros Tampoco los pudo echar más allá del Danubio, pero sus golpes les mantuvieron quietos.
Constantino V gobernó durante treinta y cuatro años, y cuando acabó su reinado, el cascanueces búlgaro-árabe, que siempre había amenazado con cerrarse sobre Constantinopla desde el Norte y desde el Sur, había sido apartado. El Imperio Bizantino volvió a ser el poder más fuerte en Europa, y no se dejaba amenazar impunemente.
Constantino fue un iconoclasta todavía más convencido que su padre, y bajo su gobierno el movimiento llegó a su cenit No es sorprendente. Tenía sólo siete años cuando empezó el movimiento iconoclasta, y le educaron para que pensara que la iconoclastia era buena y piadosa. Tampoco sus experiencias con los iconodulas permitieron que cobrara simpatía por ellos. Cuando murió León III, uno de los cuñados de Constantino, un iconodula, disputó el trono y retuvo Constantinopla durante dos años.
El papa romano también continuó su intransigente oposición a la iconoclastia. Los lombardos, que tenían un hábil rey, consiguieron un mayor poder en el exarcado, y en el 751 tomaron por fin Rávena. El papa, temiendo que los lombardos resultaran tan peligrosos en lo político como habían resultado los bizantinos en lo religioso, volvió a hacer un llamamiento a los francos del otro lado de los Alpes.
El papa tenía algo que ofrecer. El jefe de los francos era Pipino, que no era rey, sino simplemente una especie de primer ministro. Le gustaría ser rey, pero no se atrevía a derrocar al monarca legítimo (un títere impotente) sin el beneplácito papal. El papa dio su consentimiento. Pipino se convirtió en Rey de los Francos en el 752, y en dos campañas derrotó a los lombardos. Una vez hecho esto, entregó el antiguo territorio del exarcado de Rávena al papa en el 756, pese a que el representante bizantino sostenía firmemente que el territorio pertenecía al emperador. Sin embargo Constantino, en la distante Constantinopla, estaba demasiado ocupado con los búlgaros y los árabes como para hacer campaña en Italia. De este modo, el Imperio fue expulsado para siempre de Roma y de la parte central de Italia doscientos dieciséis años después de que Belisario hubiera vuelto a conquistarla para Justiniano. El exarcado de Rávena había durado unos 180 años.
Aunque el Imperio, que seguía llamándose romano, nunca más volvería a asentarse en Roma, y si bien el papa quedó libre del dominio ejercido durante cuatrocientos años por Constantinopla, la puntera y el tacón, junto con la isla de Sicilia, eran todavía bizantinos. Esto era todo lo que quedaba de las conquistas de Belisario.
Ante la inminente pérdida del exarcado, Constantino V pensó que no tenía nada que perder en Occidente, y se sintió más tentado que nunca a dar un duro golpe a los iconodulas. Por esta razón, en el 753 convocó un concilio eclesiástico para hacer a la iconoclastia plenamente oficial. El concilio se reunió en Hieria, un palacio frente a Constantinopla, al otro lado del Bósforo, y su naturaleza fue puramente bizantina. Los eclesiásticos que asistieron procedían únicamente de territorios bajo control imperial. Significativamente, el papa se negó a enviar un representante.
Las decisiones del concilio (con la sombra de Constantino al fondo) fueron iconoclastas totalmente. Se sostuvo en él que los íconos iban contra las Sagradas Escrituras, se simplificó aún mas el culto, y por todo el imperio pareció consolidarse una religión similar en algunos aspectos al protestantismo que iba a barrer el noroeste de Europa ocho siglos más tarde.
Los monjes lucharon con desesperación, pero el feroz e implacable emperador tomó las medidas más severas. Cerró los monasterios y confiscó sus propiedades. Obligó a los monjes y a las monjas a que vistieran ropas corrientes, encarceló a algunos, exilió a otros, obligó a algunos a casarse, se las arregló para someter a otros al escarnio y la execración de la gente, e incluso ejecutó a unos cuantos de los más fastidiosos.
Se salió con la suya durante su vida, gobernó durante una generación y murió en su cama. Los monjes, sin embargo, no olvidaron ni le perdonaron. Los cronistas monásticos de los años siguientes ignoraron sus triunfos militares y no ahorraron epítetos para describir su crueldad y perfidia. Le describieron como judío y ateo, que sufría enfermedades repugnantes, y que reunía todo lo que era vil.
Hasta corrompieron su nombre. Hicieron correr la historia de que se había ensuciado cuando le estaban bautizando, y esto fue recordado eternamente en el nombre por el cual le conocen los cronistas: Constantino Coprónimo, o «nombre excrementicio».
Constantino murió de muerte natural el 14 de septiembre de 775, durante una de sus numerosas campañas contra los búlgaros. Con su primera mujer, la princesa Kazara, tuvo un hijo llamado León, que subió al trono como León IV. Por su madre, se llama frecuentemente León Kazaro.
Aunque Constantino por razones de estado, se había casado con una princesa bárbara en un momento en que el imperio necesitaba desesperadamente la alianza con los bárbaros, sus victorias permitieron que su hijo se casara por amor. León se casó con una hermosa muchacha de Atenas llamada Irene, quien por lo que sabemos no tenía nada más práctico que ofrecer al heredero del trono que su rostro y su figura. Da la impresión de que él consideró ambas cosas suficientes, y al igual que sus antecesores Teodosio II y Justiniano, que también se casaron por amor, su matrimonio fue feliz.
León IV intentó emular a su padre en todo. Continuó la vigorosa política de éste contra los árabes y los búlgaros, y también siguió adelante con la iconoclastia. Sin embargo, en esto retrocedió un tanto con respecto al extremismo de Constantino, y adoptó una actitud de tolerancia limitada. Probablemente se debió a que su mujer, Irene, era una firme aunque secreta iconodula, e intrigaba con éxito a favor de sus ideas (el resultado de ello fue que la hicieron santa los eclesiásticos orientales posteriores, y todavía se la considera así, aunque en otras cuestiones que no tenían que ver con su iconodulismo tenía muy poco de santidad).